domingo, 20 de diciembre de 2020

UN AGUILA EXTRAORDINARIA EN LA CIUDAD

 lunes, 8 de enero de 2018

UN AGUILA EXTRAORDINARIA EN LA CIUDAD

 Sam era un águila excepcional y la gente de Melbourne del Sur nunca olvidará su presencia
UN AGUILA EXTRAORDINARIA
POR JOHN POWERS
BRIAN Carter, administrador de parques y jardines urbanos en Melbourne del Sur (Australia), se sentía frustrado. En uno de los barrios había estado tratando de interesar a los residentes para embellecer un vecindario descuidado y populoso, con 22.000 personas hacinadas en 15,5 kilómetros cuadrados; pero nadie respondió: "Aquí no conseguirás a nadie que haga algo", se le advirtió una y otra vez cuando buscaba ayuda en calles y tabernas. "A ninguno le importa".
De pronto, desde los cielos, llegó la respuesta a sus sueños.
En octubre de 1975, Carter, de 33 años, acababa de llegar a sus oficinas después de un viaje de negocios cuando un jardinero irrumpió en ella.
—¿Qué vamos a hacer con esa águila sanguinaria? —inquirió.
¿Cuál águila? —preguntó Carter.
El jardinero señaló afuera de la ventana un lugar,del Saint Vincent Place, el mismo parque de dos hectáreas donde se hallaba ubicada la oficina.
Esa águila —dijo—, la que está en el árbol. La hemos tenido allí durante casi cuatro días.
Con zancadas largas, Carter cruzó el parque, atravesando la cancha de bolos construida por la aristocracia colonial durante el tiempo de grandeza en Melbourne del Sur. No perdía de vista la asombrosa visión. Arrogante, y en señal de desafío, un águila australiana se encontraba en una rama alta del pino. Era un pájaro regio y gigantesco de color negro.
Al observarla, Carter se convenció de que esa águila era un don del cielo, un símbolo de la pradera, del aire limpio, de la libertad. Tal vez podría inspirar a los apáticos residentes de Melbourne del Sur a redescubrir los valores que habían perdido.
Pero primero, Carter tenía que asegurarse de que el águila se quedaría. Para hacerla sentirse como en su hogar, Carter consiguió la ayuda de George Dean, un sereno jubilado que vivía frente a Saint Vincent Place. Desde el día en que el pájaro llegó, Dean lo había estado alimentando con patas frescas de conejo y corazones de oveja. También hacía correr el agua de una fuente para que el águila pudiera bañarse.
Desde luego no todos recibieron con gusto a Sam ( nombre que Carter dio al águila). Lo bombardeaban gaviotas, cuervos y aguzanieves. Los gatos lo acechaban. Y algunos residentes de la zona, temerosos, lo declaraban una amenaza para sus bebés y exigían su muerte.
Pero Sam se quedó. Armado con garras, pico y alas no tenía nada que temer, al menos de las porfiadas gaviotas. Sólo precisaba estirar sus garras, pescar al más gordo de sus verdugos y después pararse en un tejado o en la rama de un árbol para disfrutar de una excelente cena.
¿Por qué una gran ave de presa, reina de los cielos australianos, eligió vivir en un parque de dos hectáreas rodeado por 8.000 casas y 50 tabernas, a menos de dos kilómetros del bullente centro de negocios de Melbourne? Quizá, razonó un funcionario, Saint Vincent tenía similitud con algún lugar donde vivió Sam, ya sea en cautiverio o como mascota.
Cualesquiera que hayan sido sus orígenes, Sam se convirtió muy pronto en la atracción de la zona. Con amigos como Dean, se hizo el amo de los prados saltando con desganados brincos para pescar ramitas que caían cerca de él. Los empleados de la oficina, reflexivamente, dejaban de lado sus bolígrafos cuando pasaba frente a sus ventanas. Los niños corrían hasta Saint Víncent Place para mirar asombrados a este símbolo supremo de lo salvaje que vivía en su barrio. En cuanto la prensa, la radio y la televisión descubrieron a Sam, las familias comenzaron a llegar de todas partes de Melbourne para observar sus vuelos o sólo para mirarlo parado en su rama de pino favorita.
Y lo más importante, tal como Carter lo había esperado, Sam se convirtió en el catalizador de un programa de embellecimiento para Melbourne del Sur. La reforestación se aprobó de inmediato, además hubo una participación inesperada y entusiasta de la comunidad. En el año escolar de 1977 a 1978 cada estudiante de Melbourne del Sur plantó por lo menos un árbol. Dos años después había más árboles que personas en la ciudad.
Todos los árboles que se plantaron eran originarios de Australia, no los europeos exóticos que hasta entonces habían constituido la mayor parte de la escasa vegetación del barrio. Estos árboles nuevos primero trajeron de regreso a los insectos que sirven de alimento a los pájaros; a continuación llegaron los grandes pájaros que viven de la caza de los menores. Como resultado, se unieron a Sam pájaros que no se habían visto en la zona durante generaciones.
Ahora, lleno de pájaros, el parque que antes no atraía a más de 20 o 30 personas por semana, era visitado por 1.000 personas durante cada fin de semana. Los adultos venían a descansar. Los niños jugaban a las escondidas entre los numerosos arbustos recién plantados. Los ornitólogos se congregaban para contar el creciente número de aves nativas.
La presencia de Sam impulsó a Carter y al Ayuntamiento a realizar funciones artísticas en Saint Vincent Place para unir más aún a la comunidad. Inmediatamente pusieron en escena una serie de conciertos y se establecieron tardes deportivas.
Los programas para estas ocasiones prometían un sobrevuelo de Sam a las 3 de la tarde. Siempre alrededor de esa hora, el águila se elevaba por encima de los árboles, hacía un par de piruetas sobre la multitud y luego se quedaba en su pino para escudriñar lo que ocurría abajo.
Se fijó el 15 de octubre como el cumpleaños de Sam porque fue ese día cuando llegó a Melbourne. Cada año, un grupo pequeño pero entusiasta llegaba a Saint Vincent Place a las 6 horas con vino para su consumo y carne fresca para Sam, cantándole Feliz cumpleaños.
En octubre de 1976 Sam se vio envuelto en un pequeño escándalo. Sintiéndose protector del parque, agarró a un perro chihuahueño de casta, lo levantó por el aire y luego lo dejó caer. Furioso por haber gastado 200 dólares en el veterinario, el dueño del perro pidió la expulsión de Sam. Pero los residentes enviaron cartas defendiendo al águila. "¿Cómo puede comparar 200 dólares que gastó para curar a su perro, con el lujo de tener un águila australiana?", preguntó un niño. El Ayuntamiento rechazó la petición y decidió conservar a Sam.
Los jardineros estaban felices con la resolución de las autoridades. Desde hacía mucho tiempo, se sentían indignados porque los perros corrían sueltos en el parque y estropeaban las flores. La severa vigilancia de Sam logró que los perros sin dueño anduvieran raras veces en Saint Víncent Place y las flores comenzaron a brotar mejor que antes.
Hubo algo que impresionó sobremanera a la gente que observaba y amaba a Sam. La búsqueda de compañera. Después de dos años en Melbourne del Sur, Sam concluyó que había estado solo demasiado tiempo. Comenzó a buscar novia. La empresa se inició con la construcción del nido ( tarea tradicional del águila macho). Sam atoró varas largas en la unión de las ramas de un árbol durante varios días, hasta que el nido estuvo listo.
Entonces comenzó a realizar vuelos de acoplamiento, se remontaba y se clavaba desde una altura de 3.000 metros; hacía espectaculares acrobacias destinadas a llamar la atención de un águila hembra; sin embargo, ninguna respondió.
Sam perseveró en su ritual durante meses, extendió el área de su exploración e iba desde Hobson's Bay hasta más allá de las montañas Dandenong. Una vez desapareció cuatro días y volvió hambriento pero sin su pareja. El área cubierta durante su búsqueda de acoplamiento sería incalculable, porque las águilas son capaces de volar, con toda facilidad, cerca de 300 kilómetros diarios.
Pero, al fin, tuvo que aceptar que no había otra águila viviendo en zonas ocupadas por sus amigós humanos y dejó de realizar sus espectaculares acrobacias resignándose a su soledad forzada. Sam nunca voló ya a las altas regiones del espacio.
En torno de él, el Ayuntamiento continuaba trabajando en forma incesante. Las calles de Melbourne del Sur fueron remodeladas para limitar el flujo de tráfico por el barrio. Se plantaron más árboles y arbustos, y los que ya estaban empezaron a florecer en forma abundante. Se amplió el viejo mercado. El calor que Sam generaba también hizo desaparecer parte de la soledad que había en Melbourne del Sur. La gente se reunía en los parques, conversaba y se reía. El barrio se convirtió en un lugar más amistoso. En menos de cuatro años Sam había ayudado en la trasformación de la zona.
Para muchas personas Sam simbolizaba tanto, que su desaparición, tres semanas antes de su cuarto aniversario, provocó un enorme impacto emocional. La gente auscultaba los cielos, y los días pasaban. George Dean quería creer que Sam por fin había encontrado una compañera y que andaba de luna de miel en las Dandenong.
El 15 de octubre de 1979, cumpleaños de Sam, Brian Carter despertó lleno de fe. Seguro que hoy regresa, pensaba. Bajó al parque a las 6 de la mañana, como de costumbre, con su botella de vino y carne para el águila. Carter recuerda: "Vagué por los jardines durante media hora dando algunos sorbos al vino, pero Sam no estaba. Me fui a casa muy triste".
Al mediodía, sonó el teléfono de Brian. Era Dean tratando de conservar la voz firme. "Sam está muerto", dijo. "Fue atropellado por un automóvil". Conmocionado, Carter colgó el auricular lentamente. Minutos después, este volvió a sonar. Bob Rogers, de Radio 3UZ estaba en la línea, y le dijo al administrador: "Quisiéramos que participara en un programa que trasmitiremos mañana en memoria de Sam".
Al día siguiente, durante el programa, Carter leyó un poema que había escrito acerca de Sam. Después, la estación recibió cerca de 600 llamadas telefónicas de todo el país. Muchos de los que llamaron estaban llorando.
El Ayuntamiento reclamó el cuerpo de Sam e hizo los preparativos para disecarlo. Los estudiantes de la Escuela Técnica de Melbourne del Sur hicieron una caja de vidrio para su exhibición en la escuela, dándole
un nicho permanente en la historia de la zona. Sin embargo, el verdadero monumento a Sam es el ambiente remodelado de ese rincón de la ciudad que él convirtió en su reino, los árboles ( ahora más de 40.000) cuya plantación él inspiró y la alegre cacofonía de pájaros en un lugar donde las calles y los parques estuvieron antes envueltos por el silencio.
Tal vez el resumen más elocuente de lo que Sam significó para la gente entre la cual decidió vivir provenga del hombre que se sintió inspirado por él mientras luchaba para convertir en realidad su sueño de la reforestación: Brian Carter.
Todo esto se logró en una zona donde decían que no se podría hacer nada!", dice Carter victorioso. "Creo que Sam vino aquí por una razón, para enseñarnos algo. En verdad así lo creo. Era el momento oportuno, se ajustaba a la perfección, demasiado perfecto para ser simple casualidad. Nos enseñó a tener conciencia del ambiente que nos rodea, y en lo que puede convertir, se. Nos mostró que se pueden tener árboles en la ciudad. Que uno puede salir y conversar con su vecino. Y que hay momentos de paz que uno puede crear en la ciudad. A través de él la gente se percató de algo salvaje, pero singularmente nuestro.
"Pero lo esencial para todos nosotros es que Sam estuvo aquí . . . y que fue maravilloso. Ustedes habrán visto volar un águila ... no agita sus alas, sólo planea ... haciendo círculos. Un águila es libre, increíblemente libre. ¡Majestuosa! "
Carter hablaba, haciendo esfuerzos por encontrar la forma apropiada para describir el milagro de un águila en vuelo. Su cara expresaba, mejor que sus palabras, lo que siempre tendrá presente al recordar a Sam: admiración ygratitud.
Selecciones del R.D. Octubre de 1981
 

