lunes, 31 de mayo de 2021

NO HAY AMOR SIN DOLOR

 

Este perro corriente, nacido por uno de esos azares del destino, nos enseñó que...

NO HAY AMOR SIN DOLOR

POR FRED BAUER Selecciones- Febrero de 1992

SI LOGRABA que mis hijos no le pusieran nombre, me saldría con la mía.

—Ninguna familia necesita dos perros —dije dogmáticamente, y ci­té la Regla Bauer sobre Anonimato, que prohibe dar nombre a cualquier animal que no figure en la lista de especies en peligro de extinción, ya sea que camine o grazne, cante o nade, salte, repte, vuele o gorjee, porque, en mi casa, una mascota bautizada es una mascota con carta de naturalización.

—Pero tenemos que llamarlo de algún modo —protestaron mis cua­tro hijos.

—De acuerdo. Entonces llámen­lo "Fulano".

Los chicos fruncieron el entrecejo, pero yo pensé que era el nombre perfecto para algo que yo esperaba que se desvaneciera como se desva­nece un suspiro.

Mi estrategia de anonimato fraca­só rotundamente. Mucho antes de que se destetara al cachorrillo, mis   hijos, en secreto, habían comenzado a llamarlo Scampy, y sin que yo supiera cómo ni cuándo, el animalito se convirtió en un accesorio domés­tico tan inamovible como nuestra chimenea.

Todo esto podría haberse evitado, pensé echando chispas, si Andy, un perro corriente del barrio, se hubiera quedado del otro lado de la calle, donde le correspondía. Pero, a pesar de sus 14 años, este chucho artríti­co y sucio llegó cojeando al patio de mi casa para tener un rato de intimi­dad con nuestra aristocrática schnauzer, solterona de 10 años de edad, la Baronesa Heidi de Princeton, como consta en su pedigrí. Y así, antes de que alguien pudiera tomar provi­dencias, se obró un milagro no me­nos portentoso que el de Sara y Abraham.

No nos percatamos de que Andy le había dejado un recuerdito a Hei­di hasta una noche, durante unas vacaciones en la playa. Creí que los gemidos que escuchaba eran el mur­mullo del mar. Pero, luego de ave­riguar un poco, nos dimos cuenta de que provenían de Heidi. Shirley, mi esposa, nos notificó que la perra se hallaba en trabajo de parto. Todavía soñoliento, murmuré entre dien­tes: "¡Con razón! Yo creía que estaba engordando".

Al día siguiente por la mañana, viendo que el animal no lograba parir, localizamos a un veterinario, quien nos informó que un cachorro grande estaba bloqueando el canal del parto y que eso podría costarle la vida a Heidi. Nos pasamos el res­to del día retorciéndonos las manos y telefoneando cada dos horas al consultorio del veterinario para pedir las últimas noticias. Ya era de noche cuando se declaró a la perra fuera de peligro.

"Traía tres perritos", informó el veterinario, "pero solamente uno so­brevivió". Mis hijos echaron un vis­tazo a aquella bolita de pelusa man­chada —de rojo, marrón oscuro, negro, canela y gris— y exclama­ron: "¡Es igual a Andy!" No cabía duda sobre la identidad del padre. La única aportación genética de Heidi parecía ser la barba de schnauzer. Por lo demás, era una mezcla de terrier, pastor escocés, sabueso, perdiguero y Volkswagen.

—¡Qué bicho tan feo!—comenté.

—Está precioso —me corrigió Shirley con admiración; con dema­siada admiración.

—Ojalá alguien comparta tu opinión, porque sus días en esta casa están contados.

Bien pude haberme ahorrado esas palabras. A las diez semanas de vida de Fulano, mis hijos estaban aferra­dos a él como sanguijuelas. Yo, por mi parte, trataba de fingir que el animalito ni siquiera existía.

"Mira, papá, qué bien atrapa la pelota", observó Christopher. Mas­cullé algo por respuesta. Y cuando el producto de la pasión de Andy hacía gala de sus gracias —sentarse, atra­par algo al vuelo, rodar, hacerse el muerto— y los niños celebraban su inteligencia, yo me escondía detrás del periódico.

