domingo, 8 de octubre de 2023

AVE SIN NIDO CAPITULO XIII

AVE SIN NIDO- HORACIO CASTILLO

CAPITULO XIII
Segunda parte de la obra de don Elíseo Castillo. El reino maravilloso de los querubines. Lo que la vida dejó olvidado en las pestañas de un angelito. Dos muebles vacíos. "Lágrimas' del alma". Solista del cielo. La inmortal "Despierta".

La segunda parte del acervo musical de don Elíseo Castillo, ya no tiene la ágil vivacidad de "Vals brillante", ni tampoco su alegría.

No es reflejo de la emoción contemplativa que avasalla el alma frente a un paisaje al par que familiar, grandioso y cautivante.

No se inspira en la placidez acogedora del hogar tranquilo, ni en la inocente alegría de los hijos pequeños.

La segunda parte de su producción está empapada en la desdicha ; está calcada en su dolor.

No fue ya risa de niño, arrullo, canto y trino, sino lágrima y sollozo.

Pero, ¿cuál fue —ocurre preguntarse— ese austero y sombrío piloto de la adversidad y la desventura que así torció el rumbo de su esquife? ¿Cuál fue ese grave y tremendo enviado de las sombras que desvió el sendero de aquella alma que sólo estaba atenta a interpretar la universal armonía: la del celaje que irisa la montaña; la del trino que despierta el bosque en su apacible siesta ; la del río y la flor, la nube y la campana?

Sí; ese lúgubre modelador del alma, del artista, fue el dolor.

Pero un dolor punzante y vivo ; alareante y desmesurado.

Fue él, quien ciñó sobre su frente soñadora, el crespón de dos alas negras. Pero no a todo el mundo le sería facil comprenderlo en su cabal hondura. Para comprender esas cosas, es preciso protagonizarlas y vivirlas.

Sólo así puede saberse lo que significa un par de manecitas regordetas y llenas de hoyuelos, que os acariciarian las mejillas igual que dos capullitos vivos de tersura y embeleso ; y que a veces os golpean, aunque siempre con la suavidad con que pudiera golpearos una flor. ¡Y en qué piélago divino de ternura inconmensurable, os sumergen con ello!

Sólo así es posible saber lo que en una clara mañana de sol puede sentirse, al ver un bultito vacilante, que en una de las callejuelas de vuestro jardín, ensaya sus primeros pininos, caminando sobre dos piececitos tan graciosos y pequeños, que los abarcaríais todos enteros, en un solo beso.

Sí ; únicamente si se le ha vivido —¡ si se le ha recobrado !—, puede saberse lo que es ese mundo divino y dulce de la niñez. Mundo alígero y celeste al que de repente sentís que os incorporan, para que aprendáis en la madurez (justamente cuando empezáis a conocer que lo ignoráis todo después de todo saberlo y comprenderlo en la adolescencia), que el mundo todavía tiene un lado bueno, un refugio seguro y... sólo un segmento en el que no hay malicia, ni egoísmo, ni agobios, ni desdichas, ni perfidias : el mundo maravilloso de los niños

Y si tenéis la dicha de ser admitido en él; sobre todo si a él llegáis conducido de la mano por vuestra nietecita consentida, veréis con qué renuencia y qué protestas de vuestra parte, tratarán los adultos de haceros salir de allí.

Empezáis acaso por interesaron en los primeros juegos ; vais aprendiendo poco a poco, la divina clave. Poco a poco también, os adentráis más y más en esa esfera de ingenuidad y sencillez; en ese reino de los supremos e inocentes goces.

Y de repente, estáis ya todo en él. Y entonces, a pesar de vuestras canas y a pesar de vuestro cansancio y a pesar de las mil cicatrices que lleváis dentro del alma, sois por fin admitido y formáis ya parte de esa sociedad de querubines.

Entonces podéis decir (como yo también lo dije un día) : ¡ Qué bien me siento aquí ! ¡ Dios mío, qué dichoso soy!

i Claro que sé bien por qué es así!

Es porque cada niño tiene entre sus manos, una esfera : una radiante esfera de límpida transparencia. Es su vida. Y está hecha de la más pura ambrosía. Es clara y radiante, porque nadie ha venido aún a empañársela; porque nadie aún se la ha envenenado.

Y como estáis por fin ya incorporado a la Celeste Cofradía, también vos miráis en medio de vuestras manos, lá esfera pequeña que es vuestra vida. Quizá sea ya tan poca cosa, tan menuda y tan insignificante, que tengáis que ajustar bien los lentes para así poder distinguirla. 1    .

