Todo lo afrontó noblemente esta hija de la selva por el hombre a quien amó desde niña.
EL GRAN AMOR DE LA PRINCESA POCAHONTAS
Por Donald Culross Peatties
SELECCIONES DEL READER'S DIGEST junio 1947
SU verdadero nombre era Matoaka. Su padre, Wahunsonacock, jefe de los indios powhatans, la llamaba cariñosamente mi pequeña Pocahontas, que significa «la juguctona»; y con este nombre ha llegado hasta nosotros, surgiendo, ligera como una gacela, de los bosques de la leyenda para entrar en los despejados campos de la historia.
Tenía Pocahontas once años cuando vio por vez primera al capitán John Smith. El capitán contaba veintisiete al llegar a Virginia—encadenado. Su barco era uno de los tres que entraron en la bahía de Chesapeake una noche de abril del año 1607 para fundar la colonia de Jamestown. Había entre los expedicionarios tantos insensatos y bribones que, cuando John Smith manifestó el odio que le inspiraban las bellaquerías, decidieron encadenarlo.
Pero la noche anterior al desembarco, los capitanes de los buques, que estaban discutiendo si debían colgar a John Smith de un mástil por insubordinación, abrieron, las órdenes selladas de la Compañía londinense de Virginia y se encontraron con que el candidato a la horca era uno de los siete consejeros nombrados por la compañía para la colonia. No les quedó otro recurso que quitarle los grillos.
De todos los peripuestos caballeros con gorgueras y encajes que saltaron a tierra aquella mañana primaveral, John Smith era el único preparado para enfrentarse con la selva norteamericana. Tenía en su abono diez años de soldado aventurero en tierras de Europa—donde había guerreado contra los turcos, sufrido cautiverio y -vivido en esclavitud hasta que pudo fugarse y llegar a Inglaterra. Una vez allí se presentó a los «distinguidos aventureros» que formaban la Compañía londinense de Virginia. Aquellos caballeros se limitaban a aventurar su dinero; pero, obrando cuerdamente, enviaron a Smith para que arriesgase la piel en defensa de su plata.
Pero Smith se dio cuenta de la situación de los expedicionarios y las condiciones de la nueva tierra, y se lanzó a explorarla y buscar alimentos. Su primera expedición aguas arriba del río James le proporcionó la colaboración de los indios, amén de una buena cantidad de maíz. En la segunda expedición fue capturado. Los mismos salvajes reconocieron en Smith un hombre superior y lo exhibieron por toda la comarca de Tidewater, como un trofeo, antes de entregarlo al gran powhatan Wahunsonacock. El «emperador», según lo llama Smith, recibió al prisionero, reclinado en alta pila de mantas y rodeado de guerreros pintados y mujeres adornadas con cuentas de madreperla. Smith observó que las brillantes pupilas de todos estaban fijas en su persona. ¿Vio también a la indiecita de ansiosa y linda faz que lo devoraba con los ojos?
Como ya había aprendido bastante bien la lengua de los indios, Smith rompió a hablar desesperadamente para ganar tiempo. Enseñó su brújula al jefe powhatan y le habló del polo norte, la rotación de la tierra y los eclipses del sol y la luna. Pero, al fin, tuvo que detenerse para tomar aliento y, como las formalidades exigidas por la cortesía india estaban ya satisfechas, Wahunsonacock hizo la señal para que se procediera a darle muerte.
Se le hizo arrodillar y se le colocó la cabeza sobre un bloque de piedra. Los verdugos levantaron en alto las rocas con que iban a aplastarle el cráneo. En ese momento resonó un grito, se vieron unos ágiles pies bronceados correr con la velocidad del relámpago, y dos brazos infantiles rodearon el cuello del capitán para defenderlo. Instantáneamente, el jefe powhatan ordenó a los verdugos que se apartaran, pues siempre había satisfecho los caprichos de su hija. Era además costumbre inveterada de la raza roja que una mujer pudiera salvar la vida a un prisionero.
