MANUAL
DE URBANIDAD
Y BUENAS MANERAS
MANUEL ANTONIO CARREÑO
COPIA COMPLETA DEL ORIGINAL París, 1 Agosto de 1867
MANUALDE URBANIDAD
Y BUENAS MANERAS.
CAPITULO I.
PRINCIPIOS GENERALES.
1. — Llámase urbanidad el conjunto de reglas que Tenemos que observar para comunicar dignidad, decoro y elegancia á nuestras acciones y palabras, y para manifestar á los demás la benevolencia, atención y respeto que les son debidos
2. — La urbanidad es una emanación de los deberes morales, y como tal, sus prescripciones tienden todas á la conservación del orden y de la buena armonía que deben reinar entre los hombres, y á estrechar los lazos que los unen, por medio de impresiones agradables que
produzcan los unos sobre los otros.
3. — Las reglas de la urbanidad no se encuentran ni pueden encontrarse en los códigos de las naciones; y sin embargo, no podría conservarse ninguna sociedad en que
estas reglas fuesen absolutamente desconocidas. Ellas nos enseñan á ser metódicos y exactos en el cumplimiento de nuestros deberes sociales ; á dirigir nuestra conducta de manera que á nadie causemos mortificación ó disgusto : á tolerar los caprichos y debilidades de los hombres; á ser atentos, afables y complacientes, sacrificando, cada vez que sea necesario y posible, nuestros gustos y comodidades á los ajenos gustos y comodidades : á tener limpieza y compostura en nuestras personas, para fomentar nuestra propia estimación y merecer la de los demás; y á adquirir, en suma, aquel tacto fino y delicado que nos hace capaces de apreciar en sociedad todas las circunstancias y proceder con arreglo á lo que cada una exige.
4. — Es claro, pues, que sin la observancia de estas reglas, más ó menos perfectas, según el grado de civilización de cada país, los hombres no podrían inspirarse ninguna especie de amor ni estimación; no habria medio de cultivar la sociabilidad, que es el principio de la conservación y- progreso de los pueblos, y la existencia de toda sociedad bien ordenada vendría por consiguiente á ser de todo punto imposible.
5. — Por medio de un atento estudio de las reglas de la urbanidad, y por el contacto con las personas cultas y bien educadas, llegamos á adquirir lo que especialmente se llama buenas maneras O buenos modales, lo cual no es otra cosa que la decencia, moderación y oportunidad en nuestras acciones y palabras, y aquella delicadeza y gallardía que aparecen en todos nuestros movimientos exteriores, revelando la suavidad de las costumbres y la cultura del entendimiento.
6. — La etiqueta es una parte esencialísima de la urbanidad. Dase este nombre al ceremonial de los usos, estilos y costumbres que se observan en las reuniones de carácter elevado y serio, y en aquellos actos cuya solemnidad excluye absolutamente todos los grados de la familiaridad y la confianza (1). 1) Hay otra especie de etiqueta que comprende el ceremonial que rige en los palacios de las autoridades supremas, en las asambleas parlamentarias y en los círculos diplomáticos; pero ya se deja ver que ella no puede ser objeto de este tratado. Presentaremos, no obstante, en los lugares correspondientes, aquellas de sus reglas cuyo conocimiento es necesario a todo hombre en sociedad.
7. —Por extensión se considera igualmente la etiqueta, como el conjunto de cumplidos y ceremonias que debemos emplear con todas las personas, en todas las situaciones de la vida. Esta especie de etiqueta comunica al trato en general, aun en medio de la más íntima confianza, cierto grado de circunspección que no excluye la expansión del alma ni los actos más afectuosos del corazón, pero que tampoco admite aquella familiaridad sin reserva y sin freno que relaja los resortes de la estimación y del respeto, base indispensable de todas las relaciones sociales.
8. — De lo dicho se deduce que las reglas generales de la etiqueta deben observarse en todas las cuatro secciones en que están divididas nuestras relaciones sociales, á saber : la familia ó el círculo doméstico ; las personas extrañas de confianza ; las personas con quienes tenemos poca confianza ;y aquellas con quienes no tenemos ninguna (2). (2) Esta división, que hemos considerado aquí oportuna, para que los jóvenes perciban mejor cuan general ha de ser la aplicación de la importante teoría de la etiqueta, no es indispensable en el curso de la obra, donde más bien llegaría á ser embarazosa y haría de seguro difusas las explicaciones. Por tanto, comprenderemos las dos primeras secciones de nuestras relaciones sociales, bajo la denominación general de personas de confianza, y las dos últimas, bajo la de personas de etiqueta; pudiendo deducirse fácilmente de las mismas reglas las aplicaciones que sean peculiares á cualquiera de las cuatro en particular, sin perjuicio de que nosotros mismos las indiquemos en aquellos lugares en que lo creamos conveniente.
9. — Sólo la etiqueta propiamente dicha [VI] admite la elevada gravedad en acciones y palabras, bien que siempre acompañada de la gracia y gentileza que son en todos casos el esmalte de la educación. En cuanto á las ceremonias que también reclaman las tres primeras secciones, la naturalidad y la sencillez van mezclándose gradualmente en nuestros actos, hasta llegar á la plenitud del dominio que deben ejercer en el seno de nuestra propia familia.
10. — Si bien la mal entendida confianza destruye, como ya hemos dicho, la estimación y el respeto que deben presidir á todas nuestra relaciones sociales, la falta de una discreta naturalidad puede convertir las ceremonias de la etiqueta, eminentemente conservadoras de estas relaciones, en una ridícula afectación que á su vez destruya la misma armonía que están llamadas á conservar.
11. — Nada hay más repugnante que la exageración de la etiqueta, cuando debemos entregarnos á la más cordial efusión de nuestros sentimientos; y como por otra parte esta exageración viene á ser, según ya lo veremos, una regla de conducta para los casos en que nos importa cortar una relación, claro es que no podemos acostumbrarnos á ella, sin alejar también de nosotros á las personas que tienen derecho á nuestra amistad.
12. — Pero es tal el atractivo de la cortesanía, y son tantas las conveniencias quede ella resultan á la sociedad, que nos sentimos siempre más dispuestos á tolerar la fatigante conducta del hombre excesivamente ceremonioso, que los desmanes del hombre incivil, y las indiscreciones y desaciertos del que por ignorancia nos fastidia á cada paso con actos de extemporánea y ridícula familiaridad.
13. — Grande debe ser nuestro cuidado en limitarnos á usar, en cada uno de los grados de la amistad, de la suma de confianza que racionalmente admite. Con excepción del círculo de la familia en que nacimos y nos hemos formado, todas nuestras relaciones deben comenzar bajo la atmósfera de la más severa etiqueta ; para que ésta pueda llegar á convertirse en familiaridad, se necesita el transcurso del tiempo, y la conformidad de caracteres, cualidades é inclinaciones. Todo exceso de confianza es abusivo y propio de almas vulgares, y nada contribuye más eficazmente á relajar y aun á romperlos lazos de la amistad, por más que ésta haya nacido y pudiera consolidarse bajo los auspicios de una fuerte y reciproca simpatía (1). (1) La verdadera amistad es una planta que crece lentamente, y nunca llega á robustecerse sino injertada en ei tronco de un reconocido y recíproco mérito. — Lord Chksterfield
14. — Las leyes de la urbanidad, en cuanto se refieren á la dignidad y decoro personal y á las atenciones que debemos tributar á los demás, rigen en todos los tiempos y en todos los países civilizados de la tierra. Mas aquellas que forman el ceremonial de la etiqueta propiamente dicha, ofrecen gran variedad, según lo que está admitido en cada pueblo para comunicar gravedad y tono á los diversos actos de la vida social. Las primeras, como emanadas directamente de los principios morales, tienen un carácter fundamental é inmutable ; las últimas no alteran en nada el deber que tenemos de ser bondadosos y complacientes, y pueden por lo tanto estar, como están en efecto, sujetas á la índole, á las inclinaciones y aun á los caprichos de cada pueblo.