Había una cosa que yo no podía negar: Fulano tenía oído de perro guardián. Percibía cualquier ruido que viniera del jardín o de la calle. A diferencia suya, Heidi, su anciana madre, no oía más que los ladridos del vástago, que la sacaban tempo­ralmente de sus frecuentes siestas. por otra parte, el cachorro vivía en movimiento perpetuo. Cuando mis hijos salían a pasear en bicicleta o yo me ponía mis zapatos de lona, en seguida se disponía a acompa­ñarnos. Si lo dejábamos en casa, se dedicaba a perseguir ardillas. De ( uando en cuando, contra toda mi voluntad, se me iba la lengua y lo llamaba Scampy.

EN EL OTOÑO, al cabo de seis meses de cuidados familiares y de adora­ción, Scampy sufrió una desgracia. Nos bastó oír el chirrido de frenos para entender que el perro había perseguido a una ardilla hasta la calle. El veterinario debió entabli­llarle la pata izquierda porque se le había fracturado. Todos respiramos de alivio al enterarnos de que se iba a recuperar por completo. Desgra­ciadamente, una semana después se complicaron las cosas.

—Tiene gangrena —me comuni­có Shirley una tarde—. El veterina­rio opina que hay que amputarle la pata o sacrificarlo.

Yo me desplomé en un sillón. —No hay alternativa —repuseSería injusto condenar a un perro tan inquieto como Scampy a vivir con tres patas el resto de sus días.

Los cuatro niños, que habían esta- do escuchando detrás de la puerta, irrumpieron en la habitación.

—Nadie mata a una persona por tener una pierna enferma —ale­garon Steve y Laraine.

Para ganar tiempo les dije: —Mañana decidiremos.

Después de que los chicos se fue­ron a acostar, Shirley y yo volvimos sobre el tema.

—Les dolería mucho perder a Scampy —comentó mi esposa. —Sí, en especial a Christopher —añadí—. Yo tenía más o menos su edad cuando murió Queenie.

Entonces le hablé de mi mascota favorita, una perra de Pomerania, blanca y escultural, cuyo esponjo­so pelaje ondeaba como las olas del mar cuando corría. Un buen día Queenie comenzó a sufrir de un mal que le paralizó las patas traseras, y mi padre terminó por convencerse de que había que sacrificarla.

—Pero se puede aliviar —in­tervine, y con todas mis fuerzas le pedí a Dios que volviera a cami­nar. No obstante, Queenie iba de mal en peor.

Una noche bajé al sótano después de cenar, pues allí dormía mi perra junto al calorífero. Papá se hallaba al pie de la escalera. Se veía muy pálido. En una mano tenía un trapo del que se desprendía un olor penetrante.

—Lo siento mucho, hijo. Ya murió Queenie —me dijo con delicadeza.

Yo rompí a llorar y me arrojé en sus brazos. No sé cuánto tiempo permanecí así, pero al cabo de un rato me di cuenta de que él tam­bién lloraba. Recuerdo lo mucho que me consoló saber que compartíamos el mismo sentimiento.

Mientras me secaba las lágri­mas y me sonaba la nariz, le dije:

No quiero volver a tener un perro. Se sufre mucho cuando se mueren.

—Tienes razón, hijo, duele mucho —repuso mi padre—; pero no hay amor sin dolor.

AL DÍA SIGUIENTE, después de deliberar con el veterinario y con la familia, accedí a regañadientes a que le amputaran la pata a Scampy.

—Si la fe de un niño puede hacer que Scampy se recupere —le dije a Shirley—, se recuperará con creces.

Y así fue. Milagrosamente.

Poco después de la operación nos convencimos de que Scampy era el mismo de antes. Estaba yo asoma­do a la ventana de la cocina cuando vi a una ardilla gris y gorda acercarse con cautela al comedero de los pája­ros. El perro, que estaba tomando el sol, se colocó lentamente en posi­ción de ataque. Cuando tuvo a la ardilla a unos metros de distancia, se lanzó sobre ella. Usando su pata trasera como palo saltarín, se impul­só hasta el jardín y le pegó al roedor el susto de su vida.

No tardó Scampy en volver a atrapar pelotas, perseguir a los ni­ños, acompañarme cuando salía yo a correr. Lo más admirable fue qui­zá la manera en que compensó la falta de la extremidad. Inventó una forma nueva de mover su única pata trasera: la desplazaba de lado a lado a manera de pistón, y así lograba estabilidad y potencia.