HEROICO EPISODIO DE LA 2 GUERRA MUNDIAL

 viernes, 19 de enero de 2018

HEROICO EPISODIO DE LA 2 GUERRA MUNDIAL EN EL ATLÁNTICO


HEROICO EPISODIO DE LA GUERRA EN EL ATLÁNTICO

En una heroica acción de la segunda guerra mundial, un deteriorado buque mercante, armado con unos pocos cañones anticuados; se atrevió a desafiar a un acorazado alemán de bolsillo.
POR GEORGE POLLOCK
Parte de este material está tomado del libro del autor, The Jervis Bay, publicado por William Kimber en 1958.
PARA Theodor Krancke, capitán del Admiral Scheer, acorazado alemán de bolsillo, todo iba saliendo de acuerdo con sus planes. Su barco, de 10.000 toneladas, era uno de los más rápidos y potentes del mundo, y hasta el momento había logrado mantener secreta su presencia en medio del Atlántico. Aquel día, 5 de noviembre de 1940, su avión de reconocimiento había descubierto un espléndido objetivo: el convoy aliado HX 84, compuesto de 37 barcos, navegaba rumbo a la bloqueada y hambrienta Gran Bretaña.
Amontonadas en las bodegas de los barcos del convoy se apilaban miles de toneladas de mantequilla, tocino ahumado, jamón, queso, carne y granos, además de 43.000 toneladas de acero para construir barcos de guerra, así como armas y tanques con que remplazar lo perdido en Dunquerque. El San Demetrio, de Londres, uno de los 11 buques cisterna del convoy, acarreaba 11.181 toneladas de petróleo, que suponían casi las tres cuartas partes de todo el que habían usado los cazas de la RAF para ganar la "batalla de Inglaterra". Otro de los barcos llevaba un escuadrón de aviones de caza que la RAF necesitaba urgentemente. En fin, refiriéndose al cargamento de los buques, un capitán de la Marina Mercante había comentado: "Este convoy tiene más valor para Inglaterra que las joyas de la Corona".
Pero el Scheer, con su mortífero armamento de seis cañones de 28 centímetros, ocho de 15 y una formidable batería de largo alcance, avanzaba rugiendo hacia los desprevenidos buques mercantes a una velocidad que sobrepasaba los 27 nudos. Krancke ordenó:
—¡Despejen las cubiertas para entrar en acción!
En realidad poco tenía Krancke que temer de la Real Armada, que, a causa de su escasez de barcos escolta, había tenido que concentrar las defensas principales de sus convoyes en los accesos occidentales a las Islas Británicas, que estaban infestados de submarinos alemanes.
Trampa mortal. A bordo del crucero mercante armado Jervis Bay, única escolta del convoy HX 84, el primer indicio de algo anormal se notó hacia las 3:45 de la tarde, cuando uno de los vigías divisó humo a distancia. Inmediatamente el capitán, Fogarty Fegen, alto y corpulento, de toscas facciones y piel curtida, subió al puente de mando. En toda la extensión del mar, que centelleaba bajo un límpido cielo azul, no se distinguía otra cosa que el grupo de barcos del convoy. Fegen continuó, sin embargo, su vigilancia, y a eso de las 4:45 avistó, apenas perceptible en el horizonte, un barco de guerra, y deseó fervientemente que fuera británico.
Porque el Jervis Bay no estaba en condiciones de defender las 220.000 toneladas de valiosísima carga que llevaban los mercantes. Desde su botadura en 1922, llevaba 17 años sirviendo como buque de pasajeros y carga de la Aberdeen and Commonwealth Line, en la ruta de Australia. Diez días antes de estallar la guerra el Almirantazgo lo había requisado para montar en sus anchas cubiertas siete cañones destartalados, cuya fundición se había hecho en tiempos de la reina Victoria.
Al ver por primera vez aquel barco de 14.164 toneladas de desplazamiento, insuficientemente acorazado y con unas bordas tan altas que lo hacían patentemente vulnerable, un joven suboficial de la tripulación farfulló con rabia :
—¡Este cacharro es una trampa!
Si el capitán Fegen tenía parecidas dudas, se las guardó para sí o las confesó solamente en sus plegarias. Para él era razón suficiente que el Almirantazgo juzgara necesario enviar a la guerra barcos como el Jervis Bay. Varias generaciones de Fegen habían servido como oficiales en la Real Armada, y Fogarty, hijo de un vicealmirante, hacía ya 36 años que seguía la tradición familiar, a partir de su ingreso como cadete en Osborne, a los 11 de edad.
Fegen, que con su abrigo de tosco paño gris oscuro presentaba un aire sombrío, veía acercarse rápidamente el barco de guerra, aunque aún no podía identificarlo. A las 4:55 Fegen ordenó:
—¡A los puestos de combate!
Y al repique de las campanas eléctricas, el Jervis Bay entró inmediatamente en febril actividad. El contramaestre Walter Wallis corrió a hacerse cargo del timón para substituir a Sam Patience, joven de 21 años que hacía apenas diez días se había incorporado a la tripulación del Jervis Bay, momentos antes de que el barco zarpara del puerto de Halifax, en Nueva Escocia.
"Estos tipos del Jervis Bay están tan ansiosos de entrar en acción, que probablemente no hacen más que ver visiones", iba pensando Sam al lanzarse escalerilla abajo hacia la cubierta principal, para seguir al castillo de proa y unirse a los artilleros del cañón P.1, de la banda de babor, fundido en 1895. El suboficial del cuerpo de señales, Dennis Moore, pensionado en Portsmouth, convino con los artilleros en que el buque que se aproximaba era inglés, y con una lámpara Aldis le indicó que se identificara.
—¿No responde ? —le preguntó Fegen.
—No, señor.
El capitán de corbeta, A. W. Driscoll, salvó con sus poderosos prismáticos los 27 kilómetros que lo separaban del buque desconocido, y explicó el silencio de este al decir:
—Es un acorazado nazi de bolsillo.
El reto. Fegen ordenó a través del tubo acústico del puente:
—¡Adelante a toda marcha!
Acelerando poco a poco la velocidad hasta su límite máximo de 12 nudos, el Jervis Bay se lanzó por el derrotero que separaba las columnas cuatro y cinco de las nueve de que se componía el convoy, y con el telégrafo de banderas envió a los barcos una orden que sólo se comunicaba en último extremo y que por primera vez se daba en aquella guerra: "Dispérsense y continúen adelante a la mayor velocidad posible".
La maniobra fue muy difícil. La distancia entre cada buque era apenas de unos 350 metros y la que separaba cada columna no pasaba de 550. Arreglándoselas como pudieron para evitar un choque, los barcos se apartaron unos de otros a todo vapor y se alejaron del Admiral Scheer, que como una lúgubre fortaleza se alzaba ya sobre el horizonte. La única esperanza de los navíos mercantes era ponerse fuera del alcance de los cañones del Scheer al amparo del anochecer, si Fegen lograba ganar el tiempo indispensable para ello.
—¡Hagan humo! —mandó Fegen. Arrojaron al agua unos flotadores del tamaño de depósitos de basura, que levantaron una espesa cortina de humo aceitoso entre el Jervis Bay y los barcos mercantes.
Entonces Fegen dio la orden que siete meses antes, al tomar el mando del Jervis Bay, había jurado dar si llegaba el caso. Reunidos sobre cublerta sus 262 oficiales y marineros,la mayoría de los cuales, desde pescadores escoceses a conductores de autobuses de Londres, eran voluntarios o reservistas, que tenían entre 19 y sesenta y tantos años, el capitán les había prometido en aquella ocasión:
—Si los dioses nos favorecen y topamos con el enemigo, les acercaré a él cuanto sea posible, hasta tocar banda con banda si es necesario.
Entonces ninguno de ellos comprendió los riesgos a que se exponían ni lo que les iba en la aventura. Pero un marinero, un calmoso tipo de Yorkshire nada dado a exagerar, expresó el sentir de todos al comentar:
—¡Seguiríamos a cualquier parte al viejo Fogarty!
Así que todos estaban preparados cuando los anticuados. cañones del Jervis Bay se elevaron cuanto fue posible para lograr el ángulo de tiro de máximo alcance y la nave enfiló derecha hacia el Scheer. El patrón sueco de uno de los barcos mercantes que huían, exclamó pasmado:
¡Eso es suicida, pero magnífico!
Maniobrando a ciegas. Mirando atentamente por el enorme telescopio del Jervis Bay, el suboficial Moore gritó a Fegen:
—¡Ya disparan sus cañones, capitán!
Veintitrés segundos después cala la primera descarga del Scheer a 45 metros de distancia del Jervis Bay, y mientras un chorro de agua, negra como la tinta, se elevaba a casi nueve metros de altura por encima de la cubierta, un fragmento de metralla, cortante como un cuchillo le cercenó la cabeza a uno de los artilleros del P.I.
