martes, 31 de agosto de 2021

MANUAL DE URBANIDAD -PRINCIPIOS GENERALES.

 

MANUAL

DE URBANIDAD

Y BUENAS MANERAS

MANUEL ANTONIO CARREÑO

COPIA COMPLETA DEL  ORIGINAL París, 1 Agosto de 1867

MANUAL

DE URBANIDAD

Y BUENAS MANERAS.

CAPITULO I.

PRINCIPIOS GENERALES.

 

1. — Llámase  urbanidad el conjunto de reglas que Tenemos que observar para comunicar dignidad, decoro y elegancia á nuestras acciones y palabras, y para manifestar á los demás la benevolencia, atención y respeto que les son debidos

2. — La urbanidad es una emanación de los deberes morales, y como tal, sus prescripciones tienden todas á la conservación del orden y de la buena armonía que deben reinar entre los hombres, y á estrechar los lazos que los unen, por medio de impresiones agradables que

produzcan los unos sobre los otros.

3. — Las reglas de la urbanidad no se encuentran ni pueden encontrarse en los códigos de las naciones; y sin embargo, no podría conservarse ninguna sociedad en que

estas reglas fuesen absolutamente desconocidas. Ellas nos enseñan á ser metódicos y exactos en el cumplimiento de nuestros deberes sociales ; á dirigir nuestra conducta de manera que á nadie causemos mortificación ó disgusto : á tolerar los caprichos y debilidades de los hombres; á ser atentos, afables y complacientes, sacrificando, cada vez que sea necesario y posible, nuestros gustos y comodidades á los ajenos gustos y comodidades : á tener limpieza y compostura en nuestras personas, para fomentar nuestra propia estimación y merecer la de los demás; y á adquirir, en suma, aquel tacto fino y delicado que nos hace capaces de apreciar en sociedad todas las circunstancias y proceder con arreglo á lo que cada una exige.

4. — Es claro, pues, que sin la observancia de estas reglas, más ó menos perfectas, según el grado de civilización de cada país, los hombres no podrían inspirarse ninguna especie de amor ni estimación; no habria medio de cultivar la sociabilidad, que es el principio de la conservación y- progreso de los pueblos, y la existencia de toda sociedad bien ordenada vendría por consiguiente á ser de todo punto imposible.

5. — Por medio de un atento estudio de las reglas de la urbanidad, y por el contacto con las personas cultas y bien educadas, llegamos á adquirir lo que especialmente se llama buenas maneras O buenos modales, lo cual no es otra cosa que la decencia, moderación y oportunidad en nuestras acciones y palabras, y aquella delicadeza y gallardía que aparecen en todos nuestros movimientos exteriores, revelando la suavidad de las costumbres y la cultura del entendimiento.

6. — La etiqueta es una parte esencialísima de la urbanidad. Dase este nombre al ceremonial de los usos, estilos y costumbres que se observan en las reuniones de carácter elevado y serio, y en aquellos actos cuya solemnidad excluye absolutamente todos los grados de la familiaridad y la confianza (1). 1) Hay otra especie de etiqueta que comprende el ceremonial que rige en los palacios de las autoridades supremas, en las asambleas parlamentarias y en los círculos diplomáticos; pero ya se deja ver que ella no puede ser objeto de este tratado. Presentaremos, no obstante, en los lugares correspondientes, aquellas de sus reglas cuyo conocimiento es necesario a todo hombre en sociedad.

7. —Por extensión se considera igualmente la etiqueta, como el conjunto de cumplidos y ceremonias que debemos emplear con todas las personas, en todas las situaciones de la vida. Esta especie de etiqueta comunica al trato en general, aun en medio de la más íntima confianza, cierto grado de circunspección que no excluye la expansión del alma ni los actos más afectuosos del corazón, pero que tampoco admite aquella familiaridad sin reserva y sin freno que relaja los resortes de la estimación y del respeto, base indispensable de todas las relaciones sociales.

8. — De lo dicho se deduce que las reglas generales de la etiqueta deben observarse en todas las cuatro secciones en que están divididas nuestras relaciones sociales, á saber : la familia ó el círculo doméstico ; las personas extrañas de confianza ; las personas con quienes tenemos poca confianza ;y aquellas con quienes no tenemos ninguna (2).  (2) Esta división, que hemos considerado aquí oportuna, para que  los jóvenes perciban mejor cuan general ha de ser la aplicación de la importante teoría de la etiqueta, no es indispensable en el curso de la obra, donde más bien llegaría á ser embarazosa y haría de seguro difusas las explicaciones. Por tanto, comprenderemos las dos primeras secciones de nuestras relaciones sociales, bajo la denominación general de personas de confianza, y las dos últimas, bajo la de personas de etiqueta; pudiendo deducirse fácilmente de las mismas reglas las aplicaciones que sean peculiares á cualquiera de las cuatro en particular, sin perjuicio de que nosotros mismos las indiquemos en aquellos lugares en que lo creamos conveniente.