Aun así, ¡ qué clara y brillante os parece! ¡Paladeadla entonces! ¡ Qué sorpresa! Ya no tiene; no ; ya no tiene el sabor de acíbar que la amargaba. Por el contrario, se ha hecho dulce y embriaga; sí, embriaga como en la juventud, la divina esencia de la vida.

Pero dejemos estas divagaciones. Enjuguemos esta lágrima importuna, que nos impide discernir lo que aquí vamos escribiendo.

Y veamos, lector, cómo llegaron a su terrible final, aquellos que don Simeón llamó, felices años ...

Cuando Milita cumplió tres años, era una criatura encantadora; graciosa, pequeñita; siempre en júbilo de risa y movimiento, parecía con la moña que adornaba su rizada cabecita, una muñeca de porcelana traída a  la tierra desde el maravilloso país de Jauja.

Supo hablar desde que tuvo dos años, pero aprendióa  reir cuando apenas estaba en sus primeras horas. El hecho es que era linda y nunca dejaba de sonreír. La sonrisa era el complemento seráfico del par de dientecitos adorables que enmarcaban los labios intensamente rojos.

Parecía incrustada en los brazos de don Elíseo, que a su vez la mimaba exageradamente, como también, exageradamente la idolatraba.

Siempre iban juntos cuando ¡salían a la calle. La frágil manecita, iba siempre en la mano izquierda de su padre, e iba cantando y bailando como si se mantuviese en eterna fiesta de bailes y canciones.

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Aquel grupo indisoluble que al verlo pasar, ponía una sonrisa de cariño y simpatía en los transeuntes, llegó a hacerse tan grato y familiar, que no podía imaginarse la figura del maestro sin su angélico complemento.

Por eso, a todo el mundo le pareció extraño, no ,verlos por algunos días en las calles del pueblo.

Se supo luego, que Milita estaba enferma. Los médicos del lugar estuvieron viéndola por dos o tres días. Inesperadamente corrió por la ciudad la increíble noticia de su muerte.

Entre las grandes virtudes de mi pueblo, existe la fraternal costumbre de acudir en ayuda de toda familia que tenga la desdicha de perder alguno de sus miembros.

A la casa del duelo asisten no sólo vecinos del barrio, sino que también todas las gentes de la población.

Las señoras se ocupan del cuidado de los niños pequeños; de los menesteres de limpieza y orden de la vivienda, van a la cocina y preparan los alimentos.

Los hombres se encargan de los trámites oficiales : aviso a las autoridades de policía y del Registro Civil; obtención del certificado de defunción, permiso para el enterramiento, adquisición, en fin, del féretro, de un nicho o un mausoleo y hasta buscan el albañil que ha de ayudar al sepulturero.

La noche llamada del velorio, congrega en casa de los deudos, un nutrido gentío vestido de riguroso luto. A cada instante suena el discreto aldabonazo de alguien que lleva un ramo de flores, una corona o unas candelas.

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Desde el instante mismo en que se supo la infortunada noticia, la casa de don Elíseo se vio llena de gente consternada; de amigos y familiares que no podían dar crédito a sus ojos, sino hasta ver en su blanca cuna transformada en túmulo de flores, a la angelical criatura.

Allí estaba en efecto, pero parecía no ser la misma :

Tenía la carita sorprendentemente seria. De sus finos labios ahora de una lividez de cera, la sonrisa eterna se había borrado.

Sólo en sus largas pestañas quedaba (como olvidada por la vida), una gruesa lágrima que temblaba.

Mientras el cuerpecito estuvo expuesto en su lecho de flores y luego, cuando se le llevó a la caja mortuoria enguatada de raso blanco, el maestro no quiso apartarse un solo instante de su tesoro. Tuvo siempre entre las suyas, la manita helada, para cubrirla de lágrimas y besos.

No quiso probar alimento alguno, ni durmió un segundo, en todo lo que duró la aciaga noche y la mitad del día siguiente.

Le hablaba a veces con una voz enronquecida y lastimera, que a cada instante estremecían los sollozos :

—¡ Milita, mi querube! ¡ Mi tesoro! ¡ Abre tus ojitos! ¡ Ríete conmigo !
—¡Cómo es, Dios de los cielos, que no me responde!

