EL OBISPO QUE COLECCIONA ORACIONES
En marzo de 1980, con la trascendental pompa y ceremonia, el arzobispo
Robert Alexander Kennedy Runcie, fue entronizado en la Catedral de
Canterbury como centésimo segundo Primado de Toda Inglaterra y cabeza
titular de los 65 millones de anglicanos del mundo. A continuación
presentarlos una selección de las oraciones favoritas del arzobispo.
Unas datan de hace siglos; todas responden a las necesidades de hoy.
Promesa valiente
Te doy gracias, Dios mío, por las intensas esperanzas de los jóvenes que creen que pueden hacer de sus vidas algo que valga la pena. Te doy gracias por la valiente esperanza que mantiene a la gente luchando a pesar desus enfermedades y desgracias. Abre nuestros ojos a la promesa de la vida y a las posibilidades en nuestras vidas.
—REVERENDO RICHARD HARRIES
Promesa valiente
Te doy gracias, Dios mío, por las intensas esperanzas de los jóvenes que creen que pueden hacer de sus vidas algo que valga la pena. Te doy gracias por la valiente esperanza que mantiene a la gente luchando a pesar desus enfermedades y desgracias. Abre nuestros ojos a la promesa de la vida y a las posibilidades en nuestras vidas.
—REVERENDO RICHARD HARRIES
San Francisco de Asís
Señor, haznos instrumentos de tu paz. Donde haya odio, sembremos amor; donde haya agravio, perdón; donde haya discordia, unión; donde haya duda, fe; donde haya desesPeración, esperanza; donde haya tinieblas, luz; donde haya tristeza, alegría
Tres dones
Señor, concédeme
Señor, haznos instrumentos de tu paz. Donde haya odio, sembremos amor; donde haya agravio, perdón; donde haya discordia, unión; donde haya duda, fe; donde haya desesPeración, esperanza; donde haya tinieblas, luz; donde haya tristeza, alegría
Tres dones
Señor, concédeme
1) Serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar.
2) Valor para cambiar las cosas que puedo
2) Valor para cambiar las cosas que puedo
3) y sabiduría para conocer la diferencia.
Por la armonía racial
Padre que has hecho a todos los hombres a Tu semejanza y que amas a todos los que has creado, no permitas que nuestra familia se separe de Ti por levantar barreras de raza y de color. Así como tu Hijo, nuestro Salvador, nació de una Madre hebrea, pero se regocijó con la fe de una mujer siria y un soldado romano, acogió a los griegos que le buscaron y permitió que un hombre africano llevara su cruz, de igual manera enséñanos a ver a los miembros de todas las razas como herederos del Reino de Jesucristo Nuestro Señor. —ATRIBUIDO A OLIVE WARNIS
Padre que has hecho a todos los hombres a Tu semejanza y que amas a todos los que has creado, no permitas que nuestra familia se separe de Ti por levantar barreras de raza y de color. Así como tu Hijo, nuestro Salvador, nació de una Madre hebrea, pero se regocijó con la fe de una mujer siria y un soldado romano, acogió a los griegos que le buscaron y permitió que un hombre africano llevara su cruz, de igual manera enséñanos a ver a los miembros de todas las razas como herederos del Reino de Jesucristo Nuestro Señor. —ATRIBUIDO A OLIVE WARNIS
Para guía
Concédenos la gracia, Padre Todopoderoso, de orar de manera que merezcamos ser escuchados.
—JANE AUSTEN
Concédenos la gracia, Padre Todopoderoso, de orar de manera que merezcamos ser escuchados.
—JANE AUSTEN
Para los solitarios
Dios de amor, que estás en todas partes y en todo momento, derrama el bálsamo de tu consuelo en todos
los corazones solitarios. Ten piedad de aquellos privados del amor humano y de aquellos que nunca lo han tenido. Sé para ellos un gran consuelo y al final dales la plenitud de la alegría, en el nombre de Jesucristo Tu Hijo y Señor nuestro.
—ANÓNIMO, 1888
Dios de amor, que estás en todas partes y en todo momento, derrama el bálsamo de tu consuelo en todos
los corazones solitarios. Ten piedad de aquellos privados del amor humano y de aquellos que nunca lo han tenido. Sé para ellos un gran consuelo y al final dales la plenitud de la alegría, en el nombre de Jesucristo Tu Hijo y Señor nuestro.
—ANÓNIMO, 1888
Al final
Que Dios esté en mi cerebro y en mi entendimiento; que Dios esté en mis ojos y en mi mirada; que Dios esté en mi boca y en mi habla; que Dios esté en mi corazón y en mi pensamiento; que Dios esté conmigo en mi fin y en mi partida. —SARUM PRIMER
Que Dios esté en mi cerebro y en mi entendimiento; que Dios esté en mis ojos y en mi mirada; que Dios esté en mi boca y en mi habla; que Dios esté en mi corazón y en mi pensamiento; que Dios esté conmigo en mi fin y en mi partida. —SARUM PRIMER
En el reloi de una catedral
Cuando de niño reía y lloraba,
Cuando de niño reía y lloraba,
el tiempo trascurría lentamente.
Cuando, de joven, me volví más osado,
el tiempo vagaba.
Cuando me trasformé en
hombre maduro,
el tiempo corría.
Cuándo a diario me volvía más viejo,
el tiempo volaba.
Pronto descubriré, en el ocaso, que el tiempo se ha ido.
¡Jesús mío! ¿Me habrás salvado entonces?
Así sea. -CANÓNIGO HENRY TWELLS
Cuando me trasformé en
hombre maduro,
el tiempo corría.
Cuándo a diario me volvía más viejo,
el tiempo volaba.
Pronto descubriré, en el ocaso, que el tiempo se ha ido.
¡Jesús mío! ¿Me habrás salvado entonces?
Así sea. -CANÓNIGO HENRY TWELLS
SELECCIONES DEL READER´S DIGEST OCTUBRE 1881
BiBLIOGRAFíA: Richard Harries, en Prayers of Hope ( Publicaciones BBC,
1975); San Francisco de Asís, 1182-1226; Olive Warner; canónigo lhenry
Twells, 1823-1900; Jane Austen, 1775-1817; Sarum Primer, siglo XVI.
Sara Bush Lincoln duerme el último sueño en el cementerio de Shiloh, en una tumba inmediata a la de su esposo. Su fallecimiento, ocurrido el 10 de diciembre de 1869, pasó inadvertido. Transcurrieron muchos años sin que ni historiadores ni biógrafos la citasen en sus libros. Sólo en 1924 se colocó en la tumba de Thomas y Sara Bush Lincoln una lápida digna de su memoria.
“JAMÁS LA
OLVIDARÉ”
Era una pareja extraordinaria,
atrapada en un mundo ordinario,
donde los convencionalismos sociales
importan más que el encuentro de dos almas gemelas.
importan más que el encuentro de dos almas gemelas.
" JAMÁS LA OLVIDARÉ"
Por Ray Bradbury
Cuento
CUANDO Ann Taylor llegó a
trabajar a la escuela de Green Town, el verano en
que cumplía veinticuatro años, Bob
Spaulding iba a cumplir catorce. Era una de esas maestras a la que
todos los niños deseaban llevarle de regalo naranjas enormes o flores rosadas. La veían siempre pasar por la calle los días en que la
sombra era verde bajo los túneles que formaban las frondas de los robles y los olmos. Como esos lozanos duraznos del estío entre las nieves del invierno, y
como leche fresca para el cereal del desayuno en una cálida mañana de
principios de junio. Y los raros días del
año en que el clima estaba en perfecto equilibrio, tan serenos cual una hoja
atrapada entre leves vientos que soplan con benevolencia, eran días como Ann
Taylor, y en el calendario debieron haberse llamado como ella.
Bob Spaulding, por su parte, era
el muchacho solitario que paseaba por el pueblo en cualquier atardecer de
octubre, seguido por un remolino de hojas, tal como una horda de ratones de
otoño. O se le podía ver, como un lento pez blanco, en las revueltas aguas
oscuras del riachuelo, u oír su voz en aquellas copas de los árboles donde el
viento dialogaba con las frondas, y allí acudía, solo, a contemplar el mundo.