No disminuyeron ni su entusias­mo ni su energía. "Lo bueno de Scampy", comentó un vecino, "es que, o no ha caído en la cuenta de que le falta una pata o no le presta importancia, y esa es la mejor ma­nera de hacer frente a un problema así".

Debo confesar que no todo el mundo veía a nuestra mascota con buenos ojos. En el terreno de juegos del barrio, había varios chiquillos que lo consideraban salido de una película de terror: "¡Cuidado! ¡Se acerca el monstruo!", gritaba un ni­ño. Mis hijos hacían caso omiso de esas burlas y presentaban a su mas­cota como: "Scampy, el mejor perro de tres patas del mundo".

DURANTE más de cinco años, Scampy nos dio una lección de valor, demostrándonos lo que significa dar lo mejor de sí con lo que se tiene. Durante nuestras carreras cotidianas solía yo conversar con él como si entendiera. "Cuando eras un cacho­rrito, estuve a punto de deshacerme de ti", le contaba; "pero tus amos chicos no me dejaron. Sabían que eras formidable". A juzgar por la forma en que me miraba y movía la cola, diríase que le gustaba escuchar esos comentarios.

Si hubiera sido menos pendencie­ro, quizá habría seguido dando lo mejor de sí durante mucho tiempo. Pero se metía a pelear con contrin­cantes muy superiores a él, y Scam­py carecía de dos requisitos sin los cuales no se puede llegar a viejo: buen juicio y una reversa efectiva (esta última deficiencia se la debía, en parte, a su amputación).

Una noche de agosto no regresó a la hora acostumbrada. Apareció a la mañana siguiente respirando con dificultad y con manchas de sangre en el pescuezo. Por supuesto, había participado en una riña, y temí que le hubieran hecho una herida seria en la tráquea o en el pulmón.

"Scampy, ¿cuándo vas a apren­der?", le pregunté al tiempo que le acariciaba la cabeza. Me miró con esos ojos suyos tan llenos de confianza, y me lamió la mano. De tan débil que estaba, ni siquiera meneó la cola. Christopher y Daniel me ayudaron a lavarlo con una es­ponja y a llevarlo con el veterinario, quien confirmó plenamente mi diagnóstico. Al mediodía, "el mejor perro de tres patas del mundo" dejó de existir.

Esa noche, Christopher y yo reco­gimos en el consultorio del veteri­nario la bolsa de plástico negra que contenía el cuerpo de Scampy, y regresamos a casa. Hacía apenas unos meses que había muerto Heidi, la madre de nuestra mascota. Ahora lo enterraríamos a él al lado de ella, en una arboleda cercana al jardín.

Durante el camino de regreso a casa traté de conversar con mi hijo, pero el muchacho guardaba silencio. Parecía que estaba tratando de acla­rar sus sentimientos.

—He conocido montones de pe­rros, Christopher —le dije—, pero Scampy era de veras especial.

—Sí —asintió él sin apartar los ojos de la oscuridad de la noche.

—pocos ha habido más inteli­gentes que él —añadí.

christopher no respondió. por las luces que de tanto en tanto inunda­ban el auto, pude verlo secándose los ojos. al fin me miró y dijo con la voz ahogada por los sollozos:

de algo sí estoy seguro, papá. no quiero volver a tener un perro. se sufre mucho cuando se mueren.

lo sé muy bien, hijo. momentos después, con una voz y unas palabras que en realidad no eran mías, agregué:

—pero no hay amor sin dolor.

ya alcanzaba a oír los sollozos de mi hijo, y a mí mismo me resultaba difícil ver con claridad el camino. nos detuvimos junto a una gasoli­nera y apagué el motor del coche. entonces abracé a christopher y con mis lágrimas le dije —como me había enseñado mi padreque su pérdida era también mía

domingo, 30 de mayo de 2021

SOY EL PULMÓN DE JUAN- ¡Presta atención, Juan!


Un vistazo al interior de ese órgano esencial y delicado, merecedor de un trato más considerado que el que suele recibir.

