jueves, 29 de febrero de 2024

CHARLIE COULSON 10-11

 CHARLIE COULSON

EL MUCHACHITO QUE TOCABA EL TAMBOR

M.L. ROSVALLY

Cuanto más lo pensaba, peor me sentía. Por otro lado, alegaba: ¿Cómo puede ser posible que mi padre y mi madre que tanto me amaban, me hayan enseñado algo equivocado?

En mi niñez me habían enseñado a odiar a Jesús; había un sólo Dios y no tenía ningún un Hijo. Entonces, me sentí embargado por el anhelo de llegar a conocer a ese Jesús a quien los cristianos tanto amaban y adoraban. Empecé a apresurar mi paso, totalmente decidido a que si había alguna verdad en la religión de Jesucristo, yo la iba a encontrar antes de irme a dormir.

Cuando llegué a casa, mi esposa (una ortodoxa judía muy estricta) me vio algo inquieto y me preguntó dónde había estado. No me atreví a decirle la verdad, y no le iba a mentir, así que le dije:

—Mujer, por favor no me preguntes nada. Tengo un asunto muy importante que atender.

Quiero ir a mi estudio y estar solo.

Fui inmediatamente a mi estudio, puse llave a la puerta y empecé a orar, de pie con mi rostro hacia el oriente, como siempre lo había hecho. Cuanto más oraba, peor me sentía.

No podía entender el sentimiento que me embargaba. Me sentía perplejo con respecto al significado de muchas de las profecías del Antiguo Testamento que me interesaban profundamente.

Mis oraciones no me dieron ninguna satisfacción, y entonces se me ocurrió que los cristianos se arrodillaban para orar. ¿Ayudaría eso? Habiendo sido criado como un judío ortodoxo estricto, nunca me habían enseñado a arrodillarme en oración. Me embargó el temor de que si me arrodillaba podía estar en el engaño de doblar mis rodillas ante Jesús, quien, según me habían hecho creer de niño, era un impostor.

Aunque la noche era terriblemente fría, y en mi estudio no estaba prendida la chimenea (no se esperaba que yo la usaría esa noche), nunca he transpirado tanto en mi vida.

Mis filacterias estaban colgadas en la pared de mi estudio, y mi mirada se posó en ellas.

Nunca, desde los trece años en adelante, hubo un día en que no las usara, excepto los sábados y los días de fiesta judíos. Estaba muy encariñado con ellas. Las tomé en mis manos, y mientras las miraba me vino a la mente Génesis 49:10: “No será quitado el cetro de Judá, y el legislador de entre sus pies, hasta que venga Shiloh; y a él se congregarán los pueblos”.

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Otros dos pasajes que había leído y cavilado con frecuencia vinieron vívidamente a mi mente; el primero de estos fue Miqueas 5:2: “Pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel; y sus salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad”. El otro pasaje es la muy conocida predicción en Isaías 7:14: “Por tanto, el Señor mismo os dará señal: He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel”.

Estos tres pasajes vinieron a mi mente con tanta fuerza que clamé:

—Oh Dios de Abraham, y de Isaac y de Jacob, Tú sabes que soy sincero en cuanto a esto.

Si Jesucristo es el Hijo de Dios, revélamelo esta noche, y lo aceptaré como mi Mesías.

Ni había acabado de orar cuando casi inconscientemente arrojé mis filacterias en un rincón de la habitación y en menos tiempo de lo que lleva contarlo, me encontré de rodillas orando en ese mismo rincón con las filacterias a mi lado. Arrojar las filacterias en el piso como lo había hecho yo, era un acto de blasfemia para un judío. Ahora me hallaba orando de rodillas por primera vez en mi vida, y me sentía muy intranquilo. Dudaba de la sabiduría de lo que estaba haciendo.

Mis sentimientos en esos momentos se expresan mejor en el primer himno que compuse después de mi conversión y dediqué al predicador que me había impresionado tan poderosamente:

NO ME DEJES SOLO

La oración de un judío convertido

Dedicado a mi querido amigo: E. Payson Hammond

Llena está mi vida de remordimientos,

No hay paz en mi alma, sólo hay ansiedad.

