En sólo cuarenta anos, una población atrasada pasa a ser un gran centro fabril.
Sao Paulo—la ciudad pujante del trópico
(Condensado de « The Pan American »)
Por Michael Scully SELECCIONES DELREADER'S DIGEST Junio 1947
UNA CALLE de las afueras de Sáo Paulo corre paralela al trópico de Capricornio. No le infiera de ahí que esa pujante ciudad brasileña se preste para ensoñar adormecido por las brisas de la zona tórrida. En Sáo Paulo hay que vivir muy despierto, so pena de verse arrollado por la corriente del progreso.
Los motivos que allí se ofrecen a la fantasía son los nuevos rascacielos, las fábricas rebosantes de actividad, la escasez de viviendas, la aglomeración de vehículos. La historia de Sáo Paulo es la de una ciudad de maravillas, crisol de hombres de diversas naciones que, fundidos en una patria americana, están creando algo nunca visto hasta ahora: un emporio industrial en tierras del trópico.
Tiene ya la ciudad cerca de dos millones de habitantes. Desde el piso treinta y dos del rascacielos de construcción más reciente, la ve uno crecer de un día para otro. Cada quince minutos terminan algún nuevo edificio. A pesar de esto, hacen falta aún más de treinta mil casas.
El viajero cree haber llegado a la capital del país de la prosperidad. Los bancos pagan ocho por ciento, y prestan al diez; la gente cierra en la calle negocios sobre fincas raíces que se venden a precios fantásticos y se valorizan cada vez más. En los hoteles hormiguean los técnicos y capitalistas estadounidenses, los agentes comerciales ingleses, los viajantes escandinavos. En el aeropuerto, donde hay un movimiento de ciento cinco aviones por día, zumban sin tregua los motores.
El estado de Sáo Paulo, en los mapas del cual se veían hace cuarenta años vastas extensiones marcadas «Indios», cuenta en la actualidad con una población de ocho millones de hombres incorporados a la vida civilizada. Produce en abundancia algodón, azúcar, plátanos, naranjas, yla cuarta parte del café que se consume en el mundo entero. De sus fábricas salen anualmente mercancías por valor de setecientos cincuenta millones de dólares. El puerto de Santos rivaliza con los más activos.
En el prodigioso crecimiento de la ciudad de Sáo Paulo entró por más la energía del hombre que las ventajas que brindara la naturaleza. Reducíanse éstas a un clima de días calurosos y noches frescas, propicio para que allí prosperase una raza de gente vigorosa; y a lo feraz de la vasta extensión de tierra que corre hacia el interior del país. Por lo demás, la ciudad está asentada en una altura abrupta, a setecientos noventa y cinco metros sobre el nivel del mar. La fundaron en 1554- Tres siglos después, era todavía preciso un viaje penoso para llegar hasta allá. A su espalda tendíanse tierras incultas, salvo por una que otra gran hacienda de café, malamente trabajada por esclavos. Faltaban combustibles y materiales de construcción. Añadíase a esto que los cerros circunvecinos se hallaban surcados de arroyos que, en la estación lluviosa, se salían de madre convertidos en torrentes.
La actual Sao Paulo es fruto de la inventiva del hombre moderno. En 1867, a fin de aprovechar la creciente demanda mundial del café, capitalistas e ingenieros ingleses tendieron el atrevido ferrocarril que, serpenteando por aquellas escarpaduras, logró dominarlas. Como las pendientes eran demasiado violentas para las locomotoras, instalaron máquinas fijas, para efectuar la tracción de los vagones por medio de cables. La empresa del ferrocarril se contentó, sin embargo, con llevarlo hasta el linde de la región cafetera, donde recibía el grano trasportado hasta allí en carreta de bueyes.