SOY EL PULMÓN DE JUAN

EN BUENA parte, este artículo está basado en las entrevistas que tuvo el autor con los doctores Alton Ochsner y Hurst Hatch, de la afamada Clínica Ochsner, en Nueva Or­leáns (Luisiana).

POR J. D. RATCLIFF

SELLECIONES DEL R.D. JUNIO 1969

USTEDES conocen a muchas per­sonas semejantes a Juan. Tie­ne 47 años, es próspero y vive feliz con su esposa. Hace algún tiempo el corazón y el estómago de Juan

contaron su historia en SELEC­CIONES.* Ahora me toca a mí ha­cerlo. *Véase: Soy el corazón de Juan en Seleciones de julio de 1967; Soy el estómago de Juan, en agosto de 1968.

Soy el pulmón derecho de Juan, y me corresponde el privilegio de hablar porque soy algo más grande que mi compañero situado en el la­do izquierdo del tórax. Yo tengo tres lóbulos separados (o comparti­mientos), mientras que el izquier­do sólo tiene dos. Juan se llevaría una sorpresa si me viera, pues pien­sa que soy una especie de vejiga vacía, de color rosa, que cuelga den­tro del tórax. Por el contrario, no estoy vacío; la realidad es que, si me cortaran, ofrecería el aspecto de algo semejante a la sección de una  esponja de goma para baño. Ade­más, mi color no es rosado. Lo fue cuando Juan era un niño pequeño. En la actualidad, después de haber consumido un cuarto de millón de cigarrillos y de haberme inflado unos quinientos millones de veces en la atmósfera contaminada de las ciudades, tengo un feo color gris pizarra, moteado de negro.

En el tórax de Juan hay tres compartimientos separados y her­méticamente cerrados: en uno me encuentro yo, en el otro se aloja el pulmón izquierdo y en el último se halla el corazón. Yo cuelgo hol­gadamente en mi compartimiento, ocupándolo totalmente, y peso al­rededor de medio kilo.

Como no tengo músculos, desem­peño un papel pasivo en los movi­mientos de la respiración. Hay un vacío parcial en mi compartimien­to; por consiguiente, cuando se dilata el tórax de Juan, me dilato yo. Al exhalar Juan, yo me desinflo. Se trata simplemente de un mecanis­mo de retroceso. Si llegara a ocu­rrir que la pared del tórax se per­forara en un accidente, dejaría de existir el vacío parcial y yo queda­ría colgando lacio, sin trabajar, has­ta que se curara la herida y se vol­viera a hacer el vacío.

Veamos más de cerca cómo estoy constituido. La tráquea de Juan, que mide unos 12 centímetros de longitud, se divide en la parte in­ferior en dos conductos bronquiales principales: uno unido a mí y el otro a mi compañero. Luego co­mienzo a ramificarme como un ár­bol invertido. Primero en las ramas bronquiales y finalmente en los di­minutos bronquiolos, que miden un cuarto de milímetro de diámetro. Todos ellos son sencillamente con­ductos de aire. El verdadero trabajo lo realizo en los alvéolos: los mi­croscópicos sacos de aire que se agrupan como racimos de uvas. Hay en mí unos 250 millones de alvéo­los que, extendidos, cubrirían con su tejido aproximadamente medio campo de tenis.

Cada alvéolo está cubierto por una maraña de capilares. El cora­zón impulsa la sangre hacia un ex­tremo de cada capilar, y los glóbu­los rojos, uno por uno, lo recorren aproximadamente en un segundo. A continuación ocurre algo asom­broso. A través de la membrana finisima de la pared capilar, los gló­bulos rojos descargan su desecho de anhídrido carbónico en mis alvéo­los. Simultáneamente, toman el oxí­geno que entra por el otro extremo. Es una especie de tienda de inter­cambio : por un extremo de los ca­pilares la sangre entra de color azu­lado y por el otro sale de un vivo color rojo cereza.

Los órganos más importantes de Juan —señaladamente el corazónfuncionan por control automático. Lo mismo ocurre conmigo la ma­yor parte dél tiempo, aunque tam­bién estoy sujeto al control volun­tario de mi amo. De niño, cuando Juan hacía berrinches, en ocasio­nes contenía la respiración hasta po­nerse un poco morado. Su madre se preocupaba, aunque innecesaria­mente, pues mucho antes que su­friera verdaderos perjuicios, la res­piración automática se hubiera he­cho cargo y Juan comenzaría a respirar, aunque no quisiera.

