miércoles, 4 de agosto de 2021

AL OESTE DE LA NOCHE- AFRICA- Por Beryl Markham- 1 parte

 Su madre la abandonó al cuidado de su padre,porque no soportó las privaciones de la vida en el África Oriental Británica de principiosde siglo. Así pues, Beryl Markham se crió en circunstancias nada convencionales,y se enfrentó a un destino aún más extraordinario. Su hogar fue el Continente Negro, dominio del león, el elefante y el
jabalí, tierra cuya exuberante belleza seguía intacta en aquel entonces. Creció en establos y en pistas para entrenamiento de caballos de carreras. Desde temprana edad se acostumbró a volar en avión para buscar elefantes y abrir rutas aéreas sobre la selva, en una época en que remontarse por el aire era toda una hazaña. Valerosa y profundamente sensible, aceptó el desafío de volar sola desde Inglaterra hasta América del Norte, sobre las heladas aguas del océano Atlántico. Sus fascinantes memorias, publicadas hace más de 40 años, en los ochentas vuelven a convertirse en un éxito de librería, y sirvieron de base para un popular documental de televisión.
AL OESTE CON LA NOCHE

Por Beryl Markham

SELECCIONES DEL READER'S DIGEST

Diciembre de 1988

 TODOS los personajes de mis sueños hablan en voz baja. Como el hombre que me llamó por teléfono una mañana de septiembre de 1936, para informarme que en Inglaterra estaba lloviendo y soplaban fuertes vientos del oeste, mientras que en mitad del Atlántico los vientos eran variables y el cielo estaba claro, y en la costa de Terranova había neblina.
Si está usted decidida a volar sobre el Atlántico en esta época del año —me explicó el hombre—, el Ministerio de Aeronáutica considera que esta noche y mañana por la mañana hará el mejor tiempo que se pueda esperar.
La voz se apagó, y yo me quedé acostada, creyendo que había sido parte de un sueño. Pensé que, si cerraba los ojos, se confirmaría la irrealidad del mensaje, y cuando volviera a abrirlos vería un día como cualquier otro. Pero no pude cerrar los ojos, ni la mente, por supuesto.
Me pregunté, ¿Por qué arriesgarme?, como me han preguntado tanto desde entonces, y respondí: Cada quien a lo suyo. El marino está llamado a navegar, y el aviador, a volar. Calculaba que había recorrido 400,000 kilómetros en avión, y comprendía que, mientras contara con un aeroplano y el cielo estuviera donde está, seguiría aumentando esa distancia.
Los Carberry estaban en Londres, y yo recordaba a June y a todos sus invitados a cenar. En particular, al hombre apellidado McCarthy, que vivía en Zanzíbar, cuando le propuso a John Carberry de un lado a otro de la mesa:
J. C., ¿por qué no le financias a Beryl un vuelo récord?
La seca respuesta de J. C. fue:
—Muchos pilotos han cruzado el Atlántico Norte de oeste a este. Jim Mollison es el único que lo ha hecho sin copiloto, sin escalas y en sentido contrario, desde Irlanda. Nadie a solas, partiendo de Inglaterra; ni hombre ni mujer. Eso, y sólo eso, me interesaría. Si deseas intentarlo, Beryl, yo te apoyo. ¿Quieres?
Sí.
Recordaba mí respuesta mejor que nada, salvo la tétrica sonrisilla de J. C. y la observación con que selló el acuerdo:
—Trato hecho. Yo aporto el avión, y tú atraviesas el Atlántico. Pero no me pondría en tu lugar ni por un millón de libras. ¡Piensa en ese abismo helado y negro!
Yo ya lo había pensado.
Luego tuve mucho en qué reflexionar. Vivía en Elstree, a media hora de vuelo de la compañía Percival Aircraft Works, en Gravesend, v durante tres meses me trasladé casi a diario hasta sus talleres, a observar cómo se construía, para mí, aquel Vega Gull.