Aquella primera mañana que la señorita Ann Taylor entró y escribió su propio nombre en
el pizarrón, ,-el aula pareció inundarse de luz, de pronto, como si
le hubiesen quitado el techo. Bob escondía en la mano una pelota de papel con
intención de arrojarla, pero la dejó caer al piso. Terminada la clase, Bob
Spaulding consiguió un cubo de agua y un trapo,y empezó a lavar el pizarrón.
—¿Qué haces? —le preguntó la
maestra, levantando la vista desde su escritorio, donde estaba corrigiendo unos
ejercicios de gramática. —El pizarrón está un poco sucio.
Supongo que debí pedirle permiso
—musi» el chico, sin acertar a completar la frase.
—Bueno, supongamos que lo pediste
—contestó Ann, sonriendo, y mientras ella sonreía, el muchacho
terminó a toda velocidad la
limpieza del pizarrón e hizo chocar entre sí los borradores tan furiosamente,
que el aire pareció de pronto llenarse de nieve.
A la mañana siguiente, Bob
apareció por casualidad frente al lugar en que se alojaba la maestra, en el
momento en que salía rumbo a la escuela.
—Pues ... ¡Hola!, aquí estoy —fue
el saludo del adolescente.
—¿Sabes qué? No me sorprende
verte.
—¿Puedo llevarle sus libros? —Sí,
gracias, Bob.
Caminaron juntos unos cuantos
minutos. Ella vio de reojo lo tranquilo que él se mostraba, lo feliz que
parecía. Al llegar a las inmediaciones de la escuela, Bob propuso:
—Más vale que la deje aquí. Los
muchachos no lo entenderían.
—Bueno ... creo que yo
tampoco lo entiendo —respondió la señorita Taylor.
—¡Vaya, somos amigos! —agregó
Bob, muy serio, como si fuera lo más natural del mundo.
La maestra empezó a decir: —Bob
—pero se interrumpió—: No . . . nada —y se alejó.
Y allí estuvo el muchacho en
clase, y después de clases, las dos semanas siguientes, siempre sin decir
palabra, limpiando el pizarrón mientras ella trabajaba. Y allí estaban el
silencio del Sol poniente en el cielo Tenso, y el leve ruido de los papeles y
el rasgueo de la pluma. En ocasiones el silencio se prolongaba casi hasta las
5, cuando la señorita Taylor levantaba la vista y lo veía en el último asiento,
contemplándola en silencio, esperando.
—Bueno, es hora de ir a casa
—anunciaba la maestra.
Entonces, el chico iba corriendo
por el sombrero y el abrigo de la joven. Caminaban lado a lado por el patio
desierto y hablaban de todo lo habido y por haber.
Por ejemplo:
—Bob, ¿a qué piensas dedicarte
cuando seas mayor?
—Seré escritor.
—¡Ah! ¡Ese es un sueño muy alto!
—Sí; lo sé. Pero voy a intentar
realizarlo. He leído mucho, y ... Se quedó pensativo un momento, y luego le
preguntó:
—¿Podría hacerme un favor,
señorita Taylor?
—Depende ...
—Todos los sábados paseo por el
río, hasta el lago. Hay allí muchas mariposas y cangrejos. ¿Le gustaría ir
conmigo?
—No; no podré ir. Tengo que hacer
.. .
El chico estuvo a punto de
preguntarle qué, mas no se atrevió. —Llevo emparedados de jamón y pepinillos y
refrescos, y regreso a casa alrededor de las 3. Me gustaría que usted fuera
allí conmigo este sábado.
—No, Bob; gracias. Quizá en otra
ocasión.
—No debí pedírselo, ¿verdad?
—Tienes todo el derecho a pedirme lo que quieras.
Pocos días después, la joven le
dio un ejemplar de Grandes
esperanzas, de Charles Dickens. Él pasó toda la noche leyéndolo, y a la mañana
siguiente comentaron la obra.
Cada día, Bob esperaba a la
maestra. Muchas veces, la señorita Taylor estuvo a punto de ordenarle que ya no
fuera a esperarla, pero no tuvo el valor de hacerlo.
Hablaban de Dickens, de Kipling y
de Poe, camino de la escuela y de regreso. Pero le era imposible intetrogarlo en
el aula. Vacilaba y pronunciaba otro nombre. Tampoco le dirigía la mirada
cuando caminaban. Pero varios atardeceres, mientras él movía los brazos ante el
pizarrón, borrando, los símbolos aritméticos, la maestra, inadvertidamente, lo
contemplaba breves segundos.
Luego, un sábado por la mañana,
Bob se hallaba en mitad del arroyo, con el pantalón remangado hasta las
rodillas, inclinándose para atrapar un cangrejo, cuando alzó la vista y la vio.
—Bueno,
aquí estoy —dijo Ann, riendo.
—¿Sabe qué? No me sorprende...
—Enséñame los cangrejos y
las mariposas.
Bajaron hacia el lago y se
sentaron en la arena, mientras una brisa tibia soplaba suavemente, agitando los
cabellos de ella y su blusa; el muchacho se acomodó a unos cuantos metros y comieron los bocadillos de jamón y pepinillos y
bebieron en actitud solemne el refresco de naranja.
—Nunca pensé que vendría a un día
de campo como este ...
__¿...con un muchacho de mi edad?
Hablaron muy poco el resto del
paseo.
—Todo esto está mal —comentó el
chico poco después—. Y no entiendo por qué. Sólo
caminamos juntos y atrapamos mariposas y cangrejos. Pero mis padres
se burlarían de mí sí se enteraran, y los muchachos también. Y los otros
maestros se reirían de usted, ¿verdad?
—Creo que sí. No me explico exactamente por qué vine.
Y eso fue todo lo que
hubo en la reunión de la señorita Ann Taylor y Bob Spaulding: dos
o tres mariposas monarca, un libro de Dickens, doce cangrejos, cuatro
emparedados y dos refrescos de naranja.
El lunes siguiente, aunque esperó
largo rato, Bob no la acompañó a la escuela. Ella se le había adelantado. Aquel
día, por la tarde, la maestra se ausentó más temprano, pues le dolía la cabeza.
Pero al día siguiente, después de
clases, volvieron a encontrarse en el aula silenciosa: él lavando el pizarrón
apaciblemente, y ella afanada con sus papeles, cuando de pronto el reloj del
tribunal dio las 5. Su gran clamor de bronce hacía estremecer a quienes lo
oían, y todo el mundo sentía haber envejecido en un minuto. La señorita Taylor
dejó la pluma en el escritorio y dijo:
—Bob, ven aquí.
—Sí, señorita —el muchacho dejó
el borrador y se le acercó.
Ami lo miró fijamente hasta que
él apartó la mirada de ella.
—Bob, no sé si sepas de qué
quiero hablar contigo.
—Sí —repuso el discípulo, luego
de breve reflexión—: acerca de nosotros.
—¿Cuántos años tienes, Bob?
—Voy a cumplir catorce.
—¿Sabes cuántos tengo yo?
—Sí, señorita Taylor: he oído
decir que tiene usted veinticuatro. Yo tendré veinticuatro dentro de diez. A
veces, me siento como de veinticuatro años.
—Sí; y a veces actúas como si los
tuvieras.
—¿De veras?
—Ahora, siéntate y escúchame. Es
muy importante que entendamos lo que está ocurriendo. Primero, reconozcamos que
somos los mejores amigos del mundo. Nunca he tenido un alumno como tú, ni jamás
he sentido tanto afecto por ningún muchacho.
Se ruborizó al oír esto. Ella
continuó:
—Y déjame hablar por ti: me
consideras la maestra más simpática que hayas tenido.
—i Ah! Más que eso ...
—Quizá más que eso. Pero hay
hechos a los que debemos enfrentarnos: el pueblo y su gente,,y tú y yo. He
pensado mucho en esto, Bob. No creas que no sé lo que siento. En ciertas
circunstancias, nuestra amistad sería extraña. Pero tú no eres un muchacho
común, y sé
que yo no estoy enferma, ni mental ni físicamente; que lo ocurrido aquí se debe
a una justa apreciación de tu carácter y de tu bondad. Pero estas
cosas no ocurren en este mundo, a menos que se refieran a un hombre de cierta
edad. No sé si estoy expresándome bien .. .
