viernes, 21 de mayo de 2021

LOS ÚLTIMOS SOLDADOS DEL EMPERADOR -(3) FIN

 LOS ÚLTIMOS SOLDADOS DEL EMPERADOR

SELECCIONES DEL READER´S DIGEST

SEPTIEMBRE DE 1969

mo, Ito. Siempre haces las cosas mal.

—Tú no lo haces mejor —contes­té—, las pocas veces que te da la ga­na de ayudar.

¡Y ahí fue Troya!

—Te dejamos venir con nosotros por pura bondad —vociferó— ¡y así es como nos pagas ahora! Estás obli­gado a trabajar más para mostrar­nos tu gratitud.

Casi llorando de rabia, me llamó campesino analfabeto y fue dando tumbos a su guarida. De allí volvió al momento, apuntándome al pecho con la pistola. Me eché encima de él y se fue de bruces, y los dos roda­mos por entre las malezas dándonos mordiscos y puntapiés. Minakawa logró separarnos y restablecer un simulacro de paz, mientras los dos, uno a cada lado de él, echábamos fuego por los ojos.

Más tarde, cuando me serené, sentí vergüenza y fui a darle discul­pas, pero Umino rechazó la reconci­liación. Antes de que hubiera pasa­do mucho tiempo, se separó de nosotros para seguir por su cuenta.

Después de que se fue Umino, Minakawa y yo establecimos una regla : cada cual comería lo que él mismo recogiera, con excepción de hallazgos especiales, como ranas o langostas. La vida con Minakawa fue muy sencilla y nuestra amistad creció a favor del nuevo acuerdo.

No volvimos a ver a Umino du­rante un año entero, al cabo del cual reapareció de repente. Jamás había sido fuerte, pero entonces se notaba a ojos vistas que estaba enfermo, demacrado y macilento. Le daban es­pantosos accesos de tos, tanto que temimos que estuviese tuberculoso; pero al preguntarle cómo se sentía, Umino insistía en que sólo tenía cansancio.

Tratamos de conservar la regla de que cada cual buscara su alimento, pero Umino permanecía postrado en su choza y no tuvimos más re­medio que compartir con él lo nues­tro y aguantarle sus comentarios sarcásticos. Llegó un momento en que Umino no podía pasar bocado y se quejaba de tener un hombro paralizado. Le dimos masajes, pero seguía sintiéndose inquieto. El hom­bro le obsesionaba.

—No puedo aguantar más —dijo en un susurro—. Tendrán que ha­cerme una incisión en el hombro y sacarme la sangre mala. ¡Háganme­lo, por favor!

Le dijimos que era imposible, pues su organismo necesitaba hasta la última gota de sangre. Nos im­ploró, nos suplicó que le sacáramos la sangre coagulada. Con la voz en­trecortada y falto de aliento nos hi­zo la última súplica, y era tan seria su  mirada que por fin accedimos.

—Está bien —asintió Minaka­wa—, pero te haremos una cortadu­ra muy pequeñita.

Minakawa casi no podía hallar carne en el enflaquecido hombro. Muy contra su voluntad hundió un poco la hoja de afeitar y bro­taron unas cuantas gotas de sangre.

—Más —suplicó Umino—, un corte mayor, por favor. ¡Por miseri­cordia te lo pido!

Minakawa hizo una segunda in­cisión y el rostro de Umino se sere­nó. Sonrió débilmente. Le lavamos las cortaduras, se las vendamos y lo dejamos dormir. Minakawa y yo nos fuimos a nuestras respectivas chozas, donde pasamos muchas ho­ras en vela.

Durante los dos días siguientes, Umino siguió implorándonos que le sacáramos sangre. Al tercer día, murió. Entonces hacía casi exacta­mente diez años que habíamos puesto el pie en aquella maldita isla.

Los dos últimos

DE TODO el tiempo que pasamos en la selva, creo que los meses que siguieron a la triste muerte de Umi­no fueron los más precarios. Se nos había acabado por completo el viejo espíritu de aventura. Por`mi parte se que, de no haber estado Minaka­wa para darme ánimo, no hubiera podido sobrevivir. Le debo a él la vida.

Nos dábamos cuenta de que nues­tras fuerzas —tanto mentales como físicas— estaban mermando gra­dualmente como resultado de la desnutrición. Ya no podía concen­trarme lo suficiente para desarrollar una idea. Minakawa se quejaba de ceguera nocturna. El mínimo es­fuerzo, tal como un viaje para reco­ger agua de mar, nos dejaba agota­dos durante mucho tiempo, a veces durante 20 y aun 40 días. Había cierta dolencia periódica —nunca descubrimos lo que era— que solía atacarnos por espacio de un mes, poco más o menos, y mientras la pade­cíamos no podíamos hacer más que andar como tontos y dormir.

Poco a poco fuimos sufriendo otras alteraciones. El instinto remplazaba en muchos casos al racioci­nio; aprendimos a vivir en la selva, no como hombres, sino como ani­males. Hablábamos muy poco, y sin embargo compartíamos los pensa­mientos por intuición. Con la vista y el oído estábamos atentos a todo peligro, y había veces en que descu­bríamos que alguien se nos acercaba sólo por el olor de tabaco. Nos ha­bíamos convertido en ratas de la sel­va, con los sentidos muy agudos, y para nosotros todos los demás hu­manos eran gatos cazadores.

Fue durante una de aquellas interminables estaciones lluviosas cuando me fallaron los instintos y, en 1957, estuve al borde de la muer­te. Habíamos construido un refugio hecho con dos trozos de lona de tienda de campaña sujetos a la altu­ra de la cabeza, y entre los dos, en el suelo, una hornilla común para cocinar. Había llovido mucho desde el amanecer, y estábamos sentados con las piernas cruzadas, mirándo­nos por encima de la hornilla y ha­blando en voz no más alta que el ruido de las gotas de lluvia sobre nuestros toldos.

—Muchas veces pienso que la guerra ya debió de terminar ..

—¿Entonces por qué los aboríge­nes tratan todavía de matarnos ?

—No lo sé. ¿Crees que los nortea­mericanos habrán puesto precio a nuestras cabezas?

LOS ÚLTIMOS SOLDADOS DEL EMPERADOR

155

Levanté la voz en un lamento, al responder:

—Si es así, estamos condenados a vivir aquí hasta el fin. ¿No es ver­dad? No podríamos ni siquiera en­tregarnos, porque nos fusilarían.

De pronto, sobre el ruido de la lluvia en la lona, mi sistema nervio­so reconoció otro tipo de rumor. Al volverme, mis ojos enviaron al cere­bro la imagen de unos pies descal­zos, el fusil y la cara de un indígena chamorro.

—¡Están aquí! —grité.

Y con eso salté a la lluvia. Oí un solo tiro y sentí un escozor en la es­palda, pero para entonces ya corría cuesta abajo con todo el ímpetu de una gran piedra que cae, y nada po­día detenerme. Minakawa logró por fin darme alcance. Por su extraña mirada, deduje que me debió de no­tar una expresión de loco.

—¿ Te sientes bien ? —me pre­guntó.

Con aquellas palabras volví en mí, y de repente sentí el dolor. Me levanté la camisa para que me pu­diera examinar la espalda.

—Tienes suerte —me dijo—: no es más que un rozón.

Era un consuelo tener a Mina­kawa a mi lado. Me vendó la herida con una tira de tela. Yo sabía exac­tamente lo que pensaba : que si yo hubiera muerto, él habría perdido la voluntad de seguir adelante. Tam­bién yo pensaba eso. El incidente nos había conmovido profundamen­te a ambos.

Por fin subimos otra vez a nues­tro refugio, a paso muy lento. La lluvia caía torrencialmente, salpi­cando en las hojas y abriendo surcos en la ladera de la colina. Yo estaba conforme en dejar que Minakawa fuera adelante. No nos teníamos que advertir que tuviéramos cui­dado.

"Cerro del Triángulo"

LAS RONDAS de patrullas fueron muy poco frecuentes después de eso. La vida nos hubiese resultado más llevadera a no ser que cada vez sen­tíamos más los efectos de la desnu­trición y ya andábamos medio so­námbulos. Nos quedaban pocas fuerzas para recoger alimentos, co­mo no fueran las papas rosa, pero una noche vimos un pollo entre los árboles, y a la mañana siguiente Mi­nakawa sal¡ó con ánimo de darle ca­za. Yo me sentía demasiado cansa­do para acompañarlo.

Recostado dentro del refugio, el vacío en el estómago me mantenía inquieto. Como Minakawa no vol­vía cuando yo esperaba, comencé a preocuparme. Siempre nos propo­níamos regresar a las dos horas; Mi­nakawa ya faltaba hacía tres.

Hacia el mediodía, no pudiendo pensar en otra cosa, salí a buscarlo. Me dirigí al lugar donde habíamos visto el pollo y lo llamé con la señal convenida, un chasquido de la len­gua. Nadie respondió. Presa del pá­nico, me fui a un lugar que ambos conocíamos como muy rico en co­cos, pensando que quizá hubiese tratado de recoger algunos. Exami­né la base de cada cocotero, imaginándome que Minakawa hubiera podido herirse en una caída, y cuan­do ya había dado vueltas a muchísi­mas palmeras, me encontré un mo­rral y un par de sandalias. Sin lugar a duda eran suyos.

Lleno de aprensión pasé la tarde registrando sistemáticamente la re­gión. No pensé que a Minakawa lo hubiese descubierto una patrulla, pues hubiese oído algún tiro; me parecía más probable que se hubiese herido y no se hubiera atrevido a gritar pidiendo ayuda. La otra posi­bilidad era que hubiese sido captu­rado por los norteamericanos, y se me venía a la mente la frase que ha­bíamos aprendido: "Los yanquis siempre matan a sus prisioneros".

Interrumpió mis pensamientos el ruido de un helicóptero sobre los ár­boles. Miré por entre las ramas y vi el aparato volando bajo, directamen­te sobre mí, y comenzar a perder al­tura. Bajó tanto que alcancé a ver a los tripulantes tomándome fotogra­fías. Huí corriendo hacia los mato­rrales más espesos que pude encon­trar, a fin de no dejarme examinar como mariposa ensartada en un alfi­ler.

De repente dejé de correr. Ya era demasiado tarde para evadirme, porque sabían dónde estaba. Ya no tenía tiempo de trasladar el campa­mento, pues en espacio de pocos minutos ellos podrían escudriñar una región que yo tardaría varios días en atravesar. Por tanto, resolví dar la cara.

Enterré todas nuestras pertenen­cias para que los norteamericanos no pudieran apoderarse de ellas, y escondí mis diarios. El último apun­te del cuarto tomo de cuadernos es­taba fechado el 16 de mayo de 1960. Después de eso me encaminé a la al­tiplanicie que llamábamos el "Ce­rro del Triángulo", en cuya cima es­taba la base del Ejército norteameri­cano. Los matorrales se acababan poco a poco y cedían el campo a un pedregal. Al seguir camino cuesta arriba, alcé por casualidad la vista hacia el filo de la colina. Cuatro norteamericanos me miraban desde allí. Por extraño que parezca, no sentí miedo, y sin emoción alguna vi que uno de ellos salía a encon­trarme. De repente el corazón me dio un vuelco. La cara del "yan­qui" que se me acercaba era la de Minakawa vestido muy limpio y afeitado.

"¡Banzai, banzaí!"

MINAKAWA parecía muy apuesto con su traje nuevo de paisano. Me sonrió.

—Suerte que estuviese yo aquí para recibirte, ¿no te parece? —me dijo con despreocupación.

Yo sólo podía pronunciar repeti­das veces su nombre en un susurro. Los tres norteamericanos, que se ha­bían mantenido a distancia pruden­te durante nuestro encuentro, avan­zaron entonces.

—Se siente bien . . . ¿ verdad ? —me dijo uno de ellos. Su expre­sión era de curiosidad bondadosa.

Yo estaba en el helicóptero —decía animadamente Minaka

Ito y Minakawa en el Hospital Naval de Guam, en mayo de 1960.

wa—. Creíamos haberte visto, pero nunca me imaginé que saldrías vo­luntariamente.

Nos condujeron a los dos a un ca­mión que esperaba allí cerca y, mientras me subía, no podía ahu­yentar el pensamiento de que iban a matarnos. Cuando salió el vehícu­lo, ambos miramos a la selva que desaparecía tras de nosotros. Ente­rrados en la jungla dejábamos 16 años de nuestras vidas.

Minakawa comenzó a contarme lo que le había sucedido. Como me lo sospechaba, abandonó la busca del pollo y se puso a recoger cocos, para lo cual trepó a un cocotero cer­ca del camino. Unos aborígenes lo habían visto y se acercaban a toda prisa, así que volvió a bajar inmedia­tamente y puso pies en polvorosa, dejando atrás las sandalias y el mo­rral. Por lo débil que estaba, Mina­kawa no fue muy lejos antes de que los aborígenes le dieran alcance y lo dominaran, pero por alguna razón para él desconocida, no lo mataron. Por el contrario, lo llevaron a través de la isla al hospital naval norteamericano en Agaña. Ahí las autori­dades lo interrogaron minuciosa­mente por sus posibles compañeros y, como evidentemente sabían que un hombre no puede vivir solo, Mi­nakawa les habló de mí.

En el hospital me arrancaron los harapos y me llevaron a la ducha, donde con abundancia de agua ca­liente me salió ante los ojos atónitos una capa sólida de mugre. Después me dieron un par de pijamas recién lavados. Ya me había olvidado del olor a ropa limpia. Luego un médi­co militar me hizo un reconocí= miento muy cabal y, no hallándome nada de cuidado, me mandó a la barbería, donde me cortaron los 60 centímetros de pelo que yo había llevado atados encima en forma de moño. Echaron ese cabello sobre una mesa. Le indiqué al barbero que me gustaría guardarlo y él, con una sonrisa, me lo entregó. Luego me afeitaron la hirsuta barba y pen­saba aún que, si nos iban a poner ante un paredón para fusilarnos, se estaban tomando demasiadas moles­tias.

La primera comida fue como la realización de un sueÑo. El pan era más blanco de lo que yo me imagi­naba que podía ser pan alguno. Mi­nakawa comió conmigo y, a medida que íbamos terminando un plato tras otro, estábamos rodeados por caras norteamericanas sonrientes. Aun así seguía pensando yo que to­do era parte de una treta.

Por fin nos llevaron a un salón tranquilo, donde nos dejaron a so­las.

—No creo que nos manden de re­greso al Japón.

—Yo tampoco.

—Debemos tener abiertos los ojos siempre.

Todavía hablábamos en susurros, mirando aún de soslayo con mali­cia, como habíamos aprendido a ha­cerlo naturalmente en la selva.

Durante la tarde nos entrevistó una legión de periodistas y fotógra­fos, que nos dispararon preguntas hasta que la cabeza nos dio vuel­tas. Siempre eran las mismas: ¿De qué se alimentaban cuando se les acabaron las provisiones? ¿Cuándo se dieron cuenta que había termina­do la guerra? ¿Estan muy deseosos de volver al Japón ? Tratamos de responder brevemente y en forma general.

Entonces los periodistas hicieron arreglos para que habláramos por teléfono con nuestras familias. Yo me sentía muy nervioso y los que estaban en la habitación hacían mu­cho ruido, así que no tenía la seguri­dad de si la voz que oía por el alambre era o no era la de mi hermana. Cuando Minakawa habló con su familia, desconfiaba tanto co­mo yo.

"Sí ... habla Minakawa ... ¿Es mi hermana Tsuru? ¿Puedes decir­me cuántas hectáreas de terreno hay tras de la casa? Sí, es verdad. Y ¿có­mo se llama nuestro abuelo? Sí, así mismo. Lo siento mucho. Ya no puedo hablarte más".

Entonces nos hallábamos muy desconcertados. Aunque dudába­mos de que nuestras hermanas nos hubieran hablado por teléfono, pen­sábamos al mismo tiempo qué debe­ríamos llevarles de regalo.

A la mañana siguiente, con ropa nueva que nos habían dado los nor­teamericanos, salimos hacia Tokio. Minakawa aún no creía que volve­ríamos a ver el suelo japonés, pero estaba más resignado que yo. Mi te­mor era que nos llevasen en el avión y nos tiraran al mar.

Éramos los únicos japoneses que íbamos a bordo, con lo cual crecie­ron nuestras sospechas. De pronto miré por la ventanilla al Pacífico y se me llenaron de lágrimas los ojos; apreté la frente contra el cristal, de­jando que me rodaran por las mejllas. Por malo que fuera el porvenir, al menos estábamos libres de Guam.

Por fin desaceleraron los motores y supe que íbamos a aterrizar. Las piernas me flaqueaban. Tocamos en la pista y rodamos hasta detenernos. Todos se pusieron de pie para salir. Minakawa y yo fuimos los últimos en dejar el avión. El iba andando lentamente hacia la puerta de sali­da, y yo le seguía muy de cerca.

—¡Banzal'! ¡Banzafl

Quedé atónito. Una gran multi­tud se había congregado para dar­nos la bienvenida. Ondeaba al vien­to una banderola grande que lleva­ba mi nombre. No sabía yo si llorar o reír. El público se precipitó hacia nosotros cuando bajábamos la esca­lerilla. Vacilé y por poco me deten­go, pero Minakawa, sin un saludo siquiera para la muchedumbre, si­guió bajando resueltamente hasta poner los pies en tierra. Lo seguí para dar el primer paso sobre el suelo de mi patria.:

En un instante nos rodeó el gen­tío que venía a recibirnos. En un resplandor fugaz, vi el rostro de mi madre, que desapareció inmediata­mente entre los empellones de la gente. A empujones y codazos me abrí paso por aquel mar de caras sonrientes hasta que al fin logré echarle los brazos al cuello. La abracé en silencio y luego a mi hermana. No anhelaba más que tenerlas así para siempre.

NOTA DE LA REDACCIÓN: Al regresar a la patria, Ito Masashi leyó con lágrimas en los ojos la inscripción que sobre una lápida sepulcral se había puesto equivo­cadamente en honor suyo, y desde 1960 ha luchado para rehacer su vida. En las junglas de Guam había vivido como un animal por espacio de 16 años . . . mu­cho más tiempo de lo que se espera que sobreviva el hombre en tales condiciones. Una vez que la selva se apodera de uno, no es fácil zafarse, pero Ito ha completa­do con éxito la transición al mundo civi­lizado. Su libro, publicado en el lapón en 1960, acaba de darse a conocer entre el público de otros países que lo han acla­mado como una epopeya al valor y la resistencia extraordinaria de aquellos úl­timos soldados del Emperador. Ito, que hoy tiene 46 años, está empleado como vigilante del estudio de cine Toei, y vive en Tokio.

 

CUANDO Bismarck era embajador de Alemania en San Petersburgo, en 1860, notó que un guardia armado patrullaba un pequeño tramo en el jardín del palacio imperial. Picada su curiosidad, Bismarck preguntó al zar Alejandro por qué habían asignado tan extraña mi­sión a aquel guardia. El Zar no lo sabía y ordenó que se hiciese una investigación. Tres semanas después quedó resuelto el enigma.

Después de mucho registrar en los archivos, encontraron una orden, de puño y letra de Catalina la Grande, para que se asignara un guar­dia a cuidar una pequeña florecita que luchaba para surgir del helado suelo. Por el año 1912, 116 años después de la muerte de Catalina, un centinela todavía patrullaba ese lugar; un monumento en memo­ria de una flor y un tributo a una mujer extraordinaria.

- F. E.

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