domingo, 14 de febrero de 2016
LA JOVEN QUE AMO LA SVASTICA -MARIA ANA HIRSCHMANN (1)
De Norteamérica, con Amor
Pags.. 139-141
Si no hubiera estado tan cansada, me habría dado cuenta: al irnos aproximando al edificio de la luz, no se nos cruzó por la mente que la casa no era el casco principal de una granje alemana. Lo único que sabía era que no podía dar un paso más cargando esa chica. Además, se le observaba ya una palidez mortecina.
Me arrimé a la puerta y llamé. No hubo respuesta. Empecé entonces a golpear la puerta con mi puño, resuelta a insistir hasta que alguien atendiera. Si la familia del granjero viera a la pequeña, tal vez se apiadarían de ella y nos prestarían ayuda. Lo único que yo buscaba era un lugar apropiado donde ella se pudiera secar.
Inesperadamente la puerta se abrió, y apareció un soldado norteamericano. Yo sabía que era norteamericano porque había visto fotografías de soldados de esa nacionalidad durante la guerra, cuando yo era adoctrinadora nazi. No recordaba bien la enseñanza que había recibido sobre estos hombres, pero sabía dos cosas: que eran unos pistoleros por vivir en ciudades sucias, y que todos masticaban chicle, mala costumbre que dañaba mucho la dentadura.
Si no hubiera estado tan cansada, me habría dado cuenta: al irnos aproximando al edificio de la luz, no se nos cruzó por la mente que la casa no era el casco principal de una granje alemana. Lo único que sabía era que no podía dar un paso más cargando esa chica. Además, se le observaba ya una palidez mortecina.
Me arrimé a la puerta y llamé. No hubo respuesta. Empecé entonces a golpear la puerta con mi puño, resuelta a insistir hasta que alguien atendiera. Si la familia del granjero viera a la pequeña, tal vez se apiadarían de ella y nos prestarían ayuda. Lo único que yo buscaba era un lugar apropiado donde ella se pudiera secar.
Inesperadamente la puerta se abrió, y apareció un soldado norteamericano. Yo sabía que era norteamericano porque había visto fotografías de soldados de esa nacionalidad durante la guerra, cuando yo era adoctrinadora nazi. No recordaba bien la enseñanza que había recibido sobre estos hombres, pero sabía dos cosas: que eran unos pistoleros por vivir en ciudades sucias, y que todos masticaban chicle, mala costumbre que dañaba mucho la dentadura.
Este soldado era alto, estaba armado ...
¡y mascando! "¿Qué quiere usted?" preguntó con parsimonia, mientras que
pasaba el chicle de un lado de la boca al otro. Observé cómo le brillaba la dentadura.
Me quedé como petrificada por el terror, y la expresión de mi rostro debe de haber hablado más fuerte que mi torpe tartamudeo en alemán pidiendo auxilio. No sabía nada de inglés, y era evidente que el soldado no sabía alemán, pues no me entendía. Me echó una mirada inquisidora, y entonces se dio vuelta y llamó a alguien por su nombre. De inmediato se presentó un intérprete, y preguntó en alemán qué era lo que queríamos.
—Acabamos de venir del lado ruso, y encontramos esta chica sola en el bosque —le expliqué—. Tuvimos que cruzar el río, y la criatura se mojó hasta la cabeza. Morirá, a menos que pueda secarse y estar en lugar templado. Y por favor, dígale a ese soldado que no nos mande de vuelta a los rusos. — —La nena había hundido su cabecita en mi hombro y lloriqueaba en silencio.
Nunca, ni aun en sueños, creí que fuera posible lo que sucedió después. ¡La puerta se abrió de par en par, y fuimos invitadas a entrar! Llegaron otros soldados y trajeron una cama y frazada. Me dijeron que le quitara a la chica la ropa mojada y que la envolviera en un frazada. Entonces acostamos ese frío cuerpecito en la cama. Mientras tanto, otro soldado había traído una taza grande de chocolate caliente. Al sostenerle la cabecita, bebió el chocolate con impaciencia y voracidad. Observé entonces cómo sus mejillas iban adquiriendo colorido, mientras sus manitas frías fueron aflojando la presión con que tenían asidos mis dedos. Con todo mi cariño bajé su cabecita, y le dije que se durmiera. Hizo un gesto afirmativo, y entonces me dirigí al rincón donde estaba Micherle, de pie.
Pero algunos soldados empezaron a hablarle a la niña. En un idioma extraño, por supuesto, pero parecía como que le estuvieran hablando en media lengua, al estilo infantil. Parecían payasos, haciéndole caras raras mientras sus ojos les bailaban en sus órbitas. Ella se sentó y empezó a mirarlos. Al rato perdió su timidez y empezó a hablar alegremente con esos muchachotes. Todos se divirtieron mucho, a pesar de no poderse entender.