15. — Sin embargo, á proporción que en los actos de pura etiqueta puede reconocerse un principio de afecto ó benevolencia, y que de ellos resulta á la persona con quien se ejercen alguna comodidad ó placer, ó el ahorro
de una molestia cualquiera, estos actos son más universales y admiten menos variedad.
16. — La multitud de cumplidos que hacemos á cada paso, aun a las personas de nuestra más íntima confianza, con los cuales no les proporcionamos ninguna ventaja de importancia, y de cuya omisión no se les seguiría ninguna incomodidad notable, son otras tantas ceremonias de la etiqueta, usadas entre las personas cultas y civilizadas de todos los países.
17. — Es una regla importante de urbanidad el someternos estrictamente á los usos de etiqueta que encontremos establecidos en los diferentes pueblos que visitemos, y aun en los diferentes círculos de un mismo pueblo donde se observen prácticas que les sean peculiares.
18. — El imperio de la moda, á que debemos someternos en cuanto no se aparte dél a moral y de las buenas costumbres, influye también en los usos y ceremonias pertenecientes á la etiqueta propiamente dicha, haciendo variar á veces en un mismo país la manera de proceder en ciertos actos y situaciones sociales. Debemos, por tanto, adaptar en este punto nuestra conducta á lo que sucesivamente se fuere admitiendo en la sociedad en que vivimos, de la misma manera que tenemos que adaptarla á lo que hallemos establecido en los diversos países en que nos encontremos.
19. — Siempre que en sociedad ignoremos la manera de proceder en casos dados, sigamos el ejemplo de las personas más cultas que en ella se encuentren ; y cuando esto no nos sea posible, por falta de oportunidad ó por cualquiera otro inconveniente, decidámonos por la conducta más seria y circunspecta ; procurando al mismo tiempo, ya que no hemos de obrar con seguridad del acierto, llamar lo menos posible la atención de los demás.
20. — Las circunstancias generales de lugar y de tiempo, la Índole y el objeto de las diversas reuniones sociales; la edad, el sexo, el estado y el carácter público de las personas; y por último, el respeto que nos debemos á nosotros mismos, exigen de nosotros muchos miramientos con que en general no proporcionamos á los demás ningún bien, ni les evitamos ninguna mortificación.
21. — Estos miramientos, aunque no están precisamente fundados en la benevolencia, si lo están en la misma naturaleza, la cual nos hace siempre ver con repugnancia lo que no es bello, lo que no es agradable, lo que es ajeno de las circunstancias, y en suma, lo que en alguna manera se aparta de la propiedad y el decoro; y por cuanto los hombres están tácitamente convenidos en guardarlos, nosotros los llamaremos convenciones sociales.
22. — ¿Cuan inocente no sería, por ejemplo, el discurrir sobre un tema religioso en una reunión festiva, ó sobre modas y festines en un circulo de sacerdotes? ¿ A quién ofendería una joven que llevase grandes escapularios sobre sus vestidos de gala, ó un venerable anciano que bailase entre los jóvenes, ó un joven que tomase el aire y los pausados movimientos de un anciano? Sin embargo, todos estos actos, aunque intrínsecamente inofensivos, serían del todo contrarios al respeto que se debe á las convenciones sociales, y por lo tanto á las leyes de la urbanidad.
23. — Á poco que se medite, se comprenderá que las convenciones sociales, que nos enseñan á armonizar con las prácticas y modas reinantes, y á hacer que nuestra conducta sea siempre lamas propia de las circunstancias que nos rodean, son muchas veces el fundamento de los
deberes de la misma civilidad y de la etiqueta.
24. — El hábito de respetar las convenciones sociales, contribuye también á formar en nosotros el tacto social, el cual consiste en aquella delicada mesura que empleamos en todas nuestras acciones y palabras, para evitar
hasta las más leves faltas de dignidad y decoro, complacer siempre á todos y no desagradar jamás á nadie.
