domingo, 22 de julio de 2018

LA NIÑA Y EL LOBO-Historia Real

 LA NIÑA Y EL LOBO
Por PENNY PORTER
Julio de 1984
 Selecciones del Reader´s Digest
ACABABA yo de lavar los trastos de la comida, cuando la puerta de alambre se cerró con estrépito y Becky, mi hija de tres años, entró corriendo: "¡Mami!", gritó. "¡Ven a ver mi nuevo perrito! Ya le di agua dos veces. ¡Tiene mucha sed!"
Suspiré. ¡Otro de los perros imaginarios de Becky! A raíz de que nuestro viejo perro murió, nuestro apartado hogar —el rancho Singing Valley, en Sonoita, Arizona— se volvió muy solitario para la niña. Habíamos pensado comprarle un cachorro, pero mientras tanto, ella "veía" perritos por doquier.
—¡Ven por favor, mami! —me rogó con expresión solemne, abriendo mucho los oscuros ojos—. Está llorando, y no puede andar.
¡Vaya!, eso era algo nuevo. Todos sus anteriores perros imaginarios sabían hacer suertes maravillosas. ¿Por qué, de pronto, un perro que no podía andar?
—Muy bien, querida —le dije. Pero mi hija ya había desaparecido entre los mezquites cuando me dirigí hacia allá.
Está junto al tronco del roble. ¡Corre, mamá! —me llamó.
Aparté las ramas erizadas de espinas y levanté la mano para protegerme los ojos del sol del desierto. Un calosfrío paralizador se apoderó de mí.
Allí estaba Becky, en cuclillas, ¡y tenía amorosamente en el regazo la cabeza inconfundible de un lobo! Tras la cabeza veíanse las robustas paletas negras. El resto del cuerpo se hallaba completamente oculto dentro del tronco hueco de un roble caído.
"Becky", proferí, mientras sentía la boca seca. "¡No te muevas!" Me acerqué unos pasos. Aquellos ojos amarillentos se entornaron. Las negras fauces se pusieron rígidas, mostrando colmillos de cinco centímetros. De pronto, el lobo tembló, y de su garganta brotó un gemido lastimero.
"¡Tranquilo, amiguito!", lo animó Becky. "No tengas miedo. Es mi mamita, que también te quiere".
Entonces ocurrió lo increíble.
Cuando las manecitas acariciaron la gran cabeza peluda, oí el leve batir de la cola del lobo, dentro del tronco.
¿Qué le pasaba a aquel animal? ¿Por qué no podía levantarse? ¡Por supuesto! ¡Acaso tuviera rabia! ¿No había dicho Becky que tenía mucha sed?
Tenía yo que apartar a la niña de allí. "Hijita", ordené con la garganta tensa, "deja en el suelo la cabeza del animal y ven con mamá. Pediremos ayuda".
Becky se levantó, dio un beso a la bestia en pleno hocico y avanzó lentamente hacia mis brazos extendidos. Aquellos tristes ojos amarillentos la siguieron. Luego, la cabeza del lobo cayó en tierra.
Ya con la niña a salvo en brazos, corrí a mi auto estacionado junto a la casa y lo conduje a los establos, donde Jake, uno de los vaqueros, estaba ensillando un caballo. "Jake, ven pronto. Becky encontró un lobo en el tronco del roble, cerca del lecho seco del río. Creo que tiene rabia".
De vuelta en casa, acosté a mi niña, llorosa, a que tomara su siesta.
¡Pero yo quiero dar agua a mi perrito! —protestaba.
—Deja que mamita y Jake se encarguen ahora de él     le pedí.
Momentos después llegué al tronco del roble. Allí estaba el vaquero, observando al animal. —No, cabe duda; es un lobo mexicano, de los grandes". El lobo gimió, y nos llegó un hedor a gangrena.
"¡Ah! No es rabia", prosiguió Jake. "Pero está malherido. ¿Quiere usted que ponga fin a su dolor?"
Tuve la palabra "sí" en la punta de la lengua, pero no llegué a pronunciarla. En eso, Becky surgió de entre los arbustos. "¿Va a curarlo Jake, mamita?", me preguntó. Se dejó caer de rodillas y volvió a colocarse en el regazo la cabeza de la bestia. Hundió la cara en el áspero pelaje oscuro. Esta vez, no fui yo la única que oyó batir la cola.
Aquella tarde, mi esposo, Bill, y nuestro veterinario acudieron a ver al lobo. Al notar la confianza que el animal tenía en nuestra hijita, el veterinario sugirió: "¿Qué tal si dejas que Becky y yo atendamos a este amigo?" Minutos después de que la niña y él tranquilizaron a la bestia herida, la jeringa hipodérmica entró en acción. Los ojos amarillentos se cerraron.
"Ahora está dormido. Ayúdame a moverlo, Bill", solicitó el veterinario. Sacaron del tronco aquel cuerpo robusto. El animal debía de medir más de metro y medio de largo, y pesar cerca de cincuenta kilos. Tenía el cuadril y una pata mutilados por balas. El médico le desprendió la piel podrida y le sacó unas esquirlas de hueso, limpió bien las heridas y le inyectó penicilina. Al día siguiente, volvió y le insertó Una vara metálica para sustituir el hueso destruido.
"Bien, me parece que han adquirido ustedes un lobo mexicano", dijo. "No es muy fácil domesticarlos, pero me asombra cómo este se encariñó con su pequeña".
Becky llamó Ralph al lobo,y todos los los días le llevaba comida y agua  que dejaba junto al tronco. La recuperación   de Ralph no fue rápída.  Durante los tres meses siguientes, arrastró por tierra los paralizados cuartos traseros, impeliéndose con las patas delanteras. Por la manera en que bajaba los párpados cuando dábamos masaje a sus miembros atrofiados, sabíamos que padecía grandes dolores; pero ni una sola vez intentó morder las manos de quienes lo cuidaban.
A los cuatro meses exactos, Ralph pudo ponerse en pie sin ayuda. Su enorme cuerpo se estremeció al contraer músculos hacía tiempo inactivos. Bill y yo lo acariciábamos y le hablábamos con cariño. Pero era a Becky a quien se volvía en busca de una palabra tierna, un beso o una sonrisa. Correspondía a estas manifestaciones de amor meneando la gran cola tupida.
Al ir recuperando fuerzas, Ralph dio en seguir a Becky por todo el rancho. Juntos rondaban por los pastos del desierto, la niña de cabello dorado inclinándose frecuentemente para compartir con el gran lobo cojo secretos susurrados sobre las maravillas de la naturaleza. Al caer la noche, el lobo se deslizaba como sombra entre los mezquites, y se refugiaba en su tronco hueco.
Mientras rondaba por el rancho, Ralph jamás persiguió al ganado. Sin embargo, al notar que babeaba al ver sueltas mis gallinas, mi esposo construyó un gallinero de madera.
¡Y qué formidable guardián era Ralph! Perros salvajes y coyotes pasaron a ser simples recuerdos en el rancho. Allí, Ralph era el rey.
El primer día de escuela de Becky fue triste para Ralph. Al partir el autobús, se negó a volver al patio; se tendió a un lado del camino, a esperar. Cuando volvió Becky, dio vueltas en torno de ella, cojeando, pero lleno de alegría. Y esta bienvenida se convirtió en diario ritual durante todos los años de escuela de Becky.
Aunque Ralph parecía vivir feliz en el rancho, durante la época de celo, en primavera, desaparecía varias semanas en las montañas Santa Catalina, dejándonos preocupados por su seguridad, pues era la temporada del apareamiento, y otros rancheros emboscaban a los coyotes, pumas y, desde luego, a los lobos solitarios. Pero Ralph corrió con buena suerte.
Año tras año nos preguntábamos cuál sería su pareja y el número de crías que sin duda habría engendrado. Supimos que el lobo vuelve al lado de su compañera, para ayudarla a alimentar a las crías. Habríamos querido saber cuánto de la comida de Ralph llevaba él a su familia escondida. Al llegar cada junio, Becky le daba más de comer, porque el lobo enflaquecía mucho.
En los doce años que Ralph habitó en nuestro rancho, sus costumbres se ritualizaron, y su cariño a nuestra hija nunca declinó. Por fin, una primavera, volvió a casa con otra herida de bala. Al día siguiente, unos rancheros vecinos nuestros nos relataron que habían cazado una enorme loba. También le habían dado al compañero, pero este había huido corriendo.
Mientras Bill le sacaba la bala a Ralph, Becky permaneció sentada, con la cabeza del lobo apoyada en su regazo.
La herida no era grave, pero esta vez Ralph no se recuperó. Perdió varios kilos, y cesaron sus viajes al patio, en busca de la cariñosa compañía de Becky. Todo el día permanecía inmóvil en su refugio.
Pero al caer la noche, viejo y achacoso como estaba, desaparecía por las montañas. Y cada mañana veíamos que se había llevado consigo la comida.
Por fin, un día lo encontramos muerto frente al tronco del roble. Había cerrado para siempre los ojos amarillentos. Sentí un nudo en la garganta al ver a Becky acariciar aquel cuello de pelaje áspero, mientras las lágrimas le escurrían por las mejillas. " ¡Lo extrañaré tanto!", exclamaba entre sollozos.
Mientras lo cubría con una sábana, nos sobresaltó un sonido extraño dentro del tronco. Becky miró al interior. Dos minúsculos ojos amarillos le devolvieron la mirada, y en la semíoscuridad brillaron unos colmillitos. ¡Claro! ¡Era el hijo de Ralph!; el cachorro cuya madre había muerto, y que él había intentado criar solo.
¿Había indicado un instinto a Ralph, agonizante, que su cría estaría segura aquí, como lo había estado él, con quienes lo querían? Lágrimas ardientes mojaron la piel del lobezno, cuando Becky sostuvo el tembloroso bultito en brazos.
"Todo está bien, pequeño... Ralphie", murmuró. "No tengas miedo. Aquí está mamá, y también ella te quiere".
Entonces me pareció oír un eco lejano, como un leve batir... ¿Sería la cola del lobo?
1982 POR PENNY PORTER, CONDENSADO DE 'ARIZONA REPUBLIC ' (11.V11-1982). DE PHOENIX. ARIZONA, ILUSTRACIÓN RON SCHWARTZ.
 