El aparato tenía el fuselaje de color azul turquesa, y las alas plateadas. Un modelo deportivo común, con radio de acción de sólo 1000 kilómetros. Pero el tren de aterrizaje era especial, para soportar el peso de los tanques de aceite y gasolina adicionales. Los tanques iban fijos en las alas, en la sección central yen la cabina, donde formaban una pared alrededor de mi asiento.
Así pues, había seguido paso a paso la construcción del aeroplano, y me había preparado para la aventura como una atleta. Aquella mañana me levanté de la cama, me bañé, me puse el equipo de vuelo y tomé un paquete de cartón que contenía pollo frío. Volé entonces hasta el campo militar de Abingdon, donde me aguardaba el Vega Gull.
Había muchos automóviles de periodistas estacionados afuera del campo militar, y varios aviones de la prensa, y fotógrafos. En los periódicos se hablaba del vuelo en términos entusiastas, como de un gran acontecimiento.
Yo había viajado en avión a lugares remotos y exóticos, pero nunca me habían parecido inusitados esos viajes. El de Nairobi a Nungwe es apenas un salto, y a quien no conoce África, sus sonidos y sus silencios, semejante vuelo puede resultarle, más que indiferente, tedioso. No a mí, pues África representa nada menos que mi niñez.
Desde el momento en que llegué al África Oriental Británica, a los cuatro años, llevé una feliz vida provinciana. No tuve idea de lo que es el tedio sino hasta que pasé un año en Londres, tiempo después. En África siguen merodeando mis temores más negros, y se ocultan los misterios más intrigantes, imposibles de esclarecer. De allá provienen mis caros recuerdos del sol y las verdes colinas, el agua fresca y el calor amarillento de las mañanas esplendorosas. Continente tan implacable como el mar y como sus propios desiertos, incapaz de moderarse ni en sus rigores ni en sus dones. No concede nada, pero obsequia a manos llenas a hombres de todas las razas. Para muchos, corno para mí, es simplemente el "hogar". África es todo ello y más ... pero, insulsa, nunca.
Paddy, el león de Elkington
LA GRANJA Elkington estaba cerca de la estación de Kabete y de Nairobi, en los linderos de la Reserva Kikuyu. Mi padre y yo íbamos desde el poblado donde vivíamos, a caballo o en un buggy, y él me contaba cosas de África en el camino. Un día me habló de los leones:
Son más inteligentes que algunos hombres —me aseguró—, y más valerosos que la mayoría. Luchan por lo que tienen y lo que necesitan; desprecian a los cobardes y desconfían de sus iguales, pero no les temen. Puedes estar segura de que un león será siempre un león, y nada más —hizo una pausa, y añadió—: Excepto ese condenado león de Elkington.
Se refería a un animal muy conocido en un área de 20 kilómetros a la redonda, a partir de la granja. Por ahí se le oía rugir cuando tenía hambre, cuando estaba triste o, simplemente, cuando le daban ganas de hacerlo.
Algunos colonos de África Oriental habían atrapado cachorros de león y los habían criado en cautiverio, pero Paddy, el león de Elkington,nunca había visto una jaula. Creció sin preocupaciones ni cuidados, hasta convertirse en un magnífico ejemplar. Durante sus horas de vigilia ( que coincidían con las de sueño de la gente) recorría los campos y pastizales de Elkington, como un benévolo emperador. Ninguna barrera física coartaba su libertad, pero los leones de las llanuras no aceptan en su respetable cofradía a un semejante cuya piel despide el olor del hombre. Por ello, Paddy no salía de Elkington; era un león domesticado.
—Yo siempre tengo cuidado con él —comenté— Pero es inofensivo. He visto a la señora Elkington acariciándolo.
—Lo cual no demuestra nada —objetó mi padre—. Un león domesticado no es natural ... y, por tanto, es indigno de confianza.
Espoleé a mi caballo, y el trecho que faltaba para llegar a la granja Elkington lo recorrimos a medio galope. No era una granja grande, pero la casa parecía bonita, con su enorme terraza donde mi padre, Jim Elkington, la señora Elkington y uno o dos colonos más se sentaban a charlar, demasiado solemnemente para mi gusto.