9. — Sólo la etiqueta propiamente dicha [VI] admite la elevada gravedad en acciones y palabras, bien que siempre acompañada de la gracia y gentileza que son en todos casos el esmalte de la educación. En cuanto á las ceremonias que también reclaman las tres primeras secciones, la naturalidad y la sencillez van mezclándose gradualmente en nuestros actos, hasta llegar á la plenitud del dominio que deben ejercer en el seno de nuestra propia familia.

10. — Si bien la mal entendida confianza destruye, como ya hemos dicho, la estimación y el respeto que deben presidir á todas nuestra relaciones sociales, la falta de una discreta naturalidad puede convertir las ceremonias de la etiqueta, eminentemente conservadoras de estas relaciones, en una ridícula afectación que á su vez destruya la misma armonía que están llamadas á conservar.

11. — Nada hay más repugnante que la exageración de la etiqueta, cuando debemos entregarnos á la más cordial efusión de nuestros sentimientos; y como por otra parte esta exageración viene á ser, según ya lo veremos, una regla de conducta para los casos en que nos importa cortar una relación, claro es que no podemos acostumbrarnos á ella, sin alejar también de  nosotros á las personas que tienen derecho á nuestra amistad.

12. — Pero es tal el atractivo de la cortesanía, y son tantas las conveniencias quede ella resultan á la sociedad, que nos sentimos siempre más dispuestos á tolerar la fatigante conducta del hombre excesivamente ceremonioso, que los desmanes del hombre incivil, y las indiscreciones y desaciertos del que por ignorancia nos fastidia á cada paso con actos de extemporánea y ridícula familiaridad.

13. — Grande debe ser nuestro cuidado en limitarnos á usar, en cada uno de los grados de la amistad, de la suma de confianza que racionalmente admite. Con excepción del círculo de la familia en que nacimos y nos hemos formado, todas nuestras relaciones deben comenzar bajo la atmósfera de la más severa etiqueta ; para que ésta pueda llegar á convertirse en familiaridad, se necesita el transcurso del tiempo, y la conformidad de caracteres, cualidades é inclinaciones. Todo exceso de confianza es abusivo y propio de almas vulgares, y nada contribuye más eficazmente á relajar y aun á romperlos lazos de la amistad, por más que ésta haya nacido y pudiera consolidarse bajo los auspicios de una fuerte y reciproca simpatía (1). (1) La verdadera amistad es una planta que crece lentamente, y nunca llega á robustecerse sino injertada en ei tronco de un reconocido y recíproco mérito. — Lord Chksterfield

14. — Las leyes de la urbanidad, en cuanto se refieren á la dignidad y decoro personal y á las atenciones que debemos tributar á los demás, rigen en todos los tiempos y en todos los países civilizados de la tierra. Mas aquellas que forman el ceremonial de la etiqueta propiamente dicha, ofrecen gran variedad, según lo que está admitido en cada pueblo para comunicar gravedad y tono á los diversos actos de la vida social. Las primeras, como emanadas directamente de los principios morales, tienen un carácter fundamental é inmutable ; las últimas no alteran en nada el deber que tenemos de ser bondadosos y complacientes, y pueden por lo tanto estar, como están en efecto, sujetas á la índole, á las inclinaciones y aun á los caprichos de cada pueblo.

15. — Sin embargo, á proporción que en los actos de pura etiqueta puede reconocerse un principio de afecto ó benevolencia, y que de ellos resulta á la persona con quien se ejercen alguna comodidad ó placer, ó el ahorro

de una molestia cualquiera, estos actos son más universales y admiten menos variedad.

16. — La multitud de cumplidos que hacemos á cada paso, aun a las personas de nuestra más íntima confianza, con los cuales no les proporcionamos ninguna ventaja de importancia, y de cuya omisión no se les seguiría ninguna incomodidad notable, son otras tantas ceremonias de la etiqueta, usadas entre las personas cultas y civilizadas de todos los países.

17. — Es una regla importante de urbanidad el someternos estrictamente á los usos de etiqueta que encontremos establecidos en los diferentes pueblos que visitemos, y aun en los diferentes círculos de un mismo pueblo donde se observen prácticas que les sean peculiares.

18. — El imperio de la moda, á que debemos someternos en cuanto no se aparte dél a moral y de las buenas costumbres, influye también en los usos y ceremonias pertenecientes á la etiqueta propiamente dicha, haciendo variar á veces en un mismo país la manera de proceder en ciertos actos y situaciones sociales. Debemos, por tanto, adaptar en este punto nuestra conducta á lo que sucesivamente se fuere admitiendo en la sociedad en que vivimos, de la misma manera que tenemos que adaptarla á lo que hallemos establecido en los diversos países en que nos encontremos.

