CUARENTA
AÑOS DE LUCHA
MOISÉS TORREGROSA
SANTIAGO DE CHILE
1921
104-107
A las nueve de la noche llegó a una casa. Tiró de la campanilla y le salió a recibir una venerable señora, que, con mirada recelosa y examinándole de arriba abajo, le pregunta: —¿Qué desea Ud.?
—¿Vive aquí un señor ministro del Evangelio?—interrogó él. —Sí, señor,—respondió ella.
—Tenga la bondad de decirle que un hombre forastero desea hablarle.
La señora empezó a excusarse de que era muy tarde, que viniera mañana, que la salud del pastor estaba delicada, etc., etc.
—Bueno, señora; comprendo todo eso,—apuntó el señor Torregrosa, pero le suplico que me anuncie; yo no puedo postergar esta visita.
CUARENTA AÑOS DE LUCHA 99
Aun estaba hablando, cuando salió un caballero alto, quien, entre inglés y español, y sin soltar la puerta de su mano, le dice:
—¿Qué desea Ud?
—Deseo que me conceda Ud. Unos momentos, para hablarle.
—No es buena hora esta, venga mañana.
—Lo comprendo, señor, pero es de todo punto necesario que hablemos ahora o nunca. No tema Ud. nada, aunque mi indumentaria no le sea muy simpática—prosiguió el señor Torregrosa.Recuerde, señor, que San Pablo reprende a los que se glorían en las apariencias. Yo soy un cristiano, miembro de una iglesia de provincias, y acabo de llegar de un viaje de más de cuarenta días a pié.
—¿Y cuál es su nombre?—interrogó el pastor.
—José Torregrosa.
—¡Ah!, SÍ! ya recuerdo, pase adelante.
¿Cómo puede este señor conocer mi asunto?—preguntábase don José. Sin duda que lo ha sabido por algún periódico, que ha hablado de mi prisión en Alcoy.
—Siéntese, le dijo—¿tiene hambre?
Esta era una pregunta un poco ruda para él; pero respondió:
—Sí, señor; tengo hambre.
En el acto desapareció el caballero y, a los diez minutos, don José tenía frente a sí una mesita muy bien abastecida. Buen pan, un par de huevos, un pedazo de carne y una taza de té.
Lloró
de gozo.///
Entonces
el Rey dirá a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino
preparado para vosotros desde la fundación del mundo.
35 Porque tuve hambre, y me disteis de
comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me
recogisteis;
36 estuve desnudo, y me
cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí.
37Entonces los justos le
responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos
hambriento, y te sustentamos, o sediento, y te dimos de beber?
38¿Y cuándo te vimos
forastero, y te recogimos, o desnudo, y te cubrimos?
39¿O cuándo te vimos enfermo,
o en la cárcel, y vinimos a ti?
40 Y respondiendo el Rey, les dirá: De cierto os digo que en cuanto lo
hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a
mí lo hicisteis///
Empezaron a hablar, pero don José sin perder tiempo; el hambre le devoraba. Mientras cenó, contó parte de su historia.
El pastor le escuchaba con muy buena atención y le dijo, que recordaba haber leído algo acerca de él en los periódicos.
—Bueno, hermano,—continuó—Dios está aquí, y no hay por qué afligirse.
Y sacando de su bolsillo un papelmoneda de cien pesetas, (cien pesos papel-moneda chilena) le dijo:
—Puede Ud. usar de este dinero, como mejor le parezca, y mañana,
a la hora del almuerzo, lo espero aquí.
Don José entendió la sabiduría de estas palabras.
Esta era una buena manera de decirle que fuera a limpiarse y vestirse; y así se resolvió el problema que para él era tan oscuro.
Se despidió del pastor y se fué en busca de alojamiento. Entró en el primer restaurant que encontró y, después de encomendarse a Dios, y poner su billete, atado en un trapito, debajo de la almohada, se acostó a dormir.
Durmió sin interrupción hasta las siete de la mañana. Al día: siguiente, con el aire de un señor que paga bien, pidió el desayuno. Pagó y se lanzó a la calle.
