sábado, 6 de febrero de 2021

EL OBISPO QUE COLECCIONA ORACIONES

 EL OBISPO QUE COLECCIONA ORACIONES 

En marzo de 1980, con la trascendental pompa y ceremonia, el arzobispo Robert Alexander Kennedy Runcie, fue entronizado en la Catedral de Canterbury como centésimo segundo Primado de Toda Inglaterra y cabeza titular de los 65 millones de anglicanos del mundo. A continuación presentarlos una selección de las oraciones favoritas del arzobispo. Unas datan de hace siglos; todas responden a las necesidades de hoy.
 
Promesa valiente
Te doy gracias, Dios mío, por las intensas esperanzas de los jóvenes que creen que pueden hacer de sus vidas algo que valga la pena. Te doy gracias por la valiente esperanza que mantiene a la gente luchando a pesar desus enfermedades y desgracias. Abre nuestros ojos a la promesa de la vida y a las posibilidades en nuestras vidas.
—REVERENDO RICHARD HARRIES
 
San Francisco de Asís
Señor, haznos instrumentos de tu paz. Donde haya odio, sembremos amor; donde haya agravio, perdón; donde haya discordia, unión; donde haya duda, fe; donde haya desesPeración, esperanza; donde haya tinieblas, luz; donde haya tristeza, alegría

Tres dones
Señor, concédeme 
1) Serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar.
2) Valor para cambiar las cosas que puedo
3) y sabiduría para conocer la diferencia.
 
Por la armonía racial
Padre que has hecho a todos los hombres a Tu semejanza y que amas a todos los que has creado, no permitas que nuestra familia se separe de Ti por levantar barreras de raza y de color. Así como tu Hijo, nuestro Salvador, nació de una Madre hebrea, pero se regocijó con la fe de una mujer siria y un soldado romano, acogió a los griegos que le buscaron y permitió que un hombre africano llevara su cruz, de igual manera enséñanos a ver a los miembros de todas las razas como herederos del Reino de Jesucristo Nuestro Señor.    —ATRIBUIDO A OLIVE WARNIS
 
Para guía
Concédenos la gracia, Padre Todopoderoso, de orar de manera que merezcamos ser escuchados.
—JANE AUSTEN
 
Para los solitarios
Dios de amor, que estás en todas partes y en todo momento, derrama el bálsamo de tu consuelo en todos
los corazones solitarios.
Ten piedad de aquellos privados del amor humano y de aquellos que nunca lo han tenido. Sé para ellos un gran consuelo y al final dales la plenitud de la alegría, en el nombre de Jesucristo Tu Hijo y Señor nuestro.
—ANÓNIMO, 1888

 
Al final
Que Dios esté en mi cerebro y en mi entendimiento; que Dios esté en mis ojos y en mi mirada; que Dios esté en mi boca y en mi habla; que Dios esté en mi corazón y en mi pensamiento; que Dios esté conmigo en mi fin y en mi partida. —SARUM PRIMER
 
En el reloi de una catedral
Cuando de niño reía y lloraba,
 el tiempo trascurría lentamente.
 Cuando, de joven, me volví más osado,
el tiempo vagaba.
Cuando me trasformé en
hombre maduro,
el tiempo corría.
Cuándo a diario me volvía más viejo,
el tiempo volaba.
Pronto descubriré, en el ocaso, que el tiempo se ha ido.
¡Jesús mío! ¿Me habrás salvado entonces?
Así sea.  -CANÓNIGO HENRY TWELLS 
 
SELECCIONES DEL READER´S DIGEST OCTUBRE 1881
BiBLIOGRAFíA: Richard Harries, en Prayers of Hope ( Publicaciones BBC, 1975); San Francisco de Asís, 1182-1226; Olive Warner; canónigo lhenry Twells, 1823-1900; Jane Austen, 1775-1817; Sarum Primer, siglo XVI.

                                     JAMÁS LA OLVIDARÉ”
Era una pareja extraordinaria,
atrapada en un mundo ordinario,
donde los convencionalismos sociales
importan más
que el encuentro de dos almas gemelas.
" JAMÁS LA OLVIDARÉ"
Por Ray Bradbury
Cuento
 CUANDO Ann Taylor llegó a trabajar a la escuela de Green Town, el verano en que cumplía veinticuatro años, Bob Spaulding iba a cumplir catorce. Era una de esas maestras a la que todos los niños deseaban llevarle de regalo naranjas enormes o flores rosadas. La veían siempre pasar por la calle los días en que la sombra era verde bajo los túneles que formaban las frondas de los robles y los olmos. Como esos lozanos duraznos del estío entre las nieves del invierno, y como leche fresca para el cereal del desayuno en una cálida mañana de principios de junio. Y los raros días del año en que el clima estaba en perfecto equilibrio, tan serenos cual una hoja atrapada entre leves vientos que soplan con benevolencia, eran días como Ann Taylor, y en el calendario debieron haberse llamado como ella.
Bob Spaulding, por su parte, era el muchacho solitario que paseaba por el pueblo en cualquier atardecer de octubre, seguido por un remolino de hojas, tal como una horda de ratones de otoño. O se le podía ver, como un lento pez blanco, en las revueltas aguas oscuras del riachuelo, u oír su voz en aquellas copas de los árboles donde el viento dialogaba con las frondas, y allí acudía, solo, a contemplar el mundo.
Aquella primera mañana que la señorita Ann Taylor entró y escribió su propio nombre en el pizarrón, ,-el aula pareció inundarse de luz, de pronto, como si le hubiesen quitado el techo. Bob escondía en la mano una pelota de papel con intención de arrojarla, pero la dejó caer al piso. Terminada la clase, Bob Spaulding consiguió un cubo de agua y un trapo,y empezó a lavar el pizarrón.
—¿Qué haces? —le preguntó la maestra, levantando la vista desde su escritorio, donde estaba corrigiendo unos ejercicios de gramática. —El pizarrón está un poco sucio.
Supongo que debí pedirle permiso —musi» el chico, sin acertar a completar la frase.
—Bueno, supongamos que lo pediste —contestó Ann, sonriendo, y mientras ella sonreía, el muchacho
terminó a toda velocidad la limpieza del pizarrón e hizo chocar entre sí los borradores tan furiosamente, que el aire pareció de pronto llenarse de nieve.
A la mañana siguiente, Bob apareció por casualidad frente al lugar en que se alojaba la maestra, en el momento en que salía rumbo a la escuela.
—Pues ... ¡Hola!, aquí estoy —fue el saludo del adolescente.
—¿Sabes qué? No me sorprende verte.
—¿Puedo llevarle sus libros? —Sí, gracias, Bob.
Caminaron juntos unos cuantos minutos. Ella vio de reojo lo tranquilo que él se mostraba, lo feliz que parecía. Al llegar a las inmediaciones de la escuela, Bob propuso:
—Más vale que la deje aquí. Los muchachos no lo entenderían.
—Bueno ... creo que yo tampoco lo entiendo —respondió la señorita Taylor.
—¡Vaya, somos amigos! —agregó Bob, muy serio, como si fuera lo más natural del mundo.
La maestra empezó a decir: —Bob —pero se interrumpió—: No . . . nada —y se alejó.
Y allí estuvo el muchacho en clase, y después de clases, las dos semanas siguientes, siempre sin decir palabra, limpiando el pizarrón mientras ella trabajaba. Y allí estaban el silencio del Sol poniente en el cielo Tenso, y el leve ruido de los papeles y el rasgueo de la pluma. En ocasiones el silencio se prolongaba casi hasta las 5, cuando la señorita Taylor levantaba la vista y lo veía en el último asiento, contemplándola en silencio, esperando.
—Bueno, es hora de ir a casa —anunciaba la maestra.
Entonces, el chico iba corriendo por el sombrero y el abrigo de la joven. Caminaban lado a lado por el patio desierto y hablaban de todo lo habido y por haber.
Por ejemplo:
—Bob, ¿a qué piensas dedicarte cuando seas mayor?
—Seré escritor.
—¡Ah! ¡Ese es un sueño muy alto!
—Sí; lo sé. Pero voy a intentar realizarlo. He leído mucho, y ... Se quedó pensativo un momento, y luego le preguntó:
—¿Podría hacerme un favor, señorita Taylor?
—Depende ...
—Todos los sábados paseo por el río, hasta el lago. Hay allí muchas mariposas y cangrejos. ¿Le gustaría ir conmigo?
—No; no podré ir. Tengo que hacer .. .
El chico estuvo a punto de preguntarle qué, mas no se atrevió. —Llevo emparedados de jamón y pepinillos y refrescos, y regreso a casa alrededor de las 3. Me gustaría que usted fuera allí conmigo este sábado.
—No, Bob; gracias. Quizá en otra ocasión.
—No debí pedírselo, ¿verdad? —Tienes todo el derecho a pedirme lo que quieras.
Pocos días después, la joven le
dio un ejemplar de Grandes esperanzas, de Charles Dickens. Él pasó toda la noche leyéndolo, y a la mañana siguiente comentaron la obra.
Cada día, Bob esperaba a la maestra. Muchas veces, la señorita Taylor estuvo a punto de ordenarle que ya no fuera a esperarla, pero no tuvo el valor de hacerlo.
Hablaban de Dickens, de Kipling y de Poe, camino de la escuela y de regreso. Pero le era imposible intetrogarlo en el aula. Vacilaba y pronunciaba otro nombre. Tampoco le dirigía la mirada cuando caminaban. Pero varios atardeceres, mientras él movía los brazos ante el pizarrón, borrando, los símbolos aritméticos, la maestra, inadvertidamente, lo contemplaba breves segundos.
Luego, un sábado por la mañana, Bob se hallaba en mitad del arroyo, con el pantalón remangado hasta las rodillas, inclinándose para atrapar un cangrejo, cuando alzó la vista y la vio.
Bueno, aquí estoy —dijo Ann, riendo.
—¿Sabe qué? No me sorprende...
 —Enséñame los cangrejos y las mariposas.
Bajaron hacia el lago y se sentaron en la arena, mientras una brisa tibia soplaba suavemente, agitando los cabellos de ella y su blusa; el muchacho se acomodó a unos cuantos metros y comieron los bocadillos de jamón y pepinillos y bebieron en actitud solemne el refresco de naranja.
—Nunca pensé que vendría a un día de campo como este ...
__¿...con un muchacho de mi edad?
Hablaron muy poco el resto del paseo.
