viernes, 22 de octubre de 2021

OMBRES CONTRA HOMBRES - Ubico- Efraín de los Ríos - Huehuetenango- (2)

OMBRES CONTRA HOMBRES
-Editado el 25 de Septiembre de 1945, México, D,F.

 EFRAIN DE LOS RIOS AGUIRRE _Nacido en Huehuetenango-

 DRAMA DE LA VIDA REAL

 Emocionante relato, de un verismo conmovedor y desconcertante.

 La historia del martirologio humano, impuesto a los prisioneros políticos durante el régimen despótico del General Ubico. (Madre huehueteca- )

 Un aspecto de Guatemala durante catorce años de tiranía

Episodios desconocidos que todo guatemalteco debe conocer.

 CAPITULO VI.

EL CAREO

 SENTADO en su escritorio, con aire dictatorial o como un inquisidor nazi de segunda categoría, el Auditor de Guerra, me increpó en esta forma:

¿Por qué se atreve Ud. a hablar mal del General, Ubico? señalando el retrato del déspota, pendiente de la pa­red—; a mí, si alguien me habla mal del General Ubico, le pego un tiro.

—Usted, porque es empleado suyo —le respondí— y además devenga un grueso sueldo del presupuesto.

 

—Ustedes no creen las cosas, sino hasta, cuando tienen las ametralladoras en las manos —me dijo—, usted hubiera levan­tado una revolución con este libro.

Sobre el cartapacio de su escritorio, golpeó furiosamente la primera parte de "El Jardín de las Paradojas", que José Luis Cifuentes, había sido obligado a entregar la noche ante­rior y por cuyo motivo estuvo durante más de un mes en­cerrado en las bartolinas del segundo Cuartel de Policía.

El Licenciado Gregorio Aguilar Fuentes, había sido man­dado a traer a su casa en el momento en que se disponía a almorzar. Su madre, gravemente enferma, empeoró al ente­rarse de este suceso. Su familia, alarmada, quedó esperando el motivo del llamado. Hay que colocarse en la época de estos sucesos para comprender lo que significaba un llamado urgente de parte del Auditor de Guerra.

El licenciado Aguilar, en presencia del Auditor, fué inte­rrogado en esta forma:

 

—¿Conoce Ud. "El jardín de las Paradojas"? — preguntó el Auditor.

— ¿Algún bonito chalet?

—¡No, un libro!—

¿Algún libro de versos?

Qué libro de versos ni qué nada, un libro que escribió contra el general Ubico, ese bandido de Efraín de los Ríos.

 

El licenciado Aguilar, negó rotundamente tener conoci­miento de la existencia de tal libro y a pesar de las afirmaciones del Auditor de que yo había confesado que el Lic. Aguilar me había suministrado los datos para escribirlo, mantuvo la firmeza de su negativa.

—¡Ahora véremosl—gritó el Auditor y me mandó entrar.

 

El licenciado Aguilar Fuentes y yo, frente a la arrogante figura inquisitorial del Auditor, fuimos conminados a decir verdad. Ambos sostuvimos nuestras primeras posiciones. Yo negué siempre la colaboración del licenciado Aguilar y él ratificaba mis afirmaciones. Desesperado el Auditor por no poder obtener de nosotros ninguna declaración que nos com­prometiera y a él le permitiese significarse por haber descu­bierto un nuevo par de enemigos del "señor Presidente", dis­puso levantar un acta de nuestras exposiciones; acta mila­grosa que aunque a mí me hundió por varios años en la Pe­nítenciaría, tuvo siquiera el prestigio de salvar al licenciado Aguilar Fuentes, a quien desde un principio comprendí —y después tuve oportunidad de constatar más ampliamente—que se quería dañar con mis imprudentes declaraciones.

