Lunes, 18 de enero de 2016
PODOGONA--TESOROS DEL REINO ANIMAL Iván T, Sanderson 1945
-TESOROS DEL REINO ANIMAL
Iván T, Sanderson 1945
Podogona
OTRO OBJETO de extraordinaria curiosidad científica, de tanta importancia zoológica que nos habían costeado la expedición con la esperanza de que lo encontrásemos, era un oscuro bicho, parecido a la garrapata, llamado podogona.Hasta entonces vanos habían sido todos nuestros esfuerzos por hallarlo, y cuando por fin lo descubrimos, se debió ello a otro favor de la suerte, como se verá enseguida.
—Señor—me anunciaron un día—,el cacique viene con otro cacique.
Nos hallábamos entonces en una nueva región, rodeados de una veintena de caciques, a cada uno de los cuales le seguía la corte de vasallos ricamente ataviados. Nos había tomado de sorpresa la llegada de gente con tanto boato. George, como de costumbre, vestía impecablemente pantalones de Palm Beach y camisa de blancura inmaculada, mientras que el Duque llevaba, con elegancia muy inglesa, su camisa kaki y pantalones pardos. deploro tener que informar que mi atavío, en cambio, era totalmente inadecuado para mantener el prestigio del hombre blanco.
Vestía yo, para decirlo de una vez, una piyama rosada de seda, de modelo un tanto extravagante, con los pantalones extraordinariamente anchos abajo, de campana, y la chaqueta ajustada, como elastica de jugador de polo. Por lo demás, había crecido a tal punto el cabello, que me veía obligado a llevar una birreta para sujetármelo. Como no tuve tiempo para el cambio de vestimenta, me quedé ahí sentado, como fresco retoño primara[, ante la penetrante mirada de una veintena de caciques africanos sumamente solemnes y ceremoniosos. Temí que ese a ocurrir lo peor imaginable.
Se hizo el silencio en la asamblea. El mensajero de la corte se adelantó:
—El gran cacique trae saludo—dijo—. Todos los demás jefes esperan que a ustedes les haya gustado el país.
—Oh, sí—le contesté—; diga usted al gran cacique y a los demás jefes que nos gusta muchísimo su país.
El «rey» hizo entonces señala sus vasallos para que dijeran, por turno, algunas palabras. El intérprete se volvió al primero, que era un anciano envuelto en muchos metros de batista.
—Dice el jefe—me informó el Intérprete—que lleva usted un bello vestido.
Y se volvió al siguiente para inquirir su opinión:
—El jefe dice—volvió a explicar el intérprete—que su traje de usted es muy bonito.
El cacique principal sonrió a sus vasallos. El intérprete consultó al próximo, quien estalló en una verdadera lluvia de palabras en su ininteligible idioma. El intérprete comenzó a reír respetuosamente, y. volviéndose a mí explicó:
—El jefe dice que por qué no habrá hombre alguno en África capaz de comprar tela como la que usa el señor.
Al fin llegó el cacique principal al grano de aquella conferencia, que tenía por objeto pedirnos consejo sobre la conveniencia de construís un canal que les facilitara el transporte de aceite de palma que vendían a los forasteros.
Después de explicarle que habíamos ido al África en busca de animales, les hice saber que teníamos la suerte de contar con un ingeniero en nuestro grupo. El Duque hizo una venia y prometió inspeccionar la ruta del canal. Después de tocar muchas veces la seda de mi piyama y de hacerme más cumplidos, se despidieron y se marcharon.
Al día siguiente condujeron al Duque en canoa de remos por el río para verificar la inspección del caso, y el ingeniero se convenció de que para hacer el tal canal hubiera sido necesario volar muchísimas rocas y construír esclusas, pero en el viaje de regreso al campamento aprovechó eltiempo para agregar algunos ejemplares a nuestra colección.
Trabajando aquella noche observé al otro lado de la mesa los pequeños tubos de cristal en que el Duque había traído sus hallazgos: sabandijas que se veían moverse a la luz brillante de la lámpara. En un principio miré sin mayor interés, pero, en seguida, casi se me saltaron los ojos de las órbitas.
— ¡Duque! —exclamé—. ¿Qué tienes en ese tubo?
—Creo que son arañas— contestó, pasándome el tubo.
