sábado, 9 de agosto de 2025

AL FIN SELECCIONES¡ "LA LLAMADA DE LA ESPECIE" *ENERO 1968*

 ¡AL FIN SELECCIONES¡ "LA LLAMADA DE LA ESPECIE" *ENERO 1968* 

 El sábado 2 de Agosto de 2025,  adquirí la revista Selecciones de Enero del año 1968, al hojearla en mi casa, vi con sumo agrado que en la pag. 92 al 98, estaba la lectura que tanto esperaba volver a leer  “LA LLAMADA DE LA ESPECIE

Apelando a mi memoria ,puedo suponer que leí  dicho cuento, cuando yo tenía unos 9 -10 años de edad. Siempre la recordaba y no perdía la esperanza de volver a tener  la revista donde aparecía.

Tres relatos literarios han marcado mi amor grande por los libros. El Primero fue cuando aun no sabía leer ni escribir y escuché a mi hermana mayor el leer unas páginas del maravilloso libro “ El mundo del Misterio Verde” de  Virrgilio Rodriguez Macal. El segundo relato lo leí yo  mismo cuando tal vez mi edad era de unos 7 -8 años. Sobre el caudillo Josue cuando ordena la sol que detenga su curso, y el tercero fue la maravillosa  narrativa “LA LLAMADA DE LA ESPECIE. Escribo que la imagen que llamaba demasiado mi atención cuando yo tenía  9 años fue un dibujo que ilustraba la fundación de la capital de Guatemala por parte de los españoles, y de Doña Beatriz de la cueva como la Gobernadora que pinto de negro su palacio al escuchar de la muerte de Don Pedro de Alvarado. Por lo anterior me fascina apasionadamente la historia mundial y la literatura antigua, incluyendo la maravillosa selva.

Al referir el cuento “LA LLAMADA DE LA ESPECIE lo hice recurriendo a mi memoria. Hoy he comparado y veo que fallé en uno o dos aspectos. El fallo es comprensible porque leí  unas 2 veces el cuento a la edad de 9 años y hoy ya soy alguien que está viviendo su vejez.

“LA ESTIRPE DE ABRAHAM

Por un  huehueteco apasionado por la historia-el autor del blog 

AÑO DE 2008

PREGUNTAS AL CORAZÓN

      Jack London. Un escritor norteamericano escribió una historia conocida como “El llamado de la Especie”.  Allí nos cuenta de un cazador que vivía en el territorio del Yukón, Canadá. El fiel compañero de este hombre era un perro mesclado con lobo, y de gran estampa. Este perro de grandes colmillos blancos lo defendía no solo de los indígenas, sino también de los lobos. No obstante al escucharlos aullar en la lejanía, este animal sentíase atraído por ellos. Un día el cazador es asesinado por los guerreros de una tribu indígena, ante lo cual el enorme perro queda solo cuidando su cabaña. Adelante en su relato nos dice que una noche; el perro al escuchar los aullidos de la manada de lobos, decide seguirlos, donde luego es aceptado como el nuevo líder. A partir de ese momento nace una leyenda entre los indígenas de un gran  lobo blanco que vengaría la muerte del cazador entre la tribu de los nativos.

CUENTOS DE LOBOS

A LA LUZ DE LA LUNA,

EN UNA NOCHE DE FOGATA

Sábado 26 de Febrero, del año del Señor  2022

Él principia su participación de esta manera:

 En mi niñez, leí en la revista llamada Selecciones, un resumen de un cuento del escritor norteamericano  Jack London. Fue hace muchos años, que espero mi memoria me ayude.

  Se titulaba “El llamado de la Especie”,  Allí nos cuenta de un cazador que vivía en el territorio del Yukón, Canadá. Vivía solo, aislado, buscaba afanosamente pepitas de oro en un  río.

 Un día encuentra a un cachorro abandonado de perro en el camino, y lo adopta como su única familia.

  El  cachorrillo va creciendo hasta convertirse en animal de gran estampa, porque era producto del amor de una perra con su correspondiente pareja, un gigantesco perro..

 Buck era un perro mestizo de grandes colmillos blancos, que lo defendía no solo de los ataques de  los indígenas, sino también de los lobos.