Así fue como John Smith pudo volver a Jamestown, donde encontró a los colonos medio muertos de hambre. Entonces, atravesando los bosques, Pocahontas fue a visitar la colonia, acompañada por una fila de guerreros feroces y mujeres curiosas que traían grandes cestos de maíz, trozos de venado y abundantes pavos salvajes cuyas bronceadas plumas agitaba el viento. La muchacha repitió la visita con intervalos aproximados de una semana, para poner a los pies del capitán los dones de la selva norteamericana.
Pocahontas recorría en sus visitas el fuerte colonial para jugar con los chiquillos blancos, compitiendo con ellos en dar volteretas y saltos mortales. Pero siempre se las componía para caer en pie cerca del capitán y comunicarle, en un susurro, lo que se tramaba en los conciliábulos celebrados por la tribu de su padre alrededor de las hogueras.
El jefe powhatan estaba contemporizando con los «caripálidos» mientras formaba una confederación para arrojarlos al mar. Smith, que ya era presidente del consejo de Jamestown, tenía un ángel guardián en la red de traiciones de la selva. Pocahontas recorrió kilómetros de bosques durante la noche para informarle que su padre lo tenía cercado. El capitán ofreció regalos a la indiecita
como muestra de gratitud, pero ella no quiso admitirlos porque su
posesión la denunciaría.
Un día aciago, Pocahontas, bañada en
lágrimas, dijo adiós a su capitán que, habiendo sufrido terribles
quemaduras en una explosión de pólvora, necesitaba recibir asistencia
médica en Inglaterra. Su partida fue alegremente celebrada por los
colonos que no querían hacer guardia ni cultivar la tierra, y esperaban
vivir ociosos de las riquezas del país. Pero Pocahontas no volvió a
visitar el fuerte, ni los indios a llevar alimentos. Cuando, por fin,
los pieles rojas se lanzaron al ataque, los colonos consiguieron
capturar a Pocahontas y la guardaron como rehén. La muchacha tenía
entonces dieciocho años y todos opinaban que era la mujer india más
hermosa que habían visto.
Pocahontas supo por fin de John Smith, pero
las noticias fueron malas. Después de haberse distinguido en la
exploración de Nueva Inglaterra—fue él quien la bautizó con ese
nombre—el capitán había sido capturado por un pirata francés, cuyo barco
se hundió con tripulantes y cautivos en las costas de Bretaña.
Los
ingleses respetaron el dolor de Pocahontas. Teníanla por una princesa
cautiva y la trataban como a tal. Había un joven, John Rolfe, que no
apartaba de ella los ojos cuando la muchacha iba y venía, digna y
adorable, aprendiendo la lengua y costumbres de Inglaterra, y la
religión cristiana. Rolfe estaba enriqueciendo a Virginia. Sus
experimentos con diversos tipos de tabaco habían dado por resultado una
hoja que los fumadores ingleses prefirieron muy pronto a todas las
demás.
No tardó Rolfe en aquilatar los sentimientos que le inspiraba Pocahontas. Según sus propias palabras estaba «enamorado de una mujer de educación ruda, maneras bárbaras, estirpe maldita y muy discrepante en todo de mi propia crianza». Sin embargo, el mes de abril de 1614, John Rolfe se unió en matrimonio a Rebeca, nombre cristiano que había recibido la princesa india.
Este matrimonio internacional aseguró una era de paz entre pieles rojas y blancos, haciendo que la colonia de Virginia arraigase sólidamente. La adopción del sistema de grandes plantaciones enriqueció a los colonos, y un «barco con cargamento de esposas» les llevó mujeres casaderas con las que formaron hogar y tuvieron hijos. Fue Pocahontas quien facilitó el acceso pacífico de sus hermanas blancas a la tierra en que había nacido.