Yo estaba de pie en mi rincón, toda confusa. ¿Era posible que esto fuera así? En nuestra ignorancia, estábamos ahora a la merced de los soldados norteamericanos, nuestros enemigos, a quienes habíamos recurrido en demanda de ayuda. Nos habían hecho pasar y habían atendido a la nena; y ahora la estaban entreteniendo, riendo y saltando. ¿Qué razón había para que nos trataran tan bien estos pistoleros, que en su odio para con los alemanes habían incluso cruzado el mar para combatirnos? Aunque no lo parecía, esto debía ser una trampa muy grande. ¡ Parecía todo tan natural! ¿Era posible que ahora dudara de que los norteamericanos eran unos pistoleros, y por otro lado, que creyera que se comportaban como seres humanos? Puede ser que yo hubiera estado mal informada. Una vez más tuve la sensación de que había en mí algo que se estaba derrumbando. En efecto, se estaba diluyendo el concepto que tenía de los norteamericanos. Se estaba comprobando, una vez más, que la sucia propaganda de Goebbels era una vil mentira.
Finalmente la chica se durmió y los soldados se quedaron quietos. Algunos se retiraron de puntillas, mientras que no faltaron algunos que permanecieron junto a su cama. Yo me adelanté para observar a la niñita mientras dormía. Ahora bien, habíamos cumplido con lo que nos habíamos propuesto, de modo que ya era hora de que Micherle y yo continuáramos nuestro viaje. La niña parecía quedar en buenas manos. Con una inclinación de cabeza dije tímidamente Danke (gracias) y nos dirigimos a la salida.
Pero antes de llegar a la puerta, un soldado habló. Hizo gestos, y trató de hacerme entender algo. Se restregó los ojos y preguntó: "¿Están cansadas, con sueño ... querrán ustedes dormir también?"
¡Así que era eso lo que quería! Los soldados son todos iguales, pensé. Sacudí mi cabeza con gran disgusto y volví en dirección a la puerta. "Nein, nein Danke" (No, no gracias), dije con aspereza.
El soldado pareció leer mis pensamientos.
Me quedé como petrificada por el terror, y la expresión de mi rostro debe de haber hablado más fuerte que mi torpe tartamudeo en alemán pidiendo auxilio. No sabía nada de inglés, y era evidente que el soldado no sabía alemán, pues no me entendía. Me echó una mirada inquisidora, y entonces se dio vuelta y llamó a alguien por su nombre. De inmediato se presentó un intérprete, y preguntó en alemán qué era lo que queríamos.
—Acabamos de venir del lado ruso, y encontramos esta chica sola en el bosque —le expliqué—. Tuvimos que cruzar el río, y la criatura se mojó hasta la cabeza. Morirá, a menos que pueda secarse y estar en lugar templado. Y por favor, dígale a ese soldado que no nos mande de vuelta a los rusos. — —La nena había hundido su cabecita en mi hombro y lloriqueaba en silencio.
Nunca, ni aun en sueños, creí que fuera posible lo que sucedió después. ¡La puerta se abrió de par en par, y fuimos invitadas a entrar! Llegaron otros soldados y trajeron una cama y frazada. Me dijeron que le quitara a la chica la ropa mojada y que la envolviera en un frazada. Entonces acostamos ese frío cuerpecito en la cama. Mientras tanto, otro soldado había traído una taza grande de chocolate caliente. Al sostenerle la cabecita, bebió el chocolate con impaciencia y voracidad. Observé entonces cómo sus mejillas iban adquiriendo colorido, mientras sus manitas frías fueron aflojando la presión con que tenían asidos mis dedos. Con todo mi cariño bajé su cabecita, y le dije que se durmiera. Hizo un gesto afirmativo, y entonces me dirigí al rincón donde estaba Micherle, de pie.
Pero algunos soldados empezaron a hablarle a la niña. En un idioma extraño, por supuesto, pero parecía como que le estuvieran hablando en media lengua, al estilo infantil. Parecían payasos, haciéndole caras raras mientras sus ojos les bailaban en sus órbitas. Ella se sentó y empezó a mirarlos. Al rato perdió su timidez y empezó a hablar alegremente con esos muchachotes. Todos se divirtieron mucho, a pesar de no poderse entender.
