viernes, 5 de octubre de 2018

MUERTE DE DON ELISEO CASTILLO. SUS FUNERALES 236-245

 AVE SIN NIDO
HORACIO GALINDO
entretanto, me aplicaba en el estudio. No quería ni siquiera pensar que aquel año no lograra terminar los estudios de bachillerato.
A mediados de octubre, recibí un telegrama de Rafita Gordillo :
"Examen de Química el 18. Privados 23. Públicos 26", decía.
Volví inmediatamente a Quezaltenango, hospedándome en el Hotel M ... , para encerrarme en mi cuarto y estudiar febrilmente el temido curso de Química. Pasé dicho examen el día 18.
Gané el general privado el 23.
Y sostuve el examen de tesis el 26, obteniendo con ello el diploma de Graduado en Ciencias y Letras. ¡Ingrato de mí! ¡ Partí a Huehuetenango esa misma tarde, en el automóvil de alquiler de don Rufino Soberanas, sin visitar siquiera a don Elíseo y su familia. Aturdido por aquello que juzgaba un triunfo extraordinario, sólo pensé en volver a casa lo antes posible.
A la llegada, encontré mi casita querida llena de adornos y flores.
Se me hizo una fiesta estupenda. La marimba "Río Blanco" amenizó el baile que duró hasta las primeras horas del siguiente día. Estrené para esa noche, mi primer traje de pantalón largo. Y fui del brazo de mi madre, a recibir de silla en silla, a todo lo largo del salón de baile, los abrazos y parabienes de todo el pueblo.
¡Qué dicha tan infinita y tan completa!
En medio de tanta alegría (aún siento arrepentimiento y pesadumbre al acordarme), olvidé por completo a mi maestro querido. Y sólo pensé en disfrutar
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a manos llenas, de las vacaciones más felices de mi vida. No quería pensar en nada. Sólo anhelaba hundirme en aquel ambiente de serenidad venturosa, de euforia ilusionada.
No me agradaba siquiera escuchar a mi padre, cuando insinuaba que, al dar principio las tareas estudiantiles, tendría que inscribirme en la Escuela de Derecho porque había escogido para mí, la carrera de abogado. Tales argumentos me hacían el mismo efecto de alarma y desasosiego que los prospectos de liceos y colegios que empezaban a llegar a fines de diciembre y eran como el anuncio desagradable del final de las vacaciones. (La misma impresión penosa me causa aún su reiterado envío.)
Aquel año y a consecuencia de un cambio en los planes de estudio pronto abolido, pero que aumentó el número de candidatos a exámenes retrasados, se prorrogó hasta el último día de febrero la inscripción universitaria, lo que me permitió alargar mis vacaciones un mes más.
Cierta mañana de febrero, pasaba frente al teatro municipal, cuando de pronto, me encontré con don Simeón. i Qué cambio tan singular noté en su semblante! Mostraba en sus facciones, la huella de una preocupación profunda que sólo comprendí cuando al preguntarle por don Eliseo, me dijo lleno de amargura:
—¿Eliseo? Lo tengo en Guatemala. Está muy grave. Ninguna esperanza hay de salvarlo. He venido al pueblo con objeto de arreglar un asunto urgente, pero creo que dentro de pocas horas podré volver a su lado.
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Sentí como si el mundo se desquiciara debajo de mis pies. ¡ Y yo que había sido tan feliz, mientras él se moría!
Volví a casa abrumado por la desdicha y por la primera y única vez, me atreví a hacer a mis padres un reproche:

¡ Por qué no me han dicho nada!
¡Ustedes sabían lo que estaba pasando!