martes, 17 de julio de 2018

- UN HOMBRE Y SU PERRO- 2 Guerra- Completo

 

 UN HOMBRE Y SU PERRO

Condensado del libro* de
ANTONY  RICHARDSON
  SELECCIONES DEL READER'S DIGEST

ENERO DE 1961

I PARTE
Antis fue un verdadero hijo de la guerra. Nació en un campo de batalla; antes de cumplir una semana recibió su bautismo de Fuego, y posteriormente asistió a más combatesque muchos soldados veteranos. Salvó muchas  vidas y fue el primer perro no inglés que recibiera la medalla Dick'n, una especie de, "Victoria Cross" del mundo animal. Antis fue un héroe, aunque para su amo fue ante todo un amigo; quizá un amigo más leal y afectuoso por el mismo hecho de ser perro.
* One man and His Dog c 1960 por Anthony Richardson

"AL ESTALLIDO ensordecedor siguió un crujido estridente. El cachorro amedrentado intentó incorporarse, pero volvió a caer lanzando un aullido quejumbroso. Estaba demasiado débil por falta de alimento para tenerse en pie.
El cortijo donde vivía estaba situado en la Tierra de Nadie, entre las líneas Siegfried y Maginot. Pocos días antes —estamos a 12 de febrero de 1940—, las descargas derruyeron las paredes, mataron a la madre y al resto de la camada e hicieron huir a los amos: una familia de campesinos. Desde entonces se había quedado completamente solo y se agazapaba entre las ruinas de la cocina cada vez que arreciaba el fuego.
El último estruendo, empero, no se debía a las descargas de la artillería: obedecía al estrellón de un avión de reconocimiento que volaba bajo, seguido de la explosión del tanque de gasolina y el incendio consiguiente. Pocos minutos después del choque, dos aviadores franceses del primer grupo de Bombarderos de Reconocimiento, que milagrosamente hablan salido con vida, avistaron las ruinas del cortijo. El piloto, Pierre Duval, estaba herido de un balazo en la pantorrilla; por ese motivo fue el artillero, Jan Bozdech, quien se adelantó a examinar los escombros.
Cuando entraba por la desvencijada puerta de la cocina, revólver en mano, percibió un jadeo, una respiración anhelosa.
— ¡Arriba las manos y sal de ahí!
—ordenó, a tiempo que apuntaba a un montón de cascajo que le pareció sospechoso.
Nadie le respondió. Con el corazón en la boca avanzó unos cuantos pasos; miró por encima de los escombros y exhaló un suspiro de alivio:
—    ¡Acabáramos, no faltaba más!
Pierre, que lo había seguido cojeando y dejando una estela de sangre detrás de sí, le preguntó con curiosidad:
—    ¿Quién es, qué pasa?
— Acabo de capturar a un boche —le respondió Jan, y esto diciendo se agachó y sacó fuera un leonado perrillo de pastor alemán.
Aunque el animalejo tiritaba de miedo, enseñó los dientes, gruñó desafiante y trató de dar la tarascada.
— Vamos, no te incomodes —le dijo Jan acariciándole las orejas—. Mira que te acabas de salvar de una ejecución. Por poco te mato ¿sabes?
Con esto se sosegó el cachorro y se quedó tranquilo entre los brazos de su aprehensor.
Una niebla baja había protegido hasta entonces a los dos aviadores de ser vistos por los alemanes, pero era muy posible que aclarara de un momento a otro, por lo que no sería prudente tratar de llegar a las líneas francesas hasta que cerrara la noche. Resolvieron quedarse y aguardar.
Pierre, herido como estaba, se sentó en una silla y cerró los ojos. Jan sacó su ración de barras de chocolate y le ofreció una al perro. Este la olfateó pero no quiso comerla hasta que el hombre la derritió en la llama y la amasó entre los dedos para ablandarla. Una vez que la probó, el cachorro siguió lamiéndole las manos hasta dejárselas limpias. Después se acomodó muy a gusto entre sus brazos y se quedó dormido.
El que no llora .. .
CON LA mano que tenía libre, Jan extendió un mapa en el suelo y se puso a estudiarlo. Aparecía allí un bosque a cosa de kilómetro y medio del punto en que se hallaban. Apenas pudieran llegar a él estarían ya en territorio francés. A las seis despertó a Pierre y le dijo:
— Ya oscureció, lo mejor será que nos pongamos en camino.
Un momento se quedaron mirando al cachorro, que entonces dormía tranquilamente en el suelo. No se lo llevarían consigo, porque si llegaba a aullar, aunque fuese una sola vez, los perdería. Dejaron parte de sus raciones al lado de un cazo con agua; Jan atrancó la puerta por fuera de modo que el perro no pudiera seguirlos, y se alejaron en silencio.
Mientras se dirigían al bosque se reanudó el cañoneo de parte y parte; ellos continuaban avanzando palmo a palmo sobre los codos y las rodillas y. . . habrían andado 30 metros,cuando una llamarada de magnesio chisporroteó sobre sus cabezas iluminando con cegadora brillantez el terreno: los dos hombres se aplastaron instintivamente contra el suelo. Al extinguirse el resplandor,, Jan escuchó lo que había estado temiendo oír: los gañidos desesperados de un perro que se sentía abandonado.
Era preciso hacer callar al animal. Jan echó mano del cuchillo y haciendo señas a Pierre de que lo esperara sin moverse de allí, se arrastró hacia el cortijo. Cuando se acercaba alcanzó a oír los golpazos que daba el perro al precipitarse contra la barricada de la puerta. Ya tenía las manos afuera y con las patas escarbaba furiosamente el suelo. Logró zafarse y retrocedió.
Jan lo atisbó por encima del parapeto y vio sus ojos implorantes. Se retiró. Era inconcebible matar un perro con un cuchillo. Buscó un garrote pero no encontró ninguno. Al pensar en Pierre herido, que lo esperaba fuera en la oscuridad, sintió terror; tenía que darse prisa. Volvió a oir el angustioso quejido detrás de la puerta.
— ¡Que nos lleve el diablo! —murmuró. Le había fallado el ánimo y, entrando a tientas en la cocina, alzó del suelo al perrillo y se lo metió bajo su chaqueta de aviador.
Mascota de los checos
CASI siete horas angustiosas gastaron los dos hombres en ganar el borde del bosque protector. Debilitado por la pérdida de sangre, Pierre había llegado al límite de su resistencia, y el mismo Jan cayó rendido de cansancio. Durante todo el trayecto el perro no había hecho el menor ruido, pero ahora comenzaba a lloriquear con gran desasosiego.
—    ¡Cállate! —le ordenó Jan, que despertó de su letargo.
—    Escucha —intervino Pierre—: el cachorro oye algo que nosotros no oímos.
En ese momento, como un pistoletazo en el silencio del bosque, sonó el crujido de una ramita que se quebraba y media docena de sombras surgieron de entre los árboles. Jan se puso de pie como movido por un resorte, agarrando el cachorro con una mano y llevándose la otra a la cintura en busca del revólver. Entonces, a la indecisa claridad de la luna, descubrió los uniformes de la infantería francesa. ¡Estaban a salvo!
Sirviéndose de sus fusiles y un capote, dos soldados improvisaron una camilla en la que trasportaron a Pierre al fortín más cercano. Al día siguiente fue enviado al hospital militar y Jan, con su cachorro tiernamente abrazado, viajó en camión hasta St. Dizier, donde estaba acantonado su grupo.
En aquella base aérea Jan formaba parte de una peculiar hermandad constituida por siete checos expatriados. Todos siete habían pertenecido a la fuerza aérea de su patria antes de que Hitler la invadiera. Después, habiendo escapado a través de Polonia, sentaron plaza en la Legión Extranjera francesa del África, de donde fueron trasladados a la Aviación del ejército regular. Todos estaban poseídos del mismo espíritu de lucha y de la misma determinación de devolver a los alemanes golpe por golpe.
Quizá fue la misma falta de hogar lo que los hizo apegarse al perrillo mostrenco de Jan. Lo quisieron desde el momento que llegó, inmediatamente lo adoptaron como su mascota y, tras de corta discusión, lo bautizaron con el nombre de "Antis", per los bombarderos A.N.T. que pilotearon en Checoslovaquia.
— El nombre debe ser corto, original, típico y exclusivo de nuestro perro —dijo Joshka, un jovenzuelo de Moravia.
—Mi perro —corrigió Jan, pero aceptó el mote.
Por las noches Antis dormía a los pies de su amo en el fortín. A medida que pasaban las semanas se hermoseaba y crecía y, como era inteligente y lo educaban con cariño, pronto aprendió a dar la mano a sus amigos. Nadie hubiera dicho hasta qué punto comprendería el perro el significado de ese gesto de solidaridad; el tiempo se encargaría de, poner a prueba su lealtad hasta más no poder. Antis iba a correr muchas aventuras en compañía de esos hombres.
Todos para uno y uno para todos
AQUELLA primavera probó Francia la amargura de la derrota cuando las divisiones panzer de Hitler empujaron hacia el sur con desmoralizadora rapidez. El grupo aéreo estuvo trasladándose de un aeródromo a otro hasta el día en que cayó París. Entonces se congregó por última vez.
—Caballeros —anunció solemnemente el oficial de órdenes—: esta unidad queda disuelta. De aquí en adelante ... cada cual por su cuenta. Sálvese quien pueda y que Dios los proteja.
Los siete checos se reunieron en consejo.
Hemos venido aquí a pelear y no a huir —dijo Vlasta, el mayor de todos—. Os propongo que no nos separemos, que juntos tratemos de llegar a Inglaterra para reanudar la guerra allí.
Todos asintieron. Al cabo de 15 minutos los siete habían apilado cuanto poseían en una vieja carreta y, con Antis subido encima de la carga, se unían al desfile de refugiados que emprendían la marcha hacia el sur. Gracias a la buena suerte que no los abandonó y a su inquebrantable resolución, después de dos semanas se encontraron en Séte, pequeño puerto sobre el Mediterráneo. De allí pasaron a la base naval británica de Gibraltar.
Una vez que los ingleses quedaron satisfechos de la autenticidad de sus credenciales, los siete aviadores checos fueron adscritos a la Real Fuerza Aérea y recibieron órdenes de embarcarse en el dragaminas Northman con rumbo a Liverpool. ¡Por más vueltas que hubiera tenido el viaje, por fin iban camino de Inglaterra!
No obstante, se les presentó un pequeño problema: no se permitían perros a bordo. El reglamento británico lo prohibía en absoluto. Antis tuvo que embarcarse de contrabando, disimulado bajo el impermeable de uno de los aviadores que subió con él por la rampa a toda prisa y luego lo escondió en el cuarto de calderas. Jan, no queriendo dejar solo al perro, se acomodó con él en una manta que tendió sobre el carbón.
A los dos días de salido el Northman se le descompusieron las máquinas y se ordenó el trasbordo de todos los pasajeros a otro buque. Los checos repartieron a toda prisa los efectos de uso personal de Jan entre' sus respectivos talegos para que Antis cupiera en el de su amo. Todo salió bien ... hasta llegar a la cubierta del nuevo barco, en donde Jan se detuvo un momento para cambiar el peso de su carga al otro hombro.
—¡No se detengan, por favor! —ordenó el intérprete del barco y, al sonido de aquella voz extraña, el talego de Jan se retorció bruscamente: Jan aflojó la cuerda que le cerraba la boca; Antis sacó la cabeza por la abertura . . . y se quedó mirando fijamente al desconcertado oficial inglés que estaba de guardia. Los siete checos se quedaron paralizados.
¡Hola! —exclamó el oficial con sonrisa burlona— un polizón -eh? Deja salir al pobre animal que se está asfixiando—.. Y él mismo acabó de soltar la cuerda.
Sintiéndose libre, Antis saltó sobre la impoluta cubierta recién baldeada y,, sacudiéndose a sus .anchas, dejó un reguero de- cisco negro en derredor.
Ahora; bajarlo y darle un baño ... antes que el capitán se entere de la guarrería que le habéis hecho en su cubierta.
.Esto dijo el oficial y volvió la espalda para ocuparse de otro grupo de trasbordantes. La gente se apretujaba a bordo y Jan, todo ofuscado, se abría paso entre el tumulto, seguido de Antis que iba pisándole los talones.
El resto del viaje fue de lujo: camas de verdad, sábanas y toallas limpias, lavabos en los camarotes. Con la libertad, Antis recobró también la vitalidad y el lustre de la piel. Mas, faltándoles poco para llegar a Liverpool, los aviadores tuvieron noticias desconsoladoras: todos los animales que iban a bordo serían sometidos a una cuarentena de seis meses en el puerto; aquellos cuyos dueños no pudieran pagar los gastos de las perreras serían exterminados. Y el dinero que alcanzaron a reunir entre todos apenas si alcanzaba para pagarle a Antis tres semanas de hospedaje.
Pero los hombres de ingenio saben resolver problemas aún más graves que este, y por entonces, nuestros checos eran ya conspiradores de tomo y lomo. A eso de las dos de la tarde, poco antes de desembarcar, se ordenó hacer recogida de todos los animales a bordo. Minutos después comparecía-Jan ante el capitán en compañía de un intérprete.
Usted no ha entregado su perro. ¿En dónde está?
—    No lo sé—. Y decía la verdad porque en ese momento no lo sabía.
—    ¿Sabe usted que se trata de un delito grave?
—    Yo nada he hecho, mi capitán. Sencillamente, no he visto el perro.
Registraron el barco, buscaron por los rincones, detrás de los bastidores, en los camarotes, en las escotillas; abrieron alacenas, destaparon pipas, vasijas, cajones ... y Antis no pareció por ninguna parte. A las cinco desistieron de su empeño.
Cuando el barco fondeó en Liverpool al día siguiente por la tarde, Jan y Vlasta se dieron sus mañas
para que los encargaran de vigilar el desembarque del equipaje. Después de acomodar el último bulto en la red de carga, colocaron cuidadosamente encima del montón un talego de lona marcado con el nombre "Jan Bozdech".
Al cabo de una hora las maletas quedaban arrumadas nítidamente en el andén de la estación; el talego de Jan estaba aún encima de la pila. Tres minutos antes de la llegada del tren, entró marchando un pelotón de soldados que hicieron alto y descansaron las armas. Uno de ellos tropezó el talego con la culata del fusil y de él salió un gruñido de protesta.
Al punto la policía militar corrió hacia la pila de equipajes. Los checos acudieron también solícitos a ayudar en la búsqueda; levantaban y lanzaban maletas de un lado a otro y, en medio de la confusión general, se pasaban de mano en mano el talego de Jan hasta dejarlo en lugar seguro. Una serie de ladridos, _con marcado acento checoslovaco, que procedían de distintas partes; contribuyó a despistar a los buscadores: en ese momento entró en la estación el tren que debían tomar los aviadores y -la policía no se-,ocupó más del asunto.Un cuarto de hora más tarde los ocho camaradas iban rodando, camino de su primer campamento en el Reino Unido. Era el 12 de julio de 1940.
Antis da la alarma
PARA AQUELLOS veteranos de tantos combates aéreos, la vuelta a la escuela de aviación fue una cosa irritante.
Durante las horas interminables que pasaron en los cuarteles de la RAF, en Crosford y en Duxford, casi esperaban con gusto los esporádicos ataques aéreos con que los alemanes solían interrumpir sus fastidiosos estudios.
Jan dedicaba los ratos perdidos a amaestrar a Antis. Como no era adiestrador profesional, se limitaba a tratar al animal como si fuera un ser humano: Antis le correspondía con gran inteligencia y afectuosa obediencia. Pronto aprendió a cumplir las órdenes del amo; cerraba las puertas si así se lo mandaba y nunca dejaba de llevarle los guantes cuando se vestía el uniforme para salir.
Mientras Jan asistía a sus clases, Antis se quedaba con los artilleros. Adquirió una sorprendente habilidad para descubrir la presencia de ,los aviones enemigos; tanta, que se adelantaba varios minutos a las señales de los radiogoniómetros de alta frecuencia de la- base. Cuando los alemanes volaban, a ras de los árboles, fallaba el mecanismo de los aparatos de alarma, pero el perro —decían los artilleros— Siempre los alertaba a tiempo para ponerse al abrigo de las bombas.
Jan no les daba mucho crédito, ,pues como casi siempre se hallaba en`clase durante las incursiones aéreas, no había tenido ocasión de ver al perro en esas circunstancias. No obstante, una noche, mientras estudiaba metido en la cama, Antis despertó bruscamente y trotó hacia la ventana con las orejas levantadas. Aunque todo estaba en silencio y apenas se oía el siseo de la lluvia, el perro comenzó a gruñir; se le erizaron los pelos del cuello; se dirigió a la puerta y allí se estuvo escuchando atentamente.
— No seas bobo —le dijo Jan—. Nadie anda por allá afuera con este tiempo. Vamos, échate otra vez.
Antis seguía aullando entre dientes, mas viendo que su amo no tenía intención de moverse, amusgó las orejas y se echó de mala gana. Media hora después entró Joshka, que acababa de prestar servicio y le dijo:
—¡Qué tiempo de todos los demonios! Yo no volaría por nada del mundo en una noche como esta. Apostaría a que el maldito alemán andaba perdido.
— ¿Esta noche?... Yo no he oído nada.
— Sí, hace como media hora. Volaba muy alto. Ya lo teníamos localizado a 25 kilómetros de distancia cuando volvió grupas.
Pues ... yo he estado en babia ,comentó Jan acariciándole las orejas a Antis, como dándole excusas por su incomprensión.,
En ese. otoño, trasladados los checos- al,,aeródromo de Speke, a ocho kilómetros de Liverpool, el peculiar' instinto" de Antis resultó muy importante, ya que Liverpool era uno de los más codiciados objetivos alemanes en Inglaterra y lo bombardeaban sin piedad. Los avisos que daba el perro cada vez que el enemigo volaba por esos contornos eran tan precisos, que los aviadores llegaron a confiar ciegamente en ellos.
Rescate entre las ruinas
UNA NOCHE al regreso de la ciudad, al pasar Jan y Vlasta junto a una arcada del viaducto de Speke, el perro comenzó a gruñir. Sobre el cielo de Liverpool se cruzaban los reflectores como cintas luminosas y el horizonte parpadeaba con el estallido de las bombas; sin embargo, no se había oído hasta entonces la sirena de alarma.
— Con seguridad vienen en esta dirección —apuntó Jan, oyendo que el animal ladraba con insistencia—Vamos a meternos debajo de la arcada.
Casi inmediatamente sintieron el ruido de los motores y apenas lograban protegerse bajo el viaducto cuando estalló la primera bomba.
Después menudearon las explosiones; se amontonaron los escombros a ambos lados del arco; donde antes se habían alzado hileras de garbosas casas, ahora no se veían más que ruinas. En medio del fúnebre silencio que siguió al bombardeo comenzaron a oírse gritos de angustia.
—    Vamos —dijo Vlasta—: tenemos que ayudarlos ...
Salieron a la calle y tropezaron con un hombre que venía hacia ellos chorreando sangre de un brazo destrozado.
—    Sálvenla, por favor —les ímploró—; quedó allá abajo. Estábamos tomando el té cuando ...
Le faltó voz y aliento para continuar y se sentó en la acera.
Un trabajador de la cuadrilla de salvamento le pasó a Jan una piqueta. Antis, que estaba a su lado junto a los restos de un aparador de cocina, comenzó a ladrar. Jan miró en esa dirección y vio una mano que salís,, de entre los escombros. Cavó con presteza y descubrió a una mujer exánime.
—    ¡Qué buen perro! —observó el cuadrillero—. Tráelo acá, que puede haber más. ¡Jesús, qué carnicería!
Jan siguió al cuadrillero hasta un humeante montón de argamasa y pedazos de muebles y ordenó a Antis: "¡Busca!" En la mitad del montículo el perro se detuvo a husmear. Un oficial de la RAF se puso a cavar en ese punto y al cabo de pocos minutos había desenterrado el cuerpo de un hombre: estaba inconsciente.
No hay como un perro amaestrado para este oficio —comentó un cuadrillero.
—    Este no lo está —terció Vlasta—; pero no hay en el mundo otro mejor que él.
Continuaron bregando hasta las dos de la madrugada, ,hora en que el jefe de la cuadrilla de rescate dio el trabajo por concluido; el perro tenía la piel enmarañada y las patas sangrantes de tanto escarbar entre las ruinas.
— Nada nos queda por hacer aquí —dijo Vlasta—; volvamos a la base y curemos a Antis.
Pero este no tenía deseos de marcharse. Tiraba con fuerza de la correa, arrastrando consigo a Jan que lo sujetaba, hacia un muro combado en el centro.
—    No más —le dijo el amo—; ya hemos hecho bastante.
Lo interrumpió el estruendo de la pared al desplomarse. Sintió, horrorizado, que de un tirón el perro le arrancaba la correa de entre las manos. Lo llamó a grito herido. Vlasta apuntó el chorro de luz de su linterna al sitio donde había estado el muro: sólo vieron un montón de ladrillos y maderos como de la altura de un hombre. jan, de rodillas, escarbaba tirando cascotes a diestro y siniestro. Volvió a llamarlo desesperadamente:
— ¡Antis! ¡Antis!
De alguna parte, detrás del montón de escombros, le respondió un lejano ladrido. Entre todos atacaron la pila de ripios y, abriéndose paso a través de ella, irrumpieron en un cuartito destartalado donde encontraron el cuerpo de una mujer: estaba muerta. Mas en un rincón se hallaba Antis, junto a una cuna ... y dentro de ella una criatura ¡viva! ... todavía respiraba.
—¡Sin tu ayuda no hubiéramos podido salvar.al niño! —dijo al perro el jefe de la cuadrilla de rescate, visiblemente conmovido.
Larga vigilia
EN Los primeros. días de enero de 1941, Jan, Steka y Josef, terminado ya su curso de adiestramiento en vuelo de combate, fueron destinado:, a la Escuadrilla 311 (escuadrilla checa de bombarderos), acantonada en East Wretham..Esto les permitía volver a verse con paisanos que habían estado preparándose en otros sitios y les proporcionaba la ocasión, largamente esperada, de atacar al enemigo; pero también sería preciso* que Antis, por primera vez, se sometiera a estar separado de su amo, pues los vuelos nocturnos de la escuadrilla durarían a menudo desde el crepúsculo hasta el amanecer.
Durante varias semanas Antis se mostró taciturno; después hizo buenas migas con los mecánicos de conservación del Cecilia (que así se llamaba el avión de su amo) y pareció* resignarse a las ausencias de este. Solía acompañar a Jan hasta la pista, lo veía subir al gran Wellington y se retiraba luego a la tienda de los mecánicos, situada en un extremo del aeropuerto. Allí se acomodaba para pasar la noche y no osaba moverse mientras los aviones estuvieran fuera.
Poco antes de amanecer se incorporaba súbitamente con las oreejas enhiestas . . . y entonces sabían los mecánicos que la escuadrilla estaba de regreso. Apenas lograba distinguir Antis el ruido peculiar de las hélices del Cecilia, comenzaba a saltar y dar cabriola: "su baile de guerra", decían los mecánicos, y en seguida salía al trote a presenciar el aterrizaje de los aviones y a dar la bienvenida a Jan. Era un ritual invariable.
Una noche de junio, después de haber efectuado Jan más de diez vuelos sin contratiempo, notaron los mecánicos un cambio radical en los 'hábitos del perro. Poco después de medianoche se puso muy intranquilo. " ¿Qué le pasa?" se preguntaban, "¿ sera que nos llega visita?"
—No—, replicó Adamek, su jefe—. No habrá ronda de "boches" esta noche —y luego, dirigiéndose al perro—: Ven acá, Antis, ven que te acaricie y te calmas.
El perro no le hizo caso; se encaminó a la portezuela de la tienda y sacando el hocico emitió un aullido triste y profundo. Luego salió, se echó en el suelo y se estiró cuan largo era, no en actitud de descanso, sino con la cabeza en alto, como preparándose a pasar una larga vigilia.
A la una y media el primer Wellington entraba de regreso haciendo parpadear sus luces de identificación y a los pocos minutos rodaba por la pista. Fueron siguiéndolo otros aparatos que llegaban a intervalos regulares hasta que aterrizaron todos ... menos el Cecilia. Pasaron dos horas y aún no se tenía noticias del bombardero de Jan.
—Ya no tiene objeto quedarnos aquí esperando —dijo uno de los mecánicos—; ~ a estas horas se le ha- bri terminado la gasolina.
Le daremos 15 minutos más
 —respondió
Adamek.
Vencido este plazo, como el avión no, aparecía, los mozos resolvieron ir a tomar el desayuno.
— Vamos, Antis.
El perro no se movió.
En esos momentos llegó a la tienda el teniente Josef Ocelka, comandante de ala de la escuadrilla, gran admirador de Antis, quien le había prometido a Jan hacerse cargo del perro en el caso de que no regresara de alguna incursión al territorio enemigo, y aunque hizo todo cuanto pudo no logró que Antis lo siguiera. Después del desayuno Adamek volvió a la tienda con un trozo de hígado: Antis no se dio por entendido. Había comenzado a llover y ante la imposibilidad de lograr que el animal se levantara, resolvió echarle encima un encerado y marcharse. Por la noche se supo que el Cecilia había sido alcanzado por el fuego antiaéreo sobre la costa holandesa, pero que había logrado efectuar un aterrizaje forzado en el aeródromo de Coltishall. Solamente uno de sus tripulantes estaba herido: el artillero Jan Bozdech, quien se hallaba en el hospital de Norwich con una lesión superficial   en la cabeza. Los checos se alegraron de la buena noticia ... pero no sabían como comunicársela al perro.
