domingo, 15 de agosto de 2021

¿CUANTA INTELIGENCIA, TIENEN LOS PECES?

 La ciencia explica ahora lo que ya todo pescador sabía.

POR LA BOCA APRENDE EL PEZ

(Condensado de «Outdoors»)
Por Frank W. Lane

Selecciones del Reader´s Digest  Junio de 1947

EN su libro, Peces que contestan el teléfono, el profesor J. P. Frolov, científico ruso, relata algunos de sus ex­perimentos de laboratorio. Tenía el pro­fesor en un pequeño acuario varios peces unidos a un alambre eléctrico, lo bas­tante flexible, delgado y largo para que les consintiese moverse a su antojo. Apre­tando un botón hacía sonar el timbre de un teléfono instalado dentro del acuario, y enviaba simultáneamente a los peces, por medio del alambre, una descarga. Al sentirla, los animales respondían con rá­pidos movimientos.

Después de repetir esta prueba cosa de cuarenta veces, siempre con idéntico re­sultado, el profesor Frolov desconectó el alambre y se limitó a hacer sonar el telé­fono. Los peces se movieron como antes. ¡Habían aprendido a responder a la lla­mada! Lo hacían así aun en los casos en que el timbre del teléfono se hallara en la superficie, y no dentro del agua.

Estos y otros experimentos llevados a cabo en años recientes para estudiar las costumbres y el carácter de los peces, arrojan nueva e interesante luz sobre mu­chas cuestiones que se le ofrecen al aficio­nado a la pesca de caña. ¿Oyen los peces las pisadas del que camina por la orilla de un arroyo? ¿Les asusta el ruido de la con­versación? ¿Tienen muy desarrollado el sentido de la vista? ¿Distinguen unos de otros los colores?

KARL VON FRISCH y H. Stetter demostraron que el oído de los peces es notable, por lo agudo. Consiguieron que unos pececillos ciegos llegasen a relacio­nar el sonido de silbatos y diapasones con el acto de comer. En cuanto oían las no­tas que eran señal de que venía la diaria ración, los pececillos acudían abriendo y cerrando la boca vigorosamente.

Echose de ver que, aun al tocar el sil­bato o el diapasón muy quedo, a sesenta metros del acuario, respondían a la lla­mada. Igualmente se vio que oían con la misma, y acaso con mayor claridad, que un hombre sumergido en un acuario con­tiguo.

Stetter y von Frisch lograron, ade­más, enseñarles a distinguir entre deter­minados sonidos. Cierta nota era señal de que iban a echarles de comer; otra signi­ficaba que no habría comida. Al pez que buscara comida al sonar la señal contra­ria, le daban un golpecito en la cabeza con una varilla de vidrio. No tardaron todos en aprender la lección. Por último percibían fácilmente la diferencia entre la nota de una octava y su correspondien­te de la octava inmediata.,

EL DOCTOR Frank A. Brown llevó a cabo más de catorce mil experimentos acerca de la capacidad del róbalo para percibir los colores. En el estanque don­de tenía estos peces, echaba, suspendido de un hilo, un tubito de vidrio al cual iba enrollada una tira de determinado color. A los róbalos que se acercaran al tubo, les daba inmediatamente de comer. Al cabo de cierto tiempo, sacaba el tubo, le cambiaba la tira por otra de diferente color, y volvía a echarlo al agua. El ró­balo que se acercara ahora recibía, en vez de comida, una ligera descarga eléctrica, que se le administraba aproximándole al lomo un alambre. De cinco a diez prue­bas de esta especie bastaban para que la mayoría de los róbalos supiesen diferen­ciar el rojo, el amarillo, el verde y el azul.

Una vez conocida la cualidad «agra­dable» o «desagradable» de cada color, la recordaban por varias semanas.