 No obstante, en las noches oscuras y de luna,  al escucharlos aullar en la lejanía, este animal sentíase muy intrigado y a la vez atraído por los aullidos de los lobos.

 Un día el perro va muy de mañana a dar una de sus correrías muy lejos del hogar y de la compañía del buscador de oro.

 Al atardecer regresa muy ansioso, esperando saludar muy contento a su amo, pero encuentra la cabaña silenciosa, destruida y quemada, y flechas clavadas en las puertas,  que el fuego no había destruido aún.

  Con gran tristeza el perro encuentra al cazador con varias flechas clavadas en su cuerpo.

 Por varios días y noches el perro ronda y permanece alrededor de lo que fue su antiguo hogar.

 Cada noche, escuchaba en la lejanía aullar a una manada de lobos.

Le atraían tanto esos aullidos, que le erizaban los pelos del lomo, que una noche sale corriendo a lo profundo del bosque.

 Corre y corre velozmente por la selva, hasta que llega a un  lugar donde aúlla la manada.  Allí se traba en mortal combate con el macho Alfa. 

 Buck, el perro mesclado con lobo, vence fácilmente al líder, y desde ese momento olvida todo nexo amoroso con los humanos.

 La siguiente noche, buck  y su manada atacan fieramente a un guerrero indio, de la tribu que asesinó a su amo y lo matan despiadadamente.

 A partir de ese momento, da rienda suelta a su odio vengativo hacia esa tribu.  

 El pavor cunde entre  los indígenas, y hablan temerosamente del gran lobo blanco, fiero y despiadado, rápido como el rayo, que elude sus lanzas y les destroza la yugular a todo guerrero que encuentre desprevenido en el bosque.

 Estimados oyentes, espero les haya gustado mi relato, y ahora dejo el tiempo, con Estanislao….”

¡AL FIN, ENCONTRÉ LA LECTURA QUE ME FASCINÓ DE NIÑO¡

LA LLAMADA

DE LA ESPECIE

POR JACK LONDON

Condensado de

'THE CALL OF THE W1LD"

CUENTO

Jack London da en este culminante capítulo de The Call of the, Wild cumplidas muestras de la calidad que ha hecho famosos sus relatos de la naturaleza virgen

LA LLAMADA

DE LA ESPECIE

Llegó de nuevo la primavera, y ellos, después de haber recorrido las vas­tas soledades del Yukón, en vez de la fabulosa mina perdida que buscaban, encontraron, en un anchuro­so valle por el cual corría un arroyo de poco fondo, el placer entre cuyas are­nas, al lavarlas en la batea, amarilleaban como mante­quilla el polvo y las pepi­tas de oro. No buscaronmás. Cada día dee trabajo producía a John Thornton y a sus dos com­pañeros, Pete y Hank, polvo y pepi­tas por valor de miles de dólares. Guardaban ese oro en talegos de 23 kilos, hechos de cuero de alce, que iban amontonándose, como si fue­sen leña, del lado de afuera de la cabaña de ramas de abeto.

Como hubo poco trabajo entonces en adelante para los  perros,Buck se pasaba las horas muertas echado al amor de la lumbre, enso­ñando. Buck era el perro de Thorn­ton. Tenía cuatro años, pesaba 63 kilos y medio; a no ser por unos ligeros toques de amarillo oscuro en el hocico y en las cejas, y por la mancha blanca en mitad del pecho, lo habrían confundido con un lobo gigantesco. Del padre, perro de raza San Bernardo, heredó el tama­ño y el peso; pero fue la herencia de la madre, perra de pastor alema­na, lo que dio configuración de lo­bo a ese tamaño y a ese peso.

Buck experimentaba impulsos irresistibles. Estando amodorrado en lo más caluroso del día, alzaba de repente la cabeza, erguía las ore­jas  atento al menor ruido y, levan­tándose de un salto, salía despedido para correr horas y horas por entre la espesura o a cielo abierto a través del campo. Le gustaba avanzar por el seco cauce de los arroyos, y desliz­arse a ras de suelo en el bosque, y espiar las idas y venidas de las aves. Hallaba especial encanto en vagar durante el verano, a la tenue claridad de medianoche, para bus­car qué era y de dónde venía ese algo misterioso que llegaba a él du­rante la vigilia y durante el sueño: el llamamiento que a todas horas estaba diciéndole "¡Ven!"