 

Terminada el acta, el licenciado Aguilar firmó. Yo no podía tomar la pluma del escritorio del Auditor, por tener zafado y sin movimiento el dedo pulgar de la mano derecha. Entonces el licenciado Aguilar se apresuró a ofre­cerme su estilográfica, con estas frases que hasta ahora no he olvidado y que muchos años después, siempre recordaba en la Penitenciaría, por su sentido:

—Tenga, firme, no se manche...

 

Y salimos. Cuatro años después, nos encontramos con el licenciado Aguilar Fuentes y todavía bajo la sombra trágica de la bota dictatorial, evocamos nuestro encuentro en la Au­ditoría de Guerra, la tarde del miércoles 18 de Diciembre de 1935‑

 

Era el principio de mi cautiverio, el primer eslabón de una larga cadena de martirios. Quedamos separados y entre­gados a nuestro propio Destino. Se cumplía en nosotros la inexorable ley de la existencia...

 

CAPITULO VII

 

LA OFERTA

 

VOLVIOSEME a introducir a la ambulancia y, esposado, torné al Cuartel de Policía. Se me arrojó a la misma bartolina.

Eran las cuatro de la tarde y la escasa luz que se filtraba por los tres rombos de la puerta, me permitió distinguir una cajetilla de cigarrillos en un ángulo de la bartolina.

Jamás supe qué manos piadosas, durante mi ausencia,
depositaron aquella ofrenda, de un valor singular para mí, en
aquellas horas de amargura y desesperación.

 Poco antes de las cinco se me sacó de la bartolina y se me llevó a la sala de visitas
de ese Cuerpo, en donde me esperaba Ricardo Vitola, para
darme consejos y formularme ofertas. Comenzó lamentando mi
situación y asegurándome que de mí dependía mi liberación.
Que ratificara la declaración que había dado la noche anterior, diciendo que el licenciado Gregorio Aguilar Fuentes me había encargado la hechura de "El Jardín de las Parado­jas" y que me había suministrado todos los datos; que ninguna importancia tenía el que yo le hubiese afirmado al Auditor de Guerra que el libro era producto de mis convicciones personales; que me ofrecía dinero y mi inmediata libertad.

 Que de no acceder, se enojaría el Director de la Policía, quien ya había ordenado que se me dieran quinientos palos. Esto úl­timo no lo creí; pero, en cambio, descubrí que había sido en­viado por el propio Director para formularme tal oferta, con la intención bien manifiesta de servirse de mí para hundir al licenciado Aguilar Fuentes. No accedí. Vitola se fué y al poco tiempo volvió, insistiendo sobre su anterior propuesta. Llegó la noche y recuerdo que algo se me dió de comer. La lentitud con que las horas transcurrían era desesperante. El espíritu del hombre se acobarda en ciertos instantes, prin­cipalmente cuando se encuentra a merced de sus peores ene­migos y amenazado en su seguridad personal. Las sombras de la noche, empavorecen el alma. Todo ruido es siniestro.

 A mis oídos llegaban rumores confusos y extraños: el triste canto de los prisioneros del calabozo general, el monótono sil­bido de los policías que hacen turno; y, sobre estos lúgubres mensajes, el aullido doloroso Y tétrico de perros encarcelados y hambrientos. Porque en la era ubico-anzuetista, hasta los perros eran perseguidos y encarcelados. Yo tuve ocasión de ver a muchos de ellos, vagando por los patios de la cárcel, comiendo tierra y desmayándose del hambre, sufriendo ba­tonazos y puntapiés de los esbirros, por el delito de ser pe­rros, —juzgo yo—, como los hombres por el delito de ser hombres.

íAhl, el hombre contra el hombre Ningún ser creado, a excepción de éste, se organiza para destruir a los de su es­pecie: Desde el homúnculo, pesa ya una maldición sobre el hombre. En el ambiente de la prisión, el hombre va media­namente emancipado de prejuicios, empieza a sentir asco por el mismo hombre y a reflexionar sobre la fragilidad de las co­sas humanas.

