martes, 8 de abril de 2025

IRLANDA Y JEREM{IAS 54-61

 EL PRINCIPE IRLANDES

Y EL PROFETA HEBREO

LIA FAIL

By ROBERT G. KISSICK,

1896

54-61

CAPÍTULO III.

LA VISIÓN DE JEREMÍAS.

 PALESTINA limitaba al norte con Siria, al sur con Edom, al este con Basán y al oeste con el mar Mediterráneo. Jerusalén estaba situada en el territorio de Benjamín, en el extremo occidental. Limitaba al norte con Efraín, al sur con Judá, al este con Benjamín y al oeste con Dan. El territorio de Dan se extendía al oeste hasta la costa del mar Mediterráneo, mientras que el de Benjamín se extendía al este hasta las orillas del mar Muerto. El río Jordán conectaba el mar de Galilea al norte con el mar Muerto al sur, formando una línea recta de aproximadamente noventa kilómetros, aunque las curvas del río hacían la distancia mucho mayor. La distancia entre Jerusalén y el mar de Galilea era de poco más de noventa kilómetros. Al este de Jerusalén, a unas veinte millas, se encontraba el Mar Muerto, mientras que directamente al sur, a veinte millas, se encontraba Hebrón, el hogar de Abraham. Jericó se encontraba al noreste, a dos horas de viaje del Jordán y a seis horas de Jerusalén. Al sureste de la ciudad se encontraba Betania, a media hora de viaje, mientras que Belén se encontraba directamente al sur, a unas cinco horas de viaje.

 Al noroeste de Jerusalén se encontraba Mizpa, a dos horas de viaje, camino a Lida, y de allí a Jope. Lida estaba situada aproximadamente a medio camino entre Jope y Jerusalén. El Monte de los Olivos estaba situado al este-noreste de Jerusalén y dominaba una magnífica vista de la ciudad y la campiña circundante. Nazaret estaba situada en el territorio de Zabulón, a quince millas al oeste del Mar de Galilea y a sesenta millas al norte de Jerusalén.

Desde el día en que Israel fue llevado al cautiverio asirio hasta el día en que Jerusalén fue tomada por Nabucodonosor, transcurrieron ciento treinta y siete años, seis meses y diez días. Cuando Jeremías despertó a la mañana siguiente, tras la batalla, sintió alivio al saber que Jerusalén había sido tomada por el monarca caldeo. Gedalías ya había sido nombrado gobernador de Jerusalén, mientras miles estaban destinados a ser deportados a Babilonia.

 La palabra del Señor había llegado a Jeremías durante la noche respecto a Ebed-Melec, el etíope, declarándolo libre, pues había puesto su confianza en el Señor, y el vidente había decidido que, si ÉL  era liberado de la prisión, lo tomaría inmediatamente bajo su cuidado y protección. Sabía que sería fiel, incluso hasta la muerte. Ahora sabía que le debía la vida al etíope, pues se le había revelado en un sueño. Lo vio de pie ante Sedequías, implorando por su vida y diciendo que los hombres que lo habían arrojado a la cisterna habían obrado mal. Vio en sueños cómo el semblante del rey cambiaba y oyó la orden: «Tomen treinta hombres y rescátenlo».

Entonces el Señor le reveló que no solo perdonaría la vida del etíope, sino que lo convertiría en un instrumento de mucho bien en la obra de trasplantar a Judá sobre Israel. Entonces sus pensamientos se posaron en la princesa.

 No tenía ninguna duda de que estaba en la ciudad, pero ¿dónde se alojaba? ¿Sería tratada como corresponde a la hija del rey, o sería atada y encarcelada?

Sabía que Nabucodonosor no mostraría piedad con ninguno de los miembros de la familia real, y si oía que alguno de ellos estaba escondido en Jerusalén, los perseguiría con sus sabuesos, y si era necesario, hasta los confines de la tierra.

Pero él pondría su confianza en el Señor. Dios no lo abandonaría ni anularía sus profecías. «Reyes para el tiempo, pero Dios para la eternidad». Nabucodonosor era siervo de Dios, pero aún no había doblegado su cerviz ante el yugo.

 El Hijo de Dios se le aparecería en el horno de fuego y él reconocería que Jehová gobernaba, pero el orgullo y la vanidad lo enviarían durante siete años a comer hierba como los bueyes antes de inclinarse ante el Dios de Israel. Entonces, inclinándose ante su ventana enrejada, se entregó a la oración, y he aquí que las compuertas de la luz de la Nueva Jerusalén irrumpieron sobre la prisión. El profeta hablaba cara a cara con un ángel del Señor. Se oyó un estruendo como el de aguas impetuosas; la prisión se sacudió de sus cimientos, los cerrojos de las puertas se desprendieron de sus bases, las macizas puertas de bronce se abrieron de golpe, mientras los guardianes caían de bruces como abatidos por los rayos de la ira divina.