19. — Siempre que en sociedad ignoremos la manera de proceder en casos dados, sigamos el ejemplo de las personas más cultas que en ella se encuentren ; y cuando esto no nos sea posible, por falta de oportunidad ó por cualquiera otro inconveniente, decidámonos por la conducta más seria y circunspecta ; procurando al mismo tiempo, ya que no hemos de obrar con seguridad del acierto, llamar lo menos posible la atención de los demás.

20. — Las circunstancias generales de lugar y de tiempo, la Índole y el objeto de las diversas reuniones sociales; la edad, el sexo, el estado y el carácter público de las personas; y por último, el respeto que nos debemos á nosotros mismos, exigen de nosotros muchos miramientos con que en general no proporcionamos á los demás ningún bien, ni les evitamos ninguna mortificación.

21. — Estos miramientos, aunque no están precisamente fundados en la benevolencia, si lo están en la misma naturaleza, la cual nos hace siempre ver con repugnancia lo que no es bello, lo que no es agradable, lo que es ajeno de las circunstancias, y en suma, lo que en alguna manera se aparta de la propiedad y el decoro; y por cuanto los hombres están tácitamente convenidos en guardarlos, nosotros los llamaremos convenciones sociales.

22. — ¿Cuan inocente no sería, por ejemplo, el discurrir sobre un tema religioso en una reunión festiva, ó sobre modas y festines en un circulo de sacerdotes? ¿ A quién ofendería una joven que llevase grandes escapularios sobre sus vestidos de gala, ó un venerable anciano que bailase entre los jóvenes, ó un joven que tomase el aire y los pausados movimientos de un anciano? Sin embargo, todos estos actos, aunque intrínsecamente inofensivos, serían del todo contrarios al respeto que se debe á las convenciones sociales, y por lo tanto á las leyes de la urbanidad.

23. — Á poco que se medite, se comprenderá que las convenciones sociales, que nos enseñan á armonizar con las prácticas y modas reinantes, y á hacer que nuestra conducta sea siempre lamas propia de las circunstancias que nos rodean, son muchas veces el fundamento de los

deberes de la misma civilidad y de la etiqueta.

24. — El hábito de respetar las convenciones sociales, contribuye también á formar en nosotros el tacto social, el cual consiste en aquella delicada mesura que empleamos en todas nuestras acciones y palabras, para evitar

hasta las más leves faltas de dignidad y decoro, complacer siempre á todos y no desagradar jamás á nadie.

25. — Las atenciones y miramientos que debemos los demás no pueden usarse de una manera igual con todas las personas indistintamente. La urbanidad estima en mucho las categorías establecidas por la naturaleza, la sociedad y el mismo Dios : así es que obliga á dar preferencia á unas personas sobre otras, según es su edad, el predicamento de que gozan, el rango que ocupan, la autoridad que ejercen y el carácter de que están investidas.

26. — Según esto, los padres y los hijos, los Obispos y los demás sacerdotes, los magistrados y los particulares, los ancianos y los jóvenes, las señoras y las señoritas, la mujer y el hombre, el jefe y el subalterno, y en general, todas las personas entre las cuales existen desigualdades legítimas y racionales, exigen de nosotros actos diversos de civilidad y etiqueta que indicaremos más adelanto, basados todos en los dictados de la justicia y de la sana razón, y en las prácticas que rigen entre gentes cultas y bien educadas.

27. — Hay ciertas personas para con las cuales nuestras atenciones deben ser más exquisitas que para con el resto de la sociedad, y son los hombres virtuosos que  han caído en desgracia. Su triste suerte reclama do nosotros no sólo el ejercicio de la beneficencia, sino un constante cuidado en complacerlos, y en manifestarlos, con actos bien marcados de civilidad, que sus virtudes suplen en ellos las deficiencias de la fortuna, y que no los creemos por lo tanto indignos de nuestra consideración y nuestro respeto.

28. — Pero cuidemos de que una afectada exageración en las formas no vaya á producir un efecto contrario al que realmente nos proponemos. El hombre que ha gozado de una buena posición social se hace más impresionable, y su sensibilidad y su amor propio se despiertan con más fuerza, á medida que se encuentra más oprimido bajo el peso del infortunio ; y en esta situación, no le son menos dolorosas las muestras de una conmiseración mal encubierta por actos de cortesanía sin naturalidad ni oportunidad, que los desdenes del desprecio ó de la indiferencia, con que el corazón humano suele manchar en tales casos sus nobles atributos.