Centellearon otros tres fogonazos, y una andanada levantó un torrente de espuma a menos de 90 metros a estribor del Jervis. Instantes después una granada derribó sobre cubierta el mastelero de proa y otra estalló a popa del puente. Cosa singular, las ventanas de la cabina del timón permanecían aún intactas, pero el buque había sufrido ya graves averías. El equipo central de control de la artillería, que proporcionaba a los artilleros exacta información sobre el blanco, estaba destruido. Cada dotación de artillería sólo podía disparar independientemente y hacer fuego cuando tenía al enemigo en su mira.
El alcance máximo de los cañones del Jervis Bay no pasaba de unos 11.000 metros, o sean dos tercios de la distancia que lo separaba del Scheer. Viendo que sus granadas se quedaban tan cortas, uno de los artilleros del P.1 exclamó rabiosamente:
—¡Para lo que estamos ganando, sería lo mismo tirarles con patatas! Pero estaba equivocado. Una carga que por casualidad tuvo éxito hizo llegar una granada tan cerca del Scheer que salpicó su cubierta. Mientras el Jervis Bay mantuviera el rumbo y sus cañones siguieran disparando, Krancke no podría desentenderse de él. El capitán del Scheer ordenó, pues, enderezar todo su armamento —pesado, mediano y ligero— contra el ex buque mercante.
Y el Scheer quedaba envuelto en una pardusca y acre humareda cuando con cada una de sus descargas arrojaba dos toneladas de metralla. Una de las bombas destrozó la articulación del timón del Jervis.
—¡El mecanismo de gobierno no funciona! —gritó Wallis.
Con las máquinas a toda velocidad, el Jervis Bay resultaba ingobernable y el plan de Fegen de acercar.se al Scheer peligraba.
—¡Tornad el timón de popa! --ordenó Fegen.
Wallis saltó a la cubierta principal, dejándose caer desde una altura de más de tres metros, pues la escalera del puente inferior estaba destruida, y a gatas, para evitar ser alcanzado por los trozos de metralla que volaban por todas partes, se deslizó a toda prisa delante de la agujereada chimenea y de los botes salvavidas de estribor, que estaban en llamas, y llegó a la toldilla, donde se había instalado el timón de urgencia. Llamó tres veces al mando de popa para que le señalaran el rumbo, pero no obtuvo respuesta: en el puesto de mando de popa todos estaban muertos.
Incapaz de ver hacia dónde se dirigía el barco, todo lo que Wallis pudo hacer fue mantener el rumbo hasta que el oficial de derrota, capitán de corbeta George Roe, que se encontraba herido, se acercó a popa. Desde la toldilla, Roe, que apenas veía a través del humo de la superestructura en llamas, señaló la ruta como mejor pudo, y Wallis empezó a timonear a ciegas.
"La intrepidez de Nelson". No había parte del Jervis Bay que no sufriera el nutrido y acertado fuego de artillería. Una granada que estalló a gran altura sobre cubierta arrancó del palo mayor la insignia del buque. Espontáneamente un marinero, arriesgando la vida, trepó por las jarcias e izó otra bandera. Desde su puesto en la proa, Sam Patience vio el puente envuelto en llamas y al capitán Fegen que, cubierto de sangre y agarrándose el muñón del brazo izquierdo, que la metralla acababa de arrancarle, descendía a gatas de las ruinas del puente: Fegen se mantenía inquebrantable en su decisión de dar a los barcos mercantes tiempo para escapar. Acompañado por el suboficial Moore, Fegen se dirigió al timón de popa para maniobrar su nave desde allí. La tripulación del Scheer, que escuchaba por la radio de su barco los comentarios de la batalla, oyó lo que parecía significar el fin del Jervis Bay: "El crucero auxiliar inglés está envuelto en llamas". Pero aun así el destrozado buque, condenado a hundirse, continuaba avanzando hacia el navío alemán. Uno de los oficiales de Krancke le dijo:
—Tienen que comprender que están perdidos.
Su capitán posee la intrepidez de Nelson —contestó Krancke. Sangrando copiosamente, Fegen llegó a la toldilla y ordenó que los 12 flotadores lanzahumos que aún quedaban, fueran coleados a popa para aumentar así la cortina de humo que protegía la huida de los barcos mercantes. Después, dándose cuenta de que el Jervis Bay estaba en peligro de volar, pues el fuego había alcanzado a los explosivos amontonados al lado de los cañones, mandó arrojarlos al mar. Con celo suicida, uno de los marineros se abrazó a cuatro cargas de Gordita de diez kilos cada una, capaces de lanzar a una distancia de más de diez kilómetros cuatro granadas de 45 kilos, y, cuando llegaba a la barandilla, un trozo de metralla cayó sobre su carga y lo pulverizó en medio de un fogonazo.
Krancke creyó que el cañón de popa enemigo seguía haciendo fuego.
¡Aún están disparando! —exclamó maravillado— No se darán por vencidos.
Fueron necesarios 22 minutos y 22 segundos de incesante cañoneo para dejar fuera de combate al Jervis Bay. Una granada estalló en la sala de máquinas; el mar entró como una tromba y las máquinas quedaron bajo seis metros de agua. Con toda su potencia inutilizada, el Jervis Bay ni siquiera podía cambiar de rumbo para escapar de la continua lluvia de bombas incendiarias y de fragmentación.
Pero corno dijo uno de sus oficiales.
—Mientras nosotros aguantamos, alguno de nuestros barcos escapa.
El plan de Fegen había salido bien.
Sumo sacrificio. Aún trascurrió una hora entera antes de que Krancke se sintiese con las mano libres para abandonar la acción contra el Jervis Bay y dedicarse a perseguir a los dispersos barcos del convoy HX 84, que mientras tanto habían sacado gran partido al tiempo que había ganado para ellos el Jervis Bay. Un patrón, comprendiendo que la velocidad de su buque no podía competir con la de un acorazado de bolsillo, se ocultó tras una densa nube de humo y esperó que el Scheer pasase a su lado a toda velocidad sin advertirlo. Otro capitán se amparó bajo un chubasco. El más grande de los fugitivos barcos mercantes, blanco del fuego del Scheer, engañó a Krancke al simular una "explosión", arrojando por sus chimeneas una enorme nube de humo negro entre la que se veían chispas rojas. Esto hizo creer al capitán del Scheer que, rematado aquel objetivo, podía dedicarse a buscar otra presa.
Otros barcos tuvieron menos suerte. Antes de anochecer los cañones del Scheer habían hundido cinco e incendiado el San Demetrio, aunque la valerosa tripulación del barco cisterna se las arregló para llevarlo hasta Inglaterra con cerca de 11.000 toneladas de valioso petróleo aún intactas. Así pues, de los 37 barcos que formaban el convoy HX 84 pudieron escapar nada menos que 32.
La mayoría de los tripulantes del fervis Bay nunca supieron lo que su sacrificio había logrado, entre ellos Fogarty Fegen. Sus ensangrentadas pisadas terminaban donde la explosión de una granada lo había matado instantáneamente. Treinu, minutos después de haber dejado de funcionar las máquinas, el capitán de corbeta Roe ordenó a sus hombres abandonar el barco. Si no hubiese sido por Sven Olander, capitán del carguero sueco Stureholm, las posibilidades de supervivencia de la tripulación del Jervis Bay en el Atlántico invernal habrían sido muy escasas.
A las 9 de la noche, cuando oteaba el mar, Olander vio una luz casi sobre la superficie del agua, que parecía la de una lancha, lanzando un S.O.S. Olander reunió a su tripulación.
Ya han visto ustedes lo que el fervis Bay hizo para salvarnos —les dijo—. Quisiera volver atrás y ver si hay náufragos en el agua.
Aún estaba hablando cuando las bengalas del Scheer iluminaron la negrura del cielo. Si el Scheer lo descubría, la neutralidad de Suecia no salvaría al Stureholm, que había formado parte de un convoy británico.
—No volveré atrás si no están de acuerdo —añadió Olander—. ¿Qué me dicen?
Todos los tripulantes levantaron la mano en señal de asentimiento.
Cuando al cabo de casi ocho horas el barco sueco hubo recogido al último sobreviviente del Jervis Bay, Olander anotó en su cuaderno de bitácora: "Se han rescatado en total 68 hombres, muchos de ellos heridos. Tres estaban muertos".
A los sobrevivientes se les colmó de honores. La mención del Almirantazgo decía que debía de haber muchos más "cuyo valor, si se supiera toda la verdad, les habría hecho dignos de ser condecorados". El capitán Fegen hubiera ratificado tal afirmación, como también hubiera deseado compartir con los 197 marinos que murieron con él la Cruz de la reina Victoria, que, en homenaje póstumo, se le otorgó "por su valor en arrostrar una situación desesperada y dar su vida para salvar los muchos barcos que tenía el deber de defender".
A través del fuego de los cañones del Admiral Scheer, también el capitán Krancke rindió tributo a la tripulación del Jervis Bay. "Esos hombres, y Dios es testigo", dijo el capitán alemán, "se han hecho acreedores al eterno agradecimiento de su patria".
SELECCIONES DEL READER'S DIGEST MARZO DE 1980
 