Había` una mesa de té, pero los pastelillos y las pastas no me tentaban; yo tenía mis propios placeres. Saludé con desgano y salí de la casa. Pasé corriendo por el cobertizo del heno, y vi a Bishon Singh, un sikh que trabajaba en la granja de mi padre y había llegado con anticipación para atender nuestros caballos. Él levantó el brazo y me saludó en swahilí. Yo seguí corriendo hacia el campo.
Por qué corría, qué propósito tenía en mente, no podría decirlo; cuando no iba a ninguna parte, corría con todas mis fuerzas, y con la esperanza de encontrar un derrotero ... que siempre encontraba.
Cuando lo vi, tenía al león de Elkington a 20 metros, tendido al sol. Me detuve; él hizo gala de majestuosa calma al levantar la cabeza, y me clavó los ojos amarillos con despaciosa premeditación.
Me quedé allí, sosteniéndole la mirada y frotándome uno de los pies descalzos con el otro. Una niña muy pequeña que ya sabía de leones. Recordé todo lo que se debe recordar en esos casos: no eché a correr; caminé muy lentamente y empecé a cantar en tono de desafío; avancé en línea recta frente a Paddy, mientras distinguía el brillo de sus ojos entre la hierba tupida, y cómo su cola seguía el compás de mi cantinela.
Cantando todavía, empecé a trotar hacia una lomita que, con suerte, estaría cubierta de matorrales. Toda la zona era de un verde grisáceo, seca, y el sol calentaba la tierra que tocaban mis pies descalzos. Ni el más leve sonido, ni viento. Paddy no hizo ruido al precipitarse tras de mí.
Tres son los recuerdos más vivos que guardo de los momentos siguientes: un grito que apenas fue un susurro, un golpe que me arrojó al suelo y, justo cuando hundía la cara en los brazos y sentía que los colmillos de Paddy se clavaban en mi pierna, un turbante, el de Bishon Singh, que emergía fantásticamente sobre la colina.
No perdí el conocimiento, pero cerré los ojos y traté de insensibilizarme a lo que estaba ocurriendo. Y no me impresionó tanto el dolor como el rugido de Paddy junto a mis oídos. El sikh pidió ayuda, y media-docena de los hombres de la granja acudieron a la carrera. Con ellos fue Jim Elkington, armado de un kiboko (látigo de piel de hipopótamo). Según me explicó Bishon Singh, fue la aparición de bwana Elkington lo que me salvó:
—El león te dejó por el bwana. El león atacó a bwana Elkington, y él se subió a un árbol muy oportuno.
—¿Y tú me recogiste, Bishon Singh?
Él inclinó ligeramente la cabeza, con su enorme turbante:
—Me sentí muy feliz de llevarte a tu cama, Beru, y de avisar a tu padre,que había ido a ver los caballos de bwana Elkington. Le dije que un león enorme te había comido sólo un poco.
Aquella noche Paddy mató un caballo; la noche siguiente, un buey, y después, una vaca. Por fin lo atraparon y lo metieron en una jaula. La gente se quedaba mirándolo, v él hacía lo mismo. Así fue hasta 'que el pobre ya estaba muy vicio, y hubo que matarlo.
Todavía tengo las cicatrices que me dejaron sus colmillos y sus garras, tras, pero son muy pequeñas y estáncasi olvidadas. No le reprocho sus desplantes al felino; Paddy vivió y murió de maneras que no eligió, e hizo lo que correspondía a un león domesticado. No hay que juzgar a nadie por un desliz.
Travesuras en la selva
LA GRANJA de Njoro era inmensa. Antes de que mi padre la trabajara, no era granja, ni mucho menos . Él la hizo surgir de la selva y los matorrales, de la roca y la tierra nueva, con sol y lluvia cálida. La construyó con muchísimo esfuerzo y dedicación.