Toda esa noche la pasó Antis echado en su puesto. Por la madrugada, al acercarse la hora en que la escuadrilla solía regresar a su base, se levantó y dio unas cuantas vueltas mirando al cielo. Una hora después del alba, al ver que no aparecían aviones en el horizonte, volvió a aullar desconsoladamente.
Se- va a morir de hambre y, entretanto, nos volveremos locos —observó Ocelka—. Hay que hacer algo.
El padre Pouncly, capellán castrense, fue quien vino a resolver el problema. Menos restringido por las ordenanzas militares que otros oficiales, el capellán fue directamente al grano: llamó por teléfono a los directores del hospital de Norwich, y como el sargento Bozdech no estaba herido de gravedad, después de exponerles detalladamente el caso, obtuvo que-le permitieran viajar hasta su base, en una ambulancia con el fin de llevarse al perro consigo. Consiguió además que Antis fuera admitido en el hospital mientras se restablecía su amo.
Y así,sucedIeron las cosas. La ambulancia llegó esa misma tarde y los dos inseparables amigos regresaron en ella a Norwich, en donde las enfermeras del hospital los colmaron de atenciones y mimos mientras duró la convalecencia de Jan.
Ojos que no ven ...
HABIÉNDOLO visto aguardar 30 noches la vuelta de su amo, los mecánicos creían conocer muy bien los hábitos del perro. Mas una noche, poco después de pasar lista a las tripulaciones, Antis desapareció. Aunque no lo encontraron por parte alguna y no era cosa natural en él alterar así su inveterada costumbre, nadie se preocupó seriamente por eso: ya había demostrado que era capaz de valerse por sí mismo.
Mientras tanto Jan, una vez que su avión se niveló después de un ascenso a 2400 metros, lanzó una mirada intranquila sobre el aeródromo de Wreffiani, que ya no se distinguía entre la penumbra de la campiña inglesa.  A poco se olvidó de todo y se dedicó a inspeccionar sus cañones. F.n eso oyó el carraspeo del intercomunicador:
— Habla el navegante al radio-operador . . . ¿ Me ayes?
Enfrascado en sus quehaceres Jan apenas entreoyó la respuesta. Pero luego, las siguientes palabras del navegante lo hicieron escuchar atentamente.
— ¿Será que estoy viendo visiones ... o tú también lo ves?
Le respondió con una maldición. Luego, el telegrafista agregó:
— El condenado debió meterse en la cama de emergencia por el tubo lanza-bengalas. Se les pasó requisar bien ... Jan, abre la portezuela y verás. Tenemos un pasajero, un Polizón.
Al momento comprendió Jan lo que había sucedido. Abrió la portezuela y, con tanta naturalidad como si fuera cosa de todos los días, Antis se metió en la cabina y fue a agazaparse a sus pies.
— ¡Bandido! ¡Mereces que te arrojemos junto con las bombas!
Pero no había remedio. El Wellington seguía bramando en el espacio y, arrullado por el ruido de sus hélices, Antis se fue quedando dormido.
Cuando comenzaron a volar sobre su objetivo, una densa cortina de fuego antiaéreo sacudió el avión de un lado a otro; el perro se quedó tranquilo viendo que su amo no se inmutaba y Jan correspondió a esa tranquilidad con una sonrisa forzada con la que quería infundirle todavía más confianza; así sacaban valor el uno del otro en lo más intenso del cañoneo. En pocos momentos pasó el peligro y emprendieron el vuelo de regreso a su base sanos y salvos.
No habían terminado de apearse cuando llegó a la pista el teniente Ocelka. Como estaba prohibido por el Ministerio de Aviación llevar animales a bordo durante las operaciones de guerra, los tripulantes del Cecilia se dispusieron a oír una filípica furibunda: al igual que otros oficiales tolerantes, Ocelka sabía ser hiriente y feroz cuando era el caso.
— ;Cómo les fue? —preguntó secamente, mirando de reojo a Antis.
Jo Capka, el piloto, describió brevemente el viaje y habló del nutrido fuego antiaéreo con que los había recibido el enemigo. Los tripulantes se rebullían nerviosamente cuando el relato iba tocando a su fin.
— ¿Fuego nutrido, eh? —repitió el comandante y luego, mirando a Antis, le preguntó—: ¿No te parece a ti que estos pobres chicos necesitan de alguien que los ayude?
—Yo se lo explicaré, mi teniente —comenzó a decir Jan. Pero Ocelka lo interrumpió:
— Ojos que no ven, corazón que no llora. Suficientes dificultades tengo con animales de dos patas para buscar más molestias con los de cuatro. Vamos al comando ... A redactar el parte.
De allí en adelante Antis fue aceptado como miembro regular de la dotación del Cecilia. Su impavidez bajo el fuego animaba a la tripulación, que cumplía las últimas consignas de su turno de servicio. Es esta una etapa de creciente tensión nerviosa, en que todos piensan en los camaradas que no regresaron de su último viaje. Ajeno a esas inquietudes, Antis corría alegre en busca de su avión como si se tratara de una excursión de placer, e inevitablemente, algo de esa alegría se comunicaba a los otros tripulantes.
El perro fue labrándose una respetable hoja de servicios: hasta recibió dos heridas en combate. La primera ocurrió volando sobre Kiel: un casco de metralla le rasgó la nariz y le perforó una oreja dejándose la gacha para siempre. La segunda acabó con su carrera de aeronauta.
El Cecilia había bombardeado a Hanover y volaba ya de regreso cuando un proyectil estalló muy cerca y lanzó millares de fragmentos contra el fuselaje. Los motores salieron ilesos y no hubo heridos; mas al llegar a Wretham, el tren de aterrizaje no funcionó y fue preciso tomar la pista de barriga. Solamente después de abandonar el maltrecho aparato descubrió Jan que Antis tenía clavado en el pecho un casco de metralla de ocho centímetros.
Lo llevó a toda prisa al hospital de primeros auxilios en donde le extrajeron el proyectil, lo cosieron y lo vendaron. Desde entonces lo obligaron a quedarse en tierra. Por mucho que el perro deplorara esta restricción, no le fue difícil amoldarse a ella porque no sabía que Jan seguía volando: mientras reparaban el Cecilia, su tripulación hacía uso de otro avión y como el sonido de sus hélices le era desconocido, Antis no le daba importancia.
Poco después Jan completó su cuota de 41 vuelos de bombardeo (Antis había tomado parte en 7 de ellos) y fue relevado del servicio de combate. Pasó el resto de la guerra primero como instructor y luego en vuelos de patrulla antisubmarina.
La paz es efímera
Los PRIMEROS años de paz fueron muy venturosos para Jan. Al volver triunfante a Checoslovaquia liberada, fue ascendido a capitán de la Fuerza Aérea y más tarde obtuvo un destino en el Ministerio de Defensa Nacional, en Praga. Tanto él como Antis se habían hecho conocer bien del público gracias a tres libros que escribió Jan, referentes al servicio que prestó en la RAF, y no había periódico en Checoslovaquia que no comentara sus aventuras y las de su perro durante la guerra.
Cuando se casó con una chica de dorados cabellos llamada Tatiana, Antis llamó la atención ... enredándose en el velo de la novia. (Más tarde la resarció con su constante devoción por ella). Y cuando, en 1.947, nació Roberto, el primogénito de sus queridos amos, el perro se constituyó en guardián personal del bebé. Dormía al pie de la cuna, siempre alerta, por si el niño despertaba o lloraba y, cuando esto ocurría, se levantaba, iba hasta la cama grande y tocaba con su hocico húmedo el hombro de la madre. Si ello no era suficiente para despertarla, tiraba de las sábanas y salía con ellas a rastra.
Fue aquella una época dichosa para todos, pero no había de durar mucho tiempo.
El 7 de marzo de 1948, Jan Masaryk, ministro de Relaciones Exteriores y padrino del pequeño Roberto, telefoneó desde el palacio de Cernicky.
— Ven a verme inmediatamente, Jan. Tengo un regalo para tu hijo. La llamada lo desconcertó. Había estado con Masaryk apenas el día anterior. ¿Por qué razón su buen amigo deseaba volver a verlo, y a hora tan intempestiva? El motivo debía ser muy grave. Jan se lo imaginaba; por eso se acercó al palacio con verdadero temor.
Estás a la cabeza de la lista negra comunista, Jan —le informó Masaryk—. El golpe puede caer de un momento a otro. No debes contar esto a nadie. Ni a la misma Tatiana. Tienes que salir en el acto de Checoslovaquia.
¡De manera que ese era el "regalo" para Robertito! Había sido necesario apelar a tal engaño porque todos los teléfonos estaban intervenidos.
Sirviéndose del partido comunista checoslovaco, la Rusia Soviética se apoderaba del país. A medida que se intensificaba la guerra fría, todos los que habían tenido relaciones con el Occidente se hacían sospechosos; ya hacía varios meses que Jan notaba que vigilaban su casa; sus amigos también lo sabían y no se atrevían a visitarlo.
El Ministerio de la Defensa, donde trabajaba, estaba lleno de soplones comunistas, muchos de los cuales hablaban ruso. Recientemente habían ingresado en su propia sección dos funcionarios nuevos, aparentemente como aprendices, pero efectivamente en calidad de espías.
Tres días después de haber hecho la advertencia moría Masaryk. Según los comunistas, "se había arrojado" por una ventana del palacio de Relaciones Exteriores. Jan estaba frente a un dilema espantoso: no se atrevía a abandonar a su esposa y a su hijo mientras hubiera alguna posibilidad de vivir juntos. Pero si lo apresaban en Checoslovaquia, la situación de los suyos sería aún peor que si huía del país. Era difícil decidir lo que debía hacer y así estuvo vacilando varias semanas. En esto, una mañana lo citó a su despacho el general Prachoska, jefe del servicio de inteligencia, y desde entonces la decisión ya no estuvo en sus manos.
—    Siéntese, Bozdech —le dijo el general—. Mi ayudante, el comandante Marek, desea hacerle unas cuantas preguntas.
—    ¿Es usted el autor de esto? —le preguntó Marek, entregándole tres libros y un cartapacio de recortes de periódico.
Jan hizo una seña afirmativa con la cabeza.
—    ¿Y ha  habido también emisiones y comedías radiales poniendo por las nubes a los ingleses?
Yo serví en la Real Fuerza Aérea. Mis escritos son apenas un recuento de lo que allí experimenté: no tienen significación política.
— Por el contrario. Sus trabajos son desleales. Si sigue escribiendo debe prestar toda su atención a la Fuerza Aérea Roja. Se lo ordeno. Y ... otra cosa: ¿es usted miembro del Club de Aviadores?
— Sí, mi comandante.
A esa asociación la llamaban el "Club Inglés", porque muchos de sus socios eran ex-oficiales de la RAF. El comandante Marek continuó diciendo:
—Sabemos que en ese establecimiento se expresan abiertamente toda clase de opiniones: eso nos interesa.... Hablando claro, capitán, deseamos que usted preste oídos a las críticas que allí hacen del régimen y, si a mano viene, que las atice. Después nos informará usted quiénes son los socios que por sus conceptos se señalan como enemigos del Estado.
Jan se quedó horrorizado. Ya comenzaba a protestar cuando Marek, blandiendo un papel azul que reposaba sobre su mesa, lo interrumpió de esta manera:
Tengo aquí una orden de captura para que lo detenga la policía, con fecha del viernes próximo. Le damos tres días para decidirse. ¿Le he hablado claro?
Interviene la Resistencia Clandestina
ESA NOCHE regresó Jan a casa muy tarde; mucho después de oscurecer andaba todavía, solo, por las calles tratando de encontrar una salida de la trampa que le había puesto Marek. Él no espiaría a sus amigos; eso nunca. Mas si se quedaba en su' puesto y contravenía las órdenes de los comunistas, la prisión y la muerte eran casi seguras. Su situación era desesperada pero clara: no le quedaba otro recurso que huir del país tan pronto como pudiera hacerlo.
Con gran sorpresa suya despertó a la mañana siguiente con la mente despejada y los nervios en calma. Recibido ya el golpe por tanto tiempo temido, y decidido el partido que debía tomar, sus problemas le parecían de una claridad meridiana.
Salió para su despacho a la hora de costumbre. A unos 50 metros del Ministerio se dio de bruces con un atolondrado transeúnte.
— Perdone usted ... Brazda —le dijo Jan, reconociendo al tipo: era un instructor de "Sokol", el colegio de educación física.
— Si estás en apuros —le respondió el otro por lo bajo—, esta noche, a las ocho ... en el café Pavlova Kavarna. El santo y seña es: "Perinítame ofrecerle un vodka".
Y en seguida, dándole mil excusas por su torpeza, Brazda siguió su camino. El engranaje del movimiento de Resistencia había comenzado a funcionar.

