martes, 10 de octubre de 2023

GLORIA- El cabello de recuerdo

 GLORIA

BENITO PÉREZ GALDÓS

ESPAÑA

Después creí que un favor especial del cielo allanaría los obstáculos; pero ha pasado el tiempo, y los obstáculos subsisten más terribles e imponentes cada día. Ha llegado el tiempo del envilecimiento o del retroceso, y tú me das el ejemplo. Tú eres grande; tú sabes hacer lo que yo, miserable, no supe. ¡Maldito sea yo, que vi la felicidad y no la pude poseer! Te devuelvo a tu casa, a tu religión, y te devuelvo pura, inmaculada... Por Dios, ¿no ves tú, no ves clara y patente la honradez de mi alma?

-Sí -repuso Gloria entre angustiosos sollozos.

-¿Conservas alguna sombra de recelo con respecto a mí?

-No.

-¿Me creerías digno de ti, si una fatalidad de nacimiento no lo impidiera?

-Sí.

-Pues ahora -dijo resueltamente el extranjero levantándose-, separémonos.

-Para siempre -dijo Gloria levantándose también.

Pálida y grandiosa en su dolor, parecía el   —232→   ángel de la muerte cuando viene a llevarse un alma. Daniel la abrazó. La señorita de Lantigua ocultó la frente en el pecho de su amigo, regándolo con sus lágrimas durante breve rato.

-Dame un recuerdo tuyo -dijo Morton.

-La memoria fiel no necesita recuerdos materiales.

-Es verdad: yo no los necesitaré; pero si te vas, no te vayas toda. Dame aunque sea un cabello.

Gloria se llevó la mano a la cabeza y separó de ella una mata de pelo.

Sonriendo en medio de su pena, con esas terribles palpitaciones o vagidos humorísticos que tiene el dolor, dijo:

-No hay tijeras.

-No importa -dijo Morton-. Lo cortaré yo...

Y con los dientes, en medio minuto, cortó el pelo.

-Es casi de noche.

-Para mí ya todo es noche -murmuró el extranjero.

Se separaron algunos pasos; pero volvieron a juntarse. Eran como la playa y la ola que siempre parece que huyen la una de la otra, y siempre se están abrazando. Por fin, cuando la   —233→   noche estuvo más cerca, por los cerros lejanos, tierra adentro, se veía un jinete que marchaba despacio, inclinada la cabeza sobre el pecho. Su figura negra perjudicaba a la armonía del risueño paisaje, y parecía que después que él pasaba todo volvía a estar alegre.

Hacia Ficóbriga caminaba Gloria arrastrando la pesadumbre de su dolor, como el imitador de Cristo a quien este ha dicho: «toma tu cruz y sígueme». Todo en derredor suyo respiraba paz y el dulce reposo de los campos. Volvían los bueyes de las praderas y del trabajo, tardos, paso a paso, cabeceando con sus pesadas testas y sus nobles semblantes llenos de gravedad. Las mujeres de la aldea iban en opuesto sentido, llevando sobre la cabeza largos panes de más de media vara, y los pescadores ponían a secar sobre el altozano de la Abadía las húmedas redes, en cuyas mallas resplandecían aún como limaduras de plata las escamas de las sardinas.

Todo esto lo vio Gloria, y todo se vestía de aquel fúnebre luto de su alma.

XXIX -

Se fue

 

Al día siguiente muy de mañana, las persianas del cuarto de Gloria se abrieron de par en par, y la luz penetró a punto que ella se asomaba. La doncella esparció su vista por el campo y la villa, y deteniéndola en los árboles del cementerio, pensó así:

-Ahora, hermanitos míos, vosotros sois mis únicos amores.

No lejos de la ventana, corría el camino real y por él los hilos del telégrafo, que plantaba a lo largo sus escuetos postes a distancias iguales que parecían pasos. En los alambres venían a posarse todas las mañanas algunos pájaros, que habían encontrado muy bueno aquel casi invisible punto de descanso en medio de los aires, y después allí parece que contemplaban la casa y la ventana abierta, donde   —235→   la señorita de Lantigua aparecía temprano a saludar el día y bendecir a Dios.