Mi padre no era granjero. Compró la tierra por fértil y barata, y porque África Oriental era nueva, y se sentía el futuro bajo nuestros pies.
Al principio no parecía más que una vasta extensión, en parte abierta, pero casi cubierta por completo de altos árboles: cedro, ébano, caoba, teca y bambú,con los troncos ceñidos por plantas trepadoras de tres y cuatro metros y medio de altura. Desde el suelo no se veían las copas sino hasta que los árboles sucumbían al golpe del hacha, y los arrastraban boyadas conducidas por holandeses cuyos látigos restallaban todo el día.
Mi padre compró dos viejos mo-tores de vapor y los instaló en un molino, el cual no se detuvo nunca desde entonces. Los peones, aborígenes kavirondo, que vaciaban los pesados costales y volvían a llenarlos con el grano ya no tosco, sino terso y amarillo, estaban en actividad de sol a sol, y a veces hasta después del anochecer, conio comparsas de un gran ballet sincronizado con la música del vapor y las ruedas del molino.
Nuestros establos crecieron, de unos cuantos pesebres hasta cuadras completas, y nuestros caballos pura sangre se multiplicaron de dos a una docena, y luego a un centenar.  Así, mi padre vio fructificar su viejo amor a los caballos, y yo lo atesoré mi parte, y nunca he dejado de sentirlo. 

 El jefe de palafreneros tocaba la campana todas las mañanas, y el tañido herrumbroso ponía en movimiento a toda la granja. Los holandeses uncían sus bueyes, los mozos de cuadra echaban mano a sus sillas de montar, los motores de los molinos acumulaban presión. Ordeñadores, pastores, muchachos encargados de las aves de corral, porquerizos, jardineros y mozos se desperezaban, veían cómo estaba el tiempo y se iban corriendo a sus ocupaciones.
Casi todos los días,. mi perro Bulles y yo formábamos parte de aquel trajín, pero cuando nos íbamos (le cacería escapábamos antes de que sonara la campana. Yo tenía tareas escolares pendientes, y las dejaba para después.
Recuerdo particularmente uno de ésos días:
Todo empezó cuando Bulles se agitó en sueños, como siempre lo hacía al pie de mi cama, en la choza de argamasa que compartíamos. Bulles era un cruce de bullterrier y viejo pastor inglés, y no parecía de una raza ni de la otra. Sin embargo, la quijada le sobresalía, y tenía músculos sólidos y correosos como los lebreles fantásticos de los antiguos frisos de piedra persas.
Bulles sabía luchar contra todo lo que requiriera tal trato, y su piel negra y blanca ostentaba un criptograma de cicatrices largas, cortas o semicirculares, que narraba sus hazañas de luchador. Su lealtad hacia mí era inquebrantable, pero nunca lo creí capaz de protagonizar una historia conmovedora, de las que llegan al alma; era demasiado rudo, inquieto y agresivo.
Aquella mañana, los dos salimos al patio. Ocultos en una esquina de la choza de mi padre, cercana a la mía, espiamos a los dos palafreneros, que estaban abriendo ya las puertas del establo. Eso significaba que mi padre saldría en cualquier momento para enviar al primer grupo de caballos a su entrenamiento matutino. Si me veía con la lanza, el perro y el cuchillo de caza a la cintura, se daría cuenta de que no tenía yo la mente inmersa en las emocionantes Nociones fundamentales de la gramática inglesa, sino que me disponía a ir con Buller a una aldea nandí cercana, para cazar con los moraníes.
Nos escurrimos entre el apiñamiento de chozas, y en el momento propicio echamos a correr por el sinuoso sendero que, con excepción de nosotros y de los aborígenes cuyos pies lo habían formado, nadie conocía, pues quedaba completamente oculto por la espesura.