Pensando en estas cosas, a pesar del sufrimiento y de la extraña laxitud que invadía todo mi cuerpo, después de tres

 

(Foto) -Coronel Hector Ortíz Martínez, exsubjefe de la Policía de Investigación y exalcaide de la Penitenciaría Central, quien en el
desempeño del primero de los cargos dichos, fungía nocturnamente como Jefe de los verdugos encargados de aplicar toda clase de torturas.

Sus más eficaces "servicios" los prestó de noche,
a la hora en que los gallos cantan. Encarcelado por la misma
tiranía a la que sirvió; esta foto fué tomada a su ingreso a la
Penitenciaría. Los anteojos oscuros, recuerdan el antifáz que se
ponía cuando flagelaba hombres. Siempre el criminal se cubre
los ojos para ocultar su delincuencia. Los crímenes cometidos por
este sujeto perverso, han quedado impunes; pero su propia con‑
ciencia y su misma vida le están castigando.

 

noches de no dormir y de una inmensa tensión nerviosa, el sueño me fué venciendo y dormí, reclinado contra la pared, no sé por cuánto tiempo. Bruscamente fuí despertado de un golpe en los pies. Tres sujetos de semblante poco tranquili­zador me dieron la orden ya conocida:

 

 — ¡Vamos—

 

Me levan­taron. y, como en la noche anterior, me, condujeron a la am­bulancia que esperaba a la puerta del Cuartel. Me llevaron de nuevo al edificio de la Dirección de Rentas. La ambulan­cia no entró al portón: yo descendí de ella. Los individuos que me conducían tenían los rostros cubiertos con sendos an­tifaces. Únicamente reconocí al Coronel Héctor Ortiz, a quien me atreví a preguntar lo que de mí se quería.

 

—Canalla, bandido, criminal, —me dijo— Ud. va a morir ahora, por haber ofendido al general Ubico—.

 

 Avan­zó sobre mí en actitud amenazante y me puso aI pecho el cañón del revólver, cuyo disparador levantó. Su aliento cercano llevó a mi olfato el tufo inherente del que ha be­bido alcohol. Comprendí que estaba borracho- e inmedia­tamente asocié la facilidad con que el borracho comete un crimen y la situación en que yo me encontraba, frente a aquel esbirro con mando, armado, en un lugar oculto y silencioso, sin más amparo que Dios que dirige la volun­tad de los hombres. Rápidamente me encomendé a El y dejé venir los sucesos. Varias veces, durante el trayecto del portón al gabinete de los suplicios, el Coronel Ortiz me puso la pistola al pecho y, al fin, llegado que hubimos a la sala del tormento, de un empujón me introdujo a ella. El cuadro que vi fué horroroso. Veré si la pluma se decide y puede describirlo.

 

CAPITULO VIII

 

EL SUPLICIO

EL reducido local cubierto de leña y débilmente ilumi­nado por la llama temblorosa de una vela de sebo, daba cabida a seis policías enmascarados, portando cada uno un grueso batón de hule. Otros dos vinieron y  tomándome de las manos, me hicieron subir rápidamente las cinco gradas de la escalerilla que ya dí a conocer al lector en capítulos anteriores. Amarráronmelas por detrás y, sin pronunciar palabra, obraban con rapidez. Yo fuí el primero en romper aquel silencio trágico. No sé que dirá el lector de esta prioridad.

—Pregúntenme lo que quieran —dije—, estoy dispuesto a contestar lo que me pregunten, pero no me torturen ya más, porque siento que voy a morir.

—Mejor, eso es lo que queremos —me respondió Ortiz—

. Aquí no estamos averiguando nada, sino cumpliendo órdenes. Y Uds., —dijo dirigiéndose a los policías que operaban y a los que estaban con los batones en la mano,

— ya saben: si sólo lo quiebran, lo meten en la camilla y si se muere, se lo llevan entre la caja.

 

Señaló a un lado una desvencijada parihuela de lona color café, y del otro, una tosca caja de pino mal labrada, con una cruz negra en el fondo. La vista de aquellos apa­ratos, es capaz de conturbar el espíritu más sereno. El Coronel Ortiz salió y los policías ya iban a izarme, cuando volvió y amplió la orden:

 

—Si se muere, cuiden de no echarle cal en la cara.

