UN SERMÓN NUNCA OÍDO
POR
A. J. CRONIN
Autor de «Los astros miran Hacia abajo», «La ciudadela», y otras obras.
¡Hoy he ido a la iglesia! Singular excursión ésta mía, emprendida con espíritu puramente mundano, y a la cual debo, sin embargo, la emoción religiosa más honda de cuantas experimenté en la vida.
Muchos son los templos que me ha tocado conocer: las solemnes catedrales de Chartres y de Reims, el santuario donde veneran a la Virgen de Montserrat, el famoso templo de Jain en Calcuta... De todos ellos difería esta capillita fabricada de tablones de pino olorosos aún a resina; colgada, como un nido, en los nevados riscos de los Alpes.
Allí, en esas límpidas alturas donde el aire sereno y puro nos lava el pecho; donde la hermosura resplandeciente de cielos y nieves nos deslumbra, tenemos, por fuerza, que irnos desprendiendo de la escoria de la vida; que sentir que nos hallamos en los umbrales de lo infinito.
Los .fieles eran en su mayoría campesinos: gente de franco y claro mirar, robusta, laboriosa, como la que habita en este cantón de la Suiza alemana. Vestían los hombres trajes de burdo paño oscuro. Por entre el cuello de las chaquetas, de forma en nada parecida a la corriente, asomaba la piel tostada de gargantas y nucas. No abundaban las galas en el atavío de las mujeres: tal cual tocado de encaje o el bordado chal que es, para su poseedora, todo un tesoro. El pañuelo rojo que lucía un chicuelo daba vívida nota de encendido color, que parecía llenar, iluminándolo, el recinto entero.
Las ceremonias del culto, por
serme harto conocidas, no hubieran podido causar en mí la menor impresión de
novedad; aunque acaso había en ellas mayor sencillez, más penetrante y
comunicativa piedad. Como quiera que fuese, percibía yo extraña
inmanencia;misteriosa expectación que, como eléctrico flúido, vibraba, pronta a
manifestarse, en el aire.
Así llegó la hora del sermón. En tanto que los fieles, al sentarse, hacían
crujir bancos y ropas, mi acompañante me dirigió
rápida mirada, con la cual se disculpaba al par que me compadecía. Era
él un inglés de edad madura, de natural reservado. Fué paciente mío en Londres,
y se hallaba ahora tomando la cura de los tuberculosos en el heilanstalt
de la aldea. Entendía y hablaba con soltura el alemán, lengua de la cual no se me alcanzaba a mí una sola palabra.
Y aquella miradita suya lanzada al soslayo acababa
de darme a entender que yo, por culpa de mi ignorancia, me hallaba condenado a
sufrir por espacio de una hora la impaciencia consiguiente a oír predicar en un
idioma que resultaba, para mí, tan enrevesado como ininteligible.
Con todo, cuando el predicador, ya en el púlpito, abarcaba a sus feligreses con
la mirada, experimenté de nuevo aquella expectativa inexplicable. Había mucho
que se impusiera a la atención en la reposada figura de ese sacerdote. Morena y
pálida la tez, negro el cabello, corta la estatura, pero recio y fornido el
busto que cubría la blanca sobrepelliz. En el vigor de la madurez, pues no
contaría mucho más de treinta años, poseía un semblante que respiraba nobleza,
y en el cual brillaba, segura y magnética, la mirada. En su continente, reservado
al par que fervoroso, percibíase una humildad llena de decoro. La voz con que
pronunció las palabras que habían de servirle de texto, contenida y a un tiempo
mismo resonante, llenó el estrecho ámbito de la capillita y volvió, devuelta
por el eco, desde arriba. Dicho el texto, después de una pausa durante la cual
permaneció inmóvil, empezó a predicar en aquel
idioma que yo no entendía.
He oído en mis días más de un sermón. En los últimos tiempos, y en particular
en Inglaterra, he acabado por huir de los tímidos balidos de esos predicadores
que, atentos a no comprometerse, proscriben de sus sermones cuanto pueda
rozarse con las realidades que rodean al hombre contemporáneo. El predicador
que me tocaba escuchar ahora pertenecía al parecer a otra casta; difería de aquéllos tanto como el acero de fino temple
pueda diferir de la hojalata. A medida que iba adelantando en el sermón,
pese a no entender nada de su contenido, me sentía bajo el influjo de mística,
extraordinaria fascinación. Logré distinguir una palabra:
Christus; y
luego otra: Fuehrer.
Entonces, como por ensalmo, cambió la,escena: dejé de ver la capillita y a los
fieles en ella congregados. Vi súbitamente, con
penetrante claridad, los pueblos de la tierra toda, y la pestilencia que los
aflige. Vi las poderosas naciones totalitarias dominadas por una
sola, voluntad, regidas por una sola mano, atentas a una sola voz; en las cuales se endiosa la doctrina que pide sangre y se
glorifica el acero que la derrama. Vi las grandes democracias del mundo
entregadas a la molicie, celosas de sus vastos dominios, sobresaltadas ante el
temor de que la zarpa de algún vándalo llegase a arrebatarles cuanto
amontonaron.Vi, además, niños en quienes inculcan
desde.la cuna la arrogancia y el odio; a quienes enseñan, cuando apenas saben
andar, a marcar el paso; a los cuales les dan un fusil como el juguete más
preciado. Y vi también la mitad de la
riqueza del mundo sepultada, como cadáver amarillo, en sótanos que antes que
depósitos de caudales parecen tumbas; y el
trigo que por miles y miles de sacos arrojaban a las llamas en una parte del
planeta, en tanto que en otra miles y miles de bocas hambrientas clamaban por
un pan; y las muchedumbres dolientes, las trágicas muchedumbres
presas de terror, que surgían dondequiera, que corrían, vagando de un lado a
otro, en busca de asilo; y los que se hundían, en busca de momentáneo olvido,
en los placeres; y los que, ávidos de bienes materiales, pugnaban afanosos por
conseguirlos... ¡Todo eso lo vi! Y por encima de todo eso, en medio del
tintinear sonoro de las monedas y del estruendo de la música sincopada, vi
alzarse la faz lívida del insomne miedo, el espectro amenazador de la
catástrofe a que este mismo mundo se condena.