Yo estaba de pie en mi rincón, toda confusa. ¿Era posible que esto fuera así? En nuestra ignorancia, estábamos ahora a la merced de los soldados norteamericanos, nuestros enemigos, a quienes habíamos recurrido en demanda de ayuda. Nos habían hecho pasar y habían atendido a la nena; y ahora la estaban entreteniendo, riendo y saltando. ¿Qué razón había para que nos trataran tan bien estos pistoleros, que en su odio para con los alemanes habían incluso cruzado el mar para combatirnos? Aunque no lo parecía, esto debía ser una trampa muy grande. ¡ Parecía todo tan natural! ¿Era posible que ahora dudara de que los norteamericanos eran unos pistoleros, y por otro lado, que creyera que se comportaban como seres humanos? Puede ser que yo hubiera estado mal informada. Una vez más tuve la sensación de que había en mí algo que se estaba derrumbando. En efecto, se estaba diluyendo el concepto que tenía de los norteamericanos. Se estaba comprobando, una vez más, que la sucia propaganda de Goebbels era una vil mentira.
Finalmente la chica se durmió y los soldados se quedaron quietos. Algunos se retiraron de puntillas, mientras que no faltaron algunos que permanecieron junto a su cama. Yo me adelanté para observar a la niñita mientras dormía. Ahora bien, habíamos cumplido con lo que nos habíamos propuesto, de modo que ya era hora de que Micherle y yo continuáramos nuestro viaje. La niña parecía quedar en buenas manos. Con una inclinación de cabeza dije tímidamente Danke (gracias) y nos dirigimos a la salida.
Pero antes de llegar a la puerta, un soldado habló. Hizo gestos, y trató de hacerme entender algo. Se restregó los ojos y preguntó: "¿Están cansadas, con sueño ... querrán ustedes dormir también?"
¡Así que era eso lo que quería! Los soldados son todos iguales, pensé. Sacudí mi cabeza con gran disgusto y volví en dirección a la puerta. "Nein, nein Danke" (No, no gracias), dije con aspereza.
El soldado pareció leer mis pensamientos.
domingo, 14 de febrero de 2016
LA JOVEN QUE AMO LA SVASTICA -MARIA ANA HIRSCHMANN (2)
De Norteamérica, con Amor
Pags.. 142-144
_Vea__dijo con orgullo señalándose a sí mismo— yo americano.
—Su ancho pecho pareció ampliarse en varios centímetros. Habló
pausadamente y midiendo sus palabras, después de lo cual yo hice una
inclinación de cabeza. Sí, realmente ¡ era un norteamericano!
—Yo no ruso. —Señaló hacia el este y sacudió con fuerza su cabeza.
Hice un nuevo movimiento de cabeza. En realidad, no era un ruso.
—I good man. —Gutter Mann en alemán. Entendí su significado —hombre bueno— por su pronunciación similar en ambos idiomas. Se sonrió y mostró sus dientes blancos y grandes.
Me quedé mirándolo. ¿Era realmente bueno? Cada uno de nosotros entendió lo que el otro pensaba.
Fue hacia una puerta, la abrió, y nos hizo un ademán de entrar. Vimos allí dos camas y frazadas en una pequeña habitación. Debe haber sido una sala de primeros auxilios. Hizo un gesto con la cabeza, y restregó nuevamente sus ojos. "Ustedes con sueño, vayan dormir. Nosotros, hombres buenos".
Nuevamente vacilé. No era razonable confiar, y yo sabía que era preferible huir. Pero ahí había algo que me lo impedía. Esas camas parecían tan buenas, y las frazadas tan secas y calientes, y por otro lado mis ojos estaban muy cargados de sueño. Durante varias semanas venía huyendo de todo. Estaba cansadísima de tanto correr. Después de todo, me arriesgaría. Me acostaría y dormiría mientras todos esos soldados estarían andando a nuestro alrededor. Era una locura ser tan confiada, pero después de todo ya estaba resuelto.
Con una insinuación de sonrisa miré a nuestro anfitrión a los ojos, e hice un lento movimiento de cabeza. Cortésmente mantuvo abierta la puerta hasta que hubimos entrado, la cerró luego cuidadosamente, y se retiró.
Sin más preámbulos nos arrojamos sobre las camas y nos cubrimos con las frazadas. Nos dormimos, entonces, en cuestión de minutos.
No sé cuánto tiempo dormimos, cuando bruscamente sonó un fuerte golpe en la puerta que me hizo pegar un salto. Asustada, exclamé : "¿ Quién es? ¿ Qué quiere?"
De inmediato entró un soldado vestido de blanco que resultó ser un cocinero del ejército. Era de cara redonda, bien rellena, rosada. Muy simpático era, y parecía gozar de excelente salud. Sonrió francachonamente, lo que hizo que su cara apareciera más redonda y más llena aún. Llevaba puesto un gorro de cocinero. También su cuerpo era redondo y bien relleno, parcialmente recubierto por un gran delantal blanco. Entre sus manos sostenía una bandeja cargada de comida. Asentó la bandeja, y haciendo un guiño jovial preguntó: "¿ Quieren comer ?"