—Todo esto está mal —comentó el chico poco después—. Y no entiendo por qué. Sólo caminamos juntos y atrapamos mariposas y cangrejos. Pero mis padres se burlarían de mí sí se enteraran, y los muchachos también. Y los otros maestros se reirían de usted, ¿verdad?
—Creo que sí. No me explico exactamente por qué vine.
Y eso fue todo lo que hubo en la reunión de la señorita Ann Taylor y Bob Spaulding: dos o tres mariposas monarca, un libro de Dickens, doce cangrejos, cuatro emparedados y dos refrescos de naranja.
El lunes siguiente, aunque esperó largo rato, Bob no la acompañó a la escuela. Ella se le había adelantado. Aquel día, por la tarde, la maestra se ausentó más temprano, pues le dolía la cabeza.
Pero al día siguiente, después de clases, volvieron a encontrarse en el aula silenciosa: él lavando el pizarrón apaciblemente, y ella afanada con sus papeles, cuando de pronto el reloj del tribunal dio las 5. Su gran clamor de bronce hacía estremecer a quienes lo oían, y todo el mundo sentía haber envejecido en un minuto. La señorita Taylor dejó la pluma en el escritorio y dijo:
—Bob, ven aquí.
—Sí, señorita —el muchacho dejó el  borrador y se le acercó.
Ami lo miró fijamente hasta que él apartó la mirada de  ella.
—Bob, no sé si sepas de qué quiero hablar contigo.
—Sí —repuso el discípulo, luego de breve reflexión—: acerca de nosotros.
—¿Cuántos años tienes, Bob?
—Voy a cumplir catorce.
—¿Sabes cuántos tengo yo?
—Sí, señorita Taylor: he oído decir que tiene usted veinticuatro. Yo tendré veinticuatro dentro de diez. A veces, me siento como de veinticuatro años.
—Sí; y a veces actúas como si los tuvieras.
—¿De veras?
—Ahora, siéntate y escúchame. Es muy importante que entendamos lo que está ocurriendo. Primero, reconozcamos que somos los mejores amigos del mundo. Nunca he tenido un alumno como tú, ni jamás he sentido tanto afecto por ningún muchacho.
Se ruborizó al oír esto. Ella continuó:
—Y déjame hablar por ti: me consideras la maestra más simpática que hayas tenido.
—i Ah! Más que eso ...
—Quizá más que eso. Pero hay hechos a los que debemos enfrentarnos: el pueblo y su gente,,y tú y yo. He pensado mucho en esto, Bob. No creas que no sé lo que siento. En ciertas circunstancias, nuestra amistad sería extraña. Pero tú no eres un muchacho común, y sé que yo no estoy enferma, ni mental ni físicamente; que lo ocurrido aquí se debe a una justa apreciación de tu carácter y de tu bondad. Pero estas cosas no ocurren en este mundo, a menos que se refieran a un hombre de cierta edad. No sé si estoy expresándome bien .. .
—Si yó tuviera diez años más y cuarenta centímetros más de estatura, todo sería distinto.
—Ya sé que todo esto parece tonto. Te sientes ya mayor, actúas con rectitud y no tienes nada de qué avergonzarte. Quizá llegue el día en que la gente juzgue a la persona por su intelecto, tan bien, que diga: "Este es un hombre, aunque su cuerpo sólo tiene trece años, y como todo un hombre, conoce sus responsabilidades". Pero, hasta entonces, hemos de seguir viviendo según las edades y estaturas, en un mundo ordinario. —Eso no me gusta nada.
—Tal vez tampoco a mí, pero de verdad no hay nada que podamos hacer al respecto.
—Sí; ya lo sé.
—Debemos decidir qué hacer. Puedo solicitar que me cambien de esta escuela a otra ...
—No es necesario que lo haga. Pronto nos mudaremos. Mi familia y yo iremos a vivir a otra parte. 
—No tendrá que ver con todo esto, ¿verdad?
– No; no. Mi padre tiene un nuevo empleo allá. Queda sólo a unos ochenta kilómetros de aquí. ¿Me
visitarla cuando venga al pueblo?
¿Crees que  sería conveniente? 
No; supongo que no—concluyó él,
Siguieron sentados un rato, en aquella aula silenciosa.
—¿Cuándo pasó todo esto? —preguntó el muchacho, en tono desconsolado.
—No lo sé. Nadie puede saberlo. Nadie lo ha sabido desde hace miles de años. A veces ocurre que dos personas se gustan, aunque no debieran gustarse. No podría explicarlo.
Por último, añadió:
—No olvides lo que te voy a decir. Existen compensaciones en la vida. En este momento no te sientes bien, y yo tampoco. Pero con el tiempo sucederá algo que nos consolará. ¿De acuerdo?
—Me gustaría creerlo. Y ... ¿si me esperara usted? —musitó. —¿Diez años
—Para entonces, ya tendré veinticuatro.
—Sí; pero yo tendré 34, y tal vez seré una persona muy diferente. No; no puede ser .. .
Bob permaneció sentado, en silencio, un largo rato; luego sentenció: —Jamás la olvidaré.
Sí; me olvidarás.
Encontraré la manera de recordarla siempre —concluyó el adolescente.
La maestra se levantó y fue a borrar el pizarrón.
—Permítame ayudarla.
—No; no —protestó Ann con firmeza—. ¡Vete a casa!
El muchacho salió de la escuela. Mirando hacia atrás, vio por la ventana a la señorita Taylor borrar lentamente el pizarrón.
A la  semana él se mudó, y estuvo lejos del pueblo dieciséis años. Aunque sólo distaba ochenta kilómetros de allí, jamás volvió hasta que tuvo treinta años y ya estaba casado. Un día de primavera, Bob y su esposa pasaron en auto por el pueblo camino de otra ciudad, y se detuvieron a descansar un día.
Bob instaló a su mujer en el hotel, vagabundeó por el pueblo y, por último, preguntó por la señorita Ann Taylor.
-¡Ah, sí! La maestra bonita. Murió en 1936, no mucho después de que tú te fuiste.
-¿Sabe usted si se casó?
-No, no; recuerdo que murió soltera.
Bob se dirigió al cementerio y encontró su tumba, en cuya lápida leyó:"Ann Taylor. Nació en 1910.Falleció en 1936". Y pensó: Veintiséis años de edad. ¡Vaya! Ahora tengo cuatro años más que usted, señorita Taylor.
Más tarde, aquel mismo día, los pueblerinos vieron a la esposa de Bob caminar por las calles para reunirse con él bajo los olmos y los robles. Era una mujer como los más lozanos duraznos del estío en las nieves del invierno; como leche fresca para el cereal del desayuno en una cálida mañana del principio del verano. Y fue uno de los raros díasen que el clima estuvo equilibrado como una hoja entre gratos vientos que soplan con benevolencia; uno de esos días que deberían llamarse —todos estuvieron de acuerdo—como la esposa de Robert Spaulding.
SELECCIONES DEL READER'S DIGEST ABRIL DE 1983
CONDENSADO DEL LIBRO "A STORY OF LOVE"    1951 
Dom 10 de Abril de 2016
 