A la vista de ese ferrocarril y de la comarca de tierra adentro falta de vías de comunicación, Joaquim Saldanha Marinho, abogado brasileño propietario de cafetales, se animó a constituír una compañía—la Paulista—para tender ferrocarriles de penetración. El primero que se puso en servicio recorría solamente cincuenta y dos kilómetros y medio. Pero el inmediato buen éxito de la empresa—única de su género emprendida hasta entonces con capital del país—fue para los habitantes de Sao Paulo ejemplo patente, y desde esa fecha bien aprovechado, de lo mucho que puede el espíritu de colaboración.
No llevaba mucho de haber empezado la buena época del café, cuando se les presentó a los cosecheros del Brasil seria dificultad. Con la gradual abolición de la esclavitud, los cafetales iban a verse faltos de brazos. Algunos hacendados estaban por que se combatiese la aplicación de la nueva ley. A esto opuso Antonio Queiróz Telles, presidente de la provincia, el siguiente razonamiento: «Disponemos de ilimitada extensión de tierra. ¡Poblémosla con labriegos libres y emprendedores! Ahí reside la verdadera prosperidad para nosotros ».
Queiróz Telles trazó el plan. Despacháronse a Europa comisiones de enganche. A las personas dispuestas a emigrar al Brasil les ofrecían facilidades de trasporte y tierras vírgenes y feraces a precio muy bajo. Si el emigrante carecía de recursos, podía colocarse de arrendatario en alguna de las grandes haciendas, en condiciones que le permitían convertirse en propietario a vuelta de unos años. Queiróz Telles emprendió la construcción de otra vía férrea, la de Mogyana, que penetraría en regiones no cultivadas. Los ferrocarriles formaron compañías colonizadoras.
De casi toda Europa acudieron emigrantes a centenares. En Sao Paulo, primer crisol humano de la América latina, empezó a fundirse una nueva raza.
La creación de la pequeña propiedad rural tuvo muy felices consecuencias. Contra lo que sucedía con el peón, el pequeño propietario era hombre dispuesto a luchar por que hubiese escuelas, vías de comunicación, mejores viviendas, mejores cosechas.
Los ferrocarriles fueron conquistando más y más tierra para la agricultura. El Paulista, que se extiende ahora en tres direcciones, recorre cerca de mil seiscientos kilómetros, y no cede en nada al mejor de los Estados Unidos.
En tanto que la agricultura prosperaba en los campos, las industrias empezaban a desarrollarse en la ciudad de Sio Paulo. Tropezábase, sin embargo, con el grave inconveniente de la carestía de fuerza motriz. A las fábricas les era preciso quemar leña, o importar del extraniero carbón o petróleo, que les salía muy costoso. En tales condiciones, el desarrollo industrial habría sido necesariamente lento, de no ser por un ingeniero que supo dar con la solución del problema.
La escarpada altura donde se asienta la ciudad, baja hacia el interior del país en suave declive, por donde corren, en dirección al Sur y al Oeste, los muchos arroyuelos que nacen en las cercanías. Antes de construís la represa que sirvió para dotar a Saó Paulo de alumbrado eléctrico, la compañía canadiense que llevó a cabo la obra exploró cerros y corrientes de agua en centenares de kilómetros. El ingeniero encargado de la exploración, que fue el estadounidense A. W. K. Billings, echó de ver que, al paso que la precipitación pluvial alcanzaba sólo a 1,47 metros en la ciudad, llegaba en la región vecina a 4,85 metros por término medio. Esto representaba una fuerza hidráulica incalculable.
A fin de aprovecharla, propuso Billings la construcción de un sistema de presas, canales y bombas que, recogiendo esas aguas, las llevasen a un gigantesco depósito que habría cerca de la cima. De allí se precipitarían, por enormes tuberías, a la planta hidroeléctrica instalada cuatrocientos cuarenta y cinco metros más abajo.