25. — Las atenciones y miramientos que debemos los demás no pueden usarse de una manera igual con todas las personas indistintamente. La urbanidad estima en mucho las categorías establecidas por la naturaleza, la sociedad y el mismo Dios : así es que obliga á dar preferencia á unas personas sobre otras, según es su edad, el predicamento de que gozan, el rango que ocupan, la autoridad que ejercen y el carácter de que están investidas.
26. — Según esto, los padres y los hijos, los Obispos y los demás sacerdotes, los magistrados y los particulares, los ancianos y los jóvenes, las señoras y las señoritas, la mujer y el hombre, el jefe y el subalterno, y en general, todas las personas entre las cuales existen desigualdades legítimas y racionales, exigen de nosotros actos diversos de civilidad y etiqueta que indicaremos más adelanto, basados todos en los dictados de la justicia y de la sana razón, y en las prácticas que rigen entre gentes cultas y bien educadas.
27. — Hay ciertas personas para con las cuales nuestras atenciones deben ser más exquisitas que para con el resto de la sociedad, y son los hombres virtuosos que han caído en desgracia. Su triste suerte reclama do nosotros no sólo el ejercicio de la beneficencia, sino un constante cuidado en complacerlos, y en manifestarlos, con actos bien marcados de civilidad, que sus virtudes suplen en ellos las deficiencias de la fortuna, y que no los creemos por lo tanto indignos de nuestra consideración y nuestro respeto.
28. — Pero cuidemos de que una afectada exageración en las formas no vaya á producir un efecto contrario al que realmente nos proponemos. El hombre que ha gozado de una buena posición social se hace más impresionable, y su sensibilidad y su amor propio se despiertan con más fuerza, á medida que se encuentra más oprimido bajo el peso del infortunio ; y en esta situación, no le son menos dolorosas las muestras de una conmiseración mal encubierta por actos de cortesanía sin naturalidad ni oportunidad, que los desdenes del desprecio ó de la indiferencia, con que el corazón humano suele manchar en tales casos sus nobles atributos.
29. — La civilidad presta encantos á la virtud misma; y haciéndola de este modo agradable y comunicativa, le conquista partidarios é imitadores en bien de la moral y de las buenas costumbres. La virtud agreste y despojada
de los atractivos de una fina educación, no podría brillar ni aun en medio de la vida austera y contemplativa de los monasterios, donde los seres consagrados á Dios necesitan también de guardarse entre si aquellos miramientos y atenciones que fomentan el espíritu de paz, de orden y de benevolencia que debe presidirlos.
30. — La civilidad presta igualmente sus encantos á la sabiduría. Un hombre profundamente instruido en las ciencias divinas y humanas, pero que al mismo tiempo desconociese los medios de agradar en sociedad, sería como esos cuerpos celestes que no brillan á nuestra vista por girar en lo más encumbrado del espacio; y su saber no alcanzaría nunca á cautivar nuestra imaginación, ni á atraerle aquellas atenciones que sólo nos sentimos dispuestos á tributar á los hombres, en cambio de las que de ellos recibimos.
31. — La urbanidad necesita á cada paso del ejercicio de una gran virtud, que es la paciencia. Y á la verdad, poco adelantaríamos con estar siempre dispuestos á hacer en sociedad todos los sacrificios necesarios para complacer á los demás, si en nuestros actos de condescendencia se descubriera la violencia que nos hacíamos, y el disgusto de renunciar á nuestras comodidades, á nuestros deseos, ó á la idea ya consentida de disfrutar de un placer cualquiera.
32. — La mujer encierra en su ser todo lo que hay de más bello é interesante en la naturaleza humana; y esencialmente dispuesta á la virtud, por su conformación física y moral, y por la vida apacible que lleva, en su corazón encuentran digna morada las más eminentes cualidades sociales. Pero la naturaleza no le ha concedido este privilegio, sino en cambio de grandes privaciones y sacrificios, y de gravísimos compromisos con la moral y con la sociedad; y si aparecen en ella con mayor brillo y realce las dotes de la buena educación, de la misma manera resaltan en todos sus actos, como la más leve mancha en el cristal, hasta aquellos defectos insignificantes que en el hombre podrían alguna vez pasar sin ser percibidos.