CUANDO nos aproximamos a la aldea, vimos a Arap Maina, que sostenía con ambas manos un calabazo lleno de sangre y leche 1 cuajada, miraba al sol y cantaba así: —"Alabado' sea Dios por la sangre del toro, que fortalece nuestros riñones, y por la leche de la vaca, que da calor a los pechos de nuestras amantes".Su rostro era joven y duro, pero había en él un toque de humor. Se notaba también  su amor a la vida, a la caza, a la seguridad que le daba su fuerza, a la belleza y utilidad de su lanza.
Bebió abundantemente del calabazo, y luego dejó que del vientre le subiera un eructo, el cual resonó en el silencio de la mañana. Silencio que todos los allí presentes respetamos hasta que Arap Maina terminó, pues se trataba de un acto religioso; era el rito precedente a la caza, costumbre nandí.
—Estamos listos.
Tras anunciar esto, Arap Koskei desenvainó su espada y probó el filo.
—Por el seno sagrado de mi madre —auguró—, hoy mataremos al jabalí.
Con su gran escudo y su enhiesta lanza, se colocó detrás de Arap Maina, y yo lo seguí con mi lanza, aún nueva y limpia, y más ligera que las de ellos. La mayor parte del camino fuimos corriendo silenciosamente, en fila india, bordeando la selva Mau, y enfilamos hacia el norte para descender 300 metros hasta el valle Rongai. Buller iba pisándome los talones, y los perros de los aborígenes lo seguían formando una especie de abanico.
Cacería sangrienta
HAY BESTIAS de mejor estampa que el jabalí africano, pero ninguna más valiente. Este animal es el labriego de las llanuras, rudo y feo, que se dedica a hurgar humildemente en la tierra. Es el desgarbado pero intrépido defensor de la familia, el hogar y los valores burgueses, que luchará contra quienquiera que se entrometa en su humilde existencia, sea cual sea su tamaño. Hasta sus armas son vulgares: colmillos curvos, agudos y mortíferos, pero en modo alguno hermosos.
La altura del jabalí totalmente desarrollado no es mayor que la del cerdo doméstico, y su piel es del color del polvo, áspera y cubierta de cerdas. Sus ojos son pequeños y apagados, y sólo expresan desconfianza. El animal recela de todo lo que no comprende, y lo ataca; sale de su madriguera y embiste con una rapidez increíble.
No carece de astucia. Se mete de cola en su estrecho refugio de manera que sus enemigos nunca lo tomen desprevenido. Es capaz ,de emprender la retirada por táctica, pero no de rendirse, y si un perro no es todo un veterano, o el hombre un experto, la sangre del jabalí no será la única que se derrame.
El primer indicio que descubrimos del jabalí fue el chillido de una cría que los perros de los aborígenes encontraron en un pastizal. Siguieron los chillidos de todas las crías de jabalí que había en África; eso me pareció. Presas del pánico, los animalitos corrieron en todas direcciones, con las colas en alto, como ratones en los sueños de un gato callejero. El estridente mensaje iba dirigido a las orejas del padre, que, cuando llegara, buscaría sangre.
Y vaya que llegó. En pleno pandemónium, la hierba se abrió frente a Arap Maina, como tajada por una hoz, y un gran jabalí, ciego de rabia, se abalanzó contra el moraní. Arap Maina se apartó, su lanza brilló, y el jabalí se fue ... seguido por el cazador.
Si Buller no hubiese corrido tras su propia presa, los acontecimientos habrían tomado un giro distinto. Arap Koskei y yo dejamos que Arap Maina se las hubiera con el primer jabalí, y corrimos por donde se había ido Buller. Lo escuchábamos ladrar, muy excitado. A los cinco kilómetros, más o menos, lo encontramos junto a un gran agujero, donde se ocultó su jabalí después de una agotadora persecución. Yo me coloqué cautelosamente del otro lado del hoyo, y Arap Koskei se quedó a un lado y a prudente distancia.
—¡Si tuviéramos papel para agitarlo, Koskei! —le dije.
Él se encogió de hombros:
—Podemos probar otros trucos.