La acción automática de mis fun­ciones respiratorias está regulada por el bulbo raquídeo —la protu­berancia donde la médula espinal se inserta en el cerebro—, que es un detector químico asombrosamente sensible. Durante el ejercicio enér­gico, los músculos consumen pron­to el oxígeno y descargan el desecho de anhídrido carbónico. Con­forme se acumula este gas, la san­gre se pone ligeramente ácida. El centro de control de las funciones respiratorias detecta esto de manera instantánea y me envía la orden de que trabaje más aprisa. Si la acidez aumenta demasiado, como ocurre cuando Juan hace un ejercicio enér­gico, el centro de control me orde­na que también haga más profunda la respiración: es lo que llamamos "el segundo aliento".

Cuando Juan está sentado necesi­ta unos 16 litros de aire cada mi­nuto; en la marcha, necesita unos 24; en la carrera, unos 50. Recosta­do, tranquilamente, en la cama, ne­cesita unos ocho litros de aire cada minuto. Para inhalarlos respira unas 16 veces por minuto, es decir, inhala poco menos de medio litro de aire cada vez que respira. (Yo puedo recibir ocho veces esa cantidad, que sólo me infla en parte.) Aun así, no todo ese medio litro de aire me llega a mí; un tercio se escapa sin rumbo fijo por la tráquea y otros conductos del aire.

El aire que necesito me debe lle­gar poco más o menos tan húmedo y cálido como el de una marisma tropical. Para producir ese aire tan especial en el trayecto de unos cuantos centímetros, se requiere todo un complicado sistema. Las mismas glándulas lagrimales que constante­mente bañan los ojos de Juan, jun­to con otras glándulas que vierten secreciones - mucosas en la nariz y en la garganta, producen hasta me­dio litro de líquido por día para humedecer el aire que recibo. A lo largo de la mucosa de esos mismos conductos, los vasos sanguíneos —que en los días fríos se dilatan y en los días cálidos se constriñenrealizan la labor de calentamiento.

Hay una lista casi interminable de cosas que me pueden causar di­ficultades. Cada día Juan inhala toda clase de bacterias y virus. La lisozima, poderosa enzima antimi­crobiana existente en la nariz y la garganta, destruye a,casi todos ellos. Y, por lo general, yo puedo comba­tir a los demás que llegan a pene­trar hasta mis oscuros, cálidos y hú­medos conductos, que constituyen un excelente coto de caza de micro­bios. Los fagocitos vigilan en mis conductos y sencillamente envuel­ven a los invasores y los engullen.

Desde luego, el aire contaminado es mi mayor problema. Los demás  órganos viven resguardos; sin embargo, para las conse­cuencias reales, daría lo mismo que yo estuviese afuera del cuerpo de Juan, expuesto a los peligros del medio ambiente y a sus impurezas. Aunque no lo parezca, soy muy de­licado, y es asombroso que pueda sobrevivir siquiera, obligado como estoy a sufrir la presencia de com­puestos como el anhídrido sulfuro­so, el benzopireno, el plomo, el bió­xido de nitrógeno. Como algunos pueden fundir inclusive medias de nilón, podrán ustedes imaginar qué efectos surten en mí.

El proceso mediante el cual se purifica el aire que recibo comienza con los pelillos de la nariz, que de­tienen las grandes partículas de pol­vo. Una película adherente de materia mucosa, en la nariz, la gar­ganta y los bronquios, actúa en for­ma semejante a la del papel mata­moscas para atrapar las partículas más pequeñas de polvo. Y por úl­timo, la labor de limpieza propia­mente dicha la realizan los cilios: pelillos microscópicos que cubren, en cantidad de decenas de millones, todos mis conductos respiratorios. Como trigo al viento, los cilios se agitan hacia atrás y adelante cerca de 12 veces por segundo. Movién­dose hacia arriba, empujan los de­sechos hacia la garganta, donde pue­den ser deglutidos por Juan.

Si Juan pudiera observar mis ci­lios al microscopio, vería que cuan­do se les arroja humo de cigarrillo o aire muy contaminado, dejan de agitarse y se paralizan durante algún tiempo. De continuar esta irri­tación durante un periodo largo, los cilios se debilitan y mueren, sin que los puedan remplazar.