—Sí —respondió mi padre—. Don Simeón nos ha tenido informados constantemente. Mientras tú estabas aquí haciendo tu repaso general, don Eliseo fue llevado a Guatemala. Estaba allá cuando volviste a Quezaltenango para presentar tu examen de graduación.
Te vimos luego tan feliz disfrutando de esas vacaciones, por cierto tan merecidas, que tu madre y yo convenimos en ocultártelo todo, para no amargar la dicha que te colmaba. ¿ Qué utilidad habría tenido que te afligiéramos con esa lamentable desdicha, si ni tú ni nadie podían ya hacer nada para remediarla?
Si algo hubiera podido hacerse, nosotros lo habríamos hecho inmediatamente. Desde el día mismo en que nos informó don Simeón de lo que estaba ocurriendo, le ofrecimos toda la ayuda que pudiéramos prestarle. Pero tú conoces sus principios. No ha recurrido a nosotros ni una sola vez. Ha tenido que abandonar su negocio desde el mes de julio, para consagrarse enteramente al cuidado de su hermano. Ha vendido cuanto tiene; ha acabado prácticamente con su pequeño comercio. Sabemos que ha gravado su casita con dos hipotecas sucesivas que difícilmente podrá redimir, aún siendo, como lo es, el hombre más honrado y laborioso de la tierra.
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La vida en la capital es cara, hijito. Los médicos cobran allí honorarios exorbitantes y él ha llamado en consulta a los mejores. Tonita y don Simeón, lo tuvieron en casa particular, de julio a octubre. Desde entonces fue preciso trasladarlo a la casa de salud del Hospital General, donde se encuentra actualmente. Y lo más lamentable y doloroso, es que don Simeón se ha arruinado sin que su sacrificio haya servido de nada, porque a pesar de estar gastaudo cuanto aún le queda y a pesar de la ternura y devoción con que lo cuida, nada puede hacerse ya y los días de tu maestro están contados.
Pero eso no es todo: Tonita ha tenido que regresar a Quezaltenango, porque la salud de Efraín ha vuelto a alterarse profundamente. (En realidad, los días de Efraín estaban también contados.)
—Quiero —dije con el alma abrumada de desconsuelo— que me se permita ir a verlo inmediatamente.
—Tu hermano Rafael irá contigo. Partirán mañana a primera hora.
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CAPITULO XVIII
Los heraldos de la muerte. Parecía un patriarca dormido. Muerte de don Eliseo. Sus funerales. Por última vez las campanas. La herencia de los pobres.
Días después, al filo de la medianoche y tras un viaje que nos pareció interminable, Rafael y yo llegaMos a la capital a bordo del tren de Mazatenango, que por un desperfecto en la vía, entró a la estación central con seis horas de atraso.
A la mañana siguiente, Rafael me llevó al Hospital General conduciéndome a través de los sombríos corredores, hasta el lecho mismo que ocupaba mi maestro.
Don Simeón se levantó al vernos entrar y tuvo que decirme:
—Sí; es él.
Porque yo no podía reconocerlo:
Su tez tenía la transparencia pálida del marfil; una barbita blanca, de un blanco absoluto, enmarcaba sus facciones, dando a su rostro el aspecto de un patriarca dormido.
Me aproximé al lecho y tomé entre las mías una de sus manos.
Pero aquella mano enflaquecida e inerte, distaba mucho de parecerse a las manos prodigiosas que viera
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 yo durante tantos años, arrancar del teclado de su piano las más dulces melodías.
Un practicante, amigo de Rafael, se acercó a nosotros mostrando a mi hermano la tablilla de observación fijada a los pies del lecho:
"Osteomielitis del fémur —leyó—. Afección intercurrente, uremia aguda".
Y dijo a Rafael algo que, aunque evidentemente fue para mí incomprensible, suscitó en mi espíritu un súbito golpe de angustia:
"Ha aparecido el Cheyne-Stokes".
A lo que respondió Rafael:  "Sólo falta que venga ahora, el otro mensajero: el de Kussmau".
Cuando salimos al  corredor pregunté a Rafael   lo quesignificaban aquellos extraños.nombres.