 
 
 
 

LA NOCHE DE LOS TRES PERROS

 jueves, 11 de enero de 2018

LA NOCHE DE LOS TRES PERROS

LA NOCHE DE LOS TRES PERROS
jamás conocerá nadie con certeza todos los detalles del caso, pero he aquí el relato de una acción heroica ocurridaen las tinieblas y en lucha contra el cierzo invernal.
POR GEORGE FEIFER
TODOMUNDO en Bricqueville-sur-Mer profesa un gran afectoa Pére Marie (Papá Marie), y aunque su verdadero nombre es Alphonse Marie, lo llaman "Pére", una mezcla de padre y tío. Desde que se estableció en esta aldea del noroeste de Francia en 1947 para montar un modesto aserradero, no pasaba día sin que prestara ayuda o consuelo a alguna persona.
La bondad de Pére Marie se refleja también en su relación con los animales. Con gran asombro de los campesinos de la comarca, es frecuente que les hable a los perros como lo hace con los niños. En cierta ocasión, uno de sus clientes le obsequió con un conejo para que se preparase un guiso. En vez de ello, Pére Marie domesticó al roedor, al que enseñó a seguirle adondequiera que iba. "Los animales son capaces de hacer las cosas más extraordinarias, conque sólo les demostremos nuestra confianza", decía con frecuencia. Durante muchos años nadie lo contradijo, aunque una mayoría se mostraba escéptica.
TRAS LA muerte de su mujer, en 1964, Pére Marie vivió con Louis, su hijo, en una casita de cuatro habitaciones situada cerca de un camino rural. Pero en 1972, los Marie se vieron obligados a cerrar su modesto aserradero por haberse establecido otro, moderno y de grandes dimensiones, en una aldea vecina. Louis consiguió un puesto de vigilante nocturno en la escuela del cercano pueblo de Granville, y Pére Marie se jubiló, aunque no de buen grado. El médico le advirtió que sufría de elevada tensión arterial, sin embargo el anciano aún se sentía fuerte y en buenas condiciones a los 69 años de edad, y llevaba sin problema alguno sus 80 kilos de peso y su fornida constitución.
Padre e hijo compartían su casa con tres "arniguitos": Rageur, Royal y Rex. Los dos primeros, producto de una misma camada, de nueve años de vida, eran de piel cobriza, cruzados con perro de aguas; Rex, de sólo tres años, tenía cara de tonto agradable y el tamaño de un perro Labrador negro, raza que en él era la predominante.
Los canes iban y venían libremente por toda la casa. Eran en extremo inteligentes y, bajo el cuidado de Pére Marie, "casi capaces de hablar". Una espina en la pata hacía que Rogeur, Royal o Rex se acercaran a observar al anciano o a su hijo —dando una lamida ocasional de advertencia en la parte lastimada—, hasta que uno de ellos les extraía la espina: su lado "humano" entonces consistía en la habilidad demostrada para lograr que las personas hicieran lo que ellos deseaban.
Rex, en particular, mostraba una inquietante habilidad para comprender lo que se le decía y para comunicarse. Louis se maravilló de la rapidez con que el perro aprendió a llevar el periódico matutino al ordenárselo con sólo una palabra. Pero, siendo como era, la adquisición más reciente de la familia, este aceptaba alegremente su estatuto como el último en la jerarquía perruna de la casa, y se plegaba a la voluntad de sus mayores, así se tratara de jugar como de echarse a los pies de los amos.
La noche del viernes 18 de marzo de 1977, como ya era costumbre, Louis se dirigió en su automóvil al trabajo de vigilante y Pére Marie se puso a ver un programa de televisión. A las 10:30 tomó su lámpara de bolsillo, se caló la gorra y se enredó al cuello una bufanda de lana, tras de lo cual llamó a los perros para que salieran a dar con él su breve paseo de rutina. La temperatura exterior excedía ya el grado de congelación.
Mientras los animales jugueteaban entre las altas hierbas heladas, Pére Marie se dirigió al retrete situado detrás de la casa, más allá de la hortaliza. Acababa de entrar cuando de súbito un velo ominoso le ensombreció la vista. Al sentirse gravemente enfermo, el anciano salió de la letrina tropezando, y ya afuera se desplomó. Con gran esfuerzo se puso en pie e intentó dar unos pasos ... pero cayó de nuevo, esta vez sobre una mata de ortigas.
El dolor, distinto de cualquier otro que hubiera experimentado, parecía venir desde el interior de la cabeza y arrancarle un aullido de cada una de las células de su organismo. Pére Marie se hallaba a punto de desear la muerte a carnbo  de que acabara su tormento. Peroquería morir en su cama, no en aquel lugar, entre el lodo y las tinieblas.
Se encontraba envuelto en la más absoluta oscuridad, pues en una de las caídas la lámpara había escapado de sus manos. Sabía que de no conseguir volver a casa, el frío habría de matarlo. Pero al tratar de de levantarse una vez más, se dio cuenta que el costado izquierdo se le había  paralizado. Empujándose sobre el codo y la rodilla derechos, logró arrastrarse unos 20 metros . .. en la dirección contraria. Agotado por conipleto, se tendió a descansar. Era incapaz de ir más lejos.
No tuvo idea alguna del tiempo que permaneció allí, tendido, antes de darse cuenta que no se encontraba solo.  Los perros jadeaban en torno suyo.  Daban vueltas alrededor de su amo, ladrando. Aquí están, se  decía.  No me abandonarán.
A LAS 6 de la mañana, Louis, terminado su turno de trabajo, emprendió el regreso a casa. Al alcanzar la cumbre de la última colina desde donde queda a la vista la casita de los Marie, se puso rígido: ¿Córno era posible que las luces de la casita permanecieran aún encendidas? Algo andaba mal. Se salóó, del camino para entrar al atajo terregoso y escuchó (pese al ruido del automóvil) que desde el pórtico Rageur y Royal aullaban llenos de pavor. Cuando se detuvo, los dos perros se precipitaron hacia el coche y trataron de sacarlo de él. Louis subió a la carrera los escalones, entró a la casita y siguió hasta la habitación de su padre, que se encontraba al fondo. Allí, tendido sobre la cama, vio a Pére Marie, con el aspecto de un cadáver más que el de un hombre con vida.
El anciano estaba casi desnudo, salvo por la camiseta y un viejo suéter de marinero; tenía el cuerpo cubierto de lodo, de cardenales y de sangre. Rex, el gran perro cruzado, echado junto a su amo, lo lamía con prolongados y repetidos lengüetazos. El joven se inclinó sobre su padre y le oyó murmurar débilmente: "Ah ... Aquí estás, necesito ir al hospital". Tenía el rostro semiparalizado y ceniciento.
En algunas ocasiones Louis ayudaba a conducir ambulancias y su experiencia en casos de peligro extremo le hizo comprender la dramática realidad: su padre había sufrido un severo ataque de apoplejía. Corríó en busca de ayuda.