29. — La civilidad presta encantos á la virtud misma; y haciéndola de este modo agradable y comunicativa, le conquista partidarios é imitadores en bien de la moral y de las buenas costumbres. La virtud agreste y despojada

de los atractivos de una fina educación, no podría brillar ni aun en medio de la vida austera y contemplativa de los monasterios, donde los seres consagrados á Dios necesitan también de guardarse entre si aquellos miramientos y atenciones que fomentan el espíritu de paz, de orden y de benevolencia que debe presidirlos.

30. — La civilidad presta igualmente sus encantos á la sabiduría. Un hombre profundamente instruido en las ciencias divinas y humanas, pero que al mismo tiempo desconociese los medios de agradar en sociedad, sería como esos cuerpos celestes que no brillan á nuestra vista por girar en lo más encumbrado del espacio; y su saber no alcanzaría nunca á cautivar nuestra imaginación, ni á atraerle aquellas atenciones que sólo nos sentimos dispuestos á tributar á los hombres, en cambio de las que de ellos recibimos.

31. — La urbanidad necesita á cada paso del ejercicio de una gran virtud, que es la paciencia. Y á la verdad, poco adelantaríamos con estar siempre dispuestos á hacer en sociedad todos los sacrificios necesarios para complacer á los demás, si en nuestros actos de condescendencia se descubriera la violencia que nos hacíamos, y el disgusto de renunciar á nuestras comodidades, á nuestros deseos, ó á la idea ya consentida de disfrutar de un placer cualquiera.

32. — La mujer encierra en su ser todo lo que hay de más bello é interesante en la naturaleza humana; y esencialmente dispuesta á la virtud, por su conformación física y moral, y por la vida apacible que lleva, en su corazón encuentran digna morada las más eminentes cualidades sociales. Pero la naturaleza no le ha concedido este privilegio, sino en cambio de grandes privaciones y sacrificios, y de gravísimos compromisos con la moral y con la sociedad; y si aparecen en ella con mayor brillo y realce las dotes de la buena educación, de la misma manera resaltan en todos sus actos, como la más leve mancha en el cristal, hasta aquellos defectos insignificantes que en el hombre podrían alguna vez pasar sin ser percibidos.

33. — Piensen, pues, las jóvenes que se educan, que su alma, templada por el Criador para la virtud, debe nutrirse únicamente con los conocimientos útiles que sirven á ésta de precioso ornamento: que su corazón, nacido para hacer la felicidad de los hombres, debe caminar á su noble destino por la senda de la religión y del honor; y que en las gracias, que todo pueden embellecerlo y todo pueden malograrlo, tan sólo deben buscar aquel!os atractivos que se hermanan bien con el pudor y la inocencia.

34. — La mujer tendrá por seguro norte que las reglas de la urbanidad adquieren, respecto de su sexo, mayor grado de severidad que cuando se aplican á los hombres; y en la imitación de los que poseen una buena educación, sólo deberá fijarse en aquellas de sus acciones y palabras, que se ajusten á la extremada delicadeza y demás circunstancias que le son peculiares. Así como el hombre que tomara el continente y los modales de la mujer aparecería tímido y encogido, de la misma manera la mujer que tomara el aire desembarazado del hombre, aparecería inmodesta y descomedida.

35. — Para llegar á ser verdaderamente cultos y corteses, no nos basta conocer simplemente los preceptos de la moral y de la urbanidad: es además indispensable que vivamos poseídos de la firme intención de acomodar á ellos nuestra conducta, y que busquemos la sociedad de las personas virtuosas y bien educadas, é imitemos sus prácticas en acciones y palabras.

36. — Pero esta intención y esta solicitud deben estar acompañadas de un especial cuidado en estudiar siempre el carácter, los sentimientos, las inclinaciones, y aun las debilidades y caprichos de los círculos que frecuentemos, á fin de que podamos conocer, de un modo inequívoco, los medios que tenemos que emplear para conseguir que los demás estén siempre satisfechos de nosotros.

37. — Á veces los malos se presentan en la sociedad con cierta apariencia de bondad y buenas maneras, y aun llegan á fascinarla con la observancia de las reglas más generales de la urbanidad, porque la urbanidad es también una virtud, y la hipocresía remeda todas las virtudes. Pero jamás podrán engañar por mucho tiempo á quien sepa medir con la escala de la moral los verdaderos sentimientos del corazón humano. No es dable, por otra parte, que los hábitos de los vicios dejen campear en toda su extensión la dulzura y elegante dignidad de la cortesanía, la cual se aviene mal con la vulgaridad que presto se revela en las maneras del hombre corrompido.

38. — Procuremos, pues, aprender á conocer el mérito real de la educación, para no tomar por modelos á personas indignas, no sólo de elección tan honorífica, sino de obtener nuestra amistad y las consideraciones especiales que tan sólo se deben á los hombres de bien.

