CÓMO ME LIBERTÉ DEL MIEDO
Por Margaret Lee Runbeek
Selecciones del Reader´s Digest Junio 1947
CUANDO me gradué en la escuela , de segunda enseñanza, era yo una chiquilla tímida y desmañada. Pero por razón de las duras pruebas a que debe ser sometida la alumna que aspira a ganar una beca universitaria, se me designó para pronunciar el discurso de despedida en el solemne acto de entregar los diplomas a los graduandos. Y ahora me veía en aquella plataforma terrible, presa de un susto mayúsculo, y con el discurso aprendido de memoria revoloteándome en la atolondrada cabecita.
A mis espaldas, en el fondo de la plataforma, estaban alineadas todas las alumnas de nuestro curso. Frente a mí, en el vasto salón de actos, se extendía el borroso mar de las caras paternales. Entre ellas estaban la de mi madre, cuyos dedos queridos tenían aún los pinchazos sufridos al dar los millares de menudas puntadas que exigió mi elegante vestido de ceremonia, y la de mi padre, que sacrificaba uno de sus preciosos días de descanso para asistir al magno acontecimiento de mi graduación. «Si, como es muy probable», pensaba yo con un escalofrío de espanto, «quedo mal y los pongo en vergüenza, nunca podré perdonarme a mí misma.»
Habían dispuesto que nosotras, las cuatro despavoridas estrellas de la función—la profetisa de la clase, la oradora, la poetisa y la «niña ejemplar», quienes íbamos a recibir beca para la universidad—ocupásemos sendos asientos delanteros en el centro de la plataforma. Verme obligada a farfullar un discurso era martirio horrendo, pero peor aún era el encontrarme destacada así, donde todos podían notar lo gordita que estaba y advertir las oleadas de sangre con que el azoramiento me encendía las mejillas.
Para agravar la situación, tenía a mi lado una silla vacía, destinada al huésped de honor que había de pronunciar el discurso inaugural. Por insistente encargo de la profesora de gramática, tenía yo que charlar animadamente con nuestro invitado durante los breves minutos anteriores a la ceremonia, lo cual contribuiría, según la profesora, a dar al acto un grato ambiente de familiaridad. Desde luego, aquélla era la parte más peliaguda de mi cometido. Porque, ¿de qué podía yo conversarle a un señor desconocido?
Cuando el invitado avanzó con graciosa soltura hacia la plataforma, mientras la orquesta de la escuela tocaba bastante mal El Danubio Azul, yo no sabía donde meterme. La profesora, temiendo que fallara, me hizo una seña imperiosa; sacando fuerzas de flaqueza, acogí al orador con una sonrisa que chorreaba afabilidad y procuré con mis maneras hacerles creer a él, y a todos, que estaba muy a mis anchas. Pero una vez que nos sentamos murmuré tragando saliva:
—Tengo que hablar a usted con ingenio y desenvoltura, pero... pero... no se me ocurre nada. Estoy muerta de miedo.
—También yo—me dijo el personaje—. He escrito un discursillo, pero creo que no es gran cosa, y además...
—Pero usted no tiene por qué sentir miedo—repuse asombrada.
Me miró atentamente, no como un hombre que mira a una mina, sino como un ser humano que mira a otro, calculando en qué puede ayudarle.
—Ni usted tampoco—me contestó—. Voy a revelarle un secreto para que nunca vuelva a tener miedo. En este mundo todos somos vergonzosos y tímidos: todos estamos inseguros de nosotros mismos; todos nos sentimos apocados en presencia de un extraño. Pero si cuando a usted le presentan a alguien, emplea el primer minuto no en fuscarse toda sino en tratar de ayudarle al otro a que pierda la timidez y el encogimiento, nunca volverá usted a sentirse azorada. Ensaye y verá.
En su hermoso rostro vi una expresión de noble bondad que súbitamente me hizo comprender cuán enorme valor tiene en este mundo un hombre dotado de espíritu afectuoso y comprensivo.
—¡Ensayaré!—respondí en voz muy alta y con todo el entusiasmo de mi corazón agradecido.
Entonces me di cuenta, horrorizada, de que la orquesta no tocaba ya El Danubio Azul y que mi voz había resonado como una explosión en el silencio de la sala. Nuestro rector, hombrecillo de faz agria y enjuta, me miraba con ojos severos, mientras mis compañrras de clase me contemplaban boquiabiertas. Fue un instante de angustia en que me sentí al borde del desastre.
Pero el invitado rio con aplomo, y extendiendo el brazo me dio unas palmaditas en el hombro con tan cordial afecto que todos los presentes se sintieron como si en vez de una fiesta estirada aquello fuese una reunión entre amigos de confianza. A pesar de mí misma, acababa de hacer exactamente lo que me había encargado la profesora de gramática, esto es, hablar llana y amablementecon nuestro huésped de honor para que todo el público se sintiera en un ambiente de familiaridad.
No recuerdo ya cómo salieron los discursos, el suyo ni el mío. Pero aún tengo bien presente lo feliz que me sentía y lo maravilloso que encontré todo aquello. Especialmente recuerdo el muy valioso consejo del hombre que reveló generosamente a una chiquilla asustada y poco atractiva el secreto para libertarse del azoramiento: olvidarse de sí misma para ayudar al otro.
Miles de veces puse en práctica el secreto, observando sus efectos en toda clase de gente; y mi gratitud por aquel hombre benévolo fue aumentado con el trascurso de los años. Con gran frecuencia deseé poder acordarme de quién era para ir a buscarlo y darle las más rendidas gracias.
Hace poco tuve que desocupar una buhardilla llena de trastos y objetos sin valor amontonados durante larguísimo tiempo. En una caja que contenía cartas y papeles viejos encontré el programa de la graduación de la Escuela Eastern de Wáshington. Tiene en la portada un sello azul y plata. Debajo del sello hay una línea que dice:
Discurso inaugural por el señor Franklin Delano Roosevelt, subsecretario de marina.
Ya es demasiado tarde para poder expresarle mi gratitud. Pero puedo, en cambio, hacer público su secreto para ayudar a otros, como él me ayudó a mí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario