martes, 15 de diciembre de 2020

COMBATE DE DOS ACORAZADOS DEL AIRE-

 Domingo, 3 de enero de 2016

TESTIGO DE COMBATE DE DOS ACORAZADOS DEL AIRE-Por Ira Wolfert Junio de 1943

 Reñido duelo aéreo entre norteamericanos y japoneses relatado por un corresponsal que estuvo en esa peligrosísima acción.
Combate de dos acorazados del aire
(Condensado del libro «Battle for the Solomons»)
Por Ira Wolfert
Junio de 1943

 IRA WOLFERT es hoy, a los treinta y tres años de edad, uno de los mejores corresponsales de la North American Newspaper Alliance, en la cual ingresó en 1929. Ha desempeñado misiones importantes. Es hombre que posee el don de hallarse en el lugar de los acontecimientos siempre que hay algo que comunicar. La única batalla naval que, por haberse dado muy cerca de la costa, pudo presenciarse desde tierra, tuvo a Ira Wolfert entre sus espectadores, y no así como se quiera, sino en luneta de primera fila, como quien dice. (Véase La gran tragedia naval de los japoneses en SELECCIONES, mayo de 1943). Cuando los Franceses Libres tomaron a St. Pierre y Miquelón, allí estaba Ira Wolfert, y él fué el primero en dar la noticia. Yendo en una fortaleza volante que sólo había salido a cruzar, le tocó verse en uno de los combates más singulares: el que relata en estas páginas.