La palabra del Señor estaba sobre él. Vio en su visión al "Señor, nuestra Justicia" aparecer entre ellos; lo vio injuriado y rechazado; lo vio sudar como grandes gotas de sangre en el huerto; vio a Judas el judío traicionarlo por treinta monedas de plata en manos de un tribunal simulado; vio a Pedro, uno de los discípulos a quienes Cristo amaba, alzar las manos y jurar que nunca lo conoció; vio a Pilato pedir agua para lavarse las manos de las manchas de sangre que el fuego del horno de Nabucodonosor no pudo purificar. Lo vio coronado de espinas, escupido, herido en el rostro y clavado en la cruz. Vio la lanza atravesar su costado; vio doce legiones de ángeles de pie alrededor de la cruz para proteger su cuerpo de más violencia, pues estaba escrito que "ni un hueso suyo sería quebrado". Entonces, en su visión, vio a Tito sitiar Jerusalén, vio a los cristianos de la tribu de Benjamín escapar, vio a millones de la tribu de Judá y Leví asesinados, y al remanente esparcido a los cuatro vientos del cielo. Vio a Israel establecer un nuevo trono. LA VISIÓN DE JEREMÍAS. 59 los vio inclinarse ante imágenes, como Dan solía hacerlo en los días de Moisés. Y entonces pasó ante él un manojo de lino ardiendo con las palabras: "Santo Padre", "Vicario de Cristo", "Cabeza de la Iglesia", "Infalibilidad".

 Vio este poder conferido a un extranjero, de un reino extranjero, que Dios desconocía, y luego los vio inclinarse ante imágenes y adorar a la reina del cielo. Vio cómo las siete colinas adquirían ascendencia espiritual sobre la tribu de Dan, y luego vio a los jefes celtas, uno tras otro, inclinarse ante un poder superior, pues el reino les había sido arrebatado y entregado a otro. Tara debía convertirse ahora en un montón de escombros, igual que su templo en Jerusalén.

De nuevo vio el siguiente imperio derribado por el león y el unicornio, y la profecía de Ezequiel se cumplió. Y ahora contempla una gran maravilla, pues de los lomos del león y el unicornio surge una gran águila con alas extendidas, que cruza el mar /EE UUy siembra la semilla de la libertad.

 Vio escrito en su estandarte: «Somos un gran pueblo», y entonces vio que era un remanso de paz para el remanente disperso de Judá y Leví. Y ahora ve a Juan en la isla de Patmos, y lo oye proclamar a toda la tierra los nombres de las doce tribus de los hijos de Israel. ¿Dónde, oh, dónde está Dan? Hundido para no volver a levantarse, pues en su lugar oye el nombre de Manasés, «el gran pueblo», que había cumplido la promesa, que había predicado 60 EL PRÍNCIPE IRLANDÉS. El Evangelio a toda nación, tribu, lengua y pueblo, y que ahora estaban sellados para toda la eternidad. Y entonces, llega a sus oídos el potente toque de una trompeta, y ve a un ángel con un libro en sus manos jurar por Aquel que vive para siempre que el tiempo no será más, mientras ángeles y arcángeles gritan: "¡Hosanna!".

Cuando Jeremías despertó, estaba en presencia de Gedalías, quien ordenó que lo encadenaran y lo transportaran a Babilonia. Pero a pesar de las cadenas, parecía caminar sobre el aire, pues Dios no le había revelado el principio y el fin

Al salir la compañía de la ciudad, algunos lo bendijeron y otros lo maldijeron. Sin embargo, hubo quienes dijeron que si Sedequías hubiera escuchado la voz del profeta, todo habría ido bien. Otros dijeron que estaba aliado con el monarca de Babilonia; de lo contrario, ¿por qué llamaría a ese bárbaro siervo de Dios?

Otros alzaron sus voces en oración y lloraron por Jerusalén. Sabían que abandonaban su hogar para siempre. Dentro de los muros de Babilonia estaban los hornos de ladrillos listos para ellos, ya que la mansión de Nabucodonosor no se terminaría en los próximos cuarenta años. Sabían que los cimientos ya estaban puestos y que era un viaje de siete millas y media rodearla. Su altura, una vez terminada con sus cúpulas y torres, se extendería hasta la cima de las murallas. Su destino estaba sellado para siempre. Entonces se abrazaron y lloraron por la ciudad caída. Así llegaron a Ramá. Las cadenas habían irritado al profeta, pero no tenía ni una palabra de queja. Miró a las mujeres y niños cansados ​​y fatigados, encadenados, y luego lloró por Jerusalén. Las profecías se cumplirían con la misma seguridad con que el sol salía y se ponía. Mientras permanecía así, apartado del grupo principal,

 Nabuzaradán se le acercó y le entregó un documento. Era un edicto del rey de Babilonia, que lo declaraba libre para ir a Babilonia o regresar a Jerusalén.

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