 

Señaló un canasto, con cal que estaba frente a mí y que yo no había visto. Mis ojos han de haberse posado sobre esos. objetos con la indescriptible mirada del que ve el mundo por la vez última y se siente rodeado de enemigos acérrimos. Al salir Ortiz, los policías tiraron de la cuerda; la garrucha chi­rrió, la escalerilla vino al suelo y yo fuí alzado en un trágico vaivén. Crujieron mis huesos y un dolor inaguantable me abría materialmente el pecho. Vino un policía, rechoncho, de cara patibularia, y se colgó de mi cintura. Su peso enorme, tras de aumentar mi dolor, contribuyó a que el brazo izquier­do se me zafara. Ya no tenía voz para quejarme. Me fueron ba­jando poco a poco y cuando ya la punta de mis pies tocaba el suelo, afianzaron la cuerda a una argolla incrustada en el muro. En esta posición que el lector está viendo —como la veo yo que lo estoy contando—, comenzaron a darme azo­tes por turnos de veinticinco cada policía, según orden que todavía alcancé a oír. Tuve el diabolismo o el valor, como quiera llamarse, de ir contando las tandas de golpes que se me aplicaban. Ya me habían golpeado tres policías, lo que equivale a setenticinco azotes. Los dos primeros fueron exac­tos en la cuenta; el tercero me dió veintisiete —¡infame!— y el cuarto empezaba a golpearme con toda su fuerza, cuando perdí el conocimiento. Sentí que mis ojos se nublaron, que mis oídos estallaban, que la columna vertebral se me rompía y que un fuego ardiente me quemaba el cerebro. No supe, más. Cuando tuve un momento de lucidez, vi que un policía tomaba mi brazo izquierdo, lo levantaba y, retorciéndolo, con un raro chasquido que no he olvidado, me lo volvió a enca­jar de donde se me había zafado. El dolor volvió a desmayar­me y cuando tuve un nuevo instante de lucidez, me encontré sentado en una banca del local que ocupa la Comandancia de la Policía de Hacienda. El Jefe telefoneaba y decía:

 

—Señór, están cumplidas sus órdenes.

 

Imaginé que se comunicaba con el General Anzueto.

 

Un policía vino a ofrecerme un vaso de aguardiente. Lo bebí íntegro y ello concluyó de anularme el conocimiento, la orientación y la sensibilidad. Yo era una masa inerte. No podía moverme. No sentía nada, estaba ausente del mundo; vivía en la neutralidad de ese campo que se extiende entre las fronteras de la muerte y las de la realidad. Entonces com­prendí que el dolor, cuando es demasiado intenso, equivale a tina anestesia, general. La materia destrozada, ejerce influen­cia enorme sobre el espíritu.

 

CAPITULO IX

 

EL ABANDONO

 

AL día siguiente... amanecí vivo por la gracia de Dios. Era jueves 19 de Diciembre de 1935. Un frío intenso invadía la bartolina. Tendido en el pavimento, boca abajo, hice el intento de incorporarme; estaba imposibilitado de todo movimiento. Grité: nadie vino en mi ayuda. Arrastrándome llegué a la puerta que el viento hacía mover­se; golpeé y llamé; voces lejanas respondían a mis lamentos; los compañeros de prisión se dieron cuenta de mi sufrimiento, entre ellos el licenciado Ramiro Fonseca y el doctor Rafael Sarda, a quien conocí muchos años después y me relató las causas de su desventura. Nuestra primera conversación, algo extraña, había tenido lugar de una bartolina a otra, precisa­mente la que estaba enfrente de la mía. Me dió su nombre y yo le dí el mío; únicamente pude verle un ojo a través de los pequeños rombos de la puerta. A consecuencia de que el "imaginaria" había oído nuestra conversación, fuí sacado de la bartolina y trasladado a otra interior, atrás de la pila, en donde la humedad constante y el ruido del chorro no dejaban oír ningún lamento.