—Si yó tuviera diez años más y
cuarenta centímetros más de estatura, todo sería distinto.
—Ya sé que todo esto parece
tonto. Te sientes ya mayor, actúas con rectitud y no tienes nada de qué
avergonzarte. Quizá llegue el día en que la gente juzgue a la persona por su
intelecto, tan bien, que diga: "Este es un hombre, aunque su cuerpo sólo
tiene trece años, y como todo un hombre, conoce sus responsabilidades".
Pero, hasta entonces, hemos de seguir viviendo según las edades y estaturas, en
un mundo ordinario. —Eso no me gusta nada.
—Tal vez tampoco a mí, pero de
verdad no hay nada que podamos hacer al respecto.
—Sí; ya lo sé.
—Debemos decidir qué hacer. Puedo
solicitar que me cambien de esta escuela a otra ...
—No es necesario que lo haga.
Pronto nos mudaremos. Mi familia y yo iremos a vivir a otra parte.
—No tendrá que ver con todo esto,
¿verdad?
– No; no. Mi padre tiene un nuevo
empleo allá. Queda sólo a unos ochenta kilómetros de aquí. ¿Me
visitarla cuando venga al pueblo?
visitarla cuando venga al pueblo?
¿Crees que sería
conveniente?
No; supongo que
no—concluyó él,
Siguieron sentados un rato, en
aquella aula silenciosa.
—¿Cuándo pasó todo esto?
—preguntó el muchacho, en tono desconsolado.
—No lo sé. Nadie puede saberlo.
Nadie lo ha sabido desde hace miles de años. A veces ocurre que dos personas se
gustan, aunque no debieran gustarse. No podría explicarlo.
Por último, añadió:
—No olvides lo que te voy a
decir. Existen compensaciones en la vida. En este momento no te sientes bien, y
yo tampoco. Pero con el tiempo sucederá algo que
nos consolará. ¿De acuerdo?
—Me gustaría creerlo. Y ... ¿si
me esperara usted? —musitó. —¿Diez años
—Para entonces, ya tendré
veinticuatro.
—Sí; pero yo tendré 34, y tal vez
seré una persona muy diferente. No; no puede ser .. .
Bob permaneció sentado, en
silencio, un largo rato; luego sentenció: —Jamás la
olvidaré.
—Sí;
me olvidarás.
—Encontraré
la manera de recordarla siempre —concluyó el adolescente.
La maestra se levantó y fue a
borrar el pizarrón.
—Permítame ayudarla.
—No; no —protestó Ann con
firmeza—. ¡Vete a casa!
El muchacho salió de la escuela.
Mirando hacia atrás, vio por la ventana a la
señorita Taylor borrar lentamente el pizarrón.
A la semana él se mudó, y
estuvo lejos del pueblo dieciséis años. Aunque sólo distaba ochenta kilómetros
de allí, jamás volvió hasta que tuvo treinta
años y ya estaba casado. Un día de primavera, Bob y su esposa
pasaron en auto por el pueblo camino de otra ciudad, y se detuvieron a
descansar un día.
Bob instaló a su mujer en el
hotel, vagabundeó por el pueblo y, por último, preguntó por la señorita Ann
Taylor.
-¡Ah, sí! La maestra bonita.
Murió en 1936, no mucho después de que tú te fuiste.
-¿Sabe usted si se
casó?
-No, no; recuerdo que murió soltera.
-No, no; recuerdo que murió soltera.
Bob se dirigió al cementerio y
encontró su tumba, en cuya lápida leyó:"Ann Taylor. Nació en 1910.Falleció
en 1936". Y pensó: Veintiséis años de edad. ¡Vaya! Ahora tengo cuatro
años más que usted, señorita Taylor.
Más tarde, aquel
mismo día, los pueblerinos vieron a la esposa de
Bob caminar por las calles para reunirse con
él bajo los olmos y los robles. Era una mujer como
los más lozanos duraznos del estío en las nieves del invierno; como leche
fresca para el cereal del desayuno en una cálida mañana del principio del
verano. Y fue uno de los raros díasen que el clima estuvo equilibrado como una hoja entre
gratos vientos que soplan
con benevolencia; uno de esos días que deberían llamarse —todos estuvieron de
acuerdo—como la esposa de Robert Spaulding.
SELECCIONES DEL READER'S DIGEST ABRIL DE 1983
CONDENSADO DEL LIBRO "A STORY OF
LOVE" 1951
Dom 10 de Abril de 2016
Un Sermón Nunca Oído
Por
A. J. Cronin
Autor de «Los astros miran Hacia
abajo», «La ciudadela», y otras obras.
¡Hoy he ido a la iglesia!
Singular
excursión ésta mía, emprendida con espíritu puramente mundano, y a la cual
debo, sin embargo, la emoción religiosa más honda de cuantas experimenté en la
vida.
Muchos son los templos que me ha
tocado conocer: las solemnes catedrales de Chartres y de Reims, el santuario
donde veneran a la Virgen de Montserrat, el famoso templo de Jain en Calcuta...
De todos ellos difería esta capillita fabricada de tablones de pino olorosos aún
a resina; colgada, como un nido, en los
nevados riscos de los Alpes.
Allí, en esas límpidas alturas
donde el aire sereno y puro nos lava el pecho; donde la hermosura
resplandeciente de cielos y nieves nos deslumbra, tenemos, por fuerza, que
irnos desprendiendo de la escoria de la vida; que sentir que nos hallamos en los
umbrales de lo infinito.
Los .fieles eran en su mayoría
campesinos: gente de franco y claro mirar, robusta, laboriosa,
como la que habita en este cantón de la Suiza alemana. Vestían los
hombres trajes de burdo paño oscuro. Por entre el cuello de las chaquetas, de
forma en nada parecida a la corriente, asomaba la piel tostada de gargantas y
nucas. No abundaban las galas en el atavío de las mujeres: tal cual tocado de
encaje o el bordado chal que es, para su poseedora, todo un tesoro. El pañuelo
rojo que lucía un chicuelo daba vívida nota de encendido color, que parecía
llenar, iluminándolo, el recinto entero.
Las ceremonias del culto, por
serme harto conocidas, no hubieran podido causar en mí la menor impresión de
novedad; aunque acaso había en ellas mayor sencillez, más penetrante y
comunicativa piedad. Como quiera que fuese, percibía yo extraña
inmanencia;misteriosa expectación que, como eléctrico flúido, vibraba, pronta a
manifestarse, en el aire.
Así llegó la hora del sermón. En tanto que los fieles, al sentarse, hacían crujir bancos y ropas, mi acompañante me dirigió rápida mirada, con la cual se disculpaba al par que me compadecía. Era él un inglés de edad madura, de natural reservado. Fué paciente mío en Londres, y se hallaba ahora tomando la cura de los tuberculosos en el heilanstalt de la aldea. Entendía y hablaba con soltura el alemán, lengua de la cual no se me alcanzaba a mí una sola palabra. Y aquella miradita suya lanzada al soslayo acababa de darme a entender que yo, por culpa de mi ignorancia, me hallaba condenado a sufrir por espacio de una hora la impaciencia consiguiente a oír predicar en un idioma que resultaba, para mí, tan enrevesado como ininteligible.
Con todo, cuando el predicador, ya en el púlpito, abarcaba a sus feligreses con la mirada, experimenté de nuevo aquella expectativa inexplicable. Había mucho que se impusiera a la atención en la reposada figura de ese sacerdote. Morena y pálida la tez, negro el cabello, corta la estatura, pero recio y fornido el busto que cubría la blanca sobrepelliz. En el vigor de la madurez, pues no contaría mucho más de treinta años, poseía un semblante que respiraba nobleza, y en el cual brillaba, segura y magnética, la mirada. En su continente, reservado al par que fervoroso, percibíase una humildad llena de decoro. La voz con que pronunció las palabras que habían de servirle de texto, contenida y a un tiempo mismo resonante, llenó el estrecho ámbito de la capillita y volvió, devuelta por el eco, desde arriba. Dicho el texto, después de una pausa durante la cual permaneció inmóvil, empezó a predicar en aquel idioma que yo no entendía.