—¿Qué ocurre ?—preguntó George, dándose cuenta de mi agitación; y esto diciendo, ambos se acercaron a ver un pequeño animalejo de largas patas, como del tamaño de la uña del dedo meñique, que salía del tubo para caer a un plato.
¡Era un podogona!
Así terminó la última de nuestras búsquedas. Después de muchos meses de interminables e infatigables indagaciones en toda clase de terrenos, en troncos podridos y en árboles, entre el fango y aun bajo el nivel del agua de los ríos, nos encontrábamos de manos a boca con el más preciado trofeo, buscado por los museos del mundo entero.
Lancé un grito que hizo congregar precipitadamente a toda nuestra gente.
—¡Miren! ¡Miren!—gritaba yo, mostrando en alto la maravillosa adquisición—. ¡Un podogona!
A pesar del extraño y complicado nombre, todos comprendieron de qué se trataba; como que desde el día de nuestra llegada al África habíamos hablado de ese animal y estudiado cuidadosamente los dibujos que lo representaban.
—Ahora, escuchen—les dije a mis colaboradores—: Mañana salen todos con el nuevo jefe, y no pueden volver mientras no traigan mucho, pero muchísimo de este «bife». Si alguno se presenta con las manos vacías, quedará inmediatamente destituido, echado de aquí, afuera.
El hecho es que nos proveímos de podogonas en una cantidad apreciable: 500 en total. Vivían bajo el mantillo formado por los detritus vegetales en una pequeña parcela de antigua tierra laborable. Los conservamos todos en salmuera, menos 20 que mantuvimos vivos en una caja de lata, a pesar de que no sabíamos de qué se alimentaban. Llegaron a Inglaterra y alcanzaron a vivir en el país un año, sin que nadie lograra jamás descubrir lo que comían. Llevados a una sesión de la Real Sociedad Geográfica y después presentados al arzobispo de Canterbury durante una reunión de la consiliatura del Museo de Historia Natural, nada se ha omitido para difundir su conocimiento; han sido mirados y tocados por sabios de todas las naciones. Nadie ha podido cortar en secciones un animalito de estos muerto para hacer investigaciones microscópicas: la caparazón que los recubre es tan dura que amella cuanta cuchilla se ha ensayado. En verdad que son bichos bien tercos.
OTRO OBJETO de extraordinaria curiosidad científica, de tanta importancia zoológica que nos habían costeado la expedición con la esperanza de que lo encontrásemos, era un oscuro bicho, parecido a la garrapata, llamado podogona.Hasta entonces vanos habían sido todos nuestros esfuerzos por hallarlo, y cuando por fin lo descubrimos, se debió ello a otro favor de la suerte, como se verá enseguida.
—Señor—me anunciaron un día—,el cacique viene con otro cacique.
Nos hallábamos entonces en una nueva región, rodeados de una veintena de caciques, a cada uno de los cuales le seguía la corte de vasallos ricamente ataviados. Nos había tomado de sorpresa la llegada de gente con tanto boato. George, como de costumbre, vestía impecablemente pantalones de Palm Beach y camisa de blancura inmaculada, mientras que el Duque llevaba, con elegancia muy inglesa, su camisa kaki y pantalones pardos. deploro tener que informar que mi atavío, en cambio, era totalmente inadecuado para mantener el prestigio del hombre blanco.
Vestía yo, para decirlo de una vez, una piyama rosada de seda, de modelo un tanto extravagante, con los pantalones extraordinariamente anchos abajo, de campana, y la chaqueta ajustada, como elastica de jugador de polo. Por lo demás, había crecido a tal punto el cabello, que me veía obligado a llevar una birreta para sujetármelo. Como no tuve tiempo para el cambio de vestimenta, me quedé ahí sentado, como fresco retoño primara[, ante la penetrante mirada de una veintena de caciques africanos sumamente solemnes y ceremoniosos. Temí que ese a ocurrir lo peor imaginable.
Se hizo el silencio en la asamblea. El mensajero de la corte se adelantó:
—El gran cacique trae saludo—dijo—. Todos los demás jefes esperan que a ustedes les haya gustado el país.
—Oh, sí—le contesté—; diga usted al gran cacique y a los demás jefes que nos gusta muchísimo su país.