Hay brumas sombrías en mi pensamiento,

Señor, yo te ruego, ten de mí piedad.

No dejes que vague entre sombras perdido.

Quita la dureza de mi corazón,

Aviva la llama de mi amor, te pido,

Espíritu Santo, paloma divina,

No me dejes solo, mi Consolador.

Oh Dios de poder y de amor indulgente,

Tu ayuda buscando yo vengo hasta ti;

Inclina tu oído, escucha clemente,

Te ruego que muestres tu piedad en mí.

Mi ser tú renueva, dirige el camino

Que a tu trono excelso me habrá de llevar.

Mi Señor tú eres, ¡oh crucificado!

Sé siempre mi guía, mi maestro amado,

No me dejes solo, a mi lado está.

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Mi corazón gime encogido de espanto,

Muy grande es mi carga de pecado vil,

Cubre con tus alas mi ser, como un manto,

Y así las tinieblas huirán de mí.

Tómame en tus brazos, dame tu cuidado,

Quita la dureza de mi corazón;

Cargar ya no puedo con este pecado,

Mi oración escucha como al publicano,

No me dejes solo, dame tu perdón.

Sé que de tu mano no habrás de soltarme,

Pues por mí, tu sangre vertiste en la cruz,

En ésta yo quiero morir, sumergirme,

Y de ella surgir a una vida de luz.

Mis débiles brazos a ti yo levanto,

Pues tu amor a nadie tú niegas jamás,

Sobre mí, cual alas extiende tu manto,

Y la muerte, entonces, perderá su espanto;

Ya no estaré solo… conmigo tú irás.

Nunca olvidaré mi primera oración a Jesús. Oré así: “Oh Señor Jesucristo, si en verdad eres el Hijo de Dios, si eres el Salvador del mundo, si eres el Mesías de los judíos que nosotros los judíos aún esperamos y si puedes convertir a pecadores como afirman los cristianos, puedes convertirme a mí, porque soy un pecador, y prometo servirte todos los días de mi vida”.

 

jueves, 22 de febrero de 2024

CHARLIE COULSON -3-

CHARLIE COULSON

EL MUCHACHITO QUE TOCABA EL TAMBOR

M.L. ROSVALLY

Le agradecí su atención y consideración, y después de darle mi tarjeta, dije en un tono algo burlón:

—No creo que jamás correré el peligro de ser cristiano.

Entonces, él me dio su tarjeta diciendo:

Por favor, envíeme una nota o una carta si Dios contesta mis oraciones por usted.

Sonreí con incredulidad y dije:

—Por supuesto que sí.

No me imaginaba que dentro de las próximas cuarenta y ocho horas, Dios en Su misericordia, contestaría la oración del barbero. Le di la mano con entusiasmo y dije “adiós”.

Pero a pesar de mi aparente indiferencia, él me había impresionado profundamente,

como lo demuestra lo que sucedió luego.

Como es bien sabido, los coches ferroviarios americanos son mucho más largos que los británicos. Además, tienen un solo compartimento, con capacidad para setenta a ochenta personas. Como hacía muchísimo frío, había pocos pasajeros en el tren; el coche al cual subí; no estaba ni medio lleno y, sin darme cuenta, en menos de diez o quince minutos

había probado todos los asientos vacíos en él.

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Los pasajeros comenzaron a mirarme con desconfianza al verme cambiar de asiento tantas veces en tan poco tiempo sin ninguna razón. Por mi parte, en ese momento no pensaba que el pecado habitaba en mi corazón, aunque no podía explicar mis movimientos erráticos. Finalmente, me quedé en un asiento en un rincón del coche, con la firme intención de dormirme. Pero, en el mismo instante que cerré los ojos sentí que me encontraba en dos fuegos. Por un lado, estaba el barbero cristiano de Nueva York y, por el otro, el muchacho de Gettysburg que tocaba el tambor, ambos hablándome de Jesús, justamente del Nombre que yo aborrecía. Me fue imposible conciliar el sueño, tampoco pude librarme de la impresión que me habían causado aquellos dos fieles cristianos, uno de los cuales me había dicho adiós hacía apenas una hora, mientras que el otro hacía casi diez años que había fallecido, por lo que seguí inquieto y perplejo el resto del viaje.