33. — Piensen, pues, las jóvenes que se educan, que su alma, templada por el Criador para la virtud, debe nutrirse únicamente con los conocimientos útiles que sirven á ésta de precioso ornamento: que su corazón, nacido para hacer la felicidad de los hombres, debe caminar á su noble destino por la senda de la religión y del honor; y que en las gracias, que todo pueden embellecerlo y todo pueden malograrlo, tan sólo deben buscar aquel!os atractivos que se hermanan bien con el pudor y la inocencia.
34. — La mujer tendrá por seguro norte que las reglas de la urbanidad adquieren, respecto de su sexo, mayor grado de severidad que cuando se aplican á los hombres; y en la imitación de los que poseen una buena educación, sólo deberá fijarse en aquellas de sus acciones y palabras, que se ajusten á la extremada delicadeza y demás circunstancias que le son peculiares. Así como el hombre que tomara el continente y los modales de la mujer aparecería tímido y encogido, de la misma manera la mujer que tomara el aire desembarazado del hombre, aparecería inmodesta y descomedida.
35. — Para llegar á ser verdaderamente cultos y corteses, no nos basta conocer simplemente los preceptos de la moral y de la urbanidad: es además indispensable que vivamos poseídos de la firme intención de acomodar á ellos nuestra conducta, y que busquemos la sociedad de las personas virtuosas y bien educadas, é imitemos sus prácticas en acciones y palabras.
36. — Pero esta intención y esta solicitud deben estar acompañadas de un especial cuidado en estudiar siempre el carácter, los sentimientos, las inclinaciones, y aun las debilidades y caprichos de los círculos que frecuentemos, á fin de que podamos conocer, de un modo inequívoco, los medios que tenemos que emplear para conseguir que los demás estén siempre satisfechos de nosotros.
37. — Á veces los malos se presentan en la sociedad con cierta apariencia de bondad y buenas maneras, y aun llegan á fascinarla con la observancia de las reglas más generales de la urbanidad, porque la urbanidad es también una virtud, y la hipocresía remeda todas las virtudes. Pero jamás podrán engañar por mucho tiempo á quien sepa medir con la escala de la moral los verdaderos sentimientos del corazón humano. No es dable, por otra parte, que los hábitos de los vicios dejen campear en toda su extensión la dulzura y elegante dignidad de la cortesanía, la cual se aviene mal con la vulgaridad que presto se revela en las maneras del hombre corrompido.
38. — Procuremos, pues, aprender á conocer el mérito real de la educación, para no tomar por modelos á personas indignas, no sólo de elección tan honorífica, sino de obtener nuestra amistad y las consideraciones especiales que tan sólo se deben á los hombres de bien.
39. — Pero tengamos entendido que en ningún caso nos será lícito faltar á las reglas más generales de la civilidad, respecto de las personas que no gozan de buen concepto público, ni menos de aquellas que gozándolo, no merezcan sin embargo nuestra personal consideración.
La benevolencia, la generosidad y nuestra propia dignidad, nos prohiben mortificar jamás á nadie; y cuando estamos en sociedad, nos lo prohibe también el respeto que debemos á las demás personas que la componen.
40. — Pensemos, por último, que todos los hombres tienen defectos, y que no por esto debemos dejar de apre-ciar sus buenas cualidades. Aun respecto de aquellas prendas que no poseen, y de que sin embargo suelen envanecerse sin ofender á nadie, la civilidad nos prohibe manifestarles directa ni indirectamente que no se las concedemos. Nada perdemos, cuando nuestra posición no nos llama á aconsejar ó á reprender, con dejar á cada cual en la idea que de sí mismo tenga formada ; al paso que muchas veces seremos nosotros mismos objeto de esta especie de consideraciones, pues todos tenemos caprichos y debilidades que necesitan de la tolerancia de los demás.