 
Un Sermón Nunca Oído
Por
A. J. Cronin
Autor de «Los astros miran Hacia abajo», «La ciudadela», y otras obras.

¡Hoy he ido a la iglesia! Singular excursión ésta mía, emprendida con espíritu puramente mundano, y a la cual debo, sin embargo, la emoción religiosa más honda de cuantas experimenté en la vida.
Muchos son los templos que me ha tocado conocer: las solemnes catedrales de Chartres y de Reims, el santuario donde veneran a la Virgen de Montserrat, el famoso templo de Jain en Calcuta... De todos ellos difería esta capillita fabricada de tablones de pino olorosos aún a resina; colgada, como un nido, en los nevados riscos de los Alpes.
Allí, en esas límpidas alturas donde el aire sereno y puro nos lava el pecho; donde la hermosura resplandeciente de cielos y nieves nos deslumbra, tenemos, por fuerza, que irnos desprendiendo de la escoria de la vida; que sentir que nos hallamos en los umbrales de lo infinito.
Los .fieles eran en su mayoría campesinos: gente de franco y claro mirar, robusta, laboriosa, como la que habita en este cantón de la Suiza alemana. Vestían los hombres trajes de burdo paño oscuro. Por entre el cuello de las chaquetas, de forma en nada parecida a la corriente, asomaba la piel tostada de gargantas y nucas. No abundaban las galas en el atavío de las mujeres: tal cual tocado de encaje o el bordado chal que es, para su poseedora, todo un tesoro. El pañuelo rojo que lucía un chicuelo daba vívida nota de encendido color, que parecía llenar, iluminándolo, el recinto entero.
Las ceremonias del culto, por serme harto conocidas, no hubieran podido causar en mí la menor impresión de novedad; aunque acaso había en ellas mayor sencillez, más penetrante y comunicativa piedad. Como quiera que fuese, percibía yo extraña inmanencia;misteriosa expectación que, como eléctrico flúido, vibraba, pronta a manifestarse, en el aire.
Así llegó la hora del sermón. En tanto que los fieles, al sentarse, hacían crujir bancos y ropas, mi acompañante me dirigió rápida mirada, con la cual se disculpaba al par que me compadecía. Era él un inglés de edad madura, de natural reservado. Fué paciente mío en Londres, y se hallaba ahora tomando la cura de los tuberculosos en el heilanstalt de la aldea. Entendía y hablaba con soltura el alemán, lengua de la cual no se me alcanzaba a mí una sola palabra. Y aquella miradita suya lanzada al soslayo acababa de darme a entender que yo, por culpa de mi ignorancia, me hallaba condenado a sufrir por espacio de una hora la impaciencia consiguiente a oír predicar en un idioma que resultaba, para mí, tan enrevesado como ininteligible.
Con todo, cuando el predicador, ya en el púlpito, abarcaba a sus feligreses con la mirada, experimenté de nuevo aquella expectativa inexplicable. Había mucho que se impusiera a la atención en la reposada figura de ese sacerdote. Morena y pálida la tez, negro el cabello, corta la estatura, pero recio y fornido el busto que cubría la blanca sobrepelliz. En el vigor de la madurez, pues no contaría mucho más de treinta años, poseía un semblante que respiraba nobleza, y en el cual brillaba, segura y magnética, la mirada. En su continente, reservado al par que fervoroso, percibíase una humildad llena de decoro. La voz con que pronunció las palabras que habían de servirle de texto, contenida y a un tiempo mismo resonante, llenó el estrecho ámbito de la capillita y volvió, devuelta por el eco, desde arriba. Dicho el texto, después de una pausa durante la cual permaneció inmóvil, empezó a predicar en aquel idioma que yo no entendía.
He oído en mis días más de un sermón. En los últimos tiempos, y en particular en Inglaterra, he acabado por huir de los tímidos balidos de esos predicadores que, atentos a no comprometerse, proscriben de sus sermones cuanto pueda rozarse con las realidades que rodean al hombre contemporáneo. El predicador que me tocaba escuchar ahora pertenecía al parecer a otra casta; difería de aquéllos tanto como el acero de fino temple pueda diferir de la hojalata. A medida que iba adelantando en el sermón, pese a no entender nada de su contenido, me sentía bajo el influjo de mística, extraordinaria fascinación. Logré distinguir una palabra: Christus; y luego otra: Fuehrer. Entonces, como por ensalmo, cambió la,escena: dejé de ver la capillita y a los fieles en ella congregados. Vi súbitamente, con penetrante claridad, los pueblos de la tierra toda, y la pestilencia que los aflige. Vi las poderosas naciones totalitarias dominadas por una sola, voluntad, regidas por una sola mano, atentas a una sola voz; en las cuales se endiosa la doctrina que pide sangre y se glorifica el acero que la derrama. Vi las grandes democracias del mundo entregadas a la molicie, celosas de sus vastos dominios, sobresaltadas ante el temor de que la zarpa de algún vándalo llegase a arrebatarles cuanto amontonaron.Vi, además, niños en quienes inculcan desde.la cuna la arrogancia y el odio; a quienes enseñan, cuando apenas saben andar, a marcar el paso; a los cuales les dan un fusil como el juguete más preciado. Y vi también la mitad de la riqueza del mundo sepultada, como cadáver amarillo, en sótanos que antes que depósitos de caudales parecen tumbas; y el trigo que por miles y miles de sacos arrojaban a las llamas en una parte del planeta, en tanto que en otra miles y miles de bocas hambrientas clamaban por un pan; y las muchedumbres dolientes, las trágicas muchedumbres presas de terror, que surgían dondequiera, que corrían, vagando de un lado a otro, en busca de asilo; y los que se hundían, en busca de momentáneo olvido, en los placeres; y los que, ávidos de bienes materiales, pugnaban afanosos por conseguirlos... ¡Todo eso lo vi! Y por encima de todo eso, en medio del tintinear sonoro de las monedas y del estruendo de la música sincopada, vi alzarse la faz lívida del insomne miedo, el espectro amenazador de la catástrofe a que este mismo mundo se condena.
Visión fué la mía que helaba la sangre. Esta tierra en que habitamos, tan hermosa, tan fecunda, tan rebosante de dones, lacerada de polo a polo por el odio, por la agresión, por la crueldad brutal que, de no haber quien les salga al paso, llevarán ciertamente a la civilización a su última ruina. ¡Y decirnos que no hace siquiera un cuarto de siglo hubo nueve millones de hombres, lo más granado de la humanidad, que ofrendaron sus vidas por salvarla!
Acongojado por tal recuerdo, el ánimo no pudo menos de hacerse esta interrogación acerba: ¿Por qué, en nombre de cuanto haya de sensato y de generoso, por qué ha de sobrevenir tan horrenda catástrofe?
Aunque no fuese nueva, la pregunta me hería con renovado, implacable vigor.
Ofreciéronse en esto a la mente, ,y cruzaron en veloz huida, las explicaciones que el ingenio humano ha dado para contestarla: el imperativo económico, las alternativas de auge y de postración en los negocios, el paro forzoso, y así de lo demás; la grandeza y decadencia de las naciones, la supervivencia de los más aptos, en fin, toda la retahíla. Pero, ¡qué vacuo, qué inútil parecía todo ello!
Porque era claro, meridianamente claro, que la única razón, la cierta, la fundamental, era otra: Los hombres se han olvidado de Dios. Millones de los que viven ahora sobre la haz de la tierra por El creada están sordos y ciegos, están, en verdad, muertos al conocimiento de su Creador. Para número incontable, Dios no es sino un mito; para otros, una creencia heredada a la cual deben rendirle culto, y se lo rinden, de labios afuera. Quiénes se acuerdan de Dios únicamente cuando necesitan poner a alguien por testigo; quiénes tan sólo para invocarlo con untuosa hipocresía.
Sí; ésta era la verdad limpia y desnuda: dioses falsos, tan abominables como el Becerro de Oro de hace siglos, reciben ahora culto en la cristiandad que, olvidada de Cristo, les erige altares; un espíritu pagano sopla sobre el mundo; abundan quienes, al oír mencionar el nombre de Cristo, sonríen con indulgencia, cuando no con desprecio.Mas he aquí que, mientras que buscan con afán al caudillo, al guía, al conductor, no se acuerdan del único a quien le es dado guiar al mundo y conducirlo y salvarlo. Ahí, olvidada en la loca búsqueda de nuevos sistemas y flamantes filosofías, está la sola doctrina que encierra la salvación. Y no es difícil de entender; ni tampoco es difícil observarla. Es hermosa y sencilla. Nos pide sólo que vivamos bien ante Dios y ante los hombres; que amemos a nuestro prójimo y no codiciemos sus bienes; que seamos tolerantes, caritativos, humildes; que recordemos siempre que la Vida, según la abarca nuestro conocimiento, es apenas instante fugacísimo de la Eternidad.
¡Ah! ¡que no corra de nuevo sobre el mundo un soplo como aquel que lo inflamaba durante las cruzadas! ¡que no nos sea dable ver de nuevo cómo redivivos soldados de la Cruz, yendo de clima en clima, despliegan triunfadora la olvidada bandera del místico Rey! ¡que no veamos crecer de más en más el número de los discípulos de Cristo que, encendidos en militante fe, dan de mano lo innocuo para buscar lo eficaz, se desentienden de lo prudente para obrar conforme a lo necesario! ¡ahl ¡que no crezca el número de los que en hallando desierto el templo, antes que permanecer dentro de él orando por los descarriados, se fuesen en su busca y los trajesen y los persuadiesen a orar! ¡Entonces, entonces sanaría el mundo de su locura; entonces volvería la pobre, la descarriada, la triste y dolorosa humanidad a levantar a Dios los corazones!
Como quien despertara de súbito de un sueño, sentí que el fluir de mis ideas quedaba bruscamente interrumpido; experimenté casi la impresión material de que acababa de volver, quién sabe de dónde, a la realidad que me circundaba. Coincidía esto con el momento en que el predicador terminaba de hablar.
Pasamos del ambiente de la capillita a la amplitud luminosa de aquel día de invierno en que brillaba el sol en un cielo sin nubes. Mientras que íbamos camino de la aldea, le referí a mi acompañante, punto por punto, aquellas imaginaciones a que me había entregado durante el sermón. Advertí que, al oírme, mostraba cada vez mayor asombro. Cuando hube concluido, quedóse mirándome de hito en hito, atónito, y me dijo:
¿Lo creerá usted? Todo eso, palabra por palabra, es lo mismo que dijo el predicador

viernes, 18 de marzo de 2016

LA OTRA MADRE DE LINCOLN - Por Bernadine Bailey y Dorothy Walworth 1942

LA OTRA MADRE DE LINCOLN
          Por  Bernadine Bailey y Dorothy Walworth   
1942