 En el hospital, se confirmaron las sospechas del joven. Pére Marie tenía muy escasas probabilidades de salvación.
De vuelta en casa, Louis aguardaba noticias lleno de ansiedad, perplejo a la vez, por ciertas circunstancias misteriosas. ¿A qué se debían las salpicaduras de lodo y sangre que observara en su progenitor y por qué tenía este la rodilla izquierda tan hinchada? ¿Por qué se hallaba el suéter del anciano empapado de saliva, mostrando además una penetrante mordedura en uno de sus hombros? ¿En dónde estaba el resto de la ropa?
Cuando Louis sacó a los canes a dar un paseo, Rageur y Royal empezaron a corretear entre la hierba, al pie de las gradas. En cambio, Rex desapareció detrás de la casa y regresó arrastrando los pantalones de Pére Marie, cubiertos de barro.
Dónde los encontraste?", le preguntó al animal, pero ya Rex había echado a correr de nuevo para reaparecer en seguida, esta vez llevando la gorra de su amo. Cuando se alejó por tercera ocasión Louis lo siguió, a la carrera, para no quedarse atrás del animal que meneaba la cola. Se dirigieron  al terreno de un vecino, distante unos 30 metros de la casa. Para entonces los otros perros iban también ladrando y dando saltos, en tanto Louis recogía el resto de la ropa de su padre que faltaba, así como su lámpara eléctrica de bolsillo.
Los animales habían resuelto al menos parte del misterio, sin embargo, el joven aún deseaba saber cómo había llegado su padre desde el campo hasta su cama.
PÍERE MARTE estuvo luchando entre la vida y la muerte durante varios días, después de los cuales fue mejorando poco a poco. Ya podía hablar con más coherencia y al fin se encontró en condiciones de contarle a Louis lo que recordaba acerca de aquella terrible noche.
El anciano debió haber permanecido largo tiempo tendido sobre el suelo helado. En cierto momento sintió que Rex trataba de asirle el hombro con los dientes.  El joven perro empezó entonces a tirar de él. Pére Marie no acertaba a comprender al principio la razón de ello, mas luego se dio cuenta que los canes le guiarían hasta la casa con sólo que él cobrara la fuerza suficiente para arrastrarse.
Como tenía el costado izquierdo por completo inutilizado, a duras penas consiguió deslizarse unos cuantos centímetros, ayudado por el derecho. Mientras luchaba, jadeante, se le zafaron los zapatos, los calcetines y la bufanda. Al avanzar a rastras también se le rasgaron los pantalones, que no había conseguido abotonar, y luego los calzoncillos. La sangre le manaba de la rodilla, y el dolor que experimentaba le hacía perder el sentido una y otra vez. Pero siempre que volvía en sí, observaba que Rex aún lo tenía asido por el hombro y que los otros perros daban vueltas en torno de él, como vigilándolo.
Mientras el extraño cortejo avanzaba despacio, dentro de Pére Marie luchaban dos impulsos primitivos: el deseo de morir y terminar con su tremendo dolor, y el anhelo de sobrevivir y llegar a casa. Su sentido. del tiempo, igual que el de dirección, empeoraba. Cuando menos debería haber trascurrido media hora de lucha desesperada y semi inconciente. Y aún los perros insistían.
De pronto, su mano dio con un poste de madera en la oscuridad. Había llegado a los escalones: Estamos en casa, se dijo. Mis buenos amigos no me abandonaron. Sin embargo, una ola de temor siguió a la de alivio: se alzaban ante él nueve peldaños de madera. ¿Cómo lograría subirlos arrastrándose?
En vista de que su cerebro no funcionaba con normalidad, Pére Marie no pudo darse cuenta exacta de su ascensión. Pero las profundas y largas muescas abiertas en cada peldaño denunciaban lo ocurrido. Las uñas de los perros habían desgarrado la madera podrida, pues tuvieron que esforzarse por aferrarlas a ella al tirar penosamente de un gran peso. Pére Marie recordaba haber cruzado el umbral de la puerta ... llevando a Rex prendido aún de su hombro; el animal iba en parte guiándolo, en parte tirando de él. Si pudiera subirme a la cama, se decía el anciano. Y en esto se desvaneció. Al volver en si, tiem-po después, comprendió que se ha-llaba tendido en la cama y que Rex yacía a su lado.
Pére Marie pasó la noche a ratos conciente; otros, inconciente. En ciertos momentos de lucidez, alcanzaba a oír que afuera Rageur y Royal aullaban en forma impresionante. (Un campesino que vivía a varias centenas de metros .percibió también aquellos aullidos, pero era hombre demasiado viejo y desvalido como para ponerse a investigar la causa.) Apretada a él, Pére Marie sintió la abrigadora pelambre negra de Rex. El perro le lamía respetuosamente la cara y el cuello.
  El antiguo reloj de la cocina hizo oír las 4 de la madrugada: faltaban dos horas para que Louis emprendiera la vuelta a casa. El dolor que aquejaba al anciano había cedido un poco. Por vez primera, quizá, Pére' Marie se dio cuenta de que tenía esperanzas de salir con vida. Gracias a Dios que los perros no me fallaron, pensaba; y otra vez se desvaneció.
CUANDO en el hospital borraron el nombre del anciano de la lista de peligro, el médico le dijo a Louis que, de no haber podido regresar a casa, su padre no hubiera sobrevivido: "Sin duda, la combinación del impresionante ataque y la baja, temperatura ambiente habría sido mortal". Louis le contó entonces lo hecho por los perros. Y una semana después que el paciente superó la crisis, la administración del hospital extendió un permiso para que los tres cuadrúpedos pudieran visitar a su amo. Los perros saltaron a la cama del anciano.
En la actualidad, Pére Marie ha recobrado su entorno familiar. Pero se operó cierto cambio en los perros. Rex es, sin discusión, el principal de ellos y goza el privilegio de estarse a los pies del anciano durante las veladas. Un indicio de la forma como Rex llegó a imponer su autoridad son las marcas de mordeduras que Louis descubrió en Rageur y Royal. Es evidente que Rex había obligado a sus camaradas a estarse en vela y aullando en la galería, a pesar de sus intentos por introducirse en la casa;a él no se le encontraron huellas de mordiscos. Y se diría que en recuerdo de aquella noche terrible, Rex no les permite a Rageur y Royal el acceso al dormitorio de Pére Marie.
Cuando visité al anciano, lo hallé con la cabeza de Rex apoyada en sus rodillas. "Si estoy aún aquí, es gracias a él", me dijo con naturalidad, y agregó con un susurro apenas perceptible: "Los animales son capaces de hacer las cosas más extraordinarias, con sólo que tengamos confianza en ellos".