El «rey» hizo entonces señala sus vasallos para que dijeran, por turno, algunas palabras. El intérprete se volvió al primero, que era un anciano envuelto en muchos metros de batista.
—Dice el jefe—me informó el Intérprete—que lleva usted un bello vestido.
Y se volvió al siguiente para inquirir su opinión:
—El jefe dice—volvió a explicar el intérprete—que su traje de usted es muy bonito.
El cacique principal sonrió a sus vasallos. El intérprete consultó al próximo, quien estalló en una verdadera lluvia de palabras en su ininteligible idioma. El intérprete comenzó a reír respetuosamente, y. volviéndose a mí explicó:
—El jefe dice que por qué no habrá hombre alguno en África capaz de comprar tela como la que usa el señor.
Al fin llegó el cacique principal al grano de aquella conferencia, que tenía por objeto pedirnos consejo sobre la conveniencia de construís un canal que les facilitara el transporte de aceite de palma que vendían a los forasteros.
Después de explicarle que habíamos ido al África en busca de animales, les hice saber que teníamos la suerte de contar con un ingeniero en nuestro grupo. El Duque hizo una venia y prometió inspeccionar la ruta del canal. Después de tocar muchas veces la seda de mi piyama y de hacerme más cumplidos, se despidieron y se marcharon.
Al día siguiente condujeron al Duque en canoa de remos por el río para verificar la inspección del caso, y el ingeniero se convenció de que para hacer el tal canal hubiera sido necesario volar muchísimas rocas y construír esclusas, pero en el viaje de regreso al campamento aprovechó eltiempo para agregar algunos ejemplares a nuestra colección.
Trabajando aquella noche observé al otro lado de la mesa los pequeños tubos de cristal en que el Duque había traído sus hallazgos: sabandijas que se veían moverse a la luz brillante de la lámpara. En un principio miré sin mayor interés, pero, en seguida, casi se me saltaron los ojos de las órbitas.
— ¡Duque! —exclamé—. ¿Qué tienes en ese tubo?
—Creo que son arañas— contestó, pasándome el tubo.
—¿Qué ocurre ?—preguntó George, dándose cuenta de mi agitación; y esto diciendo, ambos se acercaron a ver un pequeño animalejo de largas patas, como del tamaño de la uña del dedo meñique, que salía del tubo para caer a un plato.
¡Era un podogona!
Así terminó la última de nuestras búsquedas. Después de muchos meses de interminables e infatigables indagaciones en toda clase de terrenos, en troncos podridos y en árboles, entre el fango y aun bajo el nivel del agua de los ríos, nos encontrábamos de manos a boca con el más preciado trofeo, buscado por los museos del mundo entero.
Lancé un grito que hizo congregar precipitadamente a toda nuestra gente.
—¡Miren! ¡Miren!—gritaba yo, mostrando en alto la maravillosa adquisición—. ¡Un podogona!
A pesar del extraño y complicado nombre, todos comprendieron de qué se trataba; como que desde el día de nuestra llegada al África habíamos hablado de ese animal y estudiado cuidadosamente los dibujos que lo representaban.
—Ahora, escuchen—les dije a mis colaboradores—: Mañana salen todos con el nuevo jefe, y no pueden volver mientras no traigan mucho, pero muchísimo de este «bife». Si alguno se presenta con las manos vacías, quedará inmediatamente destituido, echado de aquí, afuera.
El hecho es que nos proveímos de podogonas en una cantidad apreciable: 500 en total. Vivían bajo el mantillo formado por los detritus vegetales en una pequeña parcela de antigua tierra laborable. Los conservamos todos en salmuera, menos 20 que mantuvimos vivos en una caja de lata, a pesar de que no sabíamos de qué se alimentaban. Llegaron a Inglaterra y alcanzaron a vivir en el país un año, sin que nadie lograra jamás descubrir lo que comían. Llevados a una sesión de la Real Sociedad Geográfica y después presentados al arzobispo de Canterbury durante una reunión de la consiliatura del Museo de Historia Natural, nada se ha omitido para difundir su conocimiento; han sido mirados y tocados por sabios de todas las naciones. Nadie ha podido cortar en secciones un animalito de estos muerto para hacer investigaciones microscópicas: la caparazón que los recubre es tan dura que amella cuanta cuchilla se ha ensayado. En verdad que son bichos bien tercos.
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