El hermano montés

UNA NOCHE despertó en un sobre­salto, trémula la nariz, erizado el pelaje. Del monte llegaba el llama­miento (o solamente una nota, por­que eran varias las que ese llama­miento tenía): era un aullido pro­longadísimo, semejante —y a un tiempo distinto— a la voz de los pe­rros de trineo. Estaba seguro de ha­ber oído antes esa nota. Cruzó en un vuelo por el dormido campa­mento; internòse, veloz y silencioso, en la espesura; llegó al borde de uncalvero y, al pasear en torno la mi­rada, vio la larga y flaca figura del lobo gris que, erguido sobre los cuartos traseros, apuntaba con el hocico hacia lo alto.

Aunque Buck había llegado sin hacer el más leve ruido, el lobo ce­só de aullar. El gran perro entró calvero adentro, medio agazapado, tensos los músculos del recogido cuerpo, rígida y extendida la cola, midiendo con desacostumbrada cau­tela cada paso. De todos sus mo­vimientos trascendía una mezcla de hostilidad y de amistosa insinua­ción: era la tregua amenazante que observan las bestias salvajes al en­contrarse. El lobo la interrumpió al salir huyendo. Lanzóse tras él, acortando a saltos la distancia, con frenética prisa de alcanzarlo. Al fin lo empujó hacia el cauce seco de un arroyo que un hacinamiento de ma­deros convertía en callejón sin sali­da. El lobo, haciéndole frente, gi­raba sobre las patas traseras, amus­gadas las orejas, erizado el pelaje, regañando como hacen los perros de trineo al verse acorralados.

Buck no atacó. Antes bien, dando vueltas en torno del que se mante­nía a la defensiva, le invitaba a la amistad. El lobo recelaba y temía, porque Buck era tres veces más cor­pulento que él. La amistosa insis­tencia del otro ganó, sin embargo, la partida, cuando el lobo, viendo que no había intención de dañarle, se avino a olfatear hocicos con Buck. Luego de hacerse amigos empeza­ron a retozar juntos, en la forma nerviosa y medio esquiva con que los animales feroces encubren su fe­rocidad. Al cabo de un rato el lobo se apartó galopando sin prisa, y Buck galopó a su lado mientras, en­vueltos en la melancólica media luz nocturna, seguían el cauce seco y atravesaban la yerma vertiente don­de nacía el arroyo. Sentía Buck que, por fin, estaba respondiendo al lla­mamiento al galopar a la vera de su hermano montés hacia el paraje de donde, a no dudarlo, procedía ese llamamiento.

 Tropeles de re­cuerdos surgían ahora en él, des­pertaban en él latentes emociones. No era la primera vez que andaba por estos lugares. Los había cono­cido antes, pertenecían a un mun­do perdido en las brumas del re­cuerdo. Se detuvieron a beber a orillas de un riachuelo. En ese momento, al acordarse de John Thornton, quedó suspenso Buck. Su cariño por aquel hombre era verdadero fervor. No solo le había salvado John Thorn­ton la vida —y ya era esto algo—, sino que tenía en él al amo ideal: rudo a veces, pero generoso y bue­no siempre.

El lobo reanudó la marcha; pero pronto volvió en busca de Buck, acercó al suyo el hocico, trató con la voz y con la actitud de animarle a seguir adelante. Pero Buck dio me­dia vuelta y empezó a desandar len­tamente el camino que trajeron. Ca­si una hora lo acompañó el lobo, que de cuando en cuando lanzaba apagados gañidos. Por último se detuvo, y, sentándose, rompió a au­llar con el hocico en alto. Eran aullidos lastimeros; Buck, que había seguido andando, los oía alejarse cada vez más, hasta que al fin se perdieron en la lejanía.

A ración completa de carnívoro

JOHN THORNTON estaba haciendopor la vida cuando Buck entró co­mo una tromba en el campamento, le saltó encima al amo, dio con él en el suelo y, en frenética demos­tración de afecto, no se cansaba de lamerle la cara y la mano.