                                    

AQUÍ TIENEN USTEDES AL CUERVO-AVE DE TRETAS

 19-6-20

Aquí tienen ustedes al cuervo...
(Condensado de
«Nature Magazine»)
Por Alan Devoe
AVE DE TRETAS... DE PLUMAS PRIETAS
  SELECCIONES DEL READER'S DIGEST    Mayo de 1948

HENRY WARD BEECHER* *Teólogo y predicador estadounidense famoso por sus conferencias y sermones, que le valieron ser tenido por el orador más elocuente de su época en la América de habla inglesa. Fue tino de los jefes del movimiento que abogaba por ¡a abolición, de la esclavitud en los Estados Unidos.dijo en cierta ocasión que si los hombres echasen alas y plumas muy pocos tendrían suficiente viveza para igualarse con el cuervo. Pudo añadir que muy pocos lo igualarían en lo ocurrente, lo travieso y lo imprevisible. Porque el cuervo común es un genio con plumas y un pájaro de cuenta que nunca acaba de dar sorpresas.
Del que una señora tenía domesticado en su casa cuentan que era tan escrupuloso que lavaba las lombrices antes de echárselas al gaznate. Otro cuervo, ratero habilísimo, no solamente le limpiaba los bolsillos al más precavido, sino que, de no hallar nada que llevarse, gritaba « ¡Vete al diablo!» y salía volando muy colérico. El dueño de un alambique clandestino adiestró a un cuervo para que montase guardia y le diera aviso cuando se aproximaran los guardas. Extralimitándose en sus funciones, el pajarraco dio en gritar picarescamente apenas le echaba la vista encima a una buena moza: « ¡Ayayay!... ¡Peligro grave!»
Desde luego, no todo cuervo aprende a hablar; pero algunos, domesticados desde muy jóvenes, han llegado a saber un centenar de palabras sueltas y hasta unas cincuenta frases. Aun de los cuervos que viven libres en los campos se dice que haya habido quienes les oigan interjecciones como «¡Arre!» «¡So!» y otras semejantes aprendidas de labriegos y arrieros.
Como el cuervo es animal sociable, con frecuencia anidan varias parejas—tal vez 50 ó 60—en una corta extensión de terreno. Los habitantes de esas colonias satisfacen su astucia y travesura hurtándose unos a otros los materiales con que fabrican sus nidos. Aprovechando los ratos en que el vecino sale en busca de comida, alguno le sustrae del nido, para esconderlas en el propio, las mejores hebras de liquen y las raicillas más escogidas. El así despojado aprovecha por su parte la ausencia del ladrón para recobrar cuanto éste le quitó, y alzar, además, con una docena de lo mejorcito que haya en el nido ajeno.

Estas mutuas raterías son probablenente un juego más que otra cosa; pues, en realidad, los cuervos se llevan muy sien unos con otros. He sido testigo en repetidas ocasiones del modo como se conduelen del compañero lastimado o herido, al cual procuran alimentar Para que luego se restablezca. El ornitólogo Edward Forbush refiere el caso siguiente. Un cuervo incapacitado de volar cayó en mitad de un río. A los lastimeros y penetrantes graznidos con que pedía auxilio acudieron varios cuervos que se turnaron para sostenerlo a flote e irlo llevando poco a poco hasta la orilla.
Individualistas y un tanto rebeldes a todo yugo, estos pájaros suelen ser víctimas-durante el celo de las complicaciones del eterno triángulo amoroso. Raro es, sin embargo, que resulten de ello peleas. Los tres interesados acaban por arreglárselas para vivir en paz y concordia. No hay nada de extraño en que dos machos alimenten la misma nidada; y me ha tocado ver dos hembras que empollaban en compañía y compartían las atenciones de un solo cuervo.
Los polluelos permanecen en el nido alrededor de tres semanas, durante las cuales engullen diariamente una cantidad de alimento igual a su propio peso. Trascurrido ese tiempo empiezan a ejercitarse en mover las alas y en ensayar los diversos movimientos del vuelo bajo la mirada vigilante de los cuervos machuchos, que los instruyen en las leyes de la comunidad corvina. Los corvatos se aprovechan del período de aprendizaje para sacar la tripa de mal año, comiendo de gorra todo lo más que pueden. Aunque perfectamente capaces de procurarse el alimento por sí mismos, acosan a los padres pidiéndoles a chillidos que les den de comer, y a veces se fingen enfermos a fin de lograrlo.
El cuervo se alimenta principalmente de verduras, frutas, y nueces. Pero llegado el caso come cualquier otra cosal avispas, ratones, sapos, carroña, todo, en fin, lo que halla al alcance de su pico. Como ejemplo curioso merece citarse el del cuervo perteneciente a un naturalista. Este voraz pajarraco devoró en cierta ocasión un bote de pintura... y sobrevivió a tan peregrino festín.
Las estratagemas que emplean los cuervos para proporcionarse algunos de sus bocados favoritos no tienen cuenta. Como cazar ratones es bastante cansado, hallan más cómodo subirse en el lomo de un cerdo que ande hozando por el campo. Cuando el cerdo desencueva un ratón, maese cuervo lo atrapa y echa a volar lanzando alegres graznidos. Si ve un zorro que va con su presa, grazna y grazna para que acudan cuantos cuervos se hallan e las cercanías, los cuales revolotean hostigando al zorro, que al cabo opta por soltar lo que lleva en la boca y salir huyendo.    »
Todos los cuervos poseen, en grado mayor o menor, el don de imitar la voz de otros animales. Los que más sobresale en esto remedan a maravilla el cacareo de la gallina, el canto del gallo, el gañido del perro. Vi un cuervo que astutamente oculto en un corral cloqueaba y cacareaba sin descanso tratando de alejar a una clueca del nido. Al convencerse de que no lo conseguiría, salió de su escondite y empezó a pasar y repasar, con desesperante insistencia, frente a la gallina, que al fin acabó por embestirle. Mientras él esquivaba ágilmente los picotazos, otros dos cuervos que había al acecho cayeron sobre el nido y se llevaron un pollito cada uno.
El buho grande, llamado también gran duque, visita en una que otra de sus nocturnas correrías los nidos de los cuervo, y mata al que sorprende dormido. En justa correspondencia, cuando los cuervos tropiezan durante el día con un gran duque le caen *encima todos a una acompañando el ataque con insultantes graznidos. En igual forma se lanzan sobre gavilanes, mapaches, mofetas, gatos monteses o cualquiera otros animales capaces de causar daño a sus nidadas.
Pájaros tan precavidos y marrulleros como éstos pueden reírse hasta del mismo rey de la creación. Mientras come la bandada, varios de ellos apostados en lo más alto de un árbol pueden ver a diez cuadras de distancia si el hombre que se acerca trae en la mano un bastón, una caña de pescar o la temible escopeta. En este último caso, a la señal de alarma, la bandada levanta el vuelo en el más completo silencio y huye a una velocidad de 72 kilómetros por hora. El cuervo parece poseer un lenguaje compuesto hasta de 25 sonidos o conjunto de sonidos que le sirve para comunicarse con sus semejantes. Dotado de finísimo oído, percibe el ruidillo  más leve, como el crujir de una rama, con mayor prontitud que ningún otro animal, salvo el venado.
Poco expuesto a morir por falta de alimento o víctima de enemigos, vive por término medio unos 25 años, de los cuales emplea la casi totalidad en retozos y bromas. Una de sus diversiones predilectas es el picaresco juego de «Despiertadormidos.» En los mediodías calurosos, échase a volar a ras de tierra por los campos, y aquí se abate sobre un conejo adormilado para darle un picotazo en la cabeza, y allá se posa sigilosamente en el lomo de una vaca que está sesteando, a la cual asusta con súbitos y ensordecedores graznidos.
Otro juego es el escondite. Un cuervo joven, oculto en el hueco de un tronco, grazna pidiendo auxilio. Acude la bandada, busca inútilmente, se aleja. Grazna de nuevo el que dio la alarma, y de nuevo torna la bandada a buscar, sin ningún resultado. Ocasiones hay en que esto se repite hasta doce veces. A la última, sale el que estaba escondido y grazna como burlándose de los demás, que en vez de enojarse, graznan también ruidosamente celebrando la broma.
Los cuervos son aficionadísimos a reunir conchitas y guijas blancas, ya para regodearse en ellas como avaro en sus monedas, ya para emplearlas en una especie de juego de pelota. El que da comienzo a la partida se desprende de la rama donde estaba posado llevando en el pico la guija o la conchita. Los otros cuervos lo acosan tratando de obligarlo a que la suelte. Cuando lo consiguen, uno de ellos la atrapa en el aire y huye perseguido por los demás, que lo acosarán como al anterior a fin de que deje caer lo que lleva en el pico y continúe así el retozo.

