La ciencia explica ahora lo que ya todo pescador sabía.
POR LA BOCA APRENDE EL PEZ
(Condensado de «Outdoors»)
Por Frank W. Lane
Selecciones del Reader´s Digest Junio de 1947
EN su libro, Peces que contestan el teléfono, el profesor J. P. Frolov, científico ruso, relata algunos de sus experimentos de laboratorio. Tenía el profesor en un pequeño acuario varios peces unidos a un alambre eléctrico, lo bastante flexible, delgado y largo para que les consintiese moverse a su antojo. Apretando un botón hacía sonar el timbre de un teléfono instalado dentro del acuario, y enviaba simultáneamente a los peces, por medio del alambre, una descarga. Al sentirla, los animales respondían con rápidos movimientos.
Después de repetir esta prueba cosa de cuarenta veces, siempre con idéntico resultado, el profesor Frolov desconectó el alambre y se limitó a hacer sonar el teléfono. Los peces se movieron como antes. ¡Habían aprendido a responder a la llamada! Lo hacían así aun en los casos en que el timbre del teléfono se hallara en la superficie, y no dentro del agua.
Estos y otros experimentos llevados a cabo en años recientes para estudiar las costumbres y el carácter de los peces, arrojan nueva e interesante luz sobre muchas cuestiones que se le ofrecen al aficionado a la pesca de caña. ¿Oyen los peces las pisadas del que camina por la orilla de un arroyo? ¿Les asusta el ruido de la conversación? ¿Tienen muy desarrollado el sentido de la vista? ¿Distinguen unos de otros los colores?
KARL VON FRISCH y H. Stetter demostraron que el oído de los peces es notable, por lo agudo. Consiguieron que unos pececillos ciegos llegasen a relacionar el sonido de silbatos y diapasones con el acto de comer. En cuanto oían las notas que eran señal de que venía la diaria ración, los pececillos acudían abriendo y cerrando la boca vigorosamente.
Echose de ver que, aun al tocar el silbato o el diapasón muy quedo, a sesenta metros del acuario, respondían a la llamada. Igualmente se vio que oían con la misma, y acaso con mayor claridad, que un hombre sumergido en un acuario contiguo.
Stetter y von Frisch lograron, además, enseñarles a distinguir entre determinados sonidos. Cierta nota era señal de que iban a echarles de comer; otra significaba que no habría comida. Al pez que buscara comida al sonar la señal contraria, le daban un golpecito en la cabeza con una varilla de vidrio. No tardaron todos en aprender la lección. Por último percibían fácilmente la diferencia entre la nota de una octava y su correspondiente de la octava inmediata.,
EL DOCTOR Frank A. Brown llevó a cabo más de catorce mil experimentos acerca de la capacidad del róbalo para percibir los colores. En el estanque donde tenía estos peces, echaba, suspendido de un hilo, un tubito de vidrio al cual iba enrollada una tira de determinado color. A los róbalos que se acercaran al tubo, les daba inmediatamente de comer. Al cabo de cierto tiempo, sacaba el tubo, le cambiaba la tira por otra de diferente color, y volvía a echarlo al agua. El róbalo que se acercara ahora recibía, en vez de comida, una ligera descarga eléctrica, que se le administraba aproximándole al lomo un alambre. De cinco a diez pruebas de esta especie bastaban para que la mayoría de los róbalos supiesen diferenciar el rojo, el amarillo, el verde y el azul.
Una vez conocida la cualidad «agradable» o «desagradable» de cada color, la recordaban por varias semanas.
EL PEZ distingue con facilidad unas figuras de otras. Así lo puso de manifiesto Konrad Herter al enseñarles a unos peces a relacionar con el acto de comer una figura dada, como por ejemplo una circunferencia o una elipse. Al que nadara en dirección a la circunferencia, le echaba comida; al que se dirigiese hacia la elipse, ni una migaja. A su tiempo se hicieron cargo los peces de que les convenía irse hacia la circunferencia. Por igual procedimiento les enseñó Herter a diferenciar la letra l, de la letra R. Esto hace suponer que podrían llegar a reconocer y rehuir las carnadas que hayan visto con frecuencia.