He oído en mis días más de un sermón. En los últimos tiempos, y en particular en Inglaterra, he acabado por huir de los tímidos balidos de esos predicadores que, atentos a no comprometerse, proscriben de sus sermones cuanto pueda rozarse con las realidades que rodean al hombre contemporáneo. El predicador que me tocaba escuchar ahora pertenecía al parecer a otra casta; difería de aquéllos tanto como el acero de fino temple pueda diferir de la hojalata. A medida que iba adelantando en el sermón, pese a no entender nada de su contenido, me sentía bajo el influjo de mística, extraordinaria fascinación. Logré distinguir una palabra: Christus; y luego otra: Fuehrer. Entonces, como por ensalmo, cambió la,escena: dejé de ver la capillita y a los fieles en ella congregados. Vi súbitamente, con penetrante claridad, los pueblos de la tierra toda, y la pestilencia que los aflige. Vi las poderosas naciones totalitarias dominadas por una sola, voluntad, regidas por una sola mano, atentas a una sola voz; en las cuales se endiosa la doctrina que pide sangre y se glorifica el acero que la derrama. Vi las grandes democracias del mundo entregadas a la molicie, celosas de sus vastos dominios, sobresaltadas ante el temor de que la zarpa de algún vándalo llegase a arrebatarles cuanto amontonaron.Vi, además, niños en quienes inculcan desde.la cuna la arrogancia y el odio; a quienes enseñan, cuando apenas saben andar, a marcar el paso; a los cuales les dan un fusil como el juguete más preciado. Y vi también la mitad de la riqueza del mundo sepultada, como cadáver amarillo, en sótanos que antes que depósitos de caudales parecen tumbas; y el trigo que por miles y miles de sacos arrojaban a las llamas en una parte del planeta, en tanto que en otra miles y miles de bocas hambrientas clamaban por un pan; y las muchedumbres dolientes, las trágicas muchedumbres presas de terror, que surgían dondequiera, que corrían, vagando de un lado a otro, en busca de asilo; y los que se hundían, en busca de momentáneo olvido, en los placeres; y los que, ávidos de bienes materiales, pugnaban afanosos por conseguirlos... ¡Todo eso lo vi! Y por encima de todo eso, en medio del tintinear sonoro de las monedas y del estruendo de la música sincopada, vi alzarse la faz lívida del insomne miedo, el espectro amenazador de la catástrofe a que este mismo mundo se condena.
Visión fué la mía que helaba la sangre. Esta tierra en que habitamos, tan hermosa, tan fecunda, tan rebosante de dones, lacerada de polo a polo por el odio, por la agresión, por la crueldad brutal que, de no haber quien les salga al paso, llevarán ciertamente a la civilización a su última ruina. ¡Y decirnos que no hace siquiera un cuarto de siglo hubo nueve millones de hombres, lo más granado de la humanidad, que ofrendaron sus vidas por salvarla!
Acongojado por tal recuerdo, el ánimo no pudo menos de hacerse esta interrogación acerba: ¿Por qué, en nombre de cuanto haya de sensato y de generoso, por qué ha de sobrevenir tan horrenda catástrofe?
Aunque no fuese nueva, la pregunta me hería con renovado, implacable vigor.
Ofreciéronse en esto a la mente, ,y cruzaron en veloz huida, las explicaciones que el ingenio humano ha dado para contestarla: el imperativo económico, las alternativas de auge y de postración en los negocios, el paro forzoso, y así de lo demás; la grandeza y decadencia de las naciones, la supervivencia de los más aptos, en fin, toda la retahíla. Pero, ¡qué vacuo, qué inútil parecía todo ello!
Porque era claro, meridianamente claro, que la única razón, la cierta, la fundamental, era otra: Los hombres se han olvidado de Dios. Millones de los que viven ahora sobre la haz de la tierra por El creada están sordos y ciegos, están, en verdad, muertos al conocimiento de su Creador. Para número incontable, Dios no es sino un mito; para otros, una creencia heredada a la cual deben rendirle culto, y se lo rinden, de labios afuera. Quiénes se acuerdan de Dios únicamente cuando necesitan poner a alguien por testigo; quiénes tan sólo para invocarlo con untuosa hipocresía.
Sí; ésta era la verdad limpia y desnuda: dioses falsos, tan abominables como el Becerro de Oro de hace siglos, reciben ahora culto en la cristiandad que, olvidada de Cristo, les erige altares; un espíritu pagano sopla sobre el mundo; abundan quienes, al oír mencionar el nombre de Cristo, sonríen con indulgencia, cuando no con desprecio.Mas he aquí que, mientras que buscan con afán al caudillo, al guía, al conductor, no se acuerdan del único a quien le es dado guiar al mundo y conducirlo y salvarlo. Ahí, olvidada en la loca búsqueda de nuevos sistemas y flamantes filosofías, está la sola doctrina que encierra la salvación. Y no es difícil de entender; ni tampoco es difícil observarla. Es hermosa y sencilla. Nos pide sólo que vivamos bien ante Dios y ante los hombres; que amemos a nuestro prójimo y no codiciemos sus bienes; que seamos tolerantes, caritativos, humildes; que recordemos siempre que la Vida, según la abarca nuestro conocimiento, es apenas instante fugacísimo de la Eternidad.
Así llegó la hora del sermón. En tanto que los fieles, al sentarse, hacían crujir bancos y ropas, mi acompañante me dirigió rápida mirada, con la cual se disculpaba al par que me compadecía. Era él un inglés de edad madura, de natural reservado. Fué paciente mío en Londres, y se hallaba ahora tomando la cura de los tuberculosos en el heilanstalt de la aldea. Entendía y hablaba con soltura el alemán, lengua de la cual no se me alcanzaba a mí una sola palabra. Y aquella miradita suya lanzada al soslayo acababa de darme a entender que yo, por culpa de mi ignorancia, me hallaba condenado a sufrir por espacio de una hora la impaciencia consiguiente a oír predicar en un idioma que resultaba, para mí, tan enrevesado como ininteligible.
Con todo, cuando el predicador, ya en el púlpito, abarcaba a sus feligreses con la mirada, experimenté de nuevo aquella expectativa inexplicable. Había mucho que se impusiera a la atención en la reposada figura de ese sacerdote. Morena y pálida la tez, negro el cabello, corta la estatura, pero recio y fornido el busto que cubría la blanca sobrepelliz. En el vigor de la madurez, pues no contaría mucho más de treinta años, poseía un semblante que respiraba nobleza, y en el cual brillaba, segura y magnética, la mirada. En su continente, reservado al par que fervoroso, percibíase una humildad llena de decoro. La voz con que pronunció las palabras que habían de servirle de texto, contenida y a un tiempo mismo resonante, llenó el estrecho ámbito de la capillita y volvió, devuelta por el eco, desde arriba. Dicho el texto, después de una pausa durante la cual permaneció inmóvil, empezó a predicar en aquel idioma que yo no entendía.
He oído en mis días más de un sermón. En los últimos tiempos, y en particular en Inglaterra, he acabado por huir de los tímidos balidos de esos predicadores que, atentos a no comprometerse, proscriben de sus sermones cuanto pueda rozarse con las realidades que rodean al hombre contemporáneo. El predicador que me tocaba escuchar ahora pertenecía al parecer a otra casta; difería de aquéllos tanto como el acero de fino temple pueda diferir de la hojalata. A medida que iba adelantando en el sermón, pese a no entender nada de su contenido, me sentía bajo el influjo de mística, extraordinaria fascinación. Logré distinguir una palabra: Christus; y luego otra: Fuehrer. Entonces, como por ensalmo, cambió la,escena: dejé de ver la capillita y a los fieles en ella congregados. Vi súbitamente, con penetrante claridad, los pueblos de la tierra toda, y la pestilencia que los aflige. Vi las poderosas naciones totalitarias dominadas por una sola, voluntad, regidas por una sola mano, atentas a una sola voz; en las cuales se endiosa la doctrina que pide sangre y se glorifica el acero que la derrama. Vi las grandes democracias del mundo entregadas a la molicie, celosas de sus vastos dominios, sobresaltadas ante el temor de que la zarpa de algún vándalo llegase a arrebatarles cuanto amontonaron.Vi, además, niños en quienes inculcan desde.la cuna la arrogancia y el odio; a quienes enseñan, cuando apenas saben andar, a marcar el paso; a los cuales les dan un fusil como el juguete más preciado. Y vi también la mitad de la riqueza del mundo sepultada, como cadáver amarillo, en sótanos que antes que depósitos de caudales parecen tumbas; y el trigo que por miles y miles de sacos arrojaban a las llamas en una parte del planeta, en tanto que en otra miles y miles de bocas hambrientas clamaban por un pan; y las muchedumbres dolientes, las trágicas muchedumbres presas de terror, que surgían dondequiera, que corrían, vagando de un lado a otro, en busca de asilo; y los que se hundían, en busca de momentáneo olvido, en los placeres; y los que, ávidos de bienes materiales, pugnaban afanosos por conseguirlos... ¡Todo eso lo vi! Y por encima de todo eso, en medio del tintinear sonoro de las monedas y del estruendo de la música sincopada, vi alzarse la faz lívida del insomne miedo, el espectro amenazador de la catástrofe a que este mismo mundo se condena.