—Son —me respndió los heraldos de la muerte; dos tipos de ritmo respiratorio precursores de lo inexorable. Quédate a su lado. Quizá esto pueda servirte de consuelo: tu maestro está dormido y ya no despertará más. Es el coma urémico. No sufre ya y morirá tranquilo, del mismo modo que se extingue una llama. Avisa a don Simeón. Tu maestro sólo tiene unas pocas horas de vida.
Así ocurrió efectivamente y el día 25 de febrero de 1927, expiró mi maestro a las 3 de la tarde.
Igual que en el entierro de Milita, había palmas en el cielo el día de sus funerales.
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Toda la colonia huehueteca residente en la capital ; el nutrido gremio de tejedores y alfareros del cantón Barillas ; los herreros del barrio de La Libertad ; los albañiles del cantón Barrios y con ellos todos los profesionales, maestros y estudiantes, empleados del comercio y de los bancos venidos del terruño y radicados en la ciudad, se hicieron presentes, sin que faltara uno solo.
Dos carros fúnebres abrumados de ofrendas florales y tirados por doble tronco de caballos negros y engualdrapados, seguían el féretro llevado en hombros a todo lo largo de su postrer camino.
Cuando salimos de la capilla del Hospital, elevaron al cielo su doliente queja, las tres agudas esquilas de la antigua torre.
Al mismo tiempo vibraron en el aire los bronces lejanos de la Metropolitana.
Más lejos aún, voltearon sus copas las grandes campanas de Santo Domingo ; las dulces y aéreas de La Merced y Capuchinas ; los roncos aquilones de Candedelaria, San José y la Parroquia.
Fue entonces, como si un conjuro de duelo y pesadumbre pusiera en movimiento otras voces lastimeras, que de campanario en campanario surgieran al unísono, para repartir sus clamores por todos los ámbitos de la ciudad.
Se oyeron por el norte, las remotas campanas de San Sebastián, La Recolección y Santa Catalina; las de El Carmen, Santa Clara y San Francisco, por el centro.
Así dispuso la colonia huehueteca que fueran encargándose los nutridos grupos, de hacer en las iglesias de sus barrios los respectivos arreglos.
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 De ese modo, conforme el cortejo avanzaba por la calle real del Cementerio, tañían sus dobles otras campanas : las de la capilla del Hospicio, las de El Calvario, Santa Cecilia y Santa Marta, igual que si en el curso de su último viaje, de iglesia en iglesia un enjambre de dolientes voces lo fuera confiando como de mano en mano, a otro grupo de esquilas hermanas.
Muy lejos y exactamente a la misma hora, también doblaban por él, las campanas de Huehuetenango.
  Yo nunca había estado en la Necrópolis capitalina y cuando ya en el fúnebre recinto cruzamos por la primera avenida bordeada de frondosas araucarias; cuando vi el esplendor de los fastuosos panteones en que mármoles y pórfidos brillaban con el dorado fulgor del sol del poniente; cuando vi la profusión de estatuas inmovilizadas en hieráticas y elocuentes actitudes, me impresioné vivamente.
Ya no se oía el tañer de una sola campana. Únicamente se escuchaba en medio del imponente silencio, el rumor de los pasos sobre el enarenado de la vía.
Tenía el ocaso, un suave tono de perla; ese matiz violeta y rosa que tan típico es de los crepúsculos del verano.
Punteaban ya el cenit, al descolgarse a gran altura con su indeciso vuelo en zigzag, los primeros murciélagos.
Llegados frente al humilde nicho que guardaría sus restos, un sacerdote leyó con voz monótona el salmo de los muertos, mientras yo, con los ojos cerrados y sin poder contenerme, dejaba que las lágrimas corrieran por mis mejillas y escuchaba en mi pensamiento, las notas melancólicas de "Lágrimas del alma", "Despierta" y "Mis tristezas".
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Llegaban a mi alma con la tenaz insistencia de una obsesión dolorosa.
"Es la hora ----me dije— en que ya mi maestro habrá encontrado a su Milita e incrédulo de tanta dicha, por fin la tenga en sus brazos. Acaso estén junto al Niño Jesús, examinando el pianito de cola; ya para siempre unidos por siempre en la paz y la ventura de las altas   esferas.

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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