 

 Apenas llegaban a mí, apagados, los té­tricos aullidos de los perros prisioneros y, de vez en cuando, las voces de los policías que se turnaban en la guardia. Por la noche, se me llevó un pedazo de brin de dos metros de largo y uno de ancho, obsequio generoso, —según se me dijo—de Ricardo Vitola. Fué todo mi lecho durante varios días y varias noches. Me dolían todos los huesos; los golpes recibi­dos y la humedad de la celda donde fuí abandonado, me proporcionaron fuerte calentura. Temblaba mi cuerpo y la sed me devoraba. El chorro de la pila, hacía más doloroso mi sufrimiento. Era el suplicio de Tántalo. Pedí agua a un agente que se acercó a mi reja y me contestó que "estaba prohibido darles agua a los enemigos del Señor Presidente".

 

 Cuando me llevaron el "rancho", era tal la sed que tenía, que bebí caldo de frijol mezclado con café. Pedí más de este brevaje y el policía me entregó una jarrilla llena. Su generosidad me desconcertó. Siempre hay personas caritativas entre tanto per­verso. La mezcla de ambos brevajes, me produjo un vómito horrible. El exceso de bilis me había arruinado completamen­te la digestión. Ensucié el piso y cuando más tarde, tuve urgente necesidad de ejercer otra función fisiológica, pude constatar que mis pantalones estaban completamente deshe­chos a consecuencia de los numerosos azotes recibidos. Carecía de pañuelo y de papel. Era, según se me informó, terminante­mente prohibido que yo poseyese el más mínimo pedazo de papel, aunque fuese periódico.

 

 Cuando alguien, de la calle, me envió una bolsa con panes y cigarrillos, se me entregaron los, objetos y se me quitó la bolsa. Recurrí a mi camisa y como era nueva, me costó gran trabajo romperle los faldones. Así obtuve un pañuelo improvisado. Cuando un policía me entregó el cojín que había dejado abandonado en la celda an­terior, lo estrujó cien veces a mi presencia para comprobar que no tenla nada "prohibido".

 

Una amiga generosa me remitió un colchón de caja nuevo. Su admisión costó insistentes rue­gos y cuando fué introducido, la entrega para mí fué causa de un largo expedienteo y de reiteradas consultas". ja­más me fué entregado y se "perdió" definitivamente.

 

En la más miserable posición que imaginarse pueda, ham­briento, con frío y enfermo, me encontró la tarde del sábado 21 de Diciembre.

 

Llegó un sargento y abriendo la puerta me dijo que el Subdirector de la Policía deseaba verme. Le seguí, tambaleándome y sosteniéndome de las paredes. Al pasar por un corredor y al pie de una columna estaba recli­nado un colchón. Un barbero que afeitaba policías, al pa­sar, me indicó que ese colchón había llegado para mí. Me reconfortó la idea de que esa noche pudiera dormir en col­chón. Las más leves esperanzas, prenden en el corazón del preso, una llama de alegría, que siempre se apaga al rudo soplo de las consiguientes decepciones. Raramente se cum­ple una oferta, salvo cuando perjudica-, entonces se realiza al momento.

 

Eso nos hace comprender que el corazón del hombre, está más presto a producir el mal que a dispensar cual­quier beneficio.

 

Estamos en el local de la Comandancia del primer Cuar­tel de Policía. Los Coroneles Oscar H. Peralta y Jesús del Cid, están frente a mí...

 

CAPITULO X


EL INTERROGATORIO

 

¿COMO te sientes? —fué la pregunta del segundo Jefe de la Policía.

—Como es de suponer —le contesté.

—Bájate los pantalones para verte.

 

Cualquier instinto de pudibundez había sido anulado en . Obedecí.

 

Oscar H. Peralta y Jesús del Cid se miraron sig­nificativamente. Comprendí.


 

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