Visión fué la mía que helaba la sangre. Esta tierra en que habitamos, tan hermosa, tan fecunda, tan rebosante de dones, lacerada de polo a polo por el odio, por la agresión, por la crueldad brutal que, de no haber quien les salga al paso, llevarán ciertamente a la civilización a su última ruina. ¡Y decirnos que no hace siquiera un cuarto de siglo hubo nueve millones de hombres, lo más granado de la humanidad, que ofrendaron sus vidas por salvarla!
Acongojado por tal recuerdo, el ánimo no pudo menos de hacerse esta interrogación acerba: ¿Por qué, en nombre de cuanto haya de sensato y de generoso, por qué ha de sobrevenir tan horrenda catástrofe?
Aunque no fuese nueva, la pregunta me hería con renovado, implacable vigor.
Ofreciéronse en esto a la mente, ,y cruzaron en veloz huida, las explicaciones que el ingenio humano ha dado para contestarla: el imperativo económico, las alternativas de auge y de postración en los negocios, el paro forzoso, y así de lo demás; la grandeza y decadencia de las naciones, la supervivencia de los más aptos, en fin, toda la retahíla. Pero, ¡qué vacuo, qué inútil parecía todo ello!
Porque era claro, meridianamente claro, que la única razón, la cierta, la fundamental, era otra: Los hombres se han olvidado de Dios. Millones de los que viven ahora sobre la haz de la tierra por El creada están sordos y ciegos, están, en verdad, muertos al conocimiento de su Creador. Para número incontable, Dios no es sino un mito; para otros, una creencia heredada a la cual deben rendirle culto, y se lo rinden, de labios afuera. Quiénes se acuerdan de Dios únicamente cuando necesitan poner a alguien por testigo; quiénes tan sólo para invocarlo con untuosa hipocresía.
Sí; ésta era la verdad limpia y desnuda: dioses falsos, tan abominables como el Becerro de Oro de hace siglos, reciben ahora culto en la cristiandad que, olvidada de Cristo, les erige altares; un espíritu pagano sopla sobre el mundo; abundan quienes, al oír mencionar el nombre de Cristo, sonríen con indulgencia, cuando no con desprecio.Mas he aquí que, mientras que buscan con afán al caudillo, al guía, al conductor, no se acuerdan del único a quien le es dado guiar al mundo y conducirlo y salvarlo. Ahí, olvidada en la loca búsqueda de nuevos sistemas y flamantes filosofías, está la sola doctrina que encierra la salvación. Y no es difícil de entender; ni tampoco es difícil observarla. Es hermosa y sencilla. Nos pide sólo que vivamos bien ante Dios y ante los hombres; que amemos a nuestro prójimo y no codiciemos sus bienes; que seamos tolerantes, caritativos, humildes; que recordemos siempre que la Vida, según la abarca nuestro conocimiento, es apenas instante fugacísimo de la Eternidad.
¡Ah! ¡que no corra de nuevo sobre
el mundo un soplo como aquel que lo inflamaba durante las cruzadas! ¡que no nos
sea dable ver de nuevo cómo redivivos soldados de la Cruz, yendo de clima en
clima, despliegan triunfadora la olvidada bandera del místico Rey! ¡que no
veamos crecer de más en más el número de los discípulos de Cristo que,
encendidos en militante fe, dan de mano lo innocuo para buscar lo eficaz, se
desentienden de lo prudente para obrar conforme a lo necesario! ¡ahl ¡que no
crezca el número de los que en hallando desierto el templo, antes que
permanecer dentro de él orando por los descarriados, se fuesen en su busca y
los trajesen y los persuadiesen a orar! ¡Entonces, entonces sanaría el mundo de
su locura; entonces volvería la pobre, la descarriada, la triste y dolorosa
humanidad a levantar a Dios los corazones!
Como quien
despertara de súbito de un sueño, sentí que el fluir de mis ideas quedaba
bruscamente interrumpido; experimenté casi la impresión material de que
acababa de volver, quién sabe de dónde, a la realidad que me circundaba.
Coincidía esto con el momento en que el predicador terminaba de hablar.
Pasamos del ambiente de la
capillita a la amplitud luminosa de aquel día de invierno en que brillaba el
sol en un cielo sin nubes. Mientras que íbamos camino
de la aldea, le referí a mi acompañante, punto por punto, aquellas
imaginaciones a que me había entregado durante el sermón. Advertí que,
al oírme, mostraba cada vez mayor asombro. Cuando
hube concluido, quedóse mirándome de hito en hito, atónito, y me dijo:
— ¿Lo creerá usted? Todo eso, palabra por
palabra, es lo mismo que dijo el predicador
viernes, 18 de marzo de 2016
LA OTRA MADRE DE LINCOLN - Por Bernadine Bailey y Dorothy Walworth 1942
LA OTRA MADRE DE LINCOLN
Por Bernadine Bailey y Dorothy Walworth
1942
En la
alta delantera de la carreta, sacudidos por el incesante traqueteo, iban los
recién casados. Tenía ella treinta y un años cumplidos, lo que en Kentucky y en
esa época, la de 1819 equivalía a la edad madura, pues la mayor parte de las
mujeres de los colonizadores morían jóvenes. El día, para ser de diciembre en
esa región de los Estados Unidos, era bastante frío. Los viajeros avanzaban en
dirección al norte, hacia una región cubierta de bosques.
—Me
parece que vamos a tener un tiempo magnífico—afirmó la mujer, que era muy
dada a verlo todo siempre de color de rosa.
Tom
había llegado la víspera. Hizo a caballo toda la jornada desde su granja
en la distante Indiana hasta Elizabethtown, el hogar de su futura. Y no se
anduvo con rodeos para decirle:
-Señorita
Sally, no tengo mujer. Usted no tiene marido. He venido a casarme con usted.
Nos conocemos desde niños. No tengo tiempo que perder. Si me da el sí, nos
casamos en seguida.
Aquella
misma mañana bendijo su unión el pastor metodista. En el acta matrimonial hizo
constar que la contrayente, Sara Bush Johnston, era viuda desde hacía tres
años, y que él, Tom, había enviudado el invierno anterior. Afuera aguardaban
los caballos y la carreta que el novio había pedido prestados. La carreta iba
tan atestada con el ajuar de la novia, que apenas había lugar para sus tres
hijos. Tom, que tenía también dos hijos, no les había dicho que volvería a casa
con una madrastra. Cuando Sara pensaba en eso, se le oscurecían los azules ojos
de franco mirar. ¿No la considerarían los hijastros una intrusa?
Atravesaron
el río Ohío, ya medio helado, en una balsa. El aire cortaba. Las ruedas se
hundían en la nieve hasta los cubos. Al cabo de cinco días llegaron a una
cabaña de troncos, en un claro a orillas del Little Pigeon. No tenía ventanas.
Servía de puerta una piel de venado. La chimenea estaba hecha de palos revestidos
de arcilla.
Tom
llamó. Salió corriendo de la cabaña un muchachito
flaco como un esqueleto. Llevaba una camisa andrajosa y unos pantalones de
gamuza hechos jirones. Pero lo que le llegó al alma a Sara fue la
mirada de esos ojos infantiles, aunque no hubiera podido decir con exactitud lo
que expresaba. Bajando de la carreta, abrió los brazos como dos alas acogedoras
y abrazó estrechamente al niño.