Casi sin creer lo que veía y oía, hice un gesto de asentimiento. ¡ Se entendía que nosotras también teníamos derecho a comer! Le echó un vistazo a la bandeja. Estaba cargada de manjares varios. Yo pensaba para mis adentros cuál de ellos podríamos comer nosotras. Era seguro que este hombre comería juntamente con nosotras. Le miré la cara, y la espera de sus instrucciones.
—Coman —dijo al vernos titubear.
—¿Alles? (¿todo?) —pregunté con incredulidad.
—Sí, todo. —Parecía que esta situación le divertía mucho.—Yo no ruso. —Señaló hacia el este y sacudió con fuerza su cabeza.
Hice un nuevo movimiento de cabeza. En realidad, no era un ruso.
—I good man. —Gutter Mann en alemán. Entendí su significado —hombre bueno— por su pronunciación similar en ambos idiomas. Se sonrió y mostró sus dientes blancos y grandes.
Me quedé mirándolo. ¿Era realmente bueno? Cada uno de nosotros entendió lo que el otro pensaba.
Fue hacia una puerta, la abrió, y nos hizo un ademán de entrar. Vimos allí dos camas y frazadas en una pequeña habitación. Debe haber sido una sala de primeros auxilios. Hizo un gesto con la cabeza, y restregó nuevamente sus ojos. "Ustedes con sueño, vayan dormir. Nosotros, hombres buenos".
Nuevamente vacilé. No era razonable confiar, y yo sabía que era preferible huir. Pero ahí había algo que me lo impedía. Esas camas parecían tan buenas, y las frazadas tan secas y calientes, y por otro lado mis ojos estaban muy cargados de sueño. Durante varias semanas venía huyendo de todo. Estaba cansadísima de tanto correr. Después de todo, me arriesgaría. Me acostaría y dormiría mientras todos esos soldados estarían andando a nuestro alrededor. Era una locura ser tan confiada, pero después de todo ya estaba resuelto.
Con una insinuación de sonrisa miré a nuestro anfitrión a los ojos, e hice un lento movimiento de cabeza. Cortésmente mantuvo abierta la puerta hasta que hubimos entrado, la cerró luego cuidadosamente, y se retiró.
Sin más preámbulos nos arrojamos sobre las camas y nos cubrimos con las frazadas. Nos dormimos, entonces, en cuestión de minutos.
No sé cuánto tiempo dormimos, cuando bruscamente sonó un fuerte golpe en la puerta que me hizo pegar un salto. Asustada, exclamé : "¿ Quién es? ¿ Qué quiere?"
De inmediato entró un soldado vestido de blanco que resultó ser un cocinero del ejército. Era de cara redonda, bien rellena, rosada. Muy simpático era, y parecía gozar de excelente salud. Sonrió francachonamente, lo que hizo que su cara apareciera más redonda y más llena aún. Llevaba puesto un gorro de cocinero. También su cuerpo era redondo y bien relleno, parcialmente recubierto por un gran delantal blanco. Entre sus manos sostenía una bandeja cargada de comida. Asentó la bandeja, y haciendo un guiño jovial preguntó: "¿ Quieren comer ?"
Casi sin creer lo que veía y oía, hice un gesto de asentimiento. ¡ Se entendía que nosotras también teníamos derecho a comer! Le echó un vistazo a la bandeja. Estaba cargada de manjares varios. Yo pensaba para mis adentros cuál de ellos podríamos comer nosotras. Era seguro que este hombre comería juntamente con nosotras. Le miré la cara, y la espera de sus instrucciones.
—Coman —dijo al vernos titubear.
—¿Alles? (¿todo?) —pregunté con incredulidad.
—¡Danke, Danke!
Sonrió y se retiró de la habitación.
Con impulso vacilante tomábamos los alimentos. Traté de untar el pan con la mantequilla. Nunca antes había visto pan tan extraordinariamente blanco. En mi país comíamos pan negro de centeno, de calidad inferior. Llamábamos Kuchen (tortas) a todos los productos de panadería de color blanco. Lo que yo no entendía era por qué los soldados norteamericanos empezaban el día comiendo tortas con mantequilla y dulce, aparte de todas las otras cosas, algunas de ellas extrañas para nosotras, y todo esto nada más que para el desayuno. Créase o no, hacía muchas semanas que no comíamos algo tan sabroso y bueno como esto; ¡ y en tanta cantidad! Había también cafeteras humeantes con café de gusto diferente, fuerte y amargo. Después de comernos las últimas migajas, nos limpiamos la boca con servilletas de papel. ¡Qué lujo! i Servilletas! Esto era desconocido en la Alemania de posguerra. ¡ Estaríamos viendo visiones, tal vez!
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