39. — Pero tengamos entendido que en ningún caso nos será lícito faltar á las reglas más generales de la civilidad, respecto de las personas que no gozan de buen concepto público, ni menos de aquellas que gozándolo, no merezcan sin embargo nuestra personal consideración.

La benevolencia, la generosidad y nuestra propia dignidad, nos prohiben mortificar jamás á nadie; y cuando estamos en sociedad, nos lo prohibe también el respeto que debemos á las demás personas que la componen.

40. — Pensemos, por último, que todos los hombres tienen defectos, y que no por esto debemos dejar de apre-ciar sus buenas cualidades. Aun respecto de aquellas prendas que no poseen, y de que sin embargo suelen envanecerse sin ofender á nadie, la civilidad nos prohibe manifestarles directa ni indirectamente que no se las concedemos. Nada perdemos, cuando nuestra posición no nos llama á aconsejar ó á reprender, con dejar á cada cual en la idea que de sí mismo tenga formada ; al paso que muchas veces seremos nosotros mismos objeto de esta especie de consideraciones, pues todos tenemos caprichos y debilidades que necesitan de la tolerancia de los demás.

lunes, 30 de agosto de 2021

DOÑA LEONOR DE CISNEROS

             HISTORIA DE LA INQUISICIÓN Y 

LA REFORMA EN ESPAÑA

Por SAMUEL VILA
ESPAÑA

4. Antonio Herrezuelo y su esposa Leonor de Cisneros.

Era ciudadano de Toro, Castilla, donde ejercía su cargo de abogado. Su origen era humilde y había alcanzado la posición en que se encontraba gracias a su diligencia y a su talento. Se habla casado con doña Leonor de Cisneros, hija de un hidalgo de la población, cuando ella tenía dieciocho años. El matrimonio fue un modelo de virtudes, distinguiéndose ’especialmente por su espíritu de caridad. Trabó Herrezuelo amistad con don Carlos de Seso, del cual ya sabemos que era corregidor de la ciudad, y como Seso no vivía para otra cosa que para sembrar el mensaje del Evangelio, no se abstuvo de hablar de él a Herrezuelo y a su esposa.
  Esta simiente fue sembrada en tierra abonada, con lo que recibieron los esposos la medida colmada de su felicidad. A través de los años, Herrezuelo se había convertido en un colaborador enérgico y entusiasta de Seso, en cuyos planes, oraciones y peligros participaba.
Cuando a los siete años del matrimonio vino de repente la catástrofe, prendieron al mismo tiempo al abogado y a su esposa. No tembló Herrezuelo ante la consideración de que tendría que sufrir y morir por su Salvador; pero la separación de su esposa le estremecería el corazón. Sabia que era de esperar la muerte de los dos, pero se horrorizaba al pensar que sus enemigos podían, con astucia o con violencia, hacer zozobrar la fe del tierno corazón de ella. Pronto tuvo ocasión de ver confirmados sus temores.
 Cuando victorioso él de las asechanzas y el tormento a que había sido sometido, despreciando la infamia del auto de fe y desafiando la misma hoguera, salió, al fin, de la prisión para ir a la plaza, sólo había en su pecho una angustiosa duda. Buscó en la fila de los que como él se habían mantenido firmes, a su esposa y con dolor comprobó que Leonor no se hallaba allí, sino un poco más alejada, en la compañía de los reconciliados.
 En efecto, Leonor había sufrido la grave prueba con menos valor que su esposo. Ya la separación de él, a los pocos años de casada y a los veinticuatro de edad, había de’ quebrantar gravemente su ánimo. Aparte de los demás sufrimientos, cabe pensar que indujera a Leonor a retractarse la insinuación o la afirmación de que su esposo también lo había hecho, o lo haría ante su ejemplo. Lograron, efectivamente, que Leonor hiciera hablar a su boca un lenguaje distinto del de su corazón, quizá por el mismo afecto que sentía hacia su esposo, pero ¿cuál no habría de ser su sorpresa cuando la infeliz vio aquella mañana que él estaba entre los condenados a muerte,en contra de todas sus esperanzas, y que ella tenia que mostrarse ante sus ojos como incapaz de guardar la fe que había  aprendido de sus labios?
 Al pasar los condenados al suplicio de la hoguera por delante del tendido donde se encontraban los reconciliados, no pudo Herrezuelo decir ni una palabra a su esposa, pues una mordaza oprimía su lengua, pero elevaría, sin duda, en su alma una ardiente oración a Dios para que salvase a su esposa, a pesar de su retractación. Dios contestó plenamente su oración, como veremos en seguida.