Esta no creía que aquellos graciosos seres fueran las almas de sus hermanos juntas con las de otros niños, porque no podía creer tal cosa; pero en su mente se asociaba tal espectáculo con el recuerdo de las dos personitas a quienes Caifás había llevado al cementerio en azules cajas tristísimas. Ello es que uno y otro día solía contemplar con amor a los pájaros del alambre, sintiendo no verlos cuando los alejaba la lluvia. Contribuía a formar esta rara ilusión la circunstancia de haber sobre el cementerio de Ficóbriga una gran arboleda, que parecía ser el cuartel general de aquellos vagabundos. Gloria les veía salir de allí en bandadas y volver a la caída de la tarde, haciendo gran ruido, hasta que vencidos del sueño callaban dentro del espeso ramaje, y el cementerio se quedaba sin música.

Pero aquel día Gloria proyectaba su tristeza a todo lo creado. Si pudiera existir luz negra, ella sería el sol de ella. El contrasentido de las palabras no está en las ideas, porque el mundo estaba alumbrado con el negror de su alma. En vez de sonreír ante las avecillas que en el alambre la esperaban como todos los días, creyó ver la figura de sus dos hermanos muertos,   —236→   que se le acercaban tal como estaban en las cajas azules el día del entierro, amarillos como cera los rostros, tan frescas aún las flores de sus coronas como secas las de sus mejillas, cubiertos de blancas vestiduras rizadas y encintadas; pero venían con los ojos abiertos dando la mano el mayor al más pequeño y moviendo los piececillos por el aire. Señalando la tierra le decían: «Sólo aquí se está bien». ------------

Gloria se deshizo en lágrimas y dijo:

-Señor, Señor, yo también sabré padecer y morir.

D. Juan de Lantigua, que observaba bien cuando quería observar y por aquellos días había dado un poco de la mano a sus trabajos literarios, notó que en su hija ocurría algo. Meditó en ello algunos ratos, y como la sospecha es hermana de la cavilación, diose a hacer juicios más o menos temerarios, pero sin pensar nada contrario a la honestidad de la joven, porque esto, dicho sea en honor de ambos, no le cabía en la cabeza. Sus sospechas y recelo versaban sobre otro orden de cosas. Él y su hermano conferenciaron sobre esto.

-Gloria -decía D. Juan a su hermano una mañana en el cuarto de este-, no está tranquila.   —238→   Algo pasa en su espíritu. Le he oído frases y reticencias que indican gran trastorno en sus ideas religiosas. Su imaginación es fuerte, y su entendimiento, inclinado a remontarse sin guía, es susceptible de caer en grandes errores. Además temo mucho a su sensibilidad.----------------

XXX -

Pecadora y hereje

 

Lo confesó todo, absolutamente todo; rebañó en su conciencia, sacando de ella hasta las últimas heces, y a medida que iba sacando, respiraba con más desahogo, porque verdaderamente su carga era grande. Durante la confesión, que fue larga, un indiscreto que se acercase, habría oído suspiros y sollozos y alguna palabra suelta del buen pastor de Cristo.

Cuando concluyó, D. Ángel no estaba sereno. Su bondadoso rostro que, según la expresión de un entusiasta amigo suyo, era un pedazo del Paraíso, tenía una especie de inmovilidad que no puede definirse, un desconsuelo semejante al de los que presencian la desaparición instantánea de una cosa muy bella, sin poderlo evitar ni tampoco enojarse contra ella. Se quedó D. Ángel como Tobías cuando vio   —241→   desaparecer para siempre el ángel que le había acompañado tanto tiempo.

Después de rezar brevemente, ordenando a Gloria que hiciese lo mismo, le dijo con voz muy triste:

-Hija mía, no te puedo absolver.

Gloria inclinó la cabeza con sumisión.