Parece tonto pero, muchas veces, después de ensayar todos los demás ardides, habíamos sacado jabalíes de su madriguera simplemente agitando un pedazo de papel a la entrada. Sin embargo, en aquel momento no teníamos papel. Lo intentamos todo, sin éxito alguno, hasta que nos dimos por vencidos y decidimos buscar a Arap Maina. Ya nos íbamos, mas la curiosidad de Arap Koskei fue mayor que su cautela, y se agachó frente al negro agujero. El jabalí salió.
Aquello, más que un ataque, fueuna explosión. No se veía nada entre la polvareda, salvo la cola de la bestia, los pies de Arap Koskei, las orejas de Buller y el extremo de una lanza. Si yo trataba de herir al jabalí con mi lanza, podía lastimar al perro o al moraní. Era un enredo del demonio, y duró cinco segundos. Por fin, el jabalí se alejó, como despedido de un torbellino, y desapareció por un sendero de hormigueros, con Buller a la zaga.
Arap Koskei se quedó sentado en el suelo, sobre un charco de su propia sangre; tenía el muslo como tajado con una espada. Se oprimió la herida con un pliegue de su shuka, prenda parecida a una toga, y se puso de pie. Los ladridos de Buller iban perdiéndose a lo lejos.
—¿Puedes caminar, Koskei? Yo debo seguir a Buller; no vayan a matarlo.
El moraní sonrió sin alegría, y respondió:
—Desde luego, niña. Esto no es nada, y lo tengo bien merecido. Iré a que me atiendan. Más vale que sigas a Buller; el Sol ya se está poniendo. ¡Anda! ¡Corre!
EMPIEZAN a dolerme los músculos, y a sangrarme las lastimaduras que tengo en las piernas por andar en el herbazal. La mano, húmeda de sudor, se me resbala sobre la lanza. Tropiezo, caigo, me levanto y sigo corriendo. Los ladridos de Buller se oyen más y más cercanos, pero luego se desvanecen. Nada tiene importancia para mí, salvo mi perro.
Al rato, veo gotas de sangre en la hierba y sobre la tierra absorbente. Los ladridos de Buller son ya débiles e irregulares, pero parecen más próximos. El rastro de sangre va haciéndose más claro. Veo árboles en la llanura, grandes, solitarios, silenciosos. Los ladridos cesan. Sin aliento pero aún corriendo, distingo a la luz cambiante algo que se mueve en un claro de hierba, bajo un árbol de follaje aplanado.
Ya estoy allí, a la sombra del árbol, parada sobre un lodazal ensangrentado. El jabalí, seis veces más grande que Buller, está sentado, exhausto, sobre sus cuartos traseros. El perro lo ataca y le desgarra el vientre. La vieja bestia me ve a mí, un enemigo más, y vuelve a embestir, con admirable valor. Me hago a un lado y le hundo la lanza en el corazón. Cae hacia adelante y queda inmóvil. Le dejo el arma clavada, me vuelvo a Buller, y los ojos se me llenan de lágrimas.
La piel del perro está abierta, como la de una oveja en el matadero. Su costado derecho no es más que carne viva, desde la cola hasta la cabeza, y sus costillas, casi blancas, parecen dedos humanos empapados en sangre. Dirige la mirada al jabalí; luego a mí, que estoy estoy a su lado, de rodillas, y deja caer la cabeza en mis brazos.
Me lame la mano-, comprende, creo yo, que no puedo hacer nada. Imposible abandonarlo, pues ya casi no hay luz; los leopardos merodean de noche, y las hienas atacan a los heridos y a los indefensos. Me siento bajo el árbol con Buller y con el jabalí muerto, y aguardo a que la oscuridad sea completa.
Algo se mueve entre la alta hierba, produciendo un crujido como el de la falda de una mujer. El perro se mueve apenas. Apoyo su cabeza sobre la hierba, me pongo en pie, y arranco mi lanza del cuerpo del jabalí. Percibo un sonido a la izquierda, pero no lo reconozco.
—¿Estás aquí, niña?