A los treinta años de fumador, Juan ha perdido casi todos los ci­lios, y las membranas de los con­ductos que segregan materia mu­cosa han aumentado tres veces su espesor normal. Juan no lo sabe, pero corre el peligro de sofocarse. Si cae en mis sacos de aire dema­siada materia mucosa, la respira­ción cesa tal como si hubieran pe­netrado en los pulmones varios li­tros de agua. Lo único que salva a Juan de ese riesgo es su ruidosa e ineficaz tos de fumador que ha pasado a suplir la silenciosa fun­ción de los cilios. Juan debe tener presente que este es el único meca­nismo de limpieza que me queda, y deberá guardarse de tomar medi­camentos para combatir la tos.

La mayor parte del tiempo Juan me exige que inhale verdaderos desperdicios. Algunas partículas obstruyen mis conductos más pe­queños, y otras queman mis teji­dos. Las frágiles paredes de mis al­véolos pierden elasticidad y no se desinflan como es debido cuando exhalo. (Por eso le es posible in­halar, mas no exhalar.) El anhídri­do carbónico queda retenido en los alvéolos, que dejan de proporcionar oxígeno a la sangre y de tomar los desechos de anhídrido carbónico. Así sobreviene el enfisema pulmo­nar, espantosa afección en que cada respiración constituye una lucha pa­ra sobrevivir. Aunque Juan no lo sabe, varios millones de alvéolos míos se hallan en esta situación. Como su capaci­dad pulmonar es unas ocho veces mayor que la que necesita para el trabajo sedentario, todavía le que­da una reserva suficiente. Sin em­bargo, a últimas fechas se ha perca­tado de que incluso un esfuerzo menor le causa una forma leve de sofocación. De esta manera lo es­toy poniendo sobre aviso.

Juan debe tener en cuenta el viejo adagio médico que advierte: "El que está consciente de tener pulmones, es que ya está enfermo"; y debe darme un mejor trato, lo que principalmente significa un aire de mejor calidad. Lo más importante, desde luego, es que deje de fumar. Pero si es incapaz de re­nunciar al cigarrillo, puede ayudar­me por otros medios. Existe una pequeña máquina, de precio mode­rado, que hace circular el aire de la habitación a través de una capa de carbón activado —empleado en las caretas de protección contra el gasy absorbe las sustancias químicas que atacan a mis tejidos. Si Juan colocara una en su alcoba y otra en la oficina, yo tendría 16 horas de protección cada día.

También le aconsejo que haga más ejercicio y observé un régimen alimenticio más adecuado. Cual­quier clase de ejercicio corporal, subir a pie las escaleras, pasear, salvar distancias a trote lento, prac­ticar deportes— me obliga a respi­rar con mayor profundidad, y eso es muy conveniente. Además, hay ejercicios especiales para las funcio­nes respiratorias. En condiciones normales la mejor manera de res­pirar es hacerlo profundamente, in­troduciendo en los pulmones mayor cantidad de aire a un ritmo más pausado. Juan podría practicar la respiración abdominal, como lo ha­cen los pequeños y los cantantes de ópera, que consiste en no inflar el tórax y en dejar caer el diafragma. De este modo el aire penetra hasta mis alvéolos más recónditos.

Además, sería útil que varias ve­ces al día Juan empleara en mí cier­to recurso de limpieza. Juan cree que con exhalar normalmente yo quedo vacío de aire. Pero está equi­vocado. Que abra la boca y exhale todo el aire que pueda. Luego, que frunza los labios y sople: todavía le quedará bastante aire. Si lo hi­ciera fumando, observaría algo que debería hacerlo reflexionar: de sus labios fruncidos saldría humo que normalmente quedaría encerrado, estancándose en mi interior.

Todo se resume en lo siguiente: En su mayoría los órganos vecinos míos pueden soportar sin queja un trato muy rudo. Desgraciadamente este no es mi caso. La Naturaleza no me ha dotado de todos los medios de protección que necesito para vi­vir en el mundo de hoy. Por eso han adquirido proporciones de epidemia una serie de enfermedades de los pulmones. ¡Presta atención, Juan!

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