Visión fué la mía que helaba la sangre.
Esta tierra en que habitamos, tan hermosa, tan fecunda, tan rebosante de dones,
lacerada de polo a polo por el odio, por la
agresión, por la crueldad brutal que, de no haber quien les salga al paso,
llevarán ciertamente a la civilización a su última ruina. ¡Y
decirnos que no hace siquiera un cuarto de siglo hubo nueve millones de
hombres, lo más granado de la humanidad, que ofrendaron sus vidas por salvarla!
Acongojado por tal recuerdo, el ánimo no pudo menos de hacerse esta
interrogación acerba: ¿Por qué, en nombre de cuanto haya de sensato y de
generoso, por qué ha de sobrevenir tan horrenda catástrofe?
Aunque no fuese nueva, la pregunta me hería con renovado, implacable vigor.
Ofreciéronse en esto a la mente, ,y cruzaron en veloz huida, las explicaciones
que el ingenio humano ha dado para contestarla: el imperativo económico, las
alternativas de auge y de postración en los negocios, el paro forzoso, y así de
lo demás; la grandeza y decadencia de las naciones,
la supervivencia de los más aptos, en fin, toda la retahíla. Pero, ¡qué vacuo, qué inútil parecía todo ello!
Porque era claro, meridianamente claro, que la única
razón, la cierta, la fundamental, era otra: Los hombres se han olvidado de Dios. Millones
de los que viven ahora sobre la haz de la tierra por El creada están sordos y
ciegos, están, en verdad, muertos al
conocimiento de su Creador. Para
número incontable, Dios no es sino un mito; para otros, una creencia heredada a la cual deben rendirle culto, y se lo rinden, de labios
afuera. Quiénes se acuerdan de Dios
únicamente cuando necesitan poner a alguien por testigo; quiénes tan sólo para
invocarlo con untuosa hipocresía.
Sí; ésta era la verdad limpia y desnuda: dioses
falsos, tan abominables como el Becerro de Oro de hace siglos, reciben ahora
culto en la cristiandad que, olvidada de Cristo, les erige altares;
un espíritu pagano sopla sobre el mundo; abundan
quienes, al oír mencionar el nombre de Cristo, sonríen con indulgencia, cuando
no con desprecio.Mas he aquí que, mientras que buscan con afán
al caudillo, al guía, al conductor, no se
acuerdan del único a quien le es dado guiar al mundo y conducirlo y salvarlo.
Ahí, olvidada en la loca búsqueda de nuevos sistemas y flamantes filosofías, está
la sola doctrina que encierra la salvación. Y no es difícil de entender; ni
tampoco es difícil observarla. Es hermosa y sencilla. Nos pide sólo que vivamos bien ante Dios y ante los
hombres; que amemos a nuestro prójimo y no codiciemos sus bienes; que seamos
tolerantes, caritativos, humildes; que recordemos siempre que la Vida, según la
abarca nuestro conocimiento, es apenas instante fugacísimo de la Eternidad.
¡Ah! ¡que no corra de nuevo sobre el mundo un soplo como aquel que lo inflamaba durante las cruzadas! ¡que no nos sea dable ver de nuevo cómo redivivos soldados de la Cruz, yendo de clima en clima, despliegan triunfadora la olvidada bandera del místico Rey! ¡que no veamos crecer de más en más el número de los discípulos de Cristo que, encendidos en militante fe, dan de mano lo innocuo para buscar lo eficaz, se desentienden de lo prudente para obrar conforme a lo necesario! ¡ahl ¡que no crezca el número de los que en hallando desierto el templo, antes que permanecer dentro de él orando por los descarriados, se fuesen en su busca y los trajesen y los persuadiesen a orar! ¡Entonces, entonces sanaría el mundo de su locura; entonces volvería la pobre, la descarriada, la triste y dolorosa humanidad a levantar a Dios los corazones!
Como quien despertara de súbito de un sueño, sentí que el fluir de mis ideas quedaba bruscamente interrumpido; experimenté casi la impresión material de que acababa de volver, quién sabe de dónde, a la realidad que me circundaba. Coincidía esto con el momento en que el predicador terminaba de hablar.
Pasamos del ambiente de la capillita a la amplitud luminosa de aquel día de invierno en que brillaba el sol en un cielo sin nubes. Mientras que íbamos camino de la aldea, le referí a mi acompañante, punto por punto, aquellas imaginaciones a que me había entregado durante el sermón. Advertí que, al oírme, mostraba cada vez mayor asombro. Cuando hube concluido, quedóse mirándome de hito en hito, atónito, y me dijo:
— ¿Lo creerá usted? Todo eso, palabra por palabra, es lo mismo que dijo el predicador
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