Esa noche a las ocho, al presentarse en el café Pavlova Kavarna, Jan entró a formar parte del engranaje con mucha suavidad. Lo recibió un caballero bien vestido que lo condujo a un cuarto del segundo piso en  donde se encontró con dos sujetos más, afiliados a la Resistencia: el uno parecía estudiante; el otro, hombre ya maduro, tenía todas las trazas de haber sido militar. No hubo presentaciones. El ex-militar, que era el jefe de la agrupación, no quiso perder tiempo en cumplidos.
— Capitán Bozdech —le dijo—: el fin del plazo para su captura se cumple el viernes. (Jan se quedó sorprendido de la fidelidad de la información). Disponemos pues, apenas de un día para sacarlo del país. El tiempo es corto. Tiene que decidirse rápidamente. Naturalmente, usted sabe que corre un gran riesgo. Si lo sorprenden tratando de cruzar la frontera ... primero disparan y después averiguan quién es el muerto. Así que, debe marcharse solo. Quizá después podamos arreglárnoslas para despachar a su familia por otra vía menos peligrosa. ¿Le conviene?
A Jan se le  heló el corazón, pero hizo una seña afirmativa con la cabeza.
— Muy bien: vamos a darle sus instrucciones, ponga atención.
Acto seguido los tres anónimos personajes expusieron durante cinco minutos, con todos sus detalles, lo que Jan tendría que hacer al día siguiente, y al terminar lo despidieron con un efusivo bon voyage.
Tatiana dormía cuando su marido llegó a casa esa noche. Contemplando su rostro angelical, pensaba Jan en la advertencia de Masaryk: "Ni la misma Tatiana debe saberlo". Masaryk tenía razón, musitaba Jan al apagar la luz. Para la seguridad de ella y para la de Robertito era mejor fugarse así, sin que lo supieran. Con todo, al dia siguiente, al decirle hasta luego, le temblaba la voz, y al cerrar la puerta tras de sí, le pareció que una losa le caía sobre el corazón.
Al llegar a la oficina llamó a Vesely, su asistente civil. Por la noche había resuelto hacer un ligero cambio al cuidadoso plan elaborado por los de la Resistencia. Antis tendría que marcharse con él. Si así no fuera —él lo sabía por experiencia— el perro no volvería a comer y no podía condenarlo a morirse de hambre.
— Escucha, Vesely: tengo una cita con el veterinario que va a examinar a Antis a las once en punto. Ve a casa y lo traes. Te daré mis guantes para que te reconozca y te siga.
—Con mucho gusto, capitán —respondió Vesely, feliz de que se le presentara esa coyuntura para salir un rato de la oficina.
Dos horas después, cuando su cómplice inconsciente se presentó con el perro, Jan juzgó que había llegado el momento de emprender la fuga. Al salir se detuvo tranquilamente en la puerta y advirtió a los empleados:
— Regresaré después del almuerzo . . . en caso de que alguien me necesite.
Uno de los espías estalinistas levantó la'vista de su trabajo y le dijo sarcásticamente:
—    Aquí sostendremos el fuerte; no tiene por qué darse prisa.
—    Gracias, así lo haré.
¿Será Antis un estorbo?
SIGUIENDO las instrucciones de sus protectores, Jan tomó un tranvía que lo llevó a la Vaclavska Namesti. Allí entró en el salón de los lavabos públicos, hízole una pregunta convenida de antemano al encargado, y este le entregó al punto un paquete que contenía una muda dle ropa: debía viajar disfrazado de paleto vendedor de mantequilla, con un morral lleno de esa mercancía.
El sirviente se quedó con Antis mientras Jan se mudaba de traje en uno de los reservados. Todo estaba completo, el tamaño preciso, desde el sombrerote de fieltro hasta las botas: buen cuidado habían tenido de averiguar sus medidas quienes planearon la fuga la noche anterior.
— Está que ni pintado —murmuró el encargado cuando Jan salió trasformado del cuartito y le entregó un billete de 500 coronas juntamente con el paquete (que ahora contenía su elegante uniforme de la fuerza aérea)—. Ojalá venda bien su mantequilla.
Aunque hubo de andar unos 150 metros hasta la estación de Wilsonova, nadie reparó en aquel paleto que, pisando torpemente con sus ferradas botas entre la apretujada multitud, llegaba a la taquilla a comprar un billete de ferrocarril. Entró el tren en la estación, Jan subió y, cumpliendo las instrucciones recibidas, seis minutos después se apeaba en Smichov.
Esto no era más que el comienzo de una larga y tortuosa ruta que al fin terminó en un cortijo donde pasó la noche. A la mañana siguiente un chofer taciturno los ocultó —a él y a Antis— en la parte trasera de su camión de dos toneladas. Tras larga marcha se detuvo el vehículo frente a una cabaña solitaria en un paraje muy boscoso.
— Ahí viene Antón —dijo el camionero—. Aquí lo dejo.
— ¿Quién es Antón?
— Un guardabosques. Él lo guiará a través de la frontera. No sé nada más.
Cuando se alejaba el camión, salió de la cabaña un hombre alto de piel tostada.
— ¿En qué puedo servirle? —preguntó, mirando el perro con desconfianza.
 Jan le alargó un paquete de cigarnilos de una marca especial. El hombre lo examinó por todos lados y al fin dijo:
¿Por qué trajo ese perro.?
—Donde vaya yo tiene que-ir él.
-    :Dónde usted vaya va él, eh? —repitió Antón frunciendo el ceño—. ¡Qué gente, por Dios! ¿Se ha creído usted que vamos a un paseo campestre? Con solo un ladrido nos pierde. Tendrá que dejarlo aquí.
En ese caso ... mejor me vuelvo...
—    Buen recibimiento le espera. A estas horas ya han dado la voz de alarma.
jan se dio cuenta de que eso era así, pues ya estaban a viernes; pero no había lógica que lo hiciera cambiar su propósito de llevar consigo a Antis.
—    -De modo que está dispuesto a arriesgar el pellejo por el perro? —prosiguió Antón—. Bien, lo veremos ... Ya veremos lo que dice Stefan; él también vendrá con nosotros.
A poco llamó v a sus voces salió de la cabaña otro hombre, seco y barbado. Antón le explicó el caso. El hombre no dijo una palabra; se quedó mirando a Antis como queriendo recordar algo.
— Antis es un perro educado —terció jan vivamente—: no hará el menor ruido; en cambio, puede sernos muy útil.
— Antis . . . —repitió Stefan recordando al fin—. Algo he leído acerca de usted y he visto su retrato en los periódicos. Por mí, puede venir, no me opongo.
Antón se encogió de hombros, sonrió y le habló a jan.
— Buena caminata le esperaba desde aquí a Praga. Pero, vamos, me gusta su`arrojo ... usted saldrá adelanté. Ahora, espérenme aquí, ambos.-
Esto diciendo.entró de nuevo en la casucha y salió en seguida con una hogaza de pan y dos revólveres.
—Puede ser que no tengamos ocasión de usarlos. Siempre están cambiando los puestos de guardia. Uno nunca sabe.
Se puso en cuclillas y comenzó a trazar un croquis en el suelo con un palito:
— Aquí —dijo señalando con el palo—, aquí está nuestro primer obstáculo: una selva de unos tres kilómetros de profundidad; está infestada de patrullas. Por aquí saldremos del bosque ... cruzamos luego un vallecito, patrullado también constantemente. Aquí tenemos la frontera alemana y, un kilómetro más adelante, el pueblecito de Kesselholst. Llegando allí estamos a salvo. Es preciso salir inmediatamente; hay que ganar el otro lado de la selva con la luz del día. Allá nos ocultaremos mientras llega la hora de dar el último empujón a través del valle, cuando cierre la noche.
Una carrera con la muerte
RECORRIERON en automóvil los 25 kilómetros que los separaba del borde de la selva, y a eso del mediodía comenzaron a internarse entre la maleza. Inevitablemente hacían mucho ruido y, como precaución contra una sorpresa por parte de las patrullas, Jan envió a Antis adelante con esta consigna: "Busca". Dos veces se detuvo el perro dando señales de alarma con sordos gruñidos en medio del silencio de la espesura y pocos segundos después los fugitivos oían ruido de chamizas que se parten y voces humanas a lo lejos. Entonces se quedaban quietecitos entre los matorrales mientras pasaban las patrullas y luego continuaban su avance cautelosamente. Poco faltaba para que se hundiera el sol en el horizonte cuando llegaron al otro lado del bosque.
Desde la orilla atisbaron el valle que los separaba de Kesselholst. A su izquierda había un camino angosto y paralelamente a él corría uu río turbulento. No se distinguían patrullas ni se veían fortines. Cuando cayó la tarde y comenzaron a encenderse las luces del pueblo distante, Antón murmuró:
— Ya es hora, vamos.
Poco trecho habían andado cuando percibieron algo que se movía por ahí cerca. Jan se tendió en el suelo al lado de sus compañeros, mientras cuatro sombras los adelantaban deslizándose por la pendiente. En ese instante dos reflectores partieron la noche y recorrieron el valle de uno a otro extremo. Guijarros, arbustos y pedrejones parecían brotar de la oscuridad al paso de los chorros de luz, que al fin convergieron sobre su presa iluminándola de lleno: encandilados, a solo 50 metros de distancia del sitio en que se hallaba Jan, cuatro hombres trataban de refugiarse de nuevo entre los árboles, pero antes de que pudiesen llegar a ellos, las ametralladoras de un fortín abrieron fuego . . . los cuatro rodaron por el suelo. Por algunos minutos más siguieron repercutiendo en el valle las descargas hasta que todo volvió a quedar en silencio.
Aparecieron dos camiones en el camino, tripulados cada uno por cuatro hombres y un perro. Cuando se apearon para recoger los cadáveres, uno de los perros se encaminó hacia el sitio en que estaban Jan y sus compañeros. Antis no pudo contener un airado rezongo.
Uno de los guardas, al notar la ausencia de su perro, lo llamó a voces; el animal obedeció y a los pocos minutos la patrulla ocupó de nuevo el vehículo y se marchó.
Es una suerte que estemos con vida —susurró Antón—: el camino que intentaba seguir está bloqueado por un nuevo puesto de guardia, y si esos pobres diablos no se nos adelantan, nos hubiéramos dado de narices contra él. Hay que volver atrás y buscar otro paso por el río.
Retrocedieron arrastrándose silenciosamente hacia el bosque y gastaron una hora infernal en atravesar un tupido pinar hasta llegar a la orilla del río. Tan pronto como Jan entró en el agua, agarrando a Antis por el collar, sintió que la corriente lo hacía perder el equilibrio.
—Cojámonos de las manos —ordenó Antón.
Jan hizo que Antis se aferrara con los dientes de la falda de su chaqueta y así, fuertemente entrela-