3. La iglesia

Al llegar a Washington compré un periódico matutino, y una de las primeras cosas que me llamó la atención fue el anuncio de cultos de evangelización en la iglesia del Dr. Rankin, la iglesia más grande de Washington. En cuanto vi el anuncio, una voz interior pareció decirme: ve a esa iglesia. Nunca había estado en una iglesia cristiana mientras se celebraba un servicio religioso, y en otra ocasión hubiera descartado tal pensamiento como

procedente del diablo. Era la intención de mi padre, cuando yo era chico, de que llegara a ser un rabino, por lo que le prometí que nunca entraría a ningún lugar donde “Jesús el impostor” fuera adorado como Dios; y que nunca intentaría leer un libro conteniendo Su Nombre. Hasta ese momento había cumplido fielmente mi palabra.

En conexión con las reuniones de evangelización mencionadas, el anuncio decía que un coro unido de las diversas iglesias de la ciudad cantaría en cada uno de los cultos. Siendo un apasionado de la música, esto atrajo mi atención, y esa fue mi excusa para visitar la iglesia durante el culto de evangelización esa noche.

Cuando entré en el edificio, que estaba lleno de fieles, uno de los porteros, sin duda, atraído por mi charretera dorada (porque no me había cambiado el uniforme), me guio a la primera fila, justo delante del predicador, un evangelista reconocido tanto en Inglaterra como en Norteamérica. Me fascinaron los hermosos cantos, pero el evangelista apenas había hablado cinco minutos cuando llegué a la conclusión de que alguien le había informado quién era yo, porque parecía señalarme con el dedo. Siguió mirándome y de vez en cuando parecía que me amenazaba con el puño. Pero a pesar de todo eso, me interesaba profundamente lo que decía. Y eso no era todo, porque resonaban aún en mis oídos las palabras de mis dos predicadores anteriores—el barbero cristiano de Nueva York y el muchacho de Gettysburg que tocaba el tambor—enfatizando lo que decía el evangelista. Mentalmente veía con claridad a esos dos queridos amigos repitiendo también sus mensajes. Al ir interesándome más y más en las palabras del predicador, sentí que me brotaban las lágrimas.

Esto me sorprendió, y empecé a sentir vergüenza de que yo, un judío ortodoxo, fuera tan infantil como para derramar lágrimas en una iglesia cristiana, las primeras que jamás había vertido en un lugar así.

 

miércoles, 21 de febrero de 2024

CHARLIE COULSON EL MUCHACHITO QUE TOCABA EL TAMBOR -1-

 CHARLIE COULSON

EL MUCHACHITO QUE TOCABA EL TAMBOR

Dos o tres veces en mí vida, Dios en Su misericordia, tocó mi corazón, y dos veces antes de mi conversión me sentí bajo profunda convicción de haber pecado.

1. El muchacho

Durante la Guerra Civil de los Estados Unidos era yo cirujano del ejército, y después de la Batalla de Gettysburg, había en el hospital muchos cientos de soldados heridos, veintiocho de los cuales habían recibido heridas tan graves que necesitaban mis servicios inmediatamente; algunos cuyas piernas tenían que ser amputadas, algunos sus brazos, y otros tanto el brazo como la pierna. Uno de estos últimos era un muchacho que apenas había estado tres meses en el ejército, y siendo demasiado joven para alistarse como soldado, se había alistado para tocar el tambor. Cuando mi cirujano asistente y uno de mis ayudantes quisieron administrarle cloroformo antes de la amputación, volteó la cabeza y se negó rotundamente a que se lo dieran. Cuando el ayudante le dijo que era orden del doctor, dijo:

—Tráigame al doctor.