Y quienes aquello oían sin hallar consuelo para aquel corazón traspasado por la desdicha, lloraban y sollozaban también.

Unicamente en las horas ya próximas al mediodía, volvía con más frecuencia los arrasados ojos hacia el reloj de pared, como preguntándole cuántos minutos le quedaban; cuántos minutos le quedaban de estar todavía con ella ; cuántos minutos faltaban para el tremendo e insufrible adiós.

E inexorablemente, aquel temido instante llegó a su hora y nadie se atrevía a interrumpir el estupor de anonadamiento que mantenía fija la mirada del maestro en un punto del muro en que no había nada.

Tuvo que ser don Simeón, el mismo que con lágrimas en los ojos me refiriera años después los terribles pormenores de aquella escena, quien al tocar suavemente el hombro del maestro, murmuró a su oído las palabras demoledoras:

—Es hora ya.
—Ten valor en el nombre del cielo.
—Tenemos qué llevárnosla.

Mas, ¡con qué corazón describir lo que fue aquella despedida! El golpe seco del pasador del zaguán que abría de par en par sus grandes puertas, para dar paso al cortejo formado por media docena de niños azorados que llevaron a través del corredor el blanco cajoncito, mientras todos los rostros desencajados por la pena evitaban mirarlo y negras siluetas empezaban a alinearse a ambos lados de la calle por cuyo medio y con esa inseguridad y esa lentitud con que se mueven los grupos de niños, se orientaban todos en profundo silencio hacia el Cementerio.

En el cielo de un azul profundo, se mantenían inmóviles esas formaciones de cirrus que en el aire calmado, deslíen largos velos horizontales muy semejantes a las palmas de papel de china que llevan los niños en los entierros infantiles.

Siempre que veas en el cielo esas palmas —solía decirme mi madre—, es porque ha muerto un niñito muy

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bueno y el cielo se engalana para recibirlo, pero ya con su carita llena de alegría y un par de alas blancas, que ensayan a volar en las alturas.    J

Había palmas en el cielo, esa triste tarde del entierro de Milita.

El féretro medía apenas unos 80 centímetros. ¡ Era tan pequeñita!

Y sin embargo, dejaba en el corazón de sus padres y en el ánimo atribulado de cuantos conociéndola la quisieron y mimaron tanto, un vacío desproporcionado e inconmensurable ; un vacío tan espantoso, que en el alma del maestro, con nada podría ya llenarse aunque en él se volcaran todos los triunfos que él merecía; todas las satisfacciones y las riquezas del mundo, que nunca quiso ni ambicionó para sí ; un vacío en fin tan lúgubre y tan desolado, que ni siquiera podría colmar con el cantarito'roto de todas las lágrimas de su alma.

Quienes media hora después le vieron volver por la larga calle del Cementerio, debieron sentir un nudo,que crispara su garganta:

Venía el maestro, luego de haber dejado a su Milita sola y para siempre, cojeando de,la,pierna_ derecha, apoyando la mano temblorosa sobre el pomo del bastón, en un azoramiento de prisa y desconcierto, como para huir lo antes posible de aquel sitio de alucinación y de tortura, aunque en alma y corazón, ansiara al mismo tiempo, quedarse en él para siempre.

Su mano izquierda habituada al roce de la manita bienamada que cual blanca azucenita acabara de deshojar la muerte, pendía ahora enteramente vacía.

Y era eso precisamente lo que a esa mano y,Io que a esa alma les faltaba; era esa ausencia irremediable que tenía algo de torvo, de inconcebible e inaudito lo que arrasaba en lágrimas los ojos de quienes sin voz ya para decirle una palabra de consuelo, en angustioso silencio le veían pasar.

Después del entierro, todo el mundo en mi pueblo, se retira discretamente y es entonces cuando los familiares se quedan solos.

"El duelo se despide en la puerta del Cementerio", se lee todavía en las grandes esquelas orladas de negro, que se reparten desde principios de siglo.

Entonces, esa casa en que todo un pueblo se prodigó en consuelos, se ve aún más lúgubre y desamparada.

Así quedó después del entierro de Milita, la casa de don Elíseo.

Abrazada a la cunita vacía, sollozaba sin consuelo doña Tonita. El maestro se detuvo un instante en la sala, para despedir a los últimos vecinos rezagados.

No lloraba ya. Había vertido todo el torrente de sus lágrimas y el cantarito de su corazón estaba roto y vacío. En sus ojos enrojecidos, pestañeaba el cansancio de los largos desvelos. Unicamente anhelaba que lo dejaran solo; que lo dejaran solo con su inconsolable dolor.