zados, avanzaron los cuatro poco a poco hacia el centro del impetuoso caudal. Cuando el agua les llegaba al pecho Jan resbaló en una piedra suelta, dio un traspié, se soltó de la muñeca de su compañero y la corriente lo arrastró río abajo, juntamente con el perro que seguía prendido de su chaqueta. Al recobrar el equilibrio advirtió que estaba en un bajío y vadeó sin dificultad los pocos metros que lo separaban de la orilla.
Antis se hallaba con él . . . pero Antón y Stefan se habían perdido. No atreviéndose a dar voces, se arrodilló frente al perro y le ordenó:
— ¡Anda, búscalos!

Durante varios minutos no se oyó otro ruido fuera del bramido del río. Jan pensó si no sería una torpeza haber impuesto al perro semejante tarea. La corriente hubiera podido arrastrar a un hombre 50 metros en pocos segundos. En eso sintió un golpe en el hombro y al volverse, revólver en mano, oyó una palabrota: era Antón.
—Lo siento —dijo este—. Venía arrastrándome y te he dado un cabezazo. ¡Gracias al perro! Nunca te hubiera encontrado sin su ayuda. ¿ Crees que será capaz de dar con Stefan?
Obedeciendo la orden de su amo, Antis tornó a perderse entre la maleza y al cabo de poco tiempo regresó: Stefan venía tras él, todo enlodado y exhausto.
— La corriente me arrastró hasta un remolino. Allí me encontró Antis. Le debo la vida.
Tras corto descanso reanudaron la marcha por una cuesta cuya cima distaba unos centenares de metros de la frontera. Una densa niebla envolvía el boscoso cerro de tal manera que era imposible ver a dos palmos de las narices. Antis los encaminaba, corriendo de uno a otro, como el perro de pastor que guía el rebaño y lo mantiene junto impidiendo que se desbande. Al llegar a la cumbre, Antón se convenció de que era inútil continuar mientras la niebla impidiera ver los puntos de referencia del camino; los cuatro se tendieron a esperar que amaneciera.
Con las primeras luces de la mañana se refugiaron tras una roca a planear la última carrera con que debían cruzar la frontera. Jan apostó a Antis sobre el peñasco para que les sirviera de vigía.
Como Antón no tenía idea de cuántos nuevos puestos de guardia irían a encontrar, decidieron atravesar el valle uno a uno y echaron suertes para saber cuál sería el primero. Estando en esto, gruñó Antis y descendió de su atalaya de un salto.
Crujieron los guijos, se oyó un grito ahogado y feroces ladridos. Empuñando el revólver corrió Jan a ver lo que pasaba. Antis acogotaba a un soldado que, tendido de espaldas, no podía defenderse con el fusil que le había quedado debajo. Antón se arrojó sobre aquel hombre con el cuchillo en alto.
¡No! —gritó Jan. Antón vaciló.
— Jan tiene razón —intervino Stefan—. Sería un asesinato.
El marrano merece la muerte! —vociferó Antón, mas desistió de su empeño.