Cuando llegué hasta su cama le dije:

—Muchacho, ¿por qué rechazas el cloroformo? Cuando te encontré en el campo de batalla estabas tan grave que pensé que no valía la pena levantarte, pero cuando abriste esos grandes ojos azules pensé que tendrías una madre en alguna parte que en ese preciso momento estaría pensando en su muchacho. No quería que murieras en ese campo, así que ordené que te trajeran aquí; pero has perdido tanta sangre que estás demasiado débil para soportar una operación sin cloroformo. Por tanto, deja que te dé un poco.

Puso su mano sobre la mía y mirándome a los ojos me dijo:

—Doctor, un domingo a la tarde en la escuela dominical, cuando tenía nueve años y medio, acepté al Señor Jesucristo como mi Salvador. En ese momento aprendí que podía confiar en Él. He confiado en Él desde entonces, y sé que puedo confiar en Él ahora. Él es mi fuerza y mi refugio; Él me sostendrá mientras usted me amputa el brazo y la pierna.

Entonces, le pregunté si podía darle un poco de brandy. Nuevamente me miró a los ojos diciendo:

—Doctor, cuando tenía unos cinco años, mi madre se arrodilló a mi lado poniendo su brazo alrededor de mis hombros y dijo: “Charlie, estoy orando al Señor Jesús para que nunca pruebes el licor, tu querido padre murió como un borracho, y le prometí a Dios, que si era su voluntad que llegaras a adulto, que advertirías a los jóvenes contra la copa amarga”: ahora tengo diecisiete años, pero nunca he probado nada más fuerte que té y café, y en mi condición, es muy probable que esté a punto de partir a la presencia de mi Dios, ¿me llevaría usted allí con olor a brandy?

Nunca olvidaré la mirada que me dio aquel muchacho. En aquella época yo odiaba a Jesús, pero respetaba la lealtad del muchacho a su Salvador, y cuando vi cómo amaba y confiaba en Él hasta lo último, me conmovió el corazón, e hice por aquel muchacho algo que nunca había hecho por ningún otro soldado, le pregunté si quería ver a su capellán.

—¡Oh, sí señor! —fue la respuesta.

Cuando llegó el capellán, reconoció enseguida al muchacho por haber conversado con

él en las reuniones de oración que se realizaban en una de las carpas, y tomando su mano,

dijo:

—Charlie, cuánto siento verte en esta triste condición.

—Oh, yo estoy bien señor, —contestó—. El doctor me ofreció cloroformo, pero se lo rechacé, luego quería darme brandy, que también rechacé, y ahora, si mi Salvador me llama,

estoy listo, y puedo irme con Él estando lúcido.

—Quizá no mueras, Charlie, pero si el Señor te lleva a Su presencia, ¿hay algo que pueda hacer por ti después de que hayas partido?

—Capellán, por favor ponga su mano bajo mi almohada y tome mi pequeña Biblia, en

la que encontrará la dirección de mi madre. Por favor mándesela a ella, y escríbale una carta, y dígale que desde el día que me fui de casa, no he dejado pasar un solo día sin leer una porción de la Palabra de Dios, y sin orar pidiendo que Dios bendijera a mi querida madre, no importando si me encontraba marchando, en el campo de batalla o en el hospital.

—¿Puedo hacer algo más por ti, jovencito? —preguntó el capellán.

—Sí, por favor escriba una carta al director de la escuela dominical de la calle Sands, Brooklyn, Nueva York, y dígale que no he olvidado sus palabras bondadosas, sus muchas oraciones y sus buenos consejos; me han acompañado en medio de los peligros de la batalla y ahora, en la hora de mi muerte, le pido a mi Salvador que bendiga a mi querido y anciano director. Eso es todo.

Volviéndose hacia mí, me dijo:

—Ahora, doctor, estoy listo, y le prometo que ni siquiera me quejaré mientras me amputa el brazo y la pierna, siempre y cuando no me ofrezca cloroformo.