En la alta delantera de la carre­ta, sacudidos por el incesante tra­queteo, iban los recién casados. Tenía ella treinta y un años cumplidos, lo que en Kentucky y en esa época, la de 1819 equivalía a la edad madura, pues la mayor parte de las mujeres de los coloni­zadores morían jóvenes. El día, para ser de diciembre en esa región de los Estados Unidos, era bastante frío. Los viajeros avanzaban en dirección al norte, hacia una región cubierta de bosques.
Me parece que vamos a tener un tiempo magnífico—afirmó la mujer, que era muy dada a verlo todo siempre de color de rosa.
Tom había llegado la víspera. Hizo a caballo toda  la jornada desde su granja en la distante Indiana hasta Elizabethtown, el hogar de su futura. Y no se anduvo con rodeos para decirle:
-Señorita Sally, no tengo mujer. Usted no tiene marido. He venido a casarme con usted. Nos conocemos desde niños. No tengo tiempo que perder. Si me da el sí, nos casamos en seguida.
Aquella misma mañana bendijo su unión el pastor metodista. En el acta matrimonial hizo constar que la contrayente, Sara Bush Johnston, era viuda desde hacía tres años, y que él, Tom, había enviudado el invierno anterior. Afuera aguardaban los caballos y la carreta que el novio había pedido prestados. La carreta iba tan atestada con el ajuar de la novia, que apenas había lugar para sus tres hijos. Tom, que tenía también dos hijos, no les había dicho que volvería a casa con una madrastra. Cuando Sara pensaba en eso, se le oscurecían los azules ojos de franco mirar. ¿No la considerarían los hijastros una intrusa?
Atravesaron el río Ohío, ya medio helado, en una balsa. El aire cortaba. Las ruedas se hundían en la nieve hasta los cubos. Al cabo de cinco días llegaron a una cabaña de troncos, en un claro a orillas del Little Pigeon. No tenía ventanas. Servía de puerta una piel de venado. La chimenea estaba hecha de palos revestidos de arcilla.
Tom llamó. Salió corriendo de la cabaña un muchachito flaco como un esqueleto. Llevaba una camisa andrajosa y unos pantalones de gamuza hechos jirones. Pero lo que le llegó al alma a Sara fue la mirada de esos ojos infantiles, aunque no hubiera podido decir con exactitud lo que expresaba. Bajando de la carreta, abrió los brazos como dos alas acogedoras y abrazó estrechamente al niño.
-Vamos a ser muy buenos amigos-exclamó-. ¿Verdad, Abe Lincoln?-
 Era la primera vez que se veía así, en medio de la agreste soledad. Había vivido siempre rodeada de las relativas comodidades que ofrece la existencia en un pueblo. Y, ahora se alzaba ante sus ojos, pobrísima y solitaria, aquella cabaña miserable. No había cuartos. No había tabiques El piso era de tierra sin apisonar. Más que sobre suelo firme, se caminaba allí dentro sobre basura acumulada por el tiempo y la desidia. La cama era un rústico armadijo de tablas sostenido por estacas y arrimado a la pared. El relleno del jergón era de hojas de maíz. Por toda ropa de cama había unas pieles y prendas de vestir desechadas. Abe, que tenía diez años, y su hermana, que tenía doce, habían dormido siempre en el desván, sobre unos montones de hojas. Subían allá por unos tarugos fijos en la pared. Componían el mobiliario unas cuantas banquetas de tres patas y una mesa de tablero desbastado a hacha por la cara de arriba, y al natural, con corteza y todo, por la de abajo. Formaba parte de la familia Dennis Hanks, muchacho de dieciocho años, primo de Nancy Hanks, la primera mujer de Tom. Dennis se las ingeniaba para guisar valiéndose de un anafe, un caldero resquebrajado y un par de cucharas de hierro. Aun cuando era de suponer que Sara esperase encontrarse con algo mejor que esta cabaña, las únicas palabras que salieron de sus labios fueron éstas:
-Tom, tráeme un brazado de leña. Voy a calentar un poco de agua.-
 Aquella madrastra de mejillas sonrosadas y rizos dorados era una mujer muy dispuesta. Sin perder minuto, en cuanto empezó a humear el agua, sacó del equipaje una calabaza de jabón casero y llevando a Abe y a su hermana frente a la lumbre, los dejó que no se conocían de limpios, y les desenredó luego las greñas con su propio peine de carey.
Cuando empezaron a sacar todo lo que venía en la carreta, el pequeño Abe,
que no había despegado los labios, pasaba las huesosas manitas por aquellos objetos tan nuevos y maravillosos para él: un escritorio de nogal, un ropero, una rueca, sillas. Y esa noche, al subir al desván, en vez del montón de hojas en que dormía, y que su madrastra había tirado a la basura, encontró Abe un colchón y una almohada de plumas, y mantas con que arroparse para no pasar frío.
Al cabo de dos semanas, la cabaña estaba desconocida. Sara era muy hacendosa. Y no sólo trabajaba: sabía estimular a los demás con su ejemplo.
Hasta el mismo Tom, muy bien intencionado, pero aficionadísimo a dejarlo todo para mañana, se sentía contagiado de su actividad. Por supuesto, Sara, tan lista como prudente, no decía nunca: hay que hacer tal o cual cosa. Pero lo cierto era que Tom hacía hoy una puerta de verdad para La cabaña, y abría a los pocos días una ventana- todo según lo deseaba su mujer. De este modo, entarimó el piso, tapó las hendijas de las paredes, le dio una mano de cal a la cabaña. Abe, viendo tales cambios, no acababa de creer a sus oíos. Y hubo algo más: la madrastra le hizo camisas de tela teñida por ella misma y teñidas con tintes que preparó con raíces y cortezas de las que había por allí; le hizo, también, unos calzones de cuero de venado, muy a la medida; .y un par de mocasines; y una gorra de pieles.Limpió cuidadosamente, para que el muchacho pudiera mirarse bien en él, un espejo que había traído. Y cuando. Abe, que. Jamás se había mirado a un espejo, vio su imagen reflejada allí, exclamó estupefacto: “Pero... ¿de verdad que ése soy yo?”
A veces, mientras encendía la lumbre muy de mañana, Sara pensaba en los caprichos y rarezas del destino. Catorce años atrás, le había dado calabazas a Tom y se había casado con Daniel Johnston. Tom se casó con Nancy Hanks. Estuvieron casados doce años hasta que Nancy murió del "mal de leche". Y ahora, después de tanto tiempo, allí estaban Tom y ella otra vez juntos, criando los hijos de esos dos matrimonios, velando por su salud y su suerte.
La cabaña tenía dieciocho pies cuadrados. Bajo su endeble techo se albergaban ocho personas. Sara se había hecho cargo de los restos de dos hogares, con el aditamento del huérfano Dermis Hanks. Tenía que arreglárselas de modo que todos aquellos seres llegasen a constituir una sola  y verdadera familia, a sentirse como siempre hubiesen vivido juntos. Habían de menudear por fuerza las ocasiones y los motivos de discordia. Imagínese a aquellos dos grupos de muchachos que nunca se habían visto, obligados a convivir en recinto tan reducido. Añádase todo lo que Abe y su hermana habían oído decir de las madrastras y de sus asperezas y crueldades. Sara pasó como sobre ascuas las primeras semanas. La preocupaba principalmente Abe. Verdad que era dócil y obedecía sin chistar en todo 1o que ella le mandaba. Una vez lo sorprendió mirándola fijamente, mientras ella ponía una torta de maíz en el horno.
-Toda mi vida preferiré las tortas de maíz- dijo de pronto y salió disparado por la puerta.
No se sabía nunca lo que iba a decir o a hacer Abe. Había siempre algo extraño e inesperado en él, en su modo de ser u obrar, según decía Dennis. Si no hubiese sido por Sara, puede que aquel niño hubiese muerto antes de llegar a hombre. ¡Crecía tan aprisa y era tan poco lo que comía!
Mas ahora, aquellas tortas de maíz en abundancia, y la carne y las papas bien guisadas, y no simplemente requemadas así, por fuera, le mejoraron el color y lo engordaron un poco. Y se tornó activo, él, que era la estampa de la indolencia. Aquella carne que había echado le quitó el aire de sombría gravedad que tenía. Hasta se volvió de excelente humor. Empezó a gastar bromas y a hacer chas­carrillos, como su padre. Fue con Sara con quien ensayó sus primeros chistes. La buena madrastra se los reía a tiempo. A menudo, cuando Abe decía un chiste que nadie comprendía y que él solo celebraba con una carcajada que a los demás les pa­recía extemporánea, si el padre, un poco contrariado, declaraba que a aquel mu­chacho le faltaba un tornillo, Sara salía en defensa del incomprendido humorista. «¿Por qué no ha de tener Abe derecho a hacer sus chistes », decía medio enojada.