Rápidamente lo amordazaron,  lo ataron a -un, árbol y se lanzaron todos al valle.-
Al borde dél bosque se detuvieron .bruscamente -en la llanura que tenían al frente acababan de ver, cerrándo.les el paso, la caseta de un centinela, Unos alambres de teléfono le. salían del techo. Sin saber qué hacer, - estuvieron contemplándola cerca de una hora, agazapados entre la maleza.
Ensayemos  con el perro —propuso Antón .
jan ordenó a Antis que fuera a-enterarse:
— Anda, busca.
Este trotó hasta la caseta, estuvo husmeando junto a la puerta cerrada y ladró. No respondió nadie.
— Para mí tengo que no había más que un solo guarda . . . y ese lo tenemos bien atado a un árbol —dijo Stefan,.
— ¡Vamos!. —gritó Juan—, y todos se lanzaron con él al campo abierto.
Oyeron un grito a lo lejos, pero los tres hombres y el perro continuaron la, carrera cuesta abajo, cruzaron el arroyo que- partía el valle, dejaron atrás la caseta desierta y ya, á buena distancia de ella, sintieron el retintín del teléfono que repicaba dentro y llegó a sus oídos el estridente silbido de un pito en lá lejanía.
— ¡Adelante, adelante!
Tenían al frente otro campo abierto y más allá un bosquecillo. Apretaron el paso en busca del abrigo de los árboles y al fin se dieron cuenta de que pisaban suelo alemán.
Tan pronto como hubo entregado a sus protegidos sanos y salvos en manos de las autoridades alemanas, Antón se despidió de ellos. Debía regresar a Checoslovaquia y exponer de nuevo la vida para conservar abierta la ruta de escape de otros proscritos.
—Quiera Dios que volvamos a encontrarnos en circunstancias más felices —les dijo al   despedirse—. Verdad que me equivoqué al juzgar al perro. Fue nuestra salvación.
Últimos años
AL CABO de una semana de haber llegado a Alemania, Jan recibió consoladoras noticias de su tierra. Un refugiado, a quien había conocido en Praga, le contó que no se habían tomado représalias contra Tatiana y Roberto y.que ambos vivían en casa de los padres de ella. Esta buena nueva lo convenció de su acierto en salir de Checoslovaquia.
De Alemania pasó a Inglaterra; pero ,esta vez, no teniendo camaradas que le ayudaran a meter a Antis de contrabando, hubo de entregarlo a las autoridades que lo someterían a la cuarentena de seis meses. Además, se presentó otra dificultad. Al alistarse de nuevo en la fuerza aérea inglesa, Jan hubo de conformarse con un grado ínfimo en el escalafón y todo su salario no le alcanzaba para pagar la pensión del perro. Desesperado pidió ayuda al Dispensario Popular de Animales Enfermos de Londres y envió, juntamente con la solicitud, un relato completo de las hazañas de su perro.
La respuesta que obtuvo de la clínica sobrepasó sus esperanzas. No solamente le pagaron la pensión sino que dieron gran publicidad a la notable historia de Antis, tanta que, en marzo de 1949, el perro fue objetó de un honor sin precedentes:fue el primer extranjero de la raza canina que recibió la Medalla Dickin, que es algo así como la Victoria Cross del reino animal. Con frases conmovedoras el mariscal de campo, sir Archibald Wavell, citó el valor y la abnegación con que sirvió Antis a la Real Fuerza Aérea y concluyó su discurso con estas palabras: "Estoy seguro de que todos se unirán conmigo para felicitarte al recibir esta condecoración, Antis, y te deseamos muchos años de vida durante los cuales puedas lucirla".
En realidad, iban a ser apenas tres años más, lapso durante el cual se estrechó aún más la amistad entre el perro y su amo. Como Jan no volvió a recibir noticias de los suyos, Antis era para él toda su familia; y el perro, a medida que perdía la vista y se le blanqueaba el hocico con la edad, no toleraba estar separado ni un momento de Jan.
Todos los años, dondequiera que se hallara de servicio, Jan celebraba  la Nochebuena con una ceremonia invariable: al lado de un árbol de navidad en miniatura, colocaba el retrato de Tatiana, el de Roberto y los de sus padres, para preservar así el recuerdo del hogar. La víspera de Navidad de 1952 terminó su altarico y se fue a la cama temprano. A eso de la medianoche despertó con un peso que le oprimía el pecho. Se incorporó, palpó: era Antis que le había recostado la cabeza encima.