AL TENIENTE Ed Loberg se le había dado orden de salir de Guadalcanal en su B-17, añosa Fortaleza Volante, a practicar un reconocimiento. Resolví acompañarlo.
Loberg es un muchacho campesino de Wísconsin. Su segundo era el teniente Bernays K. Thurston, de veintitrés años, muy aficionado a la contabilidad, a la guitarra y a las canciones sentimentales. El teniente Robert D. Spitzer, de veintiséis años, iba de navegante. El alférez Robert A. Mitchell, de veinticuatro años, de bombardero. Cinco suboficiales completaban la dotación.
Despegamos a mediodía, con un calor tropical y barruntos amenazadores de mal tiempo. La superficie vidriosa y humeante del mar espejeaba, a trechos, herida por el sol. Allá, a lo lejos, se veían las olas levantadas por las ráfagas y las oscuras cortinas con que la lluvia cerraba el horizonte. Estuvimos volando bajo por un rato. Subimos luego a 2000 metros, para dar al avión japonés que lo quisiera la oportunidad de escurrirse por debajo del nuestro.
Repentinamente, el teniente Loberg ordenó zafarrancho de combate. Miré por las ventanillas de proa, donde hube de permanecer mientras duró el combate. Allá, muy abajo, alcancé a ver uno de los aviones PBY de la Armada. Dió una voltereta, subió un poco y, por fin, se abatió como un pájaro herido. Cerca de él estaba un Kawanishi 97, el mejor cuatrimotor aeronaval japonés. También parecía un ave, una gran ave de rapiña cobrando ímpetu para caer sobre su presa. Las hélices le brillaban como garras metálicas. Nos precipitamos instantáneamente al ataque.
Nuestro avión picó con tanta rapidez, que caí de rodillas y no pude volver a levantarme. Cuando salimos del picado me sentí como si la cara se me estuviese adelgazando y alargando y todas las vísceras se me apiñaran. Pronto me dí cuenta de que los cañones de las torrecillas inferiores estaban escupiendo fuego. Los disparos hacían trepidar la proa del avión. Luego empezó a nublárseme la vista. Todo me parecía vago, indistinto y lejano: era que principiaba a perder el sentido.
Cuando el avión se enderezó, pude levantarme otra vez y ver lo que ocurría afuera. Estábamos en medio de un chubasco. La lluvia tamborileaba sobre el avión. Se zarandeaba éste tanto que tuve que asirme a la mesa del navegante con ambas manos para sostenerme en pie.
«¡Se nos fué  » gritó el teniente Spitzer. «Se metió en una nube».
Y nosotros nos metimos también en ella de cabeza, casi verticalmente, como un avión de picado. Todos mirábamos ansiosamente a través de los cristales, tratando de perforar con los ojos el movible velo gris de la lluvia, batido por el viento. Salimos de la nube a un sol cegador, Allí nos topamos con el avión japonés que volaba a unos 15 metros del nuestro.
Los dos aviones se disparaban estruendosas andanadas. Llovían las balas de lado y lado, cruzándose en el corto espacio que los separaba. Los aeroplanos volaban en líneas paralelas. Era un espectáculo fantástico. Vibrábamos sacudidos por impacto tras impacto. El movimiento de retroceso de nuestros propios cañones nos hacía estremecernos y bailar casi sobre los pies.
Las explosiones que se sucedían sin interrupción sonaban como una descarga prolongada, incesante. Yo distinguía claramente un cañón japonés, con su boca humeante. Veía a los artilleros que lo disparaban. Veía nuestras rojas trazadoras rebotar contra el blindaje del avión enemigo. Nuestros combatientes y los nipones, más empeñados en dar la muerte que temerosos de recibirla, permanecían atareados en sus puestos, sin celar.
Los japoneses dieron una vuelta brusca y nos asestaron sus cañones de cola. A fin de evitar su fuego devastador y poner nuestra artillería de proa y flanco en mejor posición de ataque, dimos también una vuelta brusca y pronunciada, Maniobra en extremo peligrosa, pues de no ejecutarse con suma habilidad, podía hacer saltar el avión en pedazos. El teniente Loberg la ejecutó limpia y brillantemente.
Todo desapareció bajo un torrente de agua que de súbito se desencadenó sobr
 El teniente Spitzer, sudando a chorros y jadeando, se apartó unos pasos de su puesto, se arrancó la camisa y exclamó: «¡Ay, qué calor!» Lo miré, sorprendido de oírlo prorrumpir en interjecciones mujeriles
1 jeriles en aquellas circunstancias y de verlo forcejeando con la camisa como una vieja gorda y desesperada por el rigor del verano. Pero él, sin decir más, arrojó al suelo la camisa y volvió prontamente a su puesto.
Los japoneses habían bajado picando y se habían metido en el turbión, no sé si para escapar de nosotros, o para situarse de suerte de poder acabar con nuestro avión. Cinco veces los perdimos de vista durante el combate, en ocasiones hasta por tres o cuatro minutos. Luchaban con gran valor y suma habilidad, pero los tenientes Loberg y Thurston los aventajaban en todo. Contaban estos oficiales, además, con la ayuda eficaz de toda la tripulación, que sin cesar les avisaba hasta los más ligeros movimientos del enemigo. Cada vez que el avión japonés se zambullía en una nube para escudarse tras ella, nosotros le seguíamos la pista y casi siempre lo alcanzábamos al salir de nuevo al claro.
Los japoneses volaban lo más cerca posible del agua, a fin de impedir que atacáramos por debajo su avión, que no ,tenía cañones en la parte inferior. Los de nuestras torres superiores, en cambio, podían destrozar el piso de su fuselaje. Naturalmente, también teníamos que volar a poca altura. Un tiro que rompiera o inutilizara los mandos acabaría con todos nosotros. No habría tiempo para salvarse en paracaídas, ni para salir por la escotilla  de escape des- pués de caer al agua. Había que vencer o morir.