Más de una vez le asaltó a Sara la idea de que quería más a Abe que a sus pro­pios hijos. Pero no era así. Era que algo, allá en el fondo de su alma, cuando sólo Dios y ella sabían lo que estaba pensando, le decía que Abe era un ser excepcional, que no habría de pertenecerle por siem­pre, que sólo podría conservarlo a su lado cierto tiempo.
Cuando Abe era pequeño, Tom con­sintió en que fuese a pie a la escuela ha­ciendo todos los días una caminata de quince kilómetros. Allí aprendían los chi­cos las letras repitiéndolas hasta lo infi­nito en alta voz. Pero Abe era ya mayor. Estaba fuerte. Y Tom pensó que el mo­cito debía quedarse en casa cortando ár­boles, aechando el trigo, o desgranando maíz para los vecinos por treinta centavos al día. Claro está que se esponjaba y en­vanecía no poco cada vez que un vecino venía a que Abe le escribiese una carta con aquella péñola que se había hecho de la pluma de un buitre, y con la tinta de raíz de cerezo. Mas, la verdad, ya pasaba de castaño oscuro aquello de leer a todas horas. Tom le dijo a Abe que no hacía falta «tener tanta letra» para ganarse la vida.
Si Sara no se hubiese puesto de parte de Abe contra el padre, el muchacho no hubiese aprendido, ni aun lo poco que aprendió. Y lo aprendió, como dicen, «a retazos». Se mantuvo firme frente a su padre, aun cuando éste no paraba de de­cirle que estaba chiflado de remate.
A Abe le gustaba más leer que comer. Se ponía a leer por la mañana, apenas había claridad suficiente para distinguir las letras. Leía por la tarde acabados los quehaceres del día. Leía mientras araba, aprovechando los ratos en que el caballo descansaba en el extremo del surco. An­daba 28 kilómetros para ir a buscar libros a la biblioteca circulante de Rockport: las fábulas de Esopo, el Robinsón Crusoe, el Viaje del Peregrino, los dramas de Sha­kespeare, los códigos de Indiana. Una vez la lluvia le empapó un ejemplar de la vida de Wáishíngton de Weems, y tuvo que trabajar tres días enteros para pa­garlo. Otra vez compró en cincuenta cen­tavos un barril y encontró en el fondo los Comentarios de Blackstone. Si hubiese dado con un filón de oro, no se habría puesto más contento. Empezó a leer has­ta tarde al amor de la lumbre. Tom re­funfuñó. Sara le dijo: «Deja al mucha­cho, hombre, déjalo». Ella lo dejaba siempre leer hasta que él quisiera. Si se quedaba dormido en el suelo, traía una sobrecama y lo tapaba sin despertarlo.
Abe hacía todas sus operaciones arit­méticas en una tabla. Cuando la tabla se ponía demasiado negra, la cepillaba y volvía a empezar sus cálculos. Cuando leía algo que le gustaba, lo copiaba. Es­taba siempre escribiendo. Casi nunca te­nía papel. Hacía marcas en una tabla con carbón para acordarse de lo que quería escribir, y cuando conseguía papel, lo es­cribía. Después que Tom y los demás se iban a acostar, se quedaba junto al fuego leyéndoselo a Sara. « ¿Lo he expresado con claridad?» le preguntaba a cada ins­tante. Ella se sentía halagada de que le pidiera su opinión. Y se la daba como po­día darla quien no sabía leer ni escribir.
Sus temas de conversación eran para ellos solos. Le daban a Abe con frecuen­cia accesos de melancolía. Mientras le du­raban, solamente Sara sabía hacerse es­cuchar de él. Eran crisis sombrías en que el muchacho se desesperaba diciéndose que nunca vería realizados sus planes y ambiciones. Necesitaba que lo alentasen. En 1830 Tom se resolvió a trasladarse a Illinois en busca de tierras más feraces. Se fue toda la familia al condado de Co­les, en la pradera de Goose Nest. Abe ayudó a su padre a levantar la cabaña de dos piezas en que Sara y Tom habrían de pasar el resto de sus días. Apenas estuvo terminada, llegó el día que Sara había previsto, el día de la partida de Abe. Era él ya hombre hecho y derecho. Tenía veintidós años. Se le presentó la oportuni­dad de emplearse como dependiente en la tienda de Denton Offut en New Salero. No le quedaba a Sara nada que hacer por Abe. Había afrontado la resistencia de Tom a que el muchacho se ilustrase. Ha­bía hecho todo lo posible por que en la cabaña reinase la tranquilidad que nece­sitaba él para poder leer provechosa­mente.
En los primeros tiempos, Abe iba a visitarlos con frecuencia. Después, cuan­do ya fue todo un señor abogado, iba a Goose Nest dos veces al año. Cada vez que Sara lo veía, le parecía que había cre­cido su talento. Otros llegaban a cierto nivel y de allí no pasaban, pero el saber de Abe aumentaba a ojos vistas. Le ha­blaba de sus pleitos. Pasó el tiempo. Un día le habló de su ingreso en la legislatura de su Estado. Pasó más tiempo, y le co­municó su proyectado enlace con María Todd. Desde 1851, año en que murió Tom, Abe cuidó con celo ejemplar de que Sara no careciese de nada.
Un día Sara supo que Abe iba a Chár­leston a celebrar su cuarto debate público con Stephen A. Douglas. Emprendió via­je, sin que él lo supiera, para oírlo. Le bastaba—siempre le había bastado—ver­lo, contemplarlo. Fue una de tantas per­sonas que se agolparon en la calle para presenciar el desfile. Y por delante de sus ojos pasó un carro tirado por una yunta de bueyes. En el carro iban tres hombres hendiendo maderos a golpe de hacha, debajo de un enorme cartel que decía: "El honrado Abe, el Leñador, el Boyero, el vencedor de Gigantes". ¿Se refería aquello a su Abe? Y en pos del carro venía él en un coche negro charolado, saludando con el sombrero de copa a derecha e izquierda. ¿Era aquél    su Abe?    Quiso empequeñecerse, ocultarse, pero él la vio e hizo detener el carruaje. Fue hacia ella, la abrazó cariñosamente, le dio un beso. Sí, ¡aquél era su Abel No era ella mujer de las que lloran con facilidad, pero el día que lo eligieron presidente, lloró a solas, donde nadie la viera. En el invierno de 1861, antes de ir a Washington, Abe atravesó todo el Estado para verla. Fue un viaje largo y molesto, parte en tren, parte en coche, por entre barrizales y nieve fangosa, para decirle adiós. Le llevó un regalo: un corte de alpaca negra. Era tan bonita aquella tela que Sara vaciló al tomar las tijeras. La guardó; y la sacaba de vez en cuando, la acariciaba y la volvía a guardar.
Abe parecía cansado. Diríase que llevaba un mundo sobre sus hombros. Sin embargo, él y Sara hablaron largamente. Y hasta cuando guardaban silencio, seguían hablando; y , el presidente de los Estados Unidos, le consultaba a ella, co­mo en otro tiempo, sobre muchas cosas.
Al despedirse con un beso, le dijo que volvería pronto. Pero una voz secreta le advertía a ella que no volvería a verlo más. Pasaron cuatro años. Unos señores de aire solemne. fueron a darle la noticia de que Abe había muerto. los periódicos publicaron larguísimos artículos sobre la madre del presidente asesinado. No faltaron unas cuantas personas que llegaron hasta la soledad en que vivía Sara a pedirle detalles y anécdotas de la niñez de Abe. ¡Ella hubiese querido decirles tantas cosas! Pero le faltaban palabras.
,"Abe era muy bueno. No me dio nunca una mala contestación ni me dirigió una mirada dura. Parecía que estuviéramos de acuerdo hasta en lo que pensábamos. Creo que él me quería de veras" . Fue cuanto alcanzó a decirles.
Muchas noches en los cuatro años de vida que le quedaron, recordaba al que se había ido para siempre. Y como sentía que él había sido su hijo, no pensaba en el presidente, en el grande hombre a quien sus conciudadanos dijeran en las notas de un canto entusiasta: Ya venimos, Padre Abraham, ya acudimos trescientos mil de nosotros". Pensaba en aquel muchachito de la cabaña. Se veía a sí misma haciéndole una torta de maíz, cosiéndole una camisa, arropándolo tiernamente con una colcha cuando se quedaba dormido con el libro en la mano; esforzándose, mientras pudo,  por protegerlo    de las inclemencias de la vida.