Dos días con sus noches perma­neció Buck sin moverse del campa­mento ni perder de vista a Thorn ton un solo instante. Al cabo de esas 48 horas el monte empezó a llamar­lo de nuevo, y más imperiosamente que nunca; renació el desasosiego, le asedió la imagen del hermano montés, fue obsesión el recuerdo de la aventura en que juntos recorrieron vastas extensiones selváti­cas ... Y volvió Buck a las andadas.

Empezó a pasar las noches fuera del campamento; a ausentarse du­rante varios días seguidos. En una ocasión anduvo vagando en busca del hermano montés una semana entera, durante la cual vivió de lo que cazaba y recorrió kilómetros y kilómetros a ese paso suyo, largo, sostenido, al parecer infatigable. En la anchura poco profunda de un  regato atacó y dio muerte a un oso negro, al que habían dejado ciego los mosquitos y, sin poder va­lerse, andaba errante por la espesu­ra, enfurecido y espantoso. Aun privado de la vista, el oso fue un ene­migo formidable, pero al pelear con él surgió en Buck el resto de ingé­nita ferocidad que aún no había despertado en él. De ahí en adelan­te su sed de sangre fue mayor.

Animal carnívoro alimentado en­tonces con ración completa de car­ne, Buck, que estaba en la flor de la edad, rebosaba de potencia y vi­gor de macho. Eran sus músculos como resortes de acero siempre prontos a obrar. Fluía en él la vida espléndida, jubilosa, arrolladoramente.

 —No ha habido ni habrá perro como él —dijo John Thornton un día mientras veían a Buck alejarse del campamento.

—Después de sacarlo a él, rom­eros el molde —afirmó Pete.

Es que ellos lo veían cuando se alejaba del campamento, pero no sabían cuán terrible era el cambio que experimentaba Buck al encontrarse en la soledad de la espesura. Instantáneamente surgía en él la fiera; avanzaba al acecho, con sigi­losa pisada, deslizándose como una sombra que se confundía con las sombras del bosque.

La implacable persecución

A MEDIDA que entraba el otoño iba aumentando el número de al­ces. Bajaban despacio hacia los va­lles en busca de climas menos rigu­rosos donde pasar el invierno. Buck había matado ya un alce de pocos meses que se descarrió de la mana­da; pero anhelaba la ocasión de haberselas con alguna res de mayor corpulencia y más terrible. Un día, en la vertiente, cerca del nacimien­to del arroyo, se le presentó esa oca­sión. De la zona de los bosques y de los riachuelos venía la manada de 20 alces que encabezaba un ma­cho de formidable aspecto. Estaba furioso, y con su talla de un me­tro y 80 centímetros era enemigo de cuidado. Sacudía la disforme cor­namenta de astas en forma de pala de entrecortados bordes con 14 pi­tones y dos metros de abertura en la parte de arriba. Al ver a Buckse le encendieron de rabioso encono los diminutos ojos, a la vez que lan­zaba coléricos bramidos.

En un flanco, delante de la ijada, le sobresalía al alce el emplumado extremo de la flecha causante del frenesí que lo trastornaba. Guiado por el instinto de los que en lejanos días del mundo primitivo perse­guían su presa, Buck procuró ante todo aislar al alce del resto de la manada. Con tal fin ladraba saltan­do de un lado a otro, frente a él, pero atento a mantenerse fuera del alcance de las enormes astas y las terribles pezuñas hendidas, que de un solo golpe lo dejarían en el sitio. La imposibilidad de dar media vuelta y seguir camino —porque de hacerlo se expondría a que le ataca­sen por la espalda los amenazantes colmillos— provocaba en el alce pa­roxismos de furor. Embestía con ciego ímpetu contra Buck, que al esquivar el ataque se las ingeniaba para alejar a su enemigo de la ma­nada. En esas ocasiones, dos o tres alces jóvenes, al cargar a su vez contra Buck, cubrían la retirada del alce herido de flecha que aso  podía volverse a la manada.