Se lo prometí, pero no tenía la valentía de tomar el bisturí en mi mano para realizar la operación sin ir primero a la habitación contigua y tomar un pequeño estimulante a fin de armarme de valor para poder cumplir con mi deber. Mientras cortaba su carne, Charlie Coulson no se quejó para nada, pero cuando tomé el serrucho para separar el hueso, tomó una esquina de su almohada y se la puso en la boca, y lo único que lo escuché murmurar fue:

—¡Oh Jesús, bendito Jesús, acompáñame en este momento!

Cumplió su promesa, no se quejó ni una vez.

Esa noche no pude dormir, porque cada vez que me daba vuelta en la cama, veía esos suaves ojos azules, y cuando cerraba los míos, las palabras “Bendito Jesús, acompáñame en este momento” resonaban insistentemente en mis oídos. Entre las doce y la una, me levanté y fui al hospital, algo que nunca antes había hecho a menos que me llamaran especialmente,

tanto era mi deseo de ver a aquel muchacho. Al llegar, los ayudantes nocturnos me

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informaron que dieciséis de los heridos desahuciados habían muerto y habían sido llevados

a la morgue.

—¿Cómo está Charlie Coulson? ¿Fue uno de los que murieron? —pregunté.

—No señor, —contestó el ayudante—, está durmiendo como un angelito.

Cuando me acerqué a la cama donde dormía, una de las enfermeras me informó que a eso de las nueve dos socios de la Asociación Cristiana de Jóvenes habían recorrido el hospital para leer y cantar un himno. Estaban acompañados por el capellán, quien se arrodilló junto a la cama de Charlie Coulson y elevó una ferviente y conmovedora oración, después de lo cual cantaron, todavía de rodillas, el más dulce de los himnos: “Sol de mi ser, mi Salvador” que Charlie también cantó. Yo no podía entender como ese muchacho, que había pasado por un dolor tan insoportable, podía cantar.

Cinco días después de que le amputé el brazo y la pierna al querido muchacho, me mandó llamar y fue por boca de él que escuché el primer sermón del evangelio.

—Doctor, —dijo—, ha llegado mi hora, y no espero ver otro amanecer, pero, a Dios gracias, estoy listo para partir, y antes de morir quería agradecerle de todo corazón por su bondad para conmigo. Doctor, usted es judío, no cree en Jesús. ¿Podría por favor quedarse aquí de pie y verme morir, confiando en mi Salvador hasta el último instante de mi vida?

Traté de quedarme pero no pude, porque no tenía el valor de quedarme y ver morir a un muchacho cristiano regocijándose en el amor de aquel Jesús que me habían enseñado a odiar, por lo que me apresuré a retirarme de la habitación. Unos veinte minutos después, un ayudante que me encontró sentado en mi consultorio privado, con el rostro escondido entre las manos, me dijo:

—Charlie Coulson quiere verlo.

—Acabo de verlo, —contesté—, y no puedo volver a verlo.

—Pero, doctor, dice que tiene que verlo una vez más antes de morir.

Decidí ir a verlo, decirle una palabra cariñosa y dejarlo morir, pero estaba decidido a no dejar que alguno de sus comentarios sobre Jesús influyera para nada en mí. Cuando llegué al hospital noté que se moría, así que me senté junto a su cama. Pidiéndome que lo tomara de la mano, dijo.

Doctor, lo amo porque usted es judío; el Mejor Amigo que he encontrado en este mundo era judío. Le pregunté:

—¿De quién se trata?

Él contestó:

—Jesucristo, a quien le quiero presentar antes de morir, y ¿me promete, doctor, que

nunca olvidará lo que le voy a decir?

Se lo prometí y dijo:

—Hace cinco días, mientras usted me amputaba el brazo y la pierna, oré al Señor Jesucristo que salvara su alma.

Estas palabras penetraron muy hondo en mi corazón. No podía entender cómo, mientras le estaba causando el más intenso dolor, podía olvidarse totalmente de sí mismo, y no pensar en nada más que su Salvador y mi estado inconverso. Lo único que pude decir fue:

—Bien,

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