Sara Bush Lincoln duerme el último sueño en el cementerio de Shiloh, en una tumba inmediata a la de su esposo. Su fallecimiento, ocurrido el 10 de diciembre de 1869, pasó inadvertido. Transcurrieron muchos años sin que ni historiadores ni biógrafos la citasen en sus libros. Sólo en 1924 se colocó en la tumba de Thomas y Sara Bush Lincoln una lápida digna de su memoria.
Últimamente se ha convertido en parque del estado el lugar de Goose Nest en que vivieron. Y se ha levantado allí una cabaña igual a la que Abraham Lincoln ayudó a construir. Hasta fecha muy reciente, la mayoría de los norteamericanos ignoraban que, cuando Abraham Lincoln dijo: 'Todo lo que soy se lo debo a aquel ángel que fue mi madre", a quien en verdad se refería era a su madrastra.
 

miércoles, 2 de marzo de 2016

UN CIRIO EN VIENA Por A. J. Cronin 2 Guerra Mundial



UN CIRIO EN VIENA
Por A. J. Cronin
Autor de Hatter's Castle, The Green Years, The Keys of the Kingdom, y otras obras.



 DURANTE varias semanas había estado acariciando la ilusión de mi proyectada visita a Viena, la ciudad alegre y bella que en tiempos anteriores conociera muy bien, y por la cual guardaba acendrado cariño. Sin embargo, desde las horas de la mañana, cuando el avión me dejó en el aeródromo, fue amargándoseme el ánimo. El hotel Bris­tol no pudo alojarme y el cuarto que por último logré conseguir en una sombría casa de la Kartnerstrasse, estaba pobre­mente amoblado v no tenía calefacción. Al almuerzo todo lo que me sirvieron fue sopa de legumbres y la inevitable carne hervida.