Lo primero que hizo fué irse a una peluquería. En seguida, al comercio de los barrios bajos, a comprarse calcetines, zapatos, calzoncillos, camiseta, camisa, cuello, corbata. Se dirigió a una casa de baños y tomó un baño tibio. Otra vez al comercio.
Compró un traje de algodón, que cualquiera hubiese pensado que era casimir de lo mejor.
Antes de las once de la mañana, ya estaba don José en casa del pastor.
—Buenos días, señor.
—¡Ah! ¿es Ud?
—Sí, señor, el mismo.
Durante el almuerzo y después, su lengua, que ya había recobrado un tanto sus perdidas fuerzas, no cesó de hablar.
Aquella familia, con los ojos clavados en él, escuchaba sin articular palabra.
Le invitaron a dirigir un culto de oración. Así lo hizo.
Luego, supo don José que el nombre
de aquel ministro era Mr. Armstrong. Ellos sentían simpatía por don José y éste por ellos y eran todos como miembros de una misma familia.
—Esta noche tenemos culto, le dijo Mr. Armstrong, y deseo presentarle
a los hermanos.
Después de comer, se dirigieron todos a la capilla. Había esperando como 70 personas. La mayor parte gente obrera. Empezó la reunión. El pastor habló muy poco; le presentó a los hermanos y luego le cedió la palabra.
Su corazón estaba lleno de experiencias.
Su condición de no ser mudo le dió facilidades para hablar, y se explayó
largo rato.
Al terminar, los hermanos estaban tan interesados por él, que hablaron
con el pastor y le facilitaron dinero para regresar a su casa por tren.
Grande era su gozo, al pensar que pronto abrazaría a su esposa y a sus hijitos y les llevaría pan.
Antes de abandonar a Madrid, el Señor puso en su mente nuevas ideas.
En compañía del pastor fué a visitar al representante de la Sociedad Bíblica Británica, Mr. Palmer, caballero de regular estatura y de fisonomía atrayente.
Después de haberle presentado el pastor y haberle explicado sus recientes experiencias, Mr. Palmer le dijo:—Estoy a sus órdenes, hermano Torregrosa dígame en qué puedo servirle.
Un nuevo horizonte abrióse en frente de él. —Entrégueme Ud. un cajón de Biblias
y Nuevos Testamentos, y mande otro cajón, a mi nombre, a la estación de Ciudad Real,—respondióle don José.
Mi intención—prosiguió—es volver a mi hogar, no por tren, sino a pié, de pueblo en pueblo, entrando en las mismas cárceles en donde he estado preso. Quiero probarles cómo Dios ayuda a los suyos. Quiero vender y y regalar libros, sembrando la Palabra de Dios por todo el trayecto.
Don José debía marchar. Despidióse del pastor, que tan amablemente le hospedó; y de los hermanos en la fe de nuestro Señor Jesu-Cristo, que tan generosamente aportaron su óbolo para remediar sus necesidades. Despidióse también del señor Palmer, quien de
tan buena voluntad y sin conocerle, puso a su disposición buen número de Biblias y Nuevos Testamentos.
El recuerdo de esos queridos hermanos ha ocupado siempre un lugar predilecto en el corazón del señor Torregrosa.
III
Regreso a Alcoy
Hermosísimas fueron las experiencias que tuvo en su viaje de regreso.
Emprendió su viaje a pie, según sus deseos, de pueblo en pueblo, visitando todas las cárceles en donde había estado preso. Creyó que era de su deber glorificar a Dios, dando testimonio de que su encarcelamiento no era por robo o crimen, sino por la causa de Cristo. Se sentía tan valiente, que le parecía estar escudado por una legión de ángeles.
Llegó al Escorial, y lo primero que hizo fué dirigirse a la cárcel. El carcelero no lo conoció, a primera vista. Después que se hubo dado a conocer, exclamó: «¿Quién lo había de conocer, si está Ud. tan cambiado? Cuando pasó Ud. por aquí tenía toda la apariencia
de un ¡presidiario!»
Le explicó cómo fué puesto en libertad y, acto continuo, empezó a hablarle del Evangelio. El carcelero llamó a su señora esposa y a sus hijitos.
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