— ¿Qué te pasa, Antis? —le preguntó sobándole las orejas—. Vamos, viejo, vuélvete a tu cama.
En eso oyó un suspiro trémulo, luego sintió que el perro escarbaba el suelo con las patas y después ... el golpe seco de un cuerpo al caer.
Inmediatamente encendió la luz. Antis yacía tendido, de lado, incapaz de moverse. Jan lo llevó hasta su jergón y le dio masajes hasta la madrugada. A eso del mediodía el perro logró ponerse en pie, pero estaba muy débil para seguir a su amo fuera de la habitación. Jan se quedó con él mientras celebraban la fiesta de Pascua en la base. Dos veces fueron a buscarlo sus camaradas, mas él declinó la invitación por no abandonar a su enfermo.
Se sentó a la mesa donde había colocado el ,arbolillo de Navidad y tomó en sus manos el retrato de Tatiana : estaba radiante con su traje de novia y su velo, aquel velo en que se había enredado Antis cuando salían de la iglesia el día de la boda. En ese momento sonaban en el comedor los acordes de Noche de Paz; Jan recordó muchas Navidades pasadas en otras partes. El cuarto se llenó de sombras del pasado: Karel, Joshka, Ocelka, Ludva ... Formaban legión los espectros de sus camaradas muertos que venían a visitarlo en esa hora crepuscular .. . Y Antis pronto estaría con ellos.
Parecíale que hubiese trascurrido un siglo desde aquel día —doce años antes— en que encontró aquel cachorrillo abandonado entre los escombros en la Tierra de Nadie.

 

ENTRADA DESTACADA

DEL PARTIDO Y CORREGIMIENTO DE TOTONICAPA Y HUEHUETENANGO 44-45

 RECORDACIÓN FLORIDA CAPITÁN ANTONIO DE FUENTES LIBRO     OCTAVO CAPITULO I DEL PARTIDO Y CORREGIMIENTO DE TOTONICAPA Y HUEHUETENA...