No escapan a la vista de los peces ni siquiera las diferencias de forma poco notorias. Demostración de esto son las pruebas que efectuó Clifford Bower-Shore con dos percas. Una de ellas daba señales de gran agitación en cuanto lo veía acercarse al acuario—si llevaba en la mano la caja de los cebos. En cambio, permanecía como si tal cosa cuando Bower-Shore no llevaba esa caja. Hay que convenir en que la perca tenía que estar dotada de excelente vista.
Había en el laboratorio otra perca, pescada con red en una charca, y en la cual no se notaba la menor traza de que hubiera tenido que ver nunca con un anzuelo. Esto no obstante, si se echaba al acuario una lombriz ensartada en un anzuelo, no la tocaba; pero si la lombriz pendía de un hilo, la engullía al punto.
TODO LO DICHO inclina a considerar menos inverosímiles esos «casos asombrosos» que cuentan a veces los pescadores. Pues, ante lo que ocurre en experimentos como los que acaban de mencionarse, efectuados con rigor científico: ¿por qué habrá de parecernos imposible que los peces den en ciertas ocasiones pruebas de lo que, en el nombre, llamaríamos entendimiento?
Veamos, por ejemplo, el caso de los peces dorados de Bath. Tenían en esta ciudad de Inglaterra varios de ellos en una pecera sobre la cual estaba dispuesta una tablita que, al tirar de un hilo sumergido en el agua, se volcaba y dejaba caer una lluvia de huevos de hormiga. Pronto se percataron los peces de que lo único que necesitaban para darse un banquete era tirar del hilo.
Hace algunos años, exhibían en Londres peces amaestrados. La habilidad de uno de ellos consistía en describir en el agua una circunferencia, en forma semejante a la del avión cuando hace el rizo. Al preguntarle al que los exhibía cómo se compuso para enseñarle a aquel pez esa gracia, respondió lo siguiente: «Poniéndole delante Una lombriz, que él trataba de engullirse, y yo no le daba sino después de haber descrito con ella una circunferencia, mientras él iba detrás, procurando alcanzarla. Ahora, apenas me ve, empieza a hacer el rizo, para que le dé su bocado “
Lo que le aconteció al doctor C. F. Holder cierta vez que estaba pescando en un muelle, es buen ejemplo del «discernimiento» de un pez que nadaba libre en su propio elemento. Mordió ese pez el anzuelo, tras el cual dejó ir el doctor Holder hasta sesenta metros de sedal antes de pensar en cobrar la pesca. En cuanto trató de hacerlo, el pez desanduvo velozmente el camino, se metió debajo del muelle, hizo firme el sedal en uno de los pilotes, y dio de tirones hasta reventarlo. Si esto fuese todo, valdría atribuir lo sucedido a simple casualidad. Pero, aquí viene lo bueno.
El doctor Holder, que continuó en su pesca, veía al pez nadar de un lado para otro llevando tras sí el pedazo de sedal. Pasaron veinte minutos. El pez volvió a morder el anzuelo, pero no perdió el tiempo en huir, como antes. Metiose prontamente debajo del muelle, nadó dos o tres veces alrededor de un pilote, hasta afirmar el sedal, y lo reventó a fuerza de tirones.
Muchos casos se cuentan de peces que, cuando ya se veían a un dedo de convertirse en pescados, lograron salvarse; y de otros que, por lo astutos, burlan todo intento de pescarlos. Bien podrá decirse que por la boca aprende el pez; que hay peces que sobresalen en lo de aprovechar lo aprendido; y que, mientras más veces se haya visto un pez a punto de quedar colgando del anzuelo, más difícil será conseguir que vuelva a morderlo.
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