En la tarde, desafiando la cortante brisa gélida, salí a dar una vuelta por la ciudad, y cuando pasé por frente a la catedral despedazada y a la ópera en ruinas, el corazón se me oprimió más aún. ¿Era ésta la encantadora ciudad festiva donde yo había pasado días de tanto gozo y noches de tanto deleite; donde había oído a Lehmann cantar La Bohe­mia; donde, en un carruaje descubierto, había atravesado las calles llenas de gente, de luz y de alegría para asistir al Heurige, el festival del vino nuevo? Esta­ba preparado para presenciar estragos materiales, casas derruidas, montones de escombros, edificios bombardeados, todo sí, aun el triste espectáculo de los puentes del Danubio hechos pedazos. Pero no había podido prever la honda y muda desesperanza que como un frígido mias­ma impregnaba esas calles grises, destro­zadas y oscuras.
Y a medida que ese miasma iba pene­trándome hasta los huesos, nacía en lo profundo de mi ser un hosco resenti­miento contra la Providencia que dejaba suceder cosas así. Para agravar toda aque­lla miseria, junto con las sombras del helado crepúsculo de febrero, empezó a caer una lluvia densa y tenaz mezclada con granizo, que amenazaba traspasar el impermeable con que cubría mi abrigo, de lana.
Estaba en uno de los barrios de la parte oriental, y para huir de la lluvia busqué refugio en un edificio cercano—una iglesia pequeña que había escapado a la destrucción. Estaba solitaria y casi en tinieblas. Sólo la trémula lucecilla roja del santuario rompía tímidamente la oscuridad. Dominando mi impacien­cia, me senté a esperar que pasara lo peor del aguacero.
De repente unos pasos interrumpieron el silencio, y al volver la cabeza vi que un hombre anciano había entrado a la iglesia. No llevaba abrigo, y su figura, alta, flaca y erguida, cubierta con un traje delgado y lleno de remiendos, ofrecía un lamentable aspecto de miseria. Cuando avanzó hacia el altar, me di cuenta, con sorpresa, de que llevaba en brazos a una chiquilla de seis años, más o menos, ves­tida tan pobremente como él. Cuando llegó al comulgatorio, puso suavemente en el suelo su frágil carga. Noté entonces, por los torpes movimientos de la chi­quilla, que era paralítica. Sosteniéndola con tierna solicitud le dio ánimos para que se arrodillara poquito a poco; luego, suave y pacientemente, le colocó las manos de modo que pudiera asirse de la barandilla. Cuando hubo logrado todo aquello, sonrió a la niña como felicitán­dola por su triunfo; después se arrodilló al lado suyo, con sobria expresión de recogimiento.

Permanecieron así por unos cuantos minutos, y luego él se levantó. Oí el débil eco de una moneda al caer en la caja de las ofrendas, y luego vi al anciano tomar un cirio, encenderlo y pasárselo a la niña. Por unos cuantos minutos lo sostuvo ella en su mano transparente, mientras la llama ponía un halo en torno suyo haciendo visible la expresión de gozo que había en sus facciones demacradas y pálidas. Luego puso el cirio en el pe­queño candelabro de hierro colocado frente al altar, y se quedó en una especie de breve éxtasis, con la cabecita ladeada, admirando su luminosa dádiva, y como ofreciéndosela a Dios, humilde y tímida.

Pasado un rato el anciano se puso en pie, y alzando de nuevo a la niña con el mismo cuidado de antes, se encaminó hacia la puerta. Desde que entraron había ex­perimentado yo la sensación de que estaba cometiendo una especie de sacri­legio al meterme de ese modo furtivo en el santuario de su intimidad. Sin em­bargo, aunque tal sensación seguía pre­valeciendo en mí, un impulso irresistible me hizo levantarme y seguirlos hasta el pórtico de la iglesia.
Allí, como agazapado vergonzante­mente detrás de una de las columnas, se veía un pequeño vehículo de confección casera... un destartalado cajón de pino que tenía por varas un par de palos torcidos, y estaba montado sobre dos ruedas que debieron ser de un cochecillo de niño y no conservaban ya ni el re­cuerdo de las llantas. En aquel sórdido carruaje depositó el anciano a la chi­quilla tan delicadamente como a una princesa en su carroza, arropándole luego las piernas enjutas con un costal viejo. Al mirarlo de cerca pude comprobar plenamente lo que ya había sospechado. Todos los rasgos de su arrugado rostro—el canoso bigote recortado; la nariz fina; los ojos de mirada arrogante bajo las cejas espesas—mostraban que era un ver­dadero aristócrata, uno de esos patricios vieneses a quienes la guerra—sin que fuesen culpables en forma alguna—redu­jo a la más extremada miseria. La niña, cuyas aniquiladas facciones se asemejaban mucho a las del anciano, debía de ser su nieta. Mientras que sus distinguidas ma­nos venosas y pálidas acababan de arre­glar el costal alrededor de la niña, alzó los ojos para mirarme. Un tropel de pre­guntas acudió a mis labios, pero algo, quizás la espiritual expresión de aquel rostro, refrenó mi curiosidad. Todo lo que acerté a decir desmañadamente fue:
—Hace mucho frío.
Me respondió cortésmente:
—Menos, sin embargo, del que ha hecho este invierno.
 lubo una pausa. Mis ojos se volvieron hacia la niña cuyas melancólicas pupilas azules estaban fijas en mí.
— ¿La guerra...?—pregunté sin dejar de mirarla.
—Sí, la guerra—repuso el anciano. La misma bomba mató a sus padres.
Otra pausa, más prolongada aún.
¿Vienen ustedes aquí con frecuen­cia
Tan pronto como le hube hecho esa pregunta comprendí que había cometido una indiscreción. Pero él no pareció molestarse.
—Sí, todos los días, a rezar,
sonriendo levemente, agregó:
—Y a mostrarle al buen Dios que no estamos enojados con él.
No pude encontrar que contestarle. Y mientras yo permanecía allí, en silen­cio, él, terminada su tarea de arropar a la niña, se abotonó la chaqueta, levantó las varas del carrito y, con su misma leve sonrisa y su misma cortés inclinación de la cabeza, se perdió entre las sombras de la noche que empezaban a caer sobre la ciudad,
no bien se habían alejado, cuando sentí de nuevo un vehemente deseo de seguirlos. Quería  ayudarlos, ofrecerles dinero, despojarme 'de mi abrigo para cubrir a la niña, hacer algo impetuoso y espectacular. Pero me quedé clavado donde estaba. Sabía que aquél no era un caso común de caridad, que cualquier cosa que yo les ofreciese sería rechazada. Al contrario, ellos me acababan de dar algo a mí. Ellos, que todo lo habían perdido, se resistían a dejarse arrastrar por la desesperación, y, conservaban in­tacta su fe. Un nuevo sentimiento surgió entonces en mí. No había ya amargura en mi corazón, ni mis pequeñas priva­ciones personales me importaban nada. Solamente sentía una gran compasión y una profunda vergüenza.
La lluvia había cesado. Pero yo no salí del pórtico. Vacilaba como si no supiera qué hacer ni a dónde ir. De pronto volví la espalda y me encaminé hacia la hu­milde lucecilla que, como un faro dimi­nuto, seguía ardiendo, devota y fiel, entre las sombras de la iglesia cuyas naves ya no estaban desiertas para mí... Un cirio en una ciudad arrasada. Pero mientras él ardiera,

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