La casa olía a nardo y azucena. En su rincón de siempre, estaba el piano ; el piano que el maestro se negaría tenazmente y durante meses y meses, a tocar más. Pero había algo, aún más patético y terrible. En un extremo del corredor, estaba el sillón en que el maestro solía disfrutar de algún descanso entre sus lecciones. Al lado, había una butaquita; sí, una de esas sillas pequeñitas y graciosas que no se sabe al verlas, si son un juguete o un mueble.

Y hacía daño (porque era un tormento insufrible), oír lo que al alma decía en su elocuente mutismo, aquel par de objetos vacíos.

Igual que en una larga convalecencia, el ánimo del maestro fue renaciendo poco a poco a la vida ; mas no ya con alegría ni esperanza.

Solía quedarse largas horas con las manos en los bolsillos, mirando en el patio las fucsias que se ba,lanceaban en sus frágiles tallos. Seguramente veía a su Milita, sonriéndole tras ellas.

Con más frecuencia iba a sentarse junto a la ventana de la sala, especialmente a la hora en que los niños salen de las escuelas.

Al verlos, apretaba el pañuelo contra sus ojos, mien:tras sus hombros se agitaban estremecidos por los sollozos.

Después, ya no lloraba al verlos.

Estaba como aturdido ; parecía ya no sentir nada y en ese estupor de desánimo y abatimiento, se pasaba las horas y los días.

—¡ Elíseo ! ¿Qué te pasa? —preguntaba suplicante doña Tonita—. ¿En qué estás pensando? ¿Por qué te empeñas en quedarte aquí?

—Veo a los niños —respondía él tristemente.

—¡ Pero eso te hace daño! ¡ Te recuerda a nuestra Milita! ¡ Vas a enfermarte! ¡ Te puedes morir!

—Eso quiero —contestaba él melancólico—. ¡ Irme con ella! ¡ Qué más podía desear !

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Y doña Tonita se alejaba consternada. ¿Es que algo podía hacerse para consolarlo? Mimos y palabras parecían ya enteramente inútiles.

Pero había que vivir entretanto. Los escuetos ahorros se estaban yendo a toda prisa. Tres meses habían transcurrido ya y el piano en su rincón, seguía silencioso. Los alumnos, con esa solidaridad que sólo puede inspirar un cariño sincero, llegaban diariamente en espera de sus lecciones. No los llevaba exclusivamente el interés personal de las mismas. Es que era preciso rehabituarlo a sus labores normales ; volverlo a la realidad de las cosas del mundo. Su infatigable Cirineo,, el magnánimo don Simeón, había juzgado indispensable ponerle a los consuelos cierta dosis de persuasión e incluso una tónica de reproche :—¿Es que no consideras a tu esposa? ¿Es que no piensas en Efraín? ¿Te parece justo ignorar que Tonita está sufriendo lo mismo que tú ; con el agravante ahora de que tiene que preocuparse de lo que a ti te está sucediendo? Además, el cielo querrá darles otros niños. Podrá haber otra Milita. Y el tiempo sobre todo, irá haciendo que poco a poco te resignes y olvides.

Pero el maestro seguía silencioso como si no le oyera. ¡ Olvidarla! ¡Resignarse! No, a su Milita no la olvidaría nunca. Veinte años después de su muerte, seguiría recordándola con inconsolable amargura.

 183Posible es que estas cuartillas tengan un día algún lector o una lectora, y en tal caso, que tan paciente y singular persona venga a preguntarse y a preguntarme :

—Pero, ¿es que puede haber un alma que a tal punto sepa amar para ser luego presa del dolor y de su fúnebre garra? Porque pérdidas muy semejantes y dolores de la misma intensidad y laya, son cosas que acompañan al hombre cual protervo patrimonio, de la cuna al sepulcro. Y sin embargo...

—Pues bien —me apresuraría a contestar—: es vasto y universal el dolor ; en ello estamos de acuerdo. Pero no todas las almas responden igual a su tremendo impacto, siendo además, todas tan apartes y disímiles. Hay almas duras y coriáceas (las de los indiferentes, por ejemplo) ; también las hay, pétreas y erizadas de púas (como las de los empedernidos y los egoístas). Evidentemente en ellas, ni alegría ni dolor, dejan rastro perdurable.

 

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