 Hemos dicho que Herrezuelo estaba amordazado. Los inquisidores se decidieron a hacerlo por cuanto no cesaba de alentar a sus compañeros, así como de dar valeroso testimonio de su fe, con lo cual inficionaba de herejía a los que lo estaban escuchando. Sin embargo, su entereza predicaba por él con tanta o más elocuencia que sus palabras. Al ser atado a la estaca le fue arrojada una piedra que le dio en la cara, de cuya herida empezó a chorrear la sangre. Un alabardero le pinchó en el vientre con su alabarda. Nada le pudo mover de su decisión.
Gonzalo de Illescas, en su Historia Pontifical, dice: «El bachiller Herrezuelo se dejó quemar vivo con  una fortaleza sin precedentes. Yo estaba tan cerca de él que pude ver, perfectamente, toda su persona y observé todos sus gestos y movimientos. No podía hablar, porque por sus blasfemias tenia una mordaza en la lengua; en todas las cosas pareció duro y empedernido, y por no doblar su brazo quiso antes morir ardiendo que creer lo que otros de sus compañeros. Aunque yo lo observaba de cerca, no pude ver la menor queja o expresión de dolor; con todo eso, murió con la más extraña tristeza en la cara que yo haya visto jamás. Tanto que ponía espanto mirarle el rostro, como aquél que en un momento había de ser en el infierno con su compañero y maestro Luthero.»
 Doña Leonor fue de nuevo conducida a la cárcel. No es posible imaginarse la confusión y la lucha interior que debía haber hecho presa de aquella alma. Poco a poco, sin embargo, se pondría orden en el caos de sus sentimientos y de sus ideas: el esposo amado, por el cual, y para salvar su vida, había llegado a vacilar en su fe, estaba ahora en un lugar donde ningún enemigo podía hacerle daño. Leonor sintió nacer en ella el deseo incontenible de honrar su fe y de honrar la memoria de su esposo muriendo tal como él lo había hecho.
 Despreció resueltamente toda hipocresía y toda condescendencia con la doctrina católica y lloró amargamente la debilidad en que había incurrido, sin cuidarse para nada de las consecuencias. Confesó de nuevo abiertamente la misma fe por la cual su esposo había muerto y todas las tentativas para reconciliarla otra vez se estrellaron ahora ante su firmeza. Relapsa esta vez, no hubo misericordia. A los treinta y tres años de edad, después de nueve años de sufrimiento, fue condenada, como su esposo, a la hoguera.
De qué forma recibió la palma del martirio nos lo dice el testimonio del mismo Illescas, cuya descripción de la muerte de Herrezuelo hemos copiado antes. Illescas, católico fanático y testigo ocular del nuevo auto de fe, dice: «En el año 1568, el 26 de septiembre, se ejecutó la sentencia de Leonor de Cisneros, viuda del bachiller Herrezuelo. Se dejó quemar viva, sin que bastase para convencerla diligencia ninguna de las que con ella se hicieron y que fueron muchas. Pero nada pudo conmover el endurecido corazón de esa obstinada mujer.» Estas palabras, que no hacen mucho honor a Illescas, sí lo hacen a doña Leonor y prueban de un modo indubitable que era digna de su esposo.

sábado, 28 de agosto de 2021

DE LOS DEBERES PARA CON NOSOTROS MISMOS. -MANUAL DE URBANIDAD Y BUENAS MANERAS

MANUAL

DE URBANIDAD

Y BUENAS MANERAS

MANUEL ANTONIO CARREÑO

COPIA COMPLETA DEL  ORIGINAL París, 1 Agosto de 1867

CAPITULO III.

DE LOS DEBERES PARA CON NOSOTROS MISMOS.

Si hemos nacido para amar y adorar á Dios, y para aspirar á más altos destinos que los que nos ofrece esta

vida precaria y calamitosa : si obedeciendo á los impulsos que recibimos de aquel Ser infinitamente sabio, origen primitivo de todos los grandes sentimientos, nos debemos también á nuestros semejantes y en especial á nuestros padres, á nuestra familia y á nuestra patria ; y si tan graves é imprescindibles son las funciones que nuestro corazón y nuestro espíritu tienen que ejercer para corresponder dignamente á las miras del Criador, es una consecuencia necesaria y evidente que nos encontramos constituidos en el deber de instruirnos, de conservarnos y de moderar nuestras pasiones.

La importancia de estos deberes está implícitamente reconocida en el simple reconocimiento de los demás deberes, los cuales nos sería imposible cumplir, si la luz del entendimiento no nos guiase en todas nuestras operaciones, si no cuidásemos de nuestra salud y nos fuese lícito aniquilar nuestra existencia, y si no trabajásemos constantemente en precavernos de la ira, de la venganza, de la ingratitud, y de todos los demás movimientos irregulares á que desgraciadamente está sujeto el corazón humano.

