jueves, 26 de octubre de 2023

MARÍA 277-281

 María

Historia real por  Jorge Isaacs

---Contaba yo siete años cuando regresó mi padre, y desdeñé los juguetes preciosos que me trajo de su viaje, por admirar aquella niña tan bella, tan dulce y sonriente. Mi madre la cubrió de caricias, y mis hermanas la agasajaron con ternura, desde el momento que mi padre, poniéndola en el regazo de su esposa, le dijo : " ésta es la hija de Salomón, que él te envía."

Durante nuestros juegos infantiles sus labios empezaron á modular acentos castellanos, tan armoniosos y seductores en una linda boca de mujer y en la risueña de un niño.

---Pocos eran entonces los que conociendo nuestra familia, pudiesen sospechar que María no era hija de mis padres. Hablaba bien nuestro idioma, era amable, viva é inteligente. Cuando mi madre le acariciaba la cabeza, al mismo tiempo que á mis hermanas y á mí, ninguno hubiera podido adivinar cuál era allí la huérfana.

Tenía nueve años. La cabellera abundante, todavía de color castaño claro, ---el acento con algo de melancólico que no tenían nuestras voces; tal era la imagen que de ella llevé cuando partí de la casa paterna : así estaba en la mañana de aquel triste día, bajo las enredaderas de las ventanas de mi madre.

277-281

 A pesar de lo sucedido la noche víspera de mi marcha á Santa***, María continuaba siendo para conmigo solamente lo que había sido hasta entonces : aquel casto misterio que había velado nuestro amor, lo velaba aún, Apenas nos tomábamos la libertad de pasear algunas veces solos en el jardín y en el huerto.

Olvidados entonces de mi viaje, retozaba ella á mi alrededor, recogiendo flores que ponía en su delantal para venir después á mostrármelas, dejándome escoger las más bellas para mi cuarto, y disputándome algunas que fingía querer reservar para el oratorio.

Ayudábale yo á regar sus eras predilectas, para lo cual se recogía las mangas dejando ver sus brazos, sin advertir que tan hemosos me parecían. Nos sentábamos á la orilla del derrumbo, coronado de madreselvas, desde donde veíamos hervir y serpentear las corrientes del río en el fondo profundo y montuoso de la vega.

Afanábase otras veces por hacerme distinguir sobre los lampos de oro que el sol dejaba al ocultarse, leones dormidos, caballos gigantes, ruinas de castillos de jaspe y lapislázuli, y cuanto se complacía en forjar con entusiasmo infantil.

Pero si la más leve circunstancia nos hacía pensar en el viaje temido, su brazo no se desenlazaba del mío, y deteniéndose en ciertos sitios, me buscaban sus miradas húmedas, después de espiar en ellos algo invisible para mí.

Una tarde, ¡hermosa tarde que vivirá siempre en mi memoria! la luz de los arreboles moribundos del ocaso se confundía bajo un cielo color de lila con los rayos de la luna naciente, blanqueados como los de

una lámpara al cruzar un globo de alabastro. Los vientos bajaban retozando de las montañas á las llanuras : las aves buscaban presurosas sus nidos en los

follajes de los sotos. Los bucles de la cabellera de María, que recorría lentamente el jardín asida de mi brazo con entrambas manos, me habían acariciado la frente más de una vez; ella había intentado reclinar la sien sobre mi hombro; nada nos decíamos... De repente se detuvo en el extremo de una calle de rosales; miró por algunos instantes hacia la ventana de mi cuarto, y volvió á mí los ojos para decirme :

— Aquí fué; así estaba yo vestida; ¿lo recuerdas?

— ¡ Siempre, María, siempre!... le respondí cubriéndole las manos de besos.

— Mira : esa noche me desperté temblando, porque me soñé que hacías eso que haces ahora... ¿ Ves este rosal recién sembrado? Si me olvidas, no florecerá; pero si sigues siendo como eres, dará las más lindas rosas, y se las tengo prometidas á la Virgen con tal que me haga conocer por él si eres bueno siempre.

Sonreí enternecido por tanta inocencia.

¿No crees que será así? me preguntó seria.

— Creo que la Virgen no necesitará tantas rosas.

Hizo que nos acercáramos á la ventana de mi cuarto.

Una vez allí, desenlazó su brazo del mío; se dirigió al arroyo, distante unos pasos, anudándose en la cintura el pañolón; y trayendo agua en el hueco dé las manos juntas, se arrodilló á mis pies para dejarla caer á gotas sobre una cebolletita retoñada diciéndome :

Es una mata de azucenas de la montaña.

— ;Y la has sembrado ahí? — Porque aquí...

— Ya lo sé, pero esperaba que lo hubieras olvidado.

— ¿Olvidar? ¡ Como es tan fácil olvidar? me dijo sin levantarse ni mirarme.

Su cabellera rodaba destrenzada hasta el suelo, y el viento hacía que algunos de sus bucles tocaran las blancas mosquetas de un rosal inmediato.

— ¿Pero no sabes por qué encontraste aquí el ramillete de azucenas?

¿ Cómo no lo he de saber? Por que ese día hubo quien supusiera que yo no quería volver á poner flores en su mesa.

— Mírame, María.

¿Para qué? respondió sin levantarlos ojos de la matita, que parecía examinar con suma atención.

Cada azucena que nazca aquí será un castigo cruel por un solo momento de duda. ¿Sabía yo acaso si era digno?... Vamos á sembrar tus azucenas lejos de este sitio.

Doblé una rodilla al frente de ella.

— No, señor, me respondió alarmada y cubriendo la matica con entrambas manos.

Yo me volví á poner en pie ; y cruzado de brazos esperaba á que ella terminara lo que hacía ó fingía hacer. Trató de verme sin que yo lo notase, y rió al fin levantando el rostro lleno de recompensas por un instante de supuesta severidad, diciéndome :

— Conque muy bravo, ¿ no? Voy á contarle, señor, para qué son todas las azucenas que dé la mata.

MARÍA. 281

Al tratar de ponerse en pie, asida de la mano que yo le ofrecí, volvió á caer arrodillada, porque la detenían algunos cabellos enredados en las ramas del rosal : los separamos, y al sacudir ella la cabeza para arreglar la cabellera, sus miradas tenían una fascinación casi nueva. Apoyada en mi brazo, observó :

— Vamonos, que va á oscurecer.

¿Para qué son las azucenas? insistí al dirigirnos lentamente al corredor de la montaña.

— Ya sabes para qué servirán las rosas de la mata nueva que te mostré, ¿ no ?

— Sí.

— Pues las azucenas servirán para una cosa parecida.

— Á ver.

— ¿Te gustará encontrar en cada carta mía que recibas, un pedacito de las azucenas que dé?

— ] Ah! sí.

Eso será como decirte muchos cosas que algunas veces no deben escribirse y que otras me costaría mucho trabajo expresar bien, porque no me has acabado de enseñar lo necesario para que mis cartas vayan bien puestas... También es cierto...

— ¿Qué es cierto?

— Que ambos tenemos la culpa.

Después de haberse distraído en romper bajo sus pies, preciosamente calzados, las hojas secas de los mandules y mameyes regadas por el viento en la callejuela que seguíamos, dijo :

 No quiero ir mañana á la montaña.

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