-Vamos
a ser muy buenos amigos-exclamó-. ¿Verdad, Abe Lincoln?-
Era
la primera vez que se veía así, en medio de la agreste soledad. Había vivido
siempre rodeada de las relativas comodidades que ofrece la existencia en un
pueblo. Y, ahora se alzaba ante sus ojos,
pobrísima y solitaria, aquella cabaña miserable. No había cuartos.
No había tabiques El piso era de tierra sin apisonar. Más que sobre suelo
firme, se caminaba allí dentro sobre basura
acumulada por el tiempo y la desidia. La
cama era un rústico armadijo de tablas sostenido por estacas y arrimado a la
pared. El relleno del jergón era de hojas de
maíz. Por toda ropa de cama había unas pieles y prendas de vestir desechadas.
Abe, que tenía diez años, y su hermana, que tenía doce, habían dormido siempre en el desván, sobre unos montones de
hojas. Subían allá por unos tarugos fijos en la pared. Componían el
mobiliario unas cuantas banquetas de tres patas y una mesa de tablero
desbastado a hacha por la cara de arriba, y al natural, con corteza y todo, por
la de abajo. Formaba parte de la familia Dennis Hanks, muchacho de dieciocho
años, primo de Nancy Hanks, la primera mujer de Tom. Dennis se las ingeniaba
para guisar valiéndose de un anafe, un caldero resquebrajado y un par de
cucharas de hierro. Aun cuando era de suponer que Sara esperase encontrarse con
algo mejor que esta cabaña, las únicas palabras que salieron de sus labios
fueron éstas:
-Tom,
tráeme un brazado de leña. Voy a calentar un poco de agua.-
Aquella
madrastra de mejillas sonrosadas y rizos dorados era una mujer muy dispuesta.
Sin perder minuto, en cuanto empezó a humear el agua, sacó del equipaje una
calabaza de jabón casero y llevando a Abe y a su hermana frente a la lumbre,
los dejó que no se conocían de limpios, y les desenredó luego las greñas con su
propio peine de carey.
Cuando
empezaron a sacar todo lo que venía en la carreta, el pequeño Abe,
que
no había despegado los labios, pasaba las huesosas manitas por aquellos objetos
tan nuevos y maravillosos para él: un escritorio de nogal, un ropero, una
rueca, sillas. Y esa noche, al subir al desván, en
vez del montón de hojas en que dormía, y que su madrastra había tirado a la
basura, encontró Abe un colchón y una almohada de plumas, y mantas con que
arroparse para no pasar frío.
Al
cabo de dos semanas, la cabaña estaba desconocida. Sara era muy hacendosa. Y no
sólo trabajaba: sabía estimular a los demás con su ejemplo.
Hasta
el mismo Tom, muy bien intencionado, pero aficionadísimo a dejarlo todo para
mañana, se sentía contagiado de su actividad. Por supuesto, Sara, tan lista
como prudente, no decía nunca: hay que hacer tal o cual cosa. Pero lo cierto
era que Tom hacía hoy una puerta de verdad para La cabaña, y abría a los pocos
días una ventana- todo según lo deseaba su mujer. De este modo, entarimó el
piso, tapó las hendijas de las paredes, le dio una mano de cal a la cabaña. Abe, viendo tales cambios, no acababa de creer a sus oíos. Y
hubo algo más: la madrastra le hizo camisas de tela teñida por ella misma y
teñidas con tintes que preparó con raíces y cortezas de las que había por allí;
le hizo, también, unos calzones de cuero de venado, muy a la medida; .y un par
de mocasines; y una gorra de pieles.Limpió cuidadosamente, para que el
muchacho pudiera mirarse bien en él, un espejo que había traído. Y cuando. Abe,
que. Jamás se había mirado a un espejo, vio su imagen reflejada allí, exclamó
estupefacto: “Pero... ¿de verdad que ése soy yo?”
A
veces, mientras encendía la lumbre muy de mañana, Sara pensaba en los caprichos
y rarezas del destino. Catorce años atrás, le había dado calabazas a Tom y se
había casado con Daniel Johnston. Tom se casó con Nancy Hanks. Estuvieron
casados doce años hasta que Nancy murió del "mal de leche". Y ahora,
después de tanto tiempo, allí estaban Tom y ella otra vez juntos, criando los
hijos de esos dos matrimonios, velando por su salud y su suerte.
La
cabaña tenía dieciocho pies cuadrados. Bajo su endeble techo se albergaban ocho
personas. Sara se había hecho cargo de los restos de dos hogares, con el
aditamento del huérfano Dermis Hanks. Tenía que arreglárselas de modo que todos
aquellos seres llegasen a constituir una sola y verdadera familia, a
sentirse como siempre hubiesen vivido juntos. Habían de menudear por fuerza las
ocasiones y los motivos de discordia. Imagínese a aquellos dos grupos de
muchachos que nunca se habían visto, obligados a convivir en recinto tan
reducido. Añádase todo lo que Abe y su hermana habían oído decir de las
madrastras y de sus asperezas y crueldades. Sara pasó como sobre ascuas las
primeras semanas. La preocupaba principalmente Abe. Verdad que era dócil y
obedecía sin chistar en todo 1o que ella le mandaba. Una vez lo sorprendió
mirándola fijamente, mientras ella ponía una torta de maíz en el horno.
-Toda
mi vida preferiré las tortas de maíz- dijo de pronto y salió disparado por
la puerta.
No se
sabía nunca lo que iba a decir o a hacer Abe. Había siempre algo extraño e
inesperado en él, en su modo de ser u obrar, según decía Dennis. Si no hubiese
sido por Sara, puede que aquel niño hubiese muerto
antes de llegar a hombre. ¡Crecía tan aprisa y era tan poco lo que comía!
Mas
ahora, aquellas tortas de maíz en abundancia, y la carne y las papas bien
guisadas, y no simplemente requemadas así, por fuera, le mejoraron el color y
lo engordaron un poco. Y se tornó activo, él, que era la estampa de la indolencia.
Aquella carne que había echado le quitó el aire de sombría gravedad que tenía.
Hasta se volvió de excelente humor. Empezó a gastar bromas y a hacer chascarrillos,
como su padre. Fue con Sara con quien ensayó sus primeros chistes. La buena
madrastra se los reía a tiempo. A menudo, cuando Abe decía un chiste que nadie
comprendía y que él solo celebraba con una carcajada que a los demás les parecía
extemporánea, si el padre, un poco contrariado, declaraba que a aquel muchacho
le faltaba un tornillo, Sara salía en defensa del incomprendido humorista.
«¿Por qué no ha de tener Abe derecho a hacer sus chistes », decía medio
enojada.
Más
de una vez le asaltó a Sara la idea de que quería más a Abe que a sus propios
hijos. Pero no era así. Era que algo, allá en el fondo de su alma, cuando sólo
Dios y ella sabían lo que estaba pensando, le decía que Abe era un ser
excepcional, que no habría de pertenecerle por siempre, que sólo podría
conservarlo a su lado cierto tiempo.
Cuando
Abe era pequeño, Tom consintió en que fuese a pie a la escuela haciendo todos
los días una caminata de quince kilómetros. Allí aprendían los chicos las
letras repitiéndolas hasta lo infinito en alta voz. Pero Abe era ya mayor.
Estaba fuerte. Y Tom pensó que el mocito debía quedarse en casa cortando árboles,
aechando el trigo, o desgranando maíz para los vecinos por treinta centavos al
día. Claro está que se esponjaba y envanecía no poco cada vez que un vecino
venía a que Abe le escribiese una carta con aquella péñola que se había hecho
de la pluma de un buitre, y con la tinta de raíz de cerezo. Mas, la verdad, ya
pasaba de castaño oscuro aquello de leer a todas horas. Tom le dijo a Abe que
no hacía falta «tener tanta letra» para ganarse la vida.
Si
Sara no se hubiese puesto de parte de Abe contra el padre, el muchacho no
hubiese aprendido, ni aun lo poco que aprendió. Y lo aprendió, como dicen, «a
retazos». Se mantuvo firme frente a su padre, aun cuando éste no paraba de decirle
que estaba chiflado de remate.