Pero cuando llegaron no se encontraba allí para darles la bienvenida. En 1616 había marchado con su hijito y su marido a Inglaterra, donde se enteró de que el capitán John Smith estaba vivo. La misma noche que naufragó el barco pirata francés, se escapó en un botecillo, y fue salvado por unos pescadores. Cuando Smith y la elegante señora de Rolfe se encontraron en Londres, las primeras palabras de la dama brotaron impetuosas de su corazón de hija de la selva: «¡Siempre me dijeron que usted había muerto, y no supe que era mentira sino hasta que llegué a Plymouth!»
Cuando el valiente capitán se despidió de ella, Pocahontas, vencida por la emoción, sufrió un desmayo. Smith escribió a la reina una larga carta explicando todo lo que «lady Pocahontas» había hecho por él y por Inglaterra. La historia voló de boca en boca y cuando Pocahontas fue presentada en la corte todos la consideraban ya como una heroína.
El capitán Smith visitó de tarde en tarde a Pocahontas mientras su marido estuvo en Inglaterra; y se abstuvo escrupulosamente de verla cuando John Rolfe volvió solo a Virginia para atender a sus obligaciones. La inocente Pocahontas no comprendía esta delicadeza del capitán y, cuando el azar los reunía en sociedad, le reprochaba su conducta como un niño, a quien no se le cumple una promesa.
Algún tiempo después, Rolfe mandó por su esposa y ésta partió en aquel estado de confusión sentimental que sólo una mujer podría explicarnos. Mientras esperaba en Gravesend la llegada de un navío, enfermó de viruela. No se afligió al enterarse de que su leal corazón, dividido entre dos grandes afectos, dejaría de latir muy pronto. El único comentario suyo que se conserva fue: «'Me llena de alegría que mi hijo se haya salvado.»
Así fue como murió Pocahontas, en tierra extranjera, entre gentes extrañas, pertenecientes a una raza que solamente había sido suya por el amor que consagró a sus hijos y el bien que les hizo.
El capitán Smith la sobrevivió trece años. Wahunsonacock murió un año después que su hija, y esta muerte fue la señal de nuevos ataques armados de los indios, en uno de los cuales pereció John Rolfe. Pero su hijo Thomas, el niño cuya salvación de la viruela celebró Pocahontas en su lecho de muerte, vivió para ser antepasado de muchos personajes distinguidos a ambos lados del Atlántico. Ninguna familia de Virginia se enorgullece más de su linaje que los Randolph, por ejemplo; y nadie les inspira tanto orgullo como aquella remota abuela que figura a la cabeza de todo el linaje y que se llamó Matoaka Pocahontas Rebeca Rolfe.
A causa del amor puro que le inspiraron dos hombres, a quienes siempre se mantuvo fiel, Pocahontas fue la madre de la primera colonia de Norteamérica. Jamestown desapareció hace largos años, pero la tierra en que se asentó está convertida en monumento nacional. Sólo quedan de la antigua colonia el armazón de la iglesia y algunas maltrechas losas sepulcrales del cementerio que la rodeaba. Todo respira desolación y soledad en este lugar de heroicos recuerdos donde—aunque no la veamos—una figurilla bronceada da volteretas en el césped bajo la dorada caricia del sol.
Un buen anzuelo
Al entrar al vagón de descanso del tren expreso donde iba viajando, noté que uno de los pasajeros tenía a la altura de los ojos una revista al revés. Sin embargo, parecía estar leyendo porque durante el rato que allí estuve lo vi volver las hojas con toda naturalidad. Cuando iba a retirarme, lo miré con más detenimiento y pude observar que aunque tenía la cubierta de la revista al revés, las páginas interiores las tenía al derecho. Tanta fue mi curiosidad que me permití preguntarle de qué se trataba.
—Siéntese—me dijo—y le explicaré. Siempre que viajo en el tren, compro una revista, le quito la cubierta y se la pongo al revés. Luego me instalo, como ahora, en el vagón de descanso y me pongo a leer. Invariablemente alguien me ve y piensa que se trata de una broma, pero después nota que las páginas están al derecho y no puede menos que acercarse y preguntarme la razón. ¡Si viera usted a cuántas personas interesantes he conocido valiéndome de tan sencillo ardid!
Colaboración de Don Wharton
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