Yo meditaba en esto, y confieso que a veces deseaba que, cuando el avión japonés se perdiese en una nube, no volviéramos a encontrarlo.. Con gusto me despediría de él, dejándolo metido en su nube. No se trataba solamente de sortear el mal tiempo ni de tener que volar en toda posición, picando a menudo y pirueteando con una gigantesca fortaleza volante como si fuera uno de esos avioncillos diminutos hechos a propósito para tales acrobacias. Había que recordar también las características de este espectacular avión japonés que nos había suministrado el Servicio de Información, para atacarlo en sus partes más vulnerables y evitar en lo sumo posible el fuego de sus piezas más potentes y eficaces. Y en todo esto tenían que pensar nuestros dos pilotos mientras un sargento disparaba dos cañones cuyos proyectiles les pasaban continuamente por delante.
Candentes pedazos de metralla le rozaron cinco veces, las piernas al teniente Spitzer, aunque sin perforarle la piel.
Las balas silbaban sin cesar por todas partes, y el ruido continuo que hacían al dar en nuestro avión se asemejaba al redoble de un tambor. Recuerdo que una vez Spitzer se enderezó y ahuecó los labios como si fuera a gritar o a quejarse; pero, en medio del estruendo, no oí nada. Volvió él a su cañón; me olvidé del episodio.
Al alférez Mitchell lo hirieron varios fragmentos de una bala perforante que se incrustó en su ametralladora con un fuerte rechinido. Yo lo miré alarmado.
Estaba él de pie detrás de la ametralladora, aturdido, con la cabeza inclinada y los músculos de la cara relajados. Quise ir a auxiliarlo, pero las sacudidas del avión eran tan fuertes, que no hubiese podido atravesar, sin caerme, el corto espacio que nos separaba. Mitchell hacía grandes esfuerzos por conservar el equilibrio. Se le bamboleaba la cabeza. Trató de hacer funcionar el disparador; pero el arma no dió fuego. Forcejeó, entonces, por levantar la tapa; pero inútilmente, porque también estaba averiada.
Al verlo tratando de arreglar la ametralladora, supuse que no estaría gravemente herido. Al cabo de un rato (no sé cuánto sería) lo vi de pie a mi lado. Acercándoseme, me dijo al oído con voz muy suave: «Dígame dónde me han herido ».
La sangre le manaba de cerca de un ojo y, corriéndole por la mejilla y la barba, le caía en el vello rubio del pecho. Se la restañé con un dedo, y vi que no tenía más que desgarrones de la carne, de poca profundidad. «También me duele un pie », dijo el alférez. «No puedo sostenerme en él». Agregó quejumbrosamente que era gran desgracia que el enemigo hubiera puesto fuera de combate el único cañón de proa que se podía manejar acostado.
Dos veces pasamos por encima del avión japonés, y tan cerca, que podíamos ver los agujeros de bordes dentados que nuestras balas le habían hecho. En estas ocasiones yo miraba con alarma al suelo, esperando a cada segundo que lo atravesaran las balas y granadas enemigas. La segunda vez, oí que el teniente Spitzer gritaba: « ¡Está echando humo! ¡Le hemos inutilizado uno de los motores!» Y, en efecto, la hélice correspondiente había dejado de girar.
Miré mi reloj, y vi que era exactamente la una y un minuto. No pude menos de pensar en la relatividad del tiempo y en la fatuidad de medir con las unidades ordinarias de horas y minutos el que entonces transcurría. En ocasiones y circunstancias como aquéllas, los segundos son eternidades que no corren parejas con los sucesos comunes del universo.
Un momento después, el teniente Spitzer, que aún estaba disparando sus dos cañones, gritó: «¡Derribado!» El alférez Mitchell estaba sentado en un lío de paracaídas, sin decir nada. Preguntéle si quería asomarse a una ventanilla. Él, limpiándose la sangre que aún le brotaba de sus heridas, contestó que sí. Lo ayudé a levantarse y lo sostuve mientras contemplaba el siniestro espectáculo que se desarrollaba a nuestros pies, en la superficie del mar. El teniente Spitzer había abandonado sus cañones y se ocupaba en tomar vistas cinematográficas para llevar a sus jefes la prueba de lo que había pasado. En el avión parecía reinar un silencio profundo; pues el estruendo de la artillería nos había ensordecido, y apenas si oíamos zumbar la incansable hélice.
Los dos oficiales y yo presenciábamos los últimos momentos de la máquina enemiga. Ardía ésta como un buque tanque. Envolvíala una hoguera ovalada de color rojizo amarillento, que parecía brotar de la superficie del agua, entonces tranquila y tersa, y ondeaba como una inmensa'bandera, despidiendo nubes espesas de un humo negro,
El fuego, cuando pasamos sobre él, se extendía por gran espacio. En el centro estaba el avión, inerte y descarnado como un esqueleto. En el borde del óvalo se discernían dos objetos pequeños, negruzcos, que quizá fuesen hombres tratando de escapar de las llamas, quizá fragmentos desprendidos del avión y arrastrados por las corrientes debidas al calor.
Describimos un círculo alrededor de la hoguera y volvimos a colocarnos sobre ella, esta vez a unos 150 metros de altura. El humo formaba nubes que se disipaban gradualmente arriba de nosotros. Los últimos vestigios del avión japonés habían desaparecido por completo, y también los dos objetos negruzcos que habíamos visto; pero las llamas, continuaban ardiendo.
Hicimos luego rumbo a nuestra base, con un motor perforado por una bala, dos agujeros en las alas, tamaños como platos, un sinnúmero de agujeros más pequeños, y cinco cañones fuera de combate. El avión, que era de uno de los modelos más antiguos que aún se usan en esta guerra, había hecho, en condiciones atmosféricas capaces de desbaratar mejores aviones, algunas de las maniobras más difíciles y arriesgadas: espirales, picados, etc. Quizá el contralmirante John McCain no anduviese muy lejos de la verdad cuando declaró que la fortaleza volante es el mejor avión de combate para aquellas regiones.
 



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