¿ Cómo podríamos concebir la grandeza de Dios, sin detenernos con una mirada inteligente á contemplar la magnificencia de sus obras, y á admirar en el espectáculo de la naturaleza todos los portentos y maravillas que se ocultan á la ignorancia ? Sin ilustrar nuestro entendimiento, sin adquirir por lo menos aquellas nociones generales que son la base de todos los conocimientos, y la antorcha que nos ilumina en el sendero de la perfección moral, ¿ cuan confusas y obscuras no serian nuestras ideas acerca de nuestras relaciones con la Divinidad, de los Verdaderos caracteres de la virtud y del vicio, de la estructura y fundamento de las sociedades humanas, y de los medios de felicidad con que la Providencia ha favorecido en este mundo á sus criaturas ? El hombre ignorante es un ser esencialmente limitado en todo lo que mira á las funciones de la vida exterior, y completamente nulo para los goces del alma, cuando replegada ésta sobre sí misma y á solas con las inspiraciones de la ciencia, medita, reflexiona, rectifica sus ideas, y abandonando el error, causa eficiente de todo mal, entra en posesión de la verdad, que es el principio de todo bien.

La mayor parte de las desgracias que afligen á la humanidad, tienen su origen en la ignorancia ; y pocas veces llega un hombre al extremo de la perversidad, sin que en sus primeros pasos, ó en el progreso del vicio, haya sido guiado por ideas erróneas, por principios falsos, ó por el desconocimiento absoluto de sus deberes religiosos y sociales. Grande sería nuestro asombro, y crecería desde luego en nosotros el deseo de ilustrarnos, si nos fuese dable averiguar por algún medio, cuántos de esos infelices que han perecido en los patíbulos, hubieran podido llegar á ser, mejor instruidos, hombres virtuosos y ciudadanos útiles á su patria! La estadística criminal podría con mayor razón llamarse entonces la estadística de la ignorancia ; y vendríamos á reconocer que el hombre, la obra más querida del Criador, no ha recibido por cierto una organización tan depravada como aparece de los desórdenes á que de continuo se entrega, y de las perturbaciones y estragos que estos desórdenes causan en la familias, en las naciones y en el mundo entero.

 

La ignorancia corrompe con su hábito impuro todas las fuentes de la virtud, todos los sentimientos del corazón, y convierte muchas veces en daño del individuo y de la sociedad las más bellas disposiciones naturales. Apartándonos del conocimiento de lo verdadero y de lo bueno, y gastando en nosotros todos los resortes del sistema sensible, nos entrega á los torpes impulsos de la vida material que es la vida dé los errores, de la degradación y de los crímenes. Por el contrario, la ilustración no sólo aprovecha todas las buenas dotes conque hemos nacido, y nos encamina al bien y á la felicidad, sino que iluminando nuestro espíritu, mostrándonos el crimen en toda su enormidad y la virtud en todo su esplendor, endereza nuestras malas inclinaciones, consume en su llama nuestros malos instintos, y conquista para Dios y para la sociedad muchos corazones que, formados en la obscuridad de la ignorancia, hubieran dado frutos de escándalo, de perdición y de ignominia.

En cuanto al deber de la propia conservación, la naturaleza misma nos indica hasta qué punto es importante cumplirlo, pues el dolor, que martiriza nuestra carne y enerva nuestras fuerzas, nos sale siempre al frente al menor de nuestros excesos y extravíos. La salud y la robustez del cuerpos son absolutamente indispensables para entregarnos, en alma y con provecho, á todas las operaciones mentales que nos dan por resultado la instrucción en todos los ramos del saber humano ; y sin salud y robustez, en medio de angustias y sufrimientos, tampoco nos es dado entregarnos á contemplar los atributos divinos, á rendir al Ser supremo los homenajes que le debemos, á corresponder á nuestros padres sus beneficios, á  servir á nuestra familia y á nuestra patria, á prestar apoyo al menesteroso, á llenar, en fin, los deberes que constituyen nuestra noble misión sobre la tierra.

A pesar de todas las contradicciones que experimentamos en este mundo, á pesar de todas las amarguras y sinsabores á que vivimos sujetos, la religión nos manda creer que la vida es un bien ;y mal podriamos clasificarla de otro modo, cuando además de ser el primero de los dones del Cielo, á ella está siempre unido un sentimiento innato de felicidad, que nos hace ver en la muerte la más grande de todas las desgracias. Y si los dones de los hombres, si los presentes de nuestros amigos, nos vienen siempre con una condición implicita de aprecio y conservación, que aceptamos gustosamente, ¿ qué cuidados podrían ser excesivos en la conservación de la vida, de esta vida que recibimos de la misma mano de Dios como el mayor de sus beneficios? Ya se deja ver que el sentimiento de la conservación obra generalmente por si solo en el cumplimiento de este deber ; pero las pasiones lo subyugan con frecuencia, y cerrando nosotros los ojos al siniestro aspecto de la muerte, divisada siempre á lo lejos en medio de las ilusiones que nacen de nuestros extravíos, comprometemos estérilmente nuestra salud y nuestra existencia, obrando así contra todos los principios morales y sociales, y contra todos los deberes para cuyo cumplimiento estamos en la necesidad imperiosa de conservarnos. La salud del cuerpo sirve también de base á la salud del alma; y es un impío el que se entrega á los placeres inhonestos que la quebrantan y destruyen, ó á los peligros de que no ha de derivar ningún provecho para la gloria de Dios ni para el bien de sus semejantes.