Para ejecutar un proyecto de tal magnitud, hubo que poner a contribución todos los recursos de la ingeniería más experta. Fue preciso tender líneas de cables aéreos de trasporte, a fin de subir los tubos de trece toneladas especialmente construidos para la conducción, en descenso, de las aguas. Una de estas líneas, afianzada en construcciones de hormigón semejantes a fortalezas, pesaba 1747 toneladas. En la planta hidroeléctrica se veían generadores con ruedas de 2 0 3 toneladas de peso. Las paletas eran de acero cromo, para que resistiesen la tremenda presión del.agua, que habría deformado, como si fuesen de cera, las de metal corriente.
El estar regulados los arroyos, causa antes de inundaciones, a más de convenir a la salubridad de la población, dejaba disponibles nuevos terrenos para el ensanche. El gigantesco depósito de aguas se convirtió en hermoso lago cuyos novecientos sesenta y cinco kilómetros de orilla se hallaban salpicados de casas de recreo. No pasó mucho sin que hubiera que elevar a 670.000 caballos de fuerza la capacidad de la primera planta hidroeléctrica, inaugurada hace veinte años. Cuando la aumenten a 1.500.000 caballos, según proyectan ahora, esa planta ocupará el tercer puesto entre todas las de su clase.
Atraídas por la baratura de la fuerza motriz, muchas compañías estadounidenses empezaron a establecer, de 1927 en adelante, sucursales de sus fábricas. Entre las que así lo han hecho se cuentan en la actualidad las de Ford, General Motors' International Harvester, Firestone, Coca-Cola, y unas treinta más. Compañías inglesas, suecas y alemanas procedieron en igual forma.
Sáo Paulo vio con buenos ojos estas inversiones de capital extranjero. Por otra parte, ni el grupo formado por las familias antiguas, dueñas de los cafetales; ni el que habían ido formando los que llegaron como inmigrantes, se mostraron dispuestos a permanecer mano sobre mano en tanto que otros aprovechaban las ocasiones de crear nuevas industrias. Entre los ejemplos del espíritu de empresa que llevó a esos habitantes de Sáo Paulo a lanzarse al campo industrial, sobresale, por su carácter de novela del éxito de un joven pobre, el de Francisco Matarazzo. En 1890, Matarazzo emigró de Italia. El primer negocio que tuvo en Sáo Paulo fue la venta de salchichas, que él mismo preparaba en la cocina de su casa. De esto pasó a vender otros comestibles. Más adelante estableció un molino harinero; después una fábrica de tejidos. Así continuó, progresando de año en año. A su muerte, acaecida hace poco, a los ochenta y tres de edad, era dueño del mayor emporio industrial del Brasil. La familia Matarazzo rige hoy vastísimo y complejo conjunto de fundiciones, ferrocarriles, navieras, fábricas de tejidos, refinerías de petróleo, frigoríficos, y varias otras empresas, que representa un haber total de 110 millones de dólares.
Buen número de industriales, técnicos y obreros hábiles ahuyentados de Alemania por las persecuciones de Hitler buscaron refugio en Sáo Paulo. De 1938 a 1945, la ciudad vio duplicarse sus fábricas. En 1945, exportaba a diversos mercados latinoamericanos el 70 por ciento de su producción. Ha establecido, además, un activo comercio con la Unión Sudafricana y con Australia.
La escasez consiguiente a la segunda guerra mundial estimuló a los habitantes de Sáo Paulo a buscar la manera de bastarse en mayor medida. Puestos en tal camino, lograron hallar sustitutivos para cerca de un centenar de materiales importados hasta entonces del extranjero. Al terminar la guerra, el nuevo Hotel Sao Paulo pudo edificarse y equiparse sin recurrir para nada a las industrias de fuera; todo, desde la tubería del agua hasta los ascensores, era fabricado en el país.
Sáo Paulo se prepara un porvenir aún más próspero que su presente formando, en número cada vez mayor, sus propios técnicos y hombres de ciencia. El colegio politécnico de la universidad del estado es tal vez el centro de enseñanza técnica más adelantado de Sudamérica.