-Por ahora, hija mía -añadió el prelado-, procura serenarte... descansa. Salgamos un momento al jardín o a paseo y hablaremos despacio.

La pecadora corrió a tomar el sombrero y el bastón de su tío.

-Por cierto -dijo este-, que no me gusta que tu padre ignore estas cosas. Yo no le puedo decir una palabra, si no me autorizas para ello, del mismo modo que si no te hubiera oído en confesión.

-Quiero que lo sepa -dijo Gloria-; yo me confieso a los dos.

-Muy bien, me parece muy bien... No te sofoques. Vamos a dar una vuelta.

Saliendo ambos de paseo hacia la Pesqueruela, el prelado se expresó así:

-Te dije que no podía absolverte. Ahora sabrás por qué. No es la causa de mi rigor que hayas amado. Eres muchacha y la ley natural en esta tu edad florida despierta inclinación   —242→   hacia otro ser, la cual, si es honesta y va bien dirigida por el discernimiento, puede producir bienes, conduciendo al servicio de Dios. Bien es verdad que hallo en ese fuego tuyo demasiado ardor, y es de tal suerte, que más parece desasosiego de un alma llagada y enferma miserablemente ansiosa, como dice San Agustín, que la dulce amistad humana.

»También es muy vituperable que hayas tenido en secreto tu afición. Esas escondidas entrevistas son muy impropias de una doncella pudorosa y bien educada. Lo que se oculta no puede ser bueno. Sin embargo, este pecado, con ser tan grande y tal que jamás lo creyera en ti...

A Su Ilustrísima se le turbó un poco la voz por la emoción; mas dominándose, prosiguió:

-Con ser tan grande tu pecado, no es imperdonable, mayormente si estás dispuesta, como has dicho, a arrojar de ti esa insensata llama, sofocándola con una aspiración firme hacia el único soberano amor, que es el de Dios.

»Para que veas cuán grande es mi tolerancia, te perdono también el que hicieras objeto de tu pasión a un hombre que vive fuera de nuestra santa fe, porque en verdad debiste cerrar prontamente tu herida, negándole al alma toda comunicación y roce con el alma de un hereje. Y   —243→   reconociendo yo la seducción aparente de las prendas morales de Daniel Morton, a quien estimé mucho, extraño que tú pudieras hallar verdadero encanto amoroso en quien carece de la principal y más valiosa hermosura, que es la de la fe católica... Pero me has manifestado tu firme propósito de renunciar a la inquietud tenebrosa de ese amor, lo que es verdaderamente un mérito en tu flaca edad, y esto basta para obtener mi indulgencia. Hasta aquí vamos bien, hija mía; pero la disconformidad empieza ahora, y voy a manifestártela claramente.

Gloria atendía con toda su alma.

-Pues bien, hija mía -continuó el venerable señor-; la causa de mi enojo contigo es que, según me has confesado, han nacido en tu espíritu y lo han anublado de la misma manera que los vapores cenagosos oscurecen la claridad y limpieza del sol, ciertas ideas erróneas contrarias de todo en todo a la doctrina cristiana y a las decisiones de la Iglesia. El mal no está precisamente en que te hayas contaminado de esos errores, pues el enemigo, que vigilante acecha el estado de flaqueza para verter en la oreja del hombre la ponzoña del falso discurso, pudo sorprender tu alma e inficionarte de la pestilencia. A estos percances están   —244→   sujetos todos los hombres, aun los más fuertes; pero viene de improviso la saludable reacción del alma, se aclara el sentido, entra poderosamente la gracia, y el error huye como los demonios arrojados del cuerpo, entre alaridos. Tú no has gozado de este beneficio de la limpieza de tu entendimiento, sino que conservas tus errores, estás encariñada con ellos, según me has dicho, los tienes enclavados en tu espíritu como el rótulo de ignominia que los judíos pusieron en la cruz, y en vez de arrancártelos y arrojarlos al fuego, los acaricias. ¿No es esto lo que me has querido decir?

-Sí señor -repuso la penitente con respeto, pero también con seguridad.