Alienta en lo montaraz la clase de paciencia —terca, inagotable, tan persistente como la vida mismaque sostiene durante horas sin cuen­to a la araña inmóvil en la red; enroscada, a la serpiente; agazapa­da, a la pantera; y esa paciencia alentaba en Buck mientras, trotan­do al costado de los alces, retrasaba la marcha de la manada, sacaba de tino a los machos jóvenes, inquietataba a las hembras con cría, provo­caba en el alce herido de flecha impotentes arrebatos de cólera. Por espacio de medio día siguió hosti­gándolo, volviendo a la carga tan pronto como el alce, después de haber respondido con una acome­tida a sus provocaciones, se reunía con la manada, cuya paciencia —que como la de todas las criaturas perseguidas por animales de presa era menor que la de estos— se veía sometida asía una prueba cada vez más agotadora.

A medida que declinaba el día, los alces jóvenes, que hasta enton­ces habían acudido en socorro de su acosado jefe, mostraron menos dis­posición a hacerlo. Lo que estaba en peligro era solamente la vida de uno de los alces, y a la manada em­pezaba a parecerle que más valdría entregar esa vida. Al anochecer, el alce viejo, con la cabeza inclinada, se quedó viendo a sus compañeros alejarse a paso vivo en la creciente oscuridad de la hora. Estaba impo­sibilitado de seguirlos, porque fren­te a él, obligándole a permanece a la defensiva, rondaban los implacables colmillos aterradores.

Desde ese momento no le concedió Buck al viejo alce un solo instante de reposo; ni de día ni de noche pudo el perseguido animal ramonear en los añosos árboles o en los retoños de abedules y sauces. N tan siquiera le dejó Buck que apagase la sed en los hilillos de agua que hallaban al paso. El alce inclinaba cada ,vez más la robusta cabeza de ramificadas astas; cada vez acortaba más el cansino y vacilante trote. Por fin, al anochecer del cuarto día, Buck abatió a la gigan­tesca bestia.

Huracán de furia

UN DíA con su noche permaneció junto a su presa, comiendo unas ve es y durmiendo otras. Reparada las fuerzas, contento y lleno de bríos, sintió que le llamaba la que­rencia del campamento y la com­pañia de John Thornton. Mientras iba camino de regreso con el largo y sostenido paso que mantenía ho­ra tras hora sin cansarse, empezarron a apretarle el corazón omino­sos presentimientos.

A cinco kilómetros del campa­mento encontró un rastro que le hizo erizar repetidamente el cogo­te. Llevaba ese rastro en derechura, al campamento. Se apresuró a se­guírlo, veloz, pero también cautelo­samente, tensos los nervios, atento a la multitud de indicios en que iba leyendo todo lo ocurrido, todo menos el último episodio.

Llegó en esto a èl un apagadotumor de voces que subían y bajaban alternativamente entonando un canto mo­nótono. Avanzó arrastrándose has­ta la orilla del campamento.

 Ten­dido boca abajo, erizado el cuerpo de emplumadas flechas que le da­ban el aspecto de un puerco espín, yacía el cadáver de Hank. En ese mismo instante, al levantar la vista y mirar hacia el sitio donde estuvo la cabaña de ramas de abeto, ve también Buck algo que le levanta en sucesivas oleadas el pelaje mien­tras le corre por el cuerpo un furor incontenible. Rompe a gruñir con rabioso estruendo, sin saber lo que hace. Por última vez en su vida de­ja que la pasión usurpe el puesto debido a la astucia y al juicio, por­que el amor que tiene a John Thornton ha hecho que Buck pier­da la cabeza.

Los indios yeehates estaban dan­zando en torno de la derruida ca­baña cuando oyeron los estruendo­sos gruñidos y vieron que les caía encima la bestia más espantosa y feroz del mundo. Era Buck, que como viviente torbellino iracundo desataba entre ellos su frenesí ani­quilador.

Saltándole al cuello al indio más cercano, le degüella de una tarascada. Igual suerte corre un segundo indio. No hay fuerza ca­paz de contener a Buck. Va de un lado a otro, derribando, desgarran­do, destrozando. Tan rápidos son sus movimientos, y en tan confuso desorden se amontonan los indios, que al tratar de valerse de las fle­chas se hieren unos a otros. El venablo que un joven cazador arroja contra Buck va a clavarse en el pe­cho de otro cazador.