En cuanto á los desgraciados que atenían contra su vida tan sólo con el fin de ahandonarla, son excepciones monstruosas, hijas de la ignorancia y dé la más espantosa depravación de las costumbres. El hombre que huye de la vida por sustraerse á los rigores del infortunio, es el último y el más degradado de todos los seres : extraño á las más heroicas virtudes y por consiguiente al valor y á la resignación cristiana, tan sólo consigue horrorizar á la humanidad y cambiar los sufrimientos del mundo, que dan honor y gloria y abren las puertas de la bienaventuranza, por los sufrimientos eternos que infaliblemente prepara la justicia divina á los que así desprecian los bienes de la Providencia, sus leyes sacrosantas, sus bodadosas promesas de una vida futura, y su emplazamiento para ante aquel tribunal supremo, cuyos decretos han de cumplirse en toda la inmensidad de los siglos. Entre las piadosas creencias populares, hijas de la caridad, aparece la de que ningún hombre puede ocurrir al suicidio en la plena posesión de sus facultades intelectuales; y á la verdad, nada debe sernos más grato que el suponer que esos desgraciados no han podido medir toda la enormidad de su crimen, y el esperar que Dios haya mirado con ojos de misericordia y clemencia el hecho horrendo con que han escandalizado á los mortales. Sin embargo, rara será la vez en que él haya tenido otro origen que el total abandono de las creencias y de los deberes religiosos,

Réstanos recomendar por conclusión el tercer deber que hemos apuntado: el de moderar nuestras pasiones.

Excusado es sin duda detenernos ya á pintar con todos sus colores las desgracias y calamidades á que habrán de conducirnos nuestros malos instintos, si no tenemos la fuerza bastante para reprimirlos, cuando, como hemos visto, ellos puedan arrastrarnos aun al más horroroso de los crimenes, que es el suicidio. En vista de lo que es necesario hacer para agradar á Dios, para ser buenos hijos y buenos ciudadanos, y para cultivar el hermoso campo de la caridad cristiana, natural es convenir en que debemos emplear nuestra existencia entera en la noble tarea de dulcificar nuestro carácter, y de fundar en nuestro corazón el suave imperio de la continencia, de la mansedumbre, de la paciencia, de la tolerancia, de la resignación cristiana y de la generosa beneficencia.

La posesión de los principios religiosos y sociales, y el reconocimiento y la práctica de los deberes que de ellos se desprenden, serán siempre la ancha base de todas las virtudes y de las buenas costumbres; pero pensemos que en las contradicciones de la suerte y en las flaquezas de los hombres, encontraremos á cada paso el escollo de nuestras mejores disposiciones, y que sin vivir armados contra los arranques de la cólera, del orgullo y del odio, jamás podremos aspirar á la perfección moral. En las injusticias de los hombres no veamos sino el reflejo de nuestras propias injusticias; en sus debilidades, el de nuestras propias debilidades; en sus miserias, el de nuestras propias miserias. Son hombres como nosotros; y nuestra tolerancia para con ellos será la medida, no sólo de la tolerancia que encontrarán nuestras propias faltas en este mundo, sino de mayores y más sólidas recompensas que están ofrecidas á todos nuestros sufrimientos y sacrificios en el seno de la vida perdurable.

El hombre instruido conocerá á Dios, se conocerá á sí mismo, y conocerá á los demás hombres: el que cuide de su salud y de su existencia, vivirá para Dios, para sí mismo y para sus semejantes : el que refrene sus pasiones complacerá á Dios, labrará su propia tranquilidad y su propia dicha, y contribuirá á la tranquilidad y á la dicha de los demás. He aquí, pues, compendiados en estos tres deberes todos los deberes y todas las virtudes : la gloria de Dios, y la felicidad de los hombres.

 

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LOS AMOTINADOS DEL BOUNTY; *1-9- *1855*

  ALECK,   Y LOS AMOTINADOS DEL BOUNTY ; O, INCIDENTES EMOCIONANTES DE LA VIDA EN EL OCÉANO.   SIENDO LA HISTORIA DE LA ISLA ...