-Pues bien, estás infestada de una pestilencia muy común en nuestros días, y que es la más peligrosa, porque tomando cierto tinte de generosidad, a muchos cautiva. Es lo que llamamos latitudinarismo. Tú dices: «Los hombres pueden encontrar el camino de la eterna salvación y conseguir la gloria eterna en el culto de cualquier religión...». Pues bien, esa proposición está condenada por el Soberano Pontífice en las Encíclicas Qui pluribus y Singulari quadam, y en la Alocución Ubi primum. Tú dices: «Todo hombre tiene libertad para abrazar y profesar aquella religión   —245→   que, guiado por la luz de la razón, creyere verdadera...». Pues bien, esta proposición está condenada en las Letras Apostólicas Multiplices inter, y en la Alocución Maxima quidem... ¿Qué te parece?

Su Ilustrísima se detuvo, mirando cara a cara a la señorita de Lantigua.

-Ya te explicaré con toda calma esos delicados puntos -prosiguió el prelado-. Hablaremos largo, porque no dormiré tranquilo, mientras no te saque hasta las últimas heces de ese veneno. Pero dime ahora, loquilla de mi corazón, ¿cómo pudiste dar calor en tu entendimiento a esas malditas víboras? Sin duda el hombre a quien has tenido la desdicha de amar te inculcó esos principios del latitudinarismo, desgraciadamente esparcidos por el mundo, en razón de la aparente benevolencia y generosidad que encierran.

-No ha sido él -dijo con viveza y emoción la pecadora-, quien me ha inculcado esas ideas. Daniel, sin dejar entrever a punto fijo cuáles son sus creencias, se ha mostrado siempre poco inficionado de eso que llama usted...

-Latitudinarismo, hija.

-Latitudinarismo. Él parece tener creencias muy firmes y hasta intolerantes, señor. Además, siempre ha tenido la delicadeza de no   —246→   decirme nada que quebrantara en mi alma la religión de mis padres. Hemos hablado de la religión como lazo social y nada más.

-Entonces, tú... Mira, estoy algo cansado, y bueno será que nos sentemos en esta piedra.

-Yo, yo sola -dijo Gloria sentándose también-, soy la culpable. Hace tiempo, desde que le conocí, dime a cavilar en estas cosas noche y día. No podía apartarlas de mi pensamiento y, según mi entender, discurría acertadamente sobre ellas. Me parecía que mis argumentos no tenían réplica, y me vanagloriaba de ellos pronunciándolos en mis diálogos oscuros conmigo misma.

-Has dicho, «desde que lo conocí»; luego él en cierto modo es responsable...

-No, no, querido tío, soy yo sola. Si he de hablar a usted con entera lealtad, mostrándole mi alma hasta el último fondo de ella, aun antes de conocerle pensaba yo en estas tristes cosas, si bien no daba forma clara a mis pensamientos. El trato de Morton parece que encendió en mi espíritu mil luces, y a su claridad empecé a ver diferentes temas de religión y de las disputas de los hombres sobre ella, así como de la grandeza y lejanos linderos del reino de Jesucristo, a quien yo veía Señor de   —247→   todas las gentes, de todos los buenos, de todos los limpios de corazón.

D. Ángel frunció el ceño.

-Veo -dijo con cierta severidad-, que tu llaga crece, crece que es un primor. ¡Oh! ¡cuando tu padre sepa esto!... ¡él que sobresale por sus estudios ortodoxos y la claridad con que ha sabido deslindar la verdad del error en las abominables luchas de la época presente...!

-Mi padre y usted me convencerán de seguro -dijo Gloria inclinando con humildad la frente.

-¡Te convenceremos!... y lo dices como si fuera tarea larga... ¿De modo que te encastillas en tu error, y te cercas de la muralla de una terquedad y reincidencia más abominables que el error mismo?... Gloria, Gloria, hija mía, por Dios, vuelve en ti. Mira que no puedo absolverte si no desechas esos pensamientos, si no los arrojas con espanto de ti, como arrojarías un animal inmundo que te mordiese.