EL PEZ distingue con facilidad unas figuras de otras. Así lo puso de manifiesto Konrad Herter al enseñarles a unos pe­ces a relacionar con el acto de comer una figura dada, como por ejemplo una circunferencia o una elipse. Al que nadara en dirección a la circunferencia, le echa­ba comida; al que se dirigiese hacia la elipse, ni una migaja. A su tiempo se hicieron cargo los peces de que les con­venía irse hacia la circunferencia. Por igual procedimiento les enseñó Herter a diferenciar la letra l, de la letra R. Esto hace suponer que podrían llegar a reco­nocer y rehuir las carnadas que hayan visto con frecuencia.

No escapan a la vista de los peces ni siquiera las diferencias de forma poco notorias. Demostración de esto son las prue­bas que efectuó Clifford Bower-Shore con dos percas. Una de ellas daba señales de gran agitación en cuanto lo veía acer­carse al acuario—si llevaba en la mano la caja de los cebos. En cambio, permanecía como si tal cosa cuando Bower-Shore no llevaba esa caja. Hay que convenir en que la perca tenía que estar dotada de excelente vista.

Había en el laboratorio otra perca, pescada con red en una charca, y en la cual no se notaba la menor traza de que hubiera tenido que ver nunca con un an­zuelo. Esto no obstante, si se echaba al acuario una lombriz ensartada en un an­zuelo, no la tocaba; pero si la lombriz pendía de un hilo, la engullía al punto.

TODO LO DICHO inclina a considerar menos inverosímiles esos «casos asom­brosos» que cuentan a veces los pesca­dores. Pues, ante lo que ocurre en expe­rimentos como los que acaban de mencionarse, efectuados con rigor científico: ¿por qué habrá de parecernos imposible que los peces den en ciertas ocasiones pruebas de lo que, en el nombre, llama­ríamos entendimiento?

Veamos, por ejemplo, el caso de los peces dorados de Bath. Tenían en esta ciudad de Inglaterra varios de ellos en una pecera sobre la cual estaba dispuesta una tablita que, al tirar de un hilo sumergido en el agua, se volcaba y dejaba caer una lluvia de huevos de hormiga. Pronto se percataron los peces de que lo único que necesitaban para darse un ban­quete era tirar del hilo.

Hace algunos años, exhibían en Lon­dres peces amaestrados. La habilidad de uno de ellos consistía en describir en el agua una circunferencia, en forma seme­jante a la del avión cuando hace el rizo. Al preguntarle al que los exhibía cómo se compuso para enseñarle a aquel pez esa gracia, respondió lo siguiente: «Po­niéndole delante Una lombriz, que él tra­taba de engullirse, y yo no le daba sino después de haber descrito con ella una circunferencia, mientras él iba detrás, procurando alcanzarla. Ahora, apenas me ve, empieza a hacer el rizo, para que le dé su bocado

Lo que le aconteció al doctor C. F. Holder cierta vez que estaba pescando en un muelle, es buen ejemplo del «discer­nimiento» de un pez que nadaba libre en su propio elemento. Mordió ese pez el anzuelo, tras el cual dejó ir el doctor Holder hasta sesenta metros de sedal an­tes de pensar en cobrar la pesca. En cuanto trató de hacerlo, el pez desanduvo ve­lozmente el camino, se metió debajo del muelle, hizo firme el sedal en uno de los pilotes, y dio de tirones hasta reventarlo. Si esto fuese todo, valdría atribuir lo sucedido a simple casualidad. Pero, aquí viene lo bueno.

El doctor Holder, que continuó en su pesca, veía al pez nadar de un lado para otro llevando tras sí el pedazo de sedal. Pasaron veinte minutos. El pez volvió a morder el anzuelo, pero no perdió el tiem­po en huir, como antes. Metiose pronta­mente debajo del muelle, nadó dos o tres veces alrededor de un pilote, hasta afirmar el sedal, y lo reventó a fuerza de tirones.

Muchos casos se cuentan de peces que, cuando ya se veían a un dedo de conver­tirse en pescados, lograron salvarse; y de otros que, por lo astutos, burlan todo in­tento de pescarlos. Bien podrá decirse que por la boca aprende el pez; que hay peces que sobresalen en lo de aprovechar lo aprendido; y que, mientras más veces se haya visto un pez a punto de quedar colgando del anzuelo, más difícil será conseguir que vuelva a morderlo.

 

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