A Abe
le gustaba más leer que comer. Se ponía a leer por la mañana, apenas había
claridad suficiente para distinguir las letras. Leía por la tarde acabados los
quehaceres del día. Leía mientras araba, aprovechando los ratos en que el
caballo descansaba en el extremo del surco. Andaba 28
kilómetros para ir a buscar libros a la biblioteca circulante de Rockport: las
fábulas de Esopo, el Robinsón Crusoe, el Viaje del Peregrino, los dramas de Shakespeare,
los códigos de Indiana. Una vez la lluvia le empapó un ejemplar de la vida de
Wáishíngton de Weems, y tuvo que trabajar tres días enteros para pagarlo.
Otra vez compró en cincuenta centavos un barril y encontró en el fondo los
Comentarios de Blackstone. Si hubiese dado con un
filón de oro, no se habría puesto más contento. Empezó a leer hasta tarde al
amor de la lumbre. Tom refunfuñó. Sara le dijo: «Deja al muchacho,
hombre, déjalo». Ella lo dejaba siempre leer hasta que él quisiera. Si se
quedaba dormido en el suelo, traía una sobrecama y lo tapaba sin despertarlo.
Abe hacía todas sus operaciones aritméticas en una tabla.
Cuando la tabla se ponía demasiado negra, la cepillaba y volvía a empezar sus
cálculos. Cuando leía algo que le gustaba, lo copiaba. Estaba siempre
escribiendo. Casi nunca tenía papel. Hacía marcas en una tabla con carbón para
acordarse de lo que quería escribir, y cuando conseguía papel, lo escribía.
Después que Tom y los demás se iban a acostar, se quedaba junto al fuego
leyéndoselo a Sara. « ¿Lo he expresado con claridad?» le preguntaba a
cada instante. Ella se sentía halagada de que le pidiera su opinión. Y se la
daba como podía darla quien no sabía leer ni escribir.
Sus
temas de conversación eran para ellos solos. Le daban a Abe con frecuencia
accesos de melancolía. Mientras le duraban, solamente Sara sabía hacerse escuchar
de él. Eran crisis sombrías en que el muchacho se desesperaba diciéndose que
nunca vería realizados sus planes y ambiciones. Necesitaba que lo alentasen. En
1830 Tom se resolvió a trasladarse a Illinois en busca de tierras más feraces.
Se fue toda la familia al condado de Coles, en la pradera de Goose Nest. Abe
ayudó a su padre a levantar la cabaña de dos piezas en que Sara y Tom habrían
de pasar el resto de sus días. Apenas estuvo terminada, llegó el día que Sara
había previsto, el día de la partida de Abe. Era él ya hombre hecho y derecho.
Tenía veintidós años. Se le presentó la oportunidad de emplearse como
dependiente en la tienda de Denton Offut en New Salero. No le quedaba a Sara
nada que hacer por Abe. Había afrontado la resistencia de Tom a que el muchacho
se ilustrase. Había hecho todo lo posible por que en la cabaña reinase la
tranquilidad que necesitaba él para poder leer provechosamente.
En
los primeros tiempos, Abe iba a visitarlos con frecuencia. Después, cuando ya
fue todo un señor abogado, iba a Goose Nest dos veces al año. Cada vez que Sara
lo veía, le parecía que había crecido su talento. Otros llegaban a cierto
nivel y de allí no pasaban, pero el saber de Abe aumentaba a ojos vistas. Le hablaba
de sus pleitos. Pasó el tiempo. Un día le habló de su ingreso en la legislatura
de su Estado. Pasó más tiempo, y le comunicó su proyectado enlace con María
Todd. Desde 1851, año en que murió Tom, Abe cuidó con celo ejemplar de que Sara
no careciese de nada.
Un
día Sara supo que Abe iba a Chárleston a celebrar su cuarto debate público con
Stephen A. Douglas. Emprendió viaje, sin que él lo supiera, para oírlo. Le
bastaba—siempre le había bastado—verlo, contemplarlo. Fue una de tantas personas
que se agolparon en la calle para presenciar el desfile. Y por delante de sus
ojos pasó un carro tirado por una yunta de bueyes. En
el carro iban tres hombres hendiendo maderos a golpe de hacha, debajo de un
enorme cartel que decía: "El honrado Abe, el Leñador, el Boyero, el vencedor
de Gigantes". ¿Se refería aquello a su Abe? Y en pos del carro
venía él en un coche negro charolado, saludando con el sombrero de copa a
derecha e izquierda. ¿Era aquél su Abe?
Quiso empequeñecerse, ocultarse, pero él la vio e hizo detener el carruaje. Fue
hacia ella, la abrazó cariñosamente, le dio un beso. Sí,
¡aquél era su Abel No era ella mujer de las que lloran con facilidad, pero el
día que lo eligieron presidente, lloró a solas, donde nadie la viera. En
el invierno de 1861, antes de ir a Washington, Abe atravesó todo el Estado para
verla. Fue un viaje largo y molesto, parte en tren,
parte en coche, por entre barrizales y nieve fangosa, para decirle adiós. Le
llevó un regalo: un corte de alpaca negra. Era tan bonita aquella tela que Sara
vaciló al tomar las tijeras. La guardó; y la sacaba de vez en cuando, la
acariciaba y la volvía a guardar.
Abe
parecía cansado. Diríase que llevaba un mundo sobre sus hombros. Sin embargo,
él y Sara hablaron largamente. Y hasta cuando guardaban silencio, seguían
hablando; y , el presidente de los Estados Unidos, le
consultaba a ella, como en otro tiempo, sobre muchas cosas.
Al
despedirse con un beso, le dijo que volvería pronto. Pero una voz secreta le
advertía a ella que no volvería a verlo más. Pasaron cuatro años. Unos señores
de aire solemne. fueron a darle la noticia de que Abe había muerto. los
periódicos publicaron larguísimos artículos sobre la madre del presidente
asesinado. No faltaron unas cuantas personas que llegaron hasta la soledad en
que vivía Sara a pedirle detalles y anécdotas de la niñez de Abe. ¡Ella hubiese querido decirles tantas cosas! Pero le
faltaban palabras.
,"Abe era muy bueno. No me dio nunca una mala
contestación ni me dirigió una mirada dura. Parecía que estuviéramos de acuerdo
hasta en lo que pensábamos. Creo que él me quería de veras" . Fue
cuanto alcanzó a decirles.
Muchas
noches en los cuatro años de vida que le quedaron, recordaba al que se había
ido para siempre. Y como sentía que él había sido su
hijo, no pensaba en el presidente, en el grande hombre a quien sus
conciudadanos dijeran en las notas de un canto entusiasta: „Ya venimos, Padre Abraham, ya acudimos trescientos mil de
nosotros". Pensaba en aquel
muchachito de la cabaña. Se veía a sí misma haciéndole una torta de maíz,
cosiéndole una camisa, arropándolo tiernamente con una colcha cuando se quedaba
dormido con el libro en la mano; esforzándose, mientras pudo, por
protegerlo de las inclemencias de la vida.
Sara Bush Lincoln duerme el último sueño en el cementerio de Shiloh, en una tumba inmediata a la de su esposo. Su fallecimiento, ocurrido el 10 de diciembre de 1869, pasó inadvertido. Transcurrieron muchos años sin que ni historiadores ni biógrafos la citasen en sus libros. Sólo en 1924 se colocó en la tumba de Thomas y Sara Bush Lincoln una lápida digna de su memoria.
Últimamente
se ha convertido en parque del estado el lugar de Goose Nest en que vivieron. Y
se ha levantado allí una cabaña igual a la que Abraham Lincoln ayudó a
construir. Hasta fecha muy reciente, la mayoría de los norteamericanos
ignoraban que, cuando Abraham Lincoln dijo: 'Todo lo que soy se lo debo a aquel
ángel que fue mi madre", a quien en verdad se refería era a su madrastra.
miércoles, 2 de marzo de 2016
UN CIRIO EN VIENA Por A. J. Cronin 2 Guerra Mundial
UN CIRIO EN VIENA
Por A. J. Cronin
Autor de Hatter's Castle, The Green Years, The Keys of the Kingdom, y otras obras.