La más extraordinaria de las costumbres de estos pájaros es el «juicio» que le siguen al cuervo que falta a las leyes de la bandada. En tanto que el culpado permanece a cierta distancia, los demás deliberan reunidos, a veces durante horas enteras. De súbito cesa la discusión; y tras unos instantes de silencio, la bandada alza el vuelo, bien para alejarse de allí, bien para caer en masa sobre el delincuente, al que sacan los ojos a picotazos y golpean hasta que muere.

En el otoño, las pequeñas bandadas de los meses de verano van agrupándose en otras mayores que emigran a los lugares donde pasarán el invierno. Un naturalista del Instituto de Johns Hopkins calcula en 230.000 los cuervos que invernara anualmente cerca de Baltimore; según otro naturalista, no bajan de too.000 los que acuden todos los años a las inmediaciones de la ciudad de Perú, en el estado de Indiana. Los relatos de los primeros colonizadores demuestran que la antigüedad de algunos de esos cuarteles de invierno de los cuervos se remonta a la época del descubrimiento de América.
Muchos son los casos curiosos que se cuentan de los cuervos domesticados. El naturalista William Crowder tenía uno que contrajo la mala costumbre de jugar con los fósforos de la cocina. No queriendo ver la casa incendiada el día menos pensado, Crowder reemplazó la caja de fósforos corrientes por otra de fósforos de seguridad. Un día, al entrar en la cocina, halló al cuervo muy atareado en tirar uno por uno esos fósforos. Al ver a su amo, el pájaro, sin interrumpir la faena, ladeó la cabeza y empezó a gritar: «Ja, ja, ja!»
Estas hazañas del cuervo no pueden, naturalmente, atribuirse a nada que se asemeje a la   inteligencia  del hombre; son cosa de astucia instintiva y travesura innata, pero constituyen para quien las observa una fuente de diversión y sorpresa.

 


viernes, 18 de diciembre de 2020

EL HOMBRE QUE RECOBRÓ LA VISTA POR UN RAYO

Lunes, 8 de enero de 2018

EL HOMBRE QUE RECOBRÓ LA VISTA Y LA SALUD POR UN RAYO 

Vivía en un mundo de oscuridad, silencio y dolor. 

Hasta que un dia llegó el resplandor de un relámpago, el estruendo de un rayo

...Y LA LUZ SE HIZO

POR EMILY Y PER OLA D'AULAIRE

EN El, camino, los parches de hielo refulgían como placas de mercurio por el reflejo de las luces de los faros conforme "Eddie" Robinson, de 53 años, conducía su camión remolque de 19 toneladas, seguía la ruta interestatal 95 cerca de  Providence, en el estado norteamericano de Rhode Island. Eran las 4 de la madrugada del 12 de febrero de 1971. Al cruzar un puente, el automóvil que lo precedía patinó de repente y quedó atravesado en la carretera. Robinson giró el volante a la derecha esperando alcanzar a pasar entre el auto y la barandilla del puente. Por el espejo retrovisor vio que su remolque comenzaba a torcerse hacia afuera de la carretera, la primera etapa de una terrible amenaza. 

El conductor del automóvil consiguió enderezarse a tiempo, pero la cabina del camión de Robinson derribó la barandilla y quedó suspendida en el aire, prendida del perno del remolque a doce metros de altura sobre otra carretera. Robinson había sido lanzado hacia atrás con tal violencia que rompió el vidrio posterior con la cabeza haciéndose algunas heridas. Empapado de sangre y del combustible Diesel que chorreaba el tanque horadado, tuvo un solo pensamiento: salir a toda prisa. Consiguió abrir la puerta y trepar por el costado de su vehículo hasta el puente donde se tendió.En un hospital cercano los doctores le suturaron las heridas, le tomaron radiografías, lo auscultaron centímetro a centímetro, le administraron algunos medicamentos y lo felicitaron por su buena suerte. Sus heridas sólo eran superficiales. Al día siguiente a las 11 de la mañana viajaba en un autobús para regresar a su casa en Falmouth, Maine, un suburbio de Portland.Esa noche Robinson se sentó en la cama quejándose de un dolor intenso. Su esposa Doris, de 32 años, lo llevó en la mañana siguiente a un médico de la localidad. Robinson le explicó que lo habían examinado con cuidado en el hospital y que no le habían encontrado lesión interna alguna, así que el médico dedujo que el dolor era producto de los golpes. Le recetó más analgésicos y lo envió a su casa a descansar.Agradecido por la vida. Unos días más tarde llegó una carta del hospital, en la cual se le informaba que hubo cierta confusión al interpretar sus radiografías. Los médicos sospechaban que podría haber una lesión más grave y recomendaban un nuevo examen. Las placas nuevas revelaron conmoción cerebral, costillas fracturadas, distensión dorsal y hematoma en la cadera izquierda. Robinson no era propenso a quejarse. Descansó y aguardó con paciencia una mejoría para volver a trabajar.Sin embargo, su salud empeoró. Su visión disminuyó. En ocasiones el mundo pareció desaparecer delante de sus ojos y tuvo la sensación de perder el conocimiento. Un día entró trastabillando a la casa y bastante alterado dijo a su esposa: "Por un minuto dejé de ver la casa entera. Creo que me voy a quedar ciego".Un oftalmólogo de Portland, el Dr. Albert Moulton, hijo, comprobó que la vista de Robinson se iba perdiendo con rapidez y lo atribuyó a un daño cerebral. Le dijo que era probable que en unos cuantos meses se quedara ciego por completo. Robinson tomó con calma la noticia. Al regresar a su casa llamó a la Escuela Hadley para Ciegos en Wínnetka, en el estado norteamericano de Illinois, e hizo arreglos para recibir lecciones de Braille y mecanografía al tacto en su domicilio. Para diciembre de 1971 sólo podía distinguir la diferencia entre luz y sombra. Sus brillantes ojos azules habían quedado fijos e inexpresivos, como los de un muñeco, que aparenta estar mirando hacia adelante.No tardaron en aparecer otros problemas. Perdió gran parte del movimiento de su brazo derecho y para leer Braille tuvo que emplear la mano izquierda. Asimismo, todo ese tiempo sentía un círculo de presión que ceñía su cabeza, como una banda de acero.Luego comenzó a perder el oído' hasta que no pudo escuchar a Doris ni siquiera cuando le hablaba a gritos. Un audífono especial le ayudó un poco, pero no era igual que antes. Se sintió atrapado. Siempre había sido un hombre activo y a menudo trabajaba 70 horas a la semana. Ahora todo era oscuridad y silencio.Para conservar el ánimo, el fornido camionero concentró su pensamiento en la gratitud por el mero hecho de estar vivo. Se consolaba con la idea de que, no importaba la magnitud de su tragedia, había en el mundo otros seres menos afortunados que él.