-No hay mayor tormento para mí -declaro la señorita de Lantigua-, que estar separada de usted y de mi padre por cosa tan pequeña, tan vana como es un pensamiento que a cualquier hora puede mudarse... Pero si ahora le dijese a usted: «tío, ya he desechado el animal asqueroso, ya estoy limpia de errores», hablaría   —248→   con la boca y no con el corazón, porque esas ideas que he dicho no se van de mi cabeza con sólo decirles vete. Están tan arraigadas, que no puedo echarlas fuera. Invoco mi fe en Jesucristo a quien adoro, y mi fe en Jesucristo no me dice nada contra ellas.

-¡Gloria, por Dios, por la Virgen María!...

-¿No sería peor que el error mismo, negarlo con los labios, careciendo de fuerza interior contra él?

-Eso sí. ¿Pero estás loca? ¿Has perdido acaso la gracia divina y los preciosos dones del Espíritu-Santo?

-No sé, tío de mi corazón, lo que he perdido. Sólo sé que me será muy difícil convencerme de que no son verdaderas las ideas que usted desaprueba. No quiero mentir, no quiero ser hipócrita. Aquí está mi alma abierta hasta lo más recóndito, para que usted mire dentro de ella. No puedo hacer más; no puedo violentar mi conciencia...

-De modo que para ti nada vale la autoridad... ¡Veo que marchas de herejía en herejía! -exclamó D. Ángel con verdadero espanto.

-Pues si estoy en error, si estoy tocada de herejía -dijo Gloria-, declaro que deseo no estarlo; que haré todo lo posible para limpiarme   —249→   de ella; pero entretanto, ¡oh amado pastor mío!, huyo de la mentira, huyo de afectar una sumisión que no tengo, huyo de confesarme creyente en ciertos puntos que no creo, porque no es vano capricho lo que me obliga a pensar lo que pienso, sino una fuerza poderosa, una llama tan viva como perdurable que hay en mi entendimiento.

-De modo que te rebelas... Gloria, por amor de Dios, considera bien lo que dices -exclamó Su Ilustrísima lleno de tribulación.

-Tío, tío mío, si pierdo el amor de usted -dijo Gloria derramando lágrimas-, me parecerá que estoy ya condenada.

-Y lo perderás, lo perderás, lo perderás todo -dijo D. Ángel cada vez más severo-. Esto no puede quedar así. ¿Me autorizas para hablar a tu padre?

-Ya he dicho que sí.

-Pues vamos a casa -dijo el prelado levantándose.

No hablaron más. Por el camino, D. Ángel pensó que los ejercicios de piedad combinados con un saludable sistema de paciencia y de exhortaciones delicadas, cual convenían a la delicadísima alma de Gloria; cierta reclusión y un comercio muy frecuente con las cosas santas,   —250→   curarían aquella lepra que había tocado el privilegiado espíritu de su sobrina.

Esta, marchando hacia la casa, absorta, pensativa, triste, oía zumbar en su oído la funesta voz que ha tiempo, en sus desvelos y en sus meditaciones, le decía:

-Rebélate, rebélate. Tu inteligencia es superior. Levántate; alza la frente; limpia tus ojos de ese polvo que los cubre, y mira cara a cara el sol de la verdad. ---------

XXXI –

Pausa. El conflicto parece resolverse y tan sólo se aplaza

No pudo adivinar Lantigua lo que había pasado con Morton; pero allá en el fondo de su alma había una sospecha vaga. Sin creer que su hija amaba al extranjero, consideraba que el prestigio y el brillo exterior de este no había dejado de influir en los desvaríos heterodoxos de Gloria. Por esta razón deploraba entonces más que nunca el lastimoso naufragio del Plantagenet. En aquel mismo día de la confesión, Gloria, de una proposición herética pasó a otra, y   —253→   en su cabeza iban entrando atropelladamente demonio tras demonio. Del latitudinarismo pasó al racionalismo y a otras perversas pestilencias.

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