Autor de Hatter's Castle, The Green Years, The Keys of the Kingdom, y otras obras.
|
DURANTE varias semanas había estado acariciando la ilusión de mi proyectada
visita a Viena, la ciudad alegre y bella que en tiempos anteriores conociera
muy bien, y por la cual guardaba acendrado cariño. Sin embargo, desde las horas
de la mañana, cuando el avión me dejó en el aeródromo, fue amargándoseme el
ánimo. El hotel Bristol no pudo alojarme y el cuarto que por último logré
conseguir en una sombría casa de la Kartnerstrasse, estaba pobremente amoblado
v no tenía calefacción. Al almuerzo
todo lo que me sirvieron fue sopa de legumbres y la inevitable carne hervida.
En la tarde, desafiando la cortante brisa gélida, salí
a dar una vuelta por la ciudad, y cuando pasé por frente a la catedral despedazada y a la ópera en ruinas, el
corazón se me oprimió más aún. ¿Era
ésta la encantadora ciudad festiva donde yo había pasado días de tanto gozo y
noches de tanto deleite; donde había oído a Lehmann cantar La Bohemia; donde,
en un carruaje descubierto, había atravesado las calles llenas de gente, de luz
y de alegría para asistir al Heurige, el festival del vino nuevo? Estaba
preparado para presenciar estragos
materiales, casas derruidas, montones de escombros, edificios bombardeados,
todo sí, aun el triste espectáculo de los puentes del Danubio hechos pedazos.
Pero no había podido prever la honda y muda desesperanza que como un frígido
miasma impregnaba esas calles grises, destrozadas y oscuras.
Y a medida que ese miasma iba penetrándome hasta los
huesos, nacía en lo profundo de mi ser un hosco resentimiento contra la
Providencia que dejaba suceder cosas así. Para agravar toda aquella miseria,
junto con las sombras del helado crepúsculo de febrero, empezó a caer una lluvia densa y tenaz
mezclada con granizo, que amenazaba traspasar el impermeable con que cubría mi
abrigo, de lana.
Estaba en uno de los barrios de la parte oriental, y
para huir de la lluvia busqué refugio en un edificio cercano—una iglesia
pequeña que había escapado a la destrucción. Estaba solitaria y casi en tinieblas. Sólo la trémula
lucecilla roja del santuario rompía tímidamente la oscuridad. Dominando mi
impaciencia, me senté a esperar que pasara lo peor del aguacero.
De repente unos pasos interrumpieron el silencio, y al
volver la cabeza vi que un hombre anciano había entrado a la iglesia. No llevaba abrigo, y su figura, alta, flaca y erguida,
cubierta con un traje delgado y lleno de remiendos, ofrecía un lamentable
aspecto de miseria. Cuando avanzó hacia el altar, me di cuenta,
con sorpresa, de que llevaba en
brazos a una chiquilla de seis años, más o menos, vestida tan pobremente como
él. Cuando llegó al comulgatorio, puso suavemente en el suelo su
frágil carga. Noté entonces,
por los torpes movimientos de la chiquilla, que era paralítica. Sosteniéndola
con tierna solicitud le dio ánimos para que se arrodillara poquito a poco;
luego, suave y pacientemente, le colocó las manos de modo que pudiera asirse de
la barandilla. Cuando hubo logrado todo aquello, sonrió a la niña
como felicitándola por su triunfo; después se
arrodilló al lado suyo, con sobria expresión de recogimiento.
Permanecieron así por unos cuantos minutos, y luego él
se levantó. Oí el débil eco de una moneda al caer en la caja de las ofrendas, y
luego vi al anciano tomar un cirio, encenderlo y pasárselo a la niña. Por unos
cuantos minutos lo sostuvo ella en su mano transparente, mientras la llama
ponía un halo en torno suyo haciendo visible la expresión de gozo que había en
sus facciones demacradas y pálidas. Luego puso el cirio en el pequeño
candelabro de hierro colocado frente al altar, y se quedó
en una especie de breve éxtasis, con la cabecita ladeada, admirando su luminosa
dádiva, y como ofreciéndosela a Dios, humilde y tímida.
Pasado un rato el anciano se puso en pie, y alzando de
nuevo a la niña con el mismo cuidado de antes, se encaminó hacia la puerta.
Desde que entraron había experimentado yo la sensación de que estaba
cometiendo una especie de sacrilegio al meterme de ese modo furtivo en el
santuario de su intimidad. Sin embargo, aunque tal sensación seguía prevaleciendo
en mí, un impulso irresistible me hizo levantarme y seguirlos hasta el pórtico
de la iglesia.
Allí, como agazapado
vergonzantemente detrás de una de las columnas, se veía un pequeño vehículo de
confección casera... un destartalado cajón de pino que tenía por varas un par
de palos torcidos, y estaba montado sobre dos ruedas que debieron ser de
un cochecillo de niño y no conservaban ya ni el recuerdo de las llantas. En
aquel sórdido carruaje depositó el
anciano a la chiquilla tan delicadamente como a una princesa en su carroza,
arropándole luego las piernas enjutas con un costal viejo. Al
mirarlo de cerca pude comprobar plenamente lo que ya había sospechado. Todos los rasgos de su arrugado
rostro—el canoso bigote recortado; la nariz fina; los ojos de mirada arrogante
bajo las cejas espesas—mostraban que era un verdadero aristócrata, uno de esos
patricios vieneses a quienes la guerra—sin que fuesen culpables en forma
alguna—redujo a la más extremada miseria. La niña, cuyas aniquiladas facciones
se asemejaban mucho a las del anciano, debía de ser su nieta.
Mientras que sus distinguidas manos venosas y pálidas acababan de arreglar el
costal alrededor de la niña, alzó los ojos para mirarme. Un tropel de preguntas
acudió a mis labios, pero algo, quizás la espiritual expresión de aquel rostro,
refrenó mi curiosidad. Todo lo que acerté a decir desmañadamente fue:
—Hace mucho frío.
Me respondió cortésmente:
—Menos, sin embargo, del que ha hecho este invierno.
lubo una pausa. Mis ojos se volvieron hacia la
niña cuyas melancólicas pupilas azules estaban fijas en mí.
— ¿La guerra...?—pregunté sin dejar de mirarla.
—Sí, la guerra—repuso el anciano—.
La misma bomba mató a sus padres.
Otra pausa, más prolongada aún.
¿Vienen ustedes aquí con frecuencia
Tan pronto como le hube hecho esa pregunta comprendí
que había cometido una indiscreción. Pero él no pareció molestarse.
—Sí, todos los días, a rezar,
sonriendo levemente, agregó:
—Y a mostrarle al buen Dios que no estamos enojados con
él.
No pude encontrar que contestarle. Y mientras yo
permanecía allí, en silencio, él, terminada su tarea de arropar a la niña, se
abotonó la chaqueta, levantó las varas del carrito y, con su misma leve sonrisa
y su misma cortés inclinación de la cabeza, se perdió entre las sombras de la
noche que empezaban a caer sobre la ciudad,
no bien se habían alejado, cuando sentí de nuevo un vehemente deseo de
seguirlos. Quería ayudarlos, ofrecerles dinero, despojarme 'de mi
abrigo para cubrir a la niña, hacer algo impetuoso y espectacular. Pero me
quedé clavado donde estaba. Sabía que aquél no era un caso común de caridad,
que cualquier cosa que yo les ofreciese sería rechazada. Al contrario, ellos me acababan de dar algo
a mí. Ellos, que todo lo habían perdido, se resistían a dejarse arrastrar por
la desesperación, y, conservaban intacta su fe. Un nuevo sentimiento surgió
entonces en mí. No había ya amargura en mi corazón, ni mis pequeñas privaciones
personales me importaban nada. Solamente sentía una gran compasión y una
profunda vergüenza.
La lluvia
había cesado. Pero yo no salí del pórtico. Vacilaba como si no supiera qué
hacer ni a dónde ir. De pronto volví la espalda y me encaminé hacia la humilde
lucecilla que, como un faro diminuto, seguía ardiendo, devota y fiel, entre
las sombras de la iglesia cuyas naves ya no estaban desiertas para mí... Un cirio
en una ciudad arrasada. Pero mientras él ardiera,
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