Animales amigos. Empezó a concurrir a la iglesia luterana que estaba frente a su casa y dejó de sentirse acorralado. Volvió a experimentar la sensación de tranquilidad que solamente proviene del interior de uno mismo.
Robinson detestaba que Doris tuviera que ocuparse de sus tareas, de manera que aprendió a realizar quehaceres fuera del hogar, mediante el tacto y la memoria. Amarró una soga en un poste colocado en medio del jardín y la fue enrollando, después ató el otro extremo a su podadora de césped y siguiendo una
trayectoria en espiral a medida que la cuerda se desenrrollaba pudo cortar casi todo el pasto. Reparó una gotera en el techo de su casa, como pudo subió por una escalera y tocando las tejas fue localizando las estropeadas.
Nunca había dejado tiempo para los animales. Ahora comenzaba a percatarse de su presencia mientras se distraía con algún trabajo en la cochera. Alguna cualidad en el hombre ciego hizo que pájaros, ardillas, mofetas y mapaches perdieran su miedo y comenzaran a acercársele. Robinson les hablaba y los animalitos contestaban en su lenguaje. Les traía alimento que ellos comían de su mano.
Una fría tarde de invierno, casi un año después del accidente, un camión que trasportaba aves de corral se volcó en una carretera cercana. Una gallina pigmea escapó de su jaula y llegó al patio de Robinson. Cuando él y Doris la encontraron, a la mañana siguiente, tenía las patas congeladas, la recogieron y la llevaron al sótano para calentarla. Cuando la criatura cloqueaba Robinson le respondía con un tuc-tuc, y este fue su nombre.
Tuc-Tuc se convirtió muy pronto en la favorita de Robinson. Le construyó una casita apoyada contra una pared y una intrincada serie de pasadizos cubiertos para que pudiera entrar al garaje y hacerle compañía. Como él, la gallina había tenido que sobreponerse a la adversidad. Después que sus dedos congelados se desprendieron aprendió a caminar con sus muñones, esto no impedía que fuera como un ave normal.
"¡Puedo ver!

En un día del invierno de 1975, después de quitar la nieve de la entrada de su casa, Robinson tomó su cena y se fue a la cama. Esa noche lo despertaron lo que él llama "destellos de luces neón a través de mi pecho". Los síntomas indicaban problemas cardiacos, fue hospitalizado casi un mes con el fin de ser observado. Regresó a su casa dolorido. El menor esfuerzo le causaba molestias en el pecho y los brazos. Incluso un ejercicio como el de subir la escalera del sótano lo obligaba a tomar una pastilla de nitroglicerina.
Sin embargo, Eddie se rehusó a modificar su rutina cotidiana de trabajar en el taller de su garaje, escuchar sus aparatos de radioaficionado y caminar hasta el pueblo con Doris. Y como lo había hecho cada noche desde que perdió la vista, salió al patio y elevó una plegaria de agradecimiento. "Me di cuenta de que no sabemos apreciar las cosas maravillosas que ocurren a nuestro alrededor cada día. Vivimos con demasiada prisa. Yo reduje el paso para disfrutar mi vida y estaba agradecido".
Lo que no sabía en ese momento era que pronto tendría algo más por qué dar gracias. El miércoles 4 de junio de 1980 a las 3:30 de la tarde, Robinson estaba entretenido en el garaje cuando escuchó el fragor de un trueno y el ruido repentino de la lluvia sobre el techo. Tomó su Bastón para guiarse en torno a la pared exterior del garaje y salió en busca de Tuc-Tuc. Suponía que no estaría bajo la tormenta, pero le preocupaba. Se detuvo cerca de un chopo detrás del edificio para escuchar si el animalito contestaba a sus llamados, entonces oyó un estrépito como el chasquido de un látigo. El árbol había sido alcanzado por un rayo y la descarga eléctrica se propagó por el suelo hasta el lugar en que se hallaba Robinson y lo derribó dejándolo inconsciente.
Veinte minutos después, cuando recobró el conocimiento, caminó tambaleante a la casa de un vecino y pidió un vaso de agua. "Creo que he sido alcanzado por un rayo", dijo todavía aturdido. Las rodillas apenas lo sostenían pero pudo regresar a su casa, donde bebió varios vasos de agua más y se fue a acostar.
Una hora después Robinson salió del dormitorio atormentado aún por una sed insaciable. Contó a Doris lo que le había ocurrido, bebió un par de litros de leche y se dejó caer en el sofá. De pronto se dio cuenta que veía en la pared la pequeña placa inscrita que le habían regalado sus nietos. "Dios no puede estar en todas partes y por eso creó abuelos", leyó con voz entrecortada.
—¿Qué dijiste? —preguntó Doris desde la cocina.
¡Puedo ver ese letrero! —exclamó Robinson.
Incrédula, su esposa corrió hasta la sala.
—¿Qué hora es? —le preguntó, y señaló el reloj de pared.
—Las 5 —contestó—. ¡Doris, puedo ver!
Su esposa notó algo más.
—¿Dónde está tu audífono? --preguntó excitada. Robinson se llevó una mano a una oreja, pero el aparato no estaba allí.
¡Dios Santo —exclamó emocionado, también puedo oír!
Celebridad instantánea. El hombre de 62 años sentía un gran cansancio y dolores en todo el cuerpo. Temerosa de que el rayo pudiera haberle causado algún daño Doris le telefoneó a un doctor para que lo revisara. El así lo hizo y le recomendó que si era necesario llamara al servicio de emergencia en la noche; le dijo además que fueran a su consultorio en la mañana. Doris pasó esa noche en vela observando la respiración de su marido, todavía sin poder creer lo que les había ocurrido.
Al día siguiente el médico lo declaró en perfecto estado de salud. Y cuando el Dr. Moulton examinó sus ojos verificó lo imposible. "No puedo explicarlo", dijo. "Sólo sé que no podía ver en absoluto y ahora puede".
Ese domingo en la iglesia, Eddie pidió permiso al ministro para dirigir unas palabras a la congregación. Desde el accidente lo acompañaba hasta el altar su esposa o un amigo. Pero esa ocasión, cuando el ministro lo invitó a acercarse, Eddie avanzó por la nave con pasos de baile —su versión de una giga irlandesa— para pronunciar en voz alta una plegaria que terminó así: "Y tengo tres palabras más que agregar, Señor: Te agradezco. Amén".
Entre tanto, las agencias de noticias divulgaron el caso y, poco menos que de la noche a la mañana Robinson se convirtió en una celebridad. Recibió llamadas de los periódicos pidiendo entrevistas, vinieron fotógrafos a Falmouth para retratarlo con su gallinita y después llegaron las cámaras de televisión.
Robinson descubrió en forma inopinada que ya no tenía la mirada fija hacia adelante y que sus ojos se habían abierto. Más adelante, durante una visita a su hijo y nietos, en el estado norteamericano de Virginía, notó que comenzaba a tener sensibilidad en su brazo derecho. De hecho, se sintió tan bien que hasta cortó el césped de la casa de su hijo. "No he tenido ningún dolor ni he necesitado ninguna píldora para el corazón desde el día del rayo", comentó.
La terrible banda de dolor en torno a su cabeza desapareció. Las venas varicosas de su pierna derecha ya no estaban alteradas.
Los MÉDICOS que han examinado a Robinson no se explican por qué disminuyeron sus problemas físicos inmediatamente después de ser afectado por la descarga eléctrica, y se preguntan si su ceguera y sordera fueron en realidad causadas por un daño cerebral. ¿Habrán sido acaso una reacción sicológica provocada por el trauma del accidente del camión? ¿Fue la descarga la que volvió a poner cada cosa en su lugar -Aunque hay quienes pueden polemizar sin encontrar una explicación lógica al restablecimiento de Rddie,él y sus familiares no tienen alguna. "Es un acto de Dios" dice con sencillez Robinson. "¿Qué otra cosa podría ser?"
además de sus presentaciones en teleevisión Eddie ha dado pláticas a los estudiantes acerca de lo que signica estar ciego, su enfoque es alguien que después de esa experienncia tuvo el privilegio de volver. "He visto más cosas en en los últimos meses que en toda mi vida", les dice. "Ahora aprecio las maravillas cotidianas de la vida: la luz de la Luna filtrada a través de las hojas; las flores en el jardín, un gusano que teje su capullo.
"Lo que es más, nunca abandoné la esperanza, y quizá lo que me ocurrió a mí le dará valor a otros para no darse jamás por vencidos". Sus sentimientos acerca de la odisea probablemente no podrán ser mejor resumidos que en la inscripción de un cartel pegado en el parachoques de su automóvil: GRACIAS A Dios
POR LOS MILAGROS.

 SELECCIONES DEL READER'S DIGEST Mayo de 1981

 


 

ENTRADA DESTACADA

DEL PARTIDO Y CORREGIMIENTO DE TOTONICAPA Y HUEHUETENANGO 44-45

 RECORDACIÓN FLORIDA CAPITÁN ANTONIO DE FUENTES LIBRO     OCTAVO CAPITULO I DEL PARTIDO Y CORREGIMIENTO DE TOTONICAPA Y HUEHUETENA...