Centenares de jóvenes obreros de las fábricas asisten a las clases nocturnas gratuitas de la escuela industrial del estado, donde adquieren conocimientos, así teóricos como prácticos, que los capacitan para mejorar en su empleo. La biblioteca municipal—alarde de arquitectura moderna—tiene cabida en sus veintidós pisos para 400-000 volúmenes, y es centro cuyas puertas están abiertas a toda persona que desee ilustrarse, sean cuales fueren su edad y condición social.
Aunque los cimientos de su economía son muy sólidos, Sáo Paulo no se ve libre de cierta aprensión por lo que guarde el día de mañana. La guerra trajo crecidas ganancias, pero trajo igualmente grandes especulaciones en la propiedad raíz, bolsa negra, nuevos conflictos obreros; en suma, todos los males que acompañan a la inflación. En el punto en que Sáo Paulo no pueda contar con la ávida demanda que ha habido para sus exportaciones, sobrevendrá fatalmente la crisis, y le será indispensable ajustar su economía a las nuevas circunstancias.
Esta perspectiva divide a los industriales. Los apegados a la tradición secular que ha hecho de las repúblicas latino-americanas países de grandes terratenientes, siguen viendo en los mercados de exportación su mayor esperanza, y consideran que, si logran mantener un nivel bajo, tanto en los jornales como en las condiciones de vida de la clase trabajadora, podrán competir ventajosamente con los fabricantes de los Estados Unidos y de Europa, donde la mano de obra es más costosa.
Con mayor sentido de la actualidad, otros industriales reparan en los resultados que dieron en los Estados Unidos la inmigración, los buenos jornales, y las ocasiones de trabajar y prosperar que allí hallaban todos. Gracias a ello, los estadounidenses tienen hoy el nivel de vida más alto del mundo, y cuentan dentro de sus propias fronteras con un mercado consumidor que es la base de la producción en serie de las fábricas y del poderío industrial de la nación.
¿Por qué no ha de ser posible repetir en los dilatadísimos territorios del sur del Brasil el caso de los Estados Unidos? Tal es la pregunta que se hacen esos industriales.
Para contestarla afirmativamente, miran hacia el interior del país y ven, en extensión igual a la de toda la región nortecentral de los Estados Unidos, tierras que sólo aguardan la mano del hombre para dar abundantes riquezas. Advierten, asimismo, que se han emprendido nuevas prolongaciones de las vías férreas, complemento de las cuales será la gran red de carreteras que hay en proyecto.
Uno de los ferrocarriles que arranca de Sáo Paulo cruza ya el rico estado de Matto Grosso y va hasta la frontera con Bolivia. Hay en estudio la construcción de un ramal de 610 kilómetros que, pasando por las tierras bajas del departamento boliviano de Santa Cruz, abrirá al comercio exterior la región agrícola de mayor porvenir que tiene Bolivia.
La empinada, y en otros tiempos casi inaccesible ladera en lo alto de la cual está la ciudad de Sác, Paulo, se ha convertido en paraíso del ingeniero. Un segundo ferrocarril serpentea ahora allí, y comunica la ciudad con el puerto de Santos. Una carretera de doble vía reduce a una hora de automóvil el viaje entre Santos y Sáo Paulo, para el cual se empleaban antes tres días, en carreta de bueyes. ¡Y aún hay planes para hacer de Sáo Paulo algo así como un puerto marítimo a setecientos noventa y cinco metros sobre el nivel del mar! Cuando se pongan por obra, gabarras que tomen la carga en los muelles del barrio fabril de Sáo Paulo cruzarán los canales y el lago que abastecen de agua la planta hidroeléctrica, descenderán a la costa por medio de un sistema de cables, e irán a descargar en la bahía de Santos, al costado del buque. Estos planes no son un sueño. Como se tuvieron en mira al proyectar el ancho de los canales y la distribución de las esclusas, bastarían uno o dos años para llevarlos a cabo.
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