La voz de Arap Maina es fresca como agua sobre rocas en un paraje sombreado.
—Aquí estoy, Maina.
Estás sola, y has sufrido, niña mía. ¿Cómo se atrevió Koskei a dejarte? ¡Ha traicionado la confianza que deposité en él!
--Koskei está malherido. El jabalí le abrió el muslo.
—Ya no es un chiquillo, y debió tener más cuidado. Acuéstate y descansa, niña. Cuando la Luna brille a medianoche, , llevaremos a casa a Buller.
Corta después ' puñados de hierba con su espada, y forma una almohada. Yo me acuesto, con Buller insconciente en mis brazos. El rugido un león retumba lejano en el silencio de la noche, y nosotros nos quedamos muy quietos.
"Calma, estás temblando"
LLEVAmos a casa a Buller a la luz de la luna. Después, y durante largo tiempo, el perro permaneció inmóvil, sin enterarse de nada, hasta que al fin levantó la cabeza, y luego pudo caminar. Un día olfateó mi lanza y meneó la siempre entusiasta cola;sin embargo, las cacerías de jabalíes habían quedado atrás, el mundo estaba cambiando.

 He aprendido que, si se trata de abandonar el lugar en el que se ha vivido, y que se ha amado, donde nuestros ayeres están bien enterrados, hay que alejarse tan de prisa como sea posible. Pero yo me separé de la granja de Njoro con lujo de morosidad. La razón fue que los dioses olvidaron enviar lluvia para alimentar las semillas, que a su vez alimentan el molino. Cuando la lluvia falta, las ruedas del molino se detienen, y si continúan girando, sólo muelen desventura para su dueño. Mi padre, en este caso.
—Tenemos que ponernos a pensar —me dijo. Y así lo hicimos.
Estuvimos sentados una hora en su pequeño estudio, y me habló más seriamente que nunca. Iba a irse a Perú, un país tan libre como aquel en el que habíamos vivido, país donde se amaba a los caballos y se necesitaban hombres que los comprendieran. Mi padre deseaba que fuera con él, pero respetaría mi decisión. A los 17 años y pico, ya no era yo una niña. Conocía demasiado poco de África para dejarla, y amaba mucho lo que conocía. Perú no era más que una mancha púrpura en un mapa del libro escolar; yo podía ponerle el dedo encima, pero mis pies estaban bien plantados en la tierra de África.
Durante años había atendido los caballos pura sangre de ni¡ padre; los había alimentado, montado, acicalado y amado. ¿Me consideraba él tan experta como para encargarme yo sola de caballos de ese tipo y entrenarlos como un profesional?
Sí me creía capaz; sin embargo, todavía me faltaba mucho por aprender. ¿Podía yo aspirar a obtener una licencia de entrenadora, de acuerdo con el reglamento del Jockey Club inglés?
Sí podía.
—Ve a Molo —me aconsejó mi padre—. Allá hay establos que podrás aprovechar. Recuerda que sólo eres una muchacha, y no esperes demasiado; pocos propietarios te confiarán sus caballos. Después, trabaja y ten esperanza; pero que no sea tu esperanza mayor que tu trabajo.
COMIENZO con cinco caballos; con el tiempo, ya son ocho, y luego, diez. Los entreno a cambio de mi cabaña y de espacio en los establos. Malos caballos, demasiado viejos y estragados, pero un empleo es un empleo. Garabateo notas. Me sorprende el alto precio del alimento. Sin embargo, ya soy entrenadora de caballos de carreras; he recibido mi licencia. Se aproximan las carreras de Nairobi.
Los hoteles se llenan; en las calles hormiguea el gentío; las tribunas del hipódromo se ven día a día muy coloridas por los atuendos de una docena de tribus y pueblos. Los entrenadores explican cómo debió de ocurrir tal o cual cosa, y la razón de que no fuera así. Todos ellos hombres; todos de más edad que mis 18 años; todos confiados, hasta jactanciosos. Conocen su oficio, - Continuará-


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