Se apodera el pánico de los  de los yee­hates, que huyen a refugiarse en el bosque diciendo a gritos que el Es­píritu Malo ha llegado a sus tierras. Y ciertamente que Buck es la en­carnación misma del demonio cuan­do, al perseguirlos por entre la es­pesura, abate como a venados a cuantos alcanza.

Hastiado de correr tras los fugi­tivos, se vuelve al campamento. Allí están las huellas que le dicen cuál ha sido la desesperada lucha de Thornton. Rastreándolas llega a orillas de una profunda charca, fan­gosa y descolorida.

Todo el día estuvo Buck echado melancólicamente cerca de la char­ca o vagando por el campamento con nervioso desasosiego. Morir sig­nificaba para Buck quedarse sin mo­vimiento, irse para siempre de la compañía de los que están vivos; y comprendía que John Thornton ha­bía muerto. Esto le causaba una sensación de vacío parecida al ham­bre, pero un vacío terebrante, que con ningún alimento se llenaría.

Cerró la noche. La Luna llena, al ir ascendiendo detrás de los árboles, bañó la tierra en indecisa claridad, fantasmal reminiscencia de la luz del Sol. Sintió Buck que desperta­ba en el bosque una nueva vida. Enderezándose, aguzó el oído y el olfato.

Desde la lejanía llegaba, apenas perceptible,un aullido agu­do al que hacían coro otros más recios. De minuto en minuto se oían más cercanos y distintos. Te­nían para Buck el mismo acento de las voces que ya antes le habían ha­blado desde el mundo que perdu­raba en su memoria. Eran el llama­miento, ese llamamiento de múlti­ples notas que llegaba a él ahora irresistible como nunca. Y pronto le halló más presto que nunca a obe­decerlo. Había muerto John Thorn­ton. Estaba roto el último vínculo. El hombre y cuanto al hombre le uniera no existían ya para Buck.

La canción de la manada

Pocos años habían trascurrido cuando los indios yeehates notaron que los lobos grises no eran los mismos de antes. Algunos tenían manchas de color amarillo oscuro en la frente y en el hocico, y una raya blanca en el pecho. Más ex­traño aun que eso era que los indios hablasen del "perro fantasma" que, según según ellos, encabezaba la manada de lobos. Les aterrorizaba ese perro fantasma, que, más astuto que ellos, se metía en sus tierras a hacer da­ños; y en lo más crudo de los in­viernos se llevaba los animales que habían cazado en las trampas; y les mataba los perros; y burlaba la persecución de los cazadores.

Cazadores hubo que no regresa­ron al campamento y de los que nunca volvió a saberse nada; otros, a los que encontraron bárbaramen­te degollados, y cerca de los cuales aparecían en la nieve huellas de un lobo gigantesco, mucho mayor que los más grandes vistos hasta enton­ces.

 En el otoño, al seguir como siempre lo habían hecho a las ma­nadas de alces que bajan de las mon­tañas, los .yeehates dan un rodeo para no atravesar por cierto valle en el que ninguno osaría poner los pies. Y a las mujeres de los yeehates les ensombrece la angustia el sem­blante cuando, en las charlas al amor de la lumbre, hablan de que el Espíritu Malo ha sentado sus rea­les en ese valle.

En el verano visita ese valle un ser que jamás han visto los yeeha­tes.

 Es un lobo gigantesco, de es­pléndido pelaje, igual y, a un tiempo, distinto de los demás lobos.

De­jando atrás la amena frondosidad del bosque cruza a solas por el calvero, sigue el hilillo de amarillenta agua que se desliza desde los tale­gos de piel de alce que se pudren amontonados en el suelo hacia el lugar en que.va,a esconder su ama­rillez empozándose bajo el alto her­bazal y la capa de materias vegeta­les en descomposición que no dan paso a la luz del Sol. Allí se detie­ne el visitante, queda absorto por un rato, lanza después un largo au­llido de desconsuelo, y se aleja, solitario y triste como había llegado.

Pero no siempre va él a solas.

En las largas noches del invierno, cuan­do los lobos bajan al valle en busca de. presa, va él encabezando la ma­nada; bajo el resplandor de la Lu­na o a la trémula claridad de la au­rora boreal, dominando con su gi­gantesca presencia la de sus compa­ñeros, ensancha el corpulento cuello al entonar la canción de un mundo más joven: la canción de la manada.

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