DOÑA LEONOR DE CISNEROS Y ANTONIO HERREZUELO MUEREN POR SU SEÑOR JESUCRISTO
DOÑA LEONOR DE CISNEROS Y ANTONIO HERREZUELO MUEREN POR SU SEÑOR JESUCRISTO
HISTORIA
DE
LA
INQUISICIÓN Y
LA
REFORMA EN ESPAÑA
Por SAMUEL VILA
ESPAÑA
4.
Antonio Herrezuelo y su esposa Leonor de Cisneros.
Era ciudadano
de Toro, Castilla, donde ejercía su cargo de abogado. Su
origen era humilde y había alcanzado la
posición
en que se encontraba gracias a su diligencia y a su talento. Se habla casado
con doña Leonor
de Cisneros, hija de un hidalgo de la población, cuando ella
tenía dieciocho años. El matrimonio fue un modelo de virtudes, distinguiéndose
’especialmente por su espíritu de caridad. Trabó Herrezuelo amistad con don Carlos de Seso, del cual ya sabemos que era corregidor de la ciudad, y como Seso no vivía para otra cosa que para sembrar el mensaje del Evangelio, no se abstuvo de
hablar de él a Herrezuelo y a su esposa.
Esta simiente fue
sembrada en tierra abonada, con lo que recibieron los esposos la medida colmada
de su felicidad. A través de los años, Herrezuelo se había convertido en un colaborador enérgico y entusiasta de Seso, en cuyos planes, oraciones y peligros participaba.
Cuando a los
siete años
del matrimonio vino de repente la catástrofe, prendieron al mismo tiempo al abogado y a su
esposa. No tembló Herrezuelo ante la consideración de que tendría que sufrir y morir por su Salvador; pero la
separación
de su esposa le estremecería el corazón. Sabia que era de esperar la muerte de los dos, pero se
horrorizaba al pensar que sus enemigos podían, con astucia o con violencia, hacer zozobrar
la fe del tierno corazón de ella. Pronto tuvo ocasión de ver
confirmados sus temores.
Cuando
victorioso él
de las asechanzas y el tormento a que había sido sometido, despreciando la
infamia del
auto de fe y desafiando la misma hoguera,
salió,
al fin, de la prisión para ir a la plaza, sólo había en su pecho una angustiosa duda. Buscó en la fila de los que como él se habían mantenido firmes, a su
esposa y con dolor comprobó que Leonor no se hallaba allí, sino un poco más alejada, en la
compañía de los reconciliados.
En efecto,
Leonor había
sufrido la grave prueba con menos valor que su esposo. Ya la separación de él,
a los
pocos años
de casada y a los veinticuatro de edad,
había de’ quebrantar gravemente su ánimo. Aparte de los demás sufrimientos, cabe
pensar que indujera a Leonor a retractarse la insinuación o la afirmación de que su esposo también lo había hecho,
o lo haría ante su ejemplo. Lograron, efectivamente, que Leonor hiciera hablar
a su
boca un lenguaje distinto del de su corazón, quizá por el mismo afecto que sentía hacia su esposo,
pero ¿cuál no
habría de ser su sorpresa cuando la
infeliz vio aquella mañana que él estaba entre los condenados a muerte,en contra de
todas sus esperanzas, y que ella tenia que mostrarse ante sus ojos como incapaz de guardar la fe que había aprendido de
sus labios?
Al pasar los
condenados al suplicio de la hoguera por delante del tendido donde se
encontraban los reconciliados, no pudo Herrezuelo decir ni una palabra a su
esposa, pues una mordaza oprimía su lengua, pero elevaría, sin duda, en su alma una ardiente oración a Dios para que salvase a su esposa, a pesar de su retractación. Dios contestó
plenamente su oración, como veremos en seguida.
Hemos dicho que
Herrezuelo estaba amordazado. Los inquisidores se decidieron a hacerlo por
cuanto no cesaba de alentar a sus compañeros, así como de dar valeroso
testimonio de su fe, con lo cual inficionaba de herejía a los que lo
estaban escuchando. Sin embargo, su entereza predicaba por él con tanta o más
elocuencia
que sus palabras. Al ser atado a la estaca le fue arrojada una piedra que le dio en la cara, de cuya herida empezó a chorrear la
sangre.
Un alabardero le pinchó en el vientre con su
alabarda. Nada le pudo mover de su decisión.
Gonzalo de Illescas, en su Historia Pontifical, dice: «El bachiller Herrezuelo se dejó quemar vivo con una fortaleza sin precedentes. Yo estaba tan cerca de él que pude ver, perfectamente, toda su persona y observé todos
sus gestos y movimientos.
No podía hablar, porque
por sus blasfemias tenia una mordaza en la lengua; en
todas las cosas
pareció duro y
empedernido, y por no doblar su brazo quiso antes morir ardiendo que creer lo que otros de sus compañeros. Aunque yo lo observaba de cerca, no pude ver la menor queja o expresión de
dolor; con todo
eso, murió con la más extraña
tristeza en la cara
que yo haya visto jamás. Tanto que ponía espanto mirarle el
rostro, como aquél
que en un momento había de ser en el infierno con su compañero y maestro Luthero.»
Doña Leonor fue de
nuevo conducida a la cárcel. No es posible imaginarse la confusión y la lucha interior que
debía
haber hecho presa de aquella alma. Poco a poco, sin embargo, se pondría orden
en el caos de sus
sentimientos y de sus ideas: el esposo amado, por el cual, y para salvar su
vida, había
llegado a vacilar en su fe,
estaba ahora en un lugar donde ningún enemigo podía hacerle daño. Leonor
sintió nacer en ella el deseo incontenible de honrar su fe y de honrar la memoria de su
esposo muriendo tal como él lo había hecho.
Despreció resueltamente toda
hipocresía y toda
condescendencia con la doctrina católica y lloró amargamente la debilidad en
que había incurrido, sin
cuidarse para nada de las consecuencias. Confesó de nuevo abiertamente la misma fe por la
cual su esposo había muerto y todas las tentativas para reconciliarla
otra vez se estrellaron ahora ante su
firmeza. Relapsa esta vez, no hubo misericordia. A los treinta y tres años de edad, después de nueve años de sufrimiento, fue condenada,
como su esposo, a la hoguera.
De qué forma recibió la
palma del martirio
nos lo dice el testimonio del mismo Illescas, cuya descripción de la muerte de
Herrezuelo hemos copiado antes. Illescas, católico fanático y testigo
ocular del nuevo
auto de fe, dice: «En el año 1568, el 26 de septiembre, se ejecutó la sentencia de
Leonor de Cisneros, viuda
del bachiller Herrezuelo. Se dejó quemar viva, sin que bastase para convencerla
diligencia ninguna de las que
con ella se hicieron y que fueron muchas. Pero nada pudo conmover el endurecido
corazón
de esa obstinada mujer.» Estas palabras, que no hacen mucho honor a Illescas, sí lo hacen a doña
Leonor
y prueban de un modo indubitable que era
digna de su esposo.
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