sábado, 6 de noviembre de 2021

IV PARTE- OMBRES CONTRA HOMBRES - UBICO- EFRAIN DE LOS RIOS

OMBRES CONTRA HOMBRES - UBICO- EFRAIN DE LOS RIOS

-Editado el 25 de Septiembre de 1945, México, D,F.

 EFRAIN DE LOS RIOS AGUIRRE _Nacido en Huehuetenango-

 DRAMA DE LA VIDA REAL

 Emocionante relato, de un verismo conmovedor y desconcertante.

 La historia del martirologio humano, impuesto a los prisioneros políticos durante el régimen despótico del General Ubico. (Madre huehueteca- )

 Un aspecto de Guatemala durante catorce años de tiranía

Episodios desconocidos que todo guatemalteco debe conocer.

 

 

 Había verdugos famo­sos por su habilidad en pegar: golpeaban con la vara enseba­da de ida y vuelta y los dos golpes producidos representaban un sólo azote.

 

Este procedimiento fué abandonado durante la. administración de José María Orellana, sustituyéndose por la colgada clásica y conocida, cuyo inventor -_se dice— fué el licenciado Ernesto Rivas, motejado por los estudiantes con un nombre repugnante. En una gruesa viga del techo está afirmada una garrucha por la que pasa resistente cable. Se le retuercen los brazos hacia atrás a la víctima y se le sujeta de las muñecas, per medio de una especie de gruesas abrazaderas de cuero, de las que pende el cable; se le atan las piernas y, con un fuerte tirón, le levantan a un metro del suelo; el flajelador armado de un batón de hule de diez y ocho pulgadas de largo por dos de grueso, entra inmediatamente en acción, descargando fuertes golpes sobre el colgado. Estando fija la cuerda en un límite determinado, otros verdugos izan a la víc­tima y a cierta altura, lo sueltan de golpe para que el cimbrón se verifique al encontrar la resistencia ,primitiva.

 

Este golpe es tan fuerte que la víctima experimenta dolores inenarrables, el dolor del descoyuntamiento; a tal grado, que se olvida de los golpes que está recibiendo. El local en que se aplica este martirio está situado en el segundo piso y al lado Poniente del edificio del primer Cuartel; le llaman "La Cocina"; tiene una puerta que ve hacia el Oriente y una pequeña ventana al lado Norte, a donde se asoma a presenciar el suplicio el pro­pio Director de Policía, quien ordena, por señas, la ocasión de subir o bajar al desgraciado.

 

Tienen preparado un canasto con cal viva, para untar a la víctima en las carnes maceradas. Cuando han juzgado suficiente el suplicio, le bajan y se pre­senta el Auditor de Guerra a indagarle; si se niega a decla­rar y, sobre todo, a mencionar nombres de personas que el inquisidor tiene marcado interés en perjudicar, se le tortura nuevamente; y si se considera que ya no resiste se le reserva para el día siguiente. Por la noche vuelven a llevarle a llevarle a su suplicio.

 

Entra en escena un verdugo feroz, llamadoRafael Solís, _alias Chapulín—de alta estatura, negro y semijorobado, práctico en el vapuleo; se aferra a un brazo de la víctima, generalmente el izquierdo de ambos y con el que le queda li­bre, azota fuertemente; retumba el cuarto, los gritos del azo­tado se pierden entre los paredes y el coraje de los inquisidores no tiene límite, sobre todo, cuando no han podido arran­car a la víctima la concesión que deseaban, para tener cabe de encarcelar o fusilar a los supuestos enemigos del Gobierno.

 

Siempre, en estos casos, hay individuos que sirven de testa­ferros, para declarar en contra de las víctimas. El primer bo­fetón, lo recibe el sindicado en el propio despacho del Di­rector de Policía, él no puede concederle a nadie el derecho de prioridad en la humillación y el ultraje; en muchas oca­siones, José Bernabé Linares, el jefe de la Gestapo guatemalteca, arrebata el batón flajelador al verdugo, para darse él mismo el gusto de vapulear. A la víctima la encierran en la bartolina No. 11, conocida con el nombre de "La Hielera". Al otro día lo sacan y lo llevan a un nuevo martirio a "La Cocina". Como el desgraciado ya no puede andar, lo cargan entre tres policías. Tendido en el suelo lo desnudan. El cuer­po lo tiene morado y en algunas partes la carne se ha abierta y sangre coagulada mancha los bordes; dos fotógrafos están listos para entrar en acción. Elevan a la víctima y Solís pro­cede con furor.

 

—Cuando nosotros enfoquemos, Ud. le dá fuerte y ligero —dicen los fotógrafos a Solís—, para que "el señor" vea que estamos cumpliendo sus órdenes—

 

Toman la primera fotogra­fía de pies arriba de la víctima, para que se vea que está colgado; la segunda por detrás, para que se vean las heri­das; y la tercera de frente.

 

 Sigue el tormento; al fin, la vícti­ma enloquecida de dolor, concluye por firmar cualquier documento que se le presente, con tal de librarse de la tortura. Si obstinadamente se niega a firmar el docu­mento, el desgraciado, generalmente, desaparece para siem­pre; y si lo firma, se le aplican los últimos azotes ordenados, se le manda tirar a la bartolina, se ordena al enfermero que proceda a curarle de los golpes y al cabo de ocho o diez días, va a dar con sus huesos a las bartolinas del primer callejón de la Penitenciaría Central, donde sus padecimientos se pro­longan.

 

 Si conviene, se le instruye proceso por el delito de "atentar contra las instituciones sociales" y si no, queda "de orden", como quedé yo en la primera ocasión, corno han que­dado miles de guatemaltecos que no he podido olvidar.

 

 Este capítulo, lo vivió intensamente el viejo patriota guatemalteco, don Silverio Ortiz Rivas, de quien me ocuparé más adelante. Naturalmente, hay alguna diferencia de años, entre ló que yo vi y él vivió después.

 

CAPITULO XVI

 

"EL COFRECITO"

 

LA tortura llamada de "El Cofrecito", es, una de las más singulares que se conocen y que sólo pudo haber sido producto de una imaginación calenturienta y diabólica.

 

Consiste en una prensa compuesta de tres tapas de hierro. Una va en el suelo y dos a los lados.

 

 Amor­dazan a la víctima para impedir que grite y la introducen en la máquina infernal. Este tormento se practica, unas veces parados y otras tendidos en el suelo. Poco a poco van unien­do las dos tapas de los lados por medio de un grueso tornillo al que le dan vuelta con palanca. La víctima, bajo el dolor de una terrible presión, no puede gritar ni moverse. El aplasta­miento es perfecto.

 

Arroja los alimentos y las materias feca­les. A veces sufre hemorragia por boca, nariz y oídos. Esta forma de tormento, fué inventada por uno de los Directores de Policía de Ubico, la figura más sombría que ha pasado por el escenario político de Guatemala. Mas parece que tal procedimiento, no dió el resultado apetecido y fué abandonado, porque las víctimas morían pronto.

 

Otra forma muy práctica para obtener inmediata confesión de delitos imaginarios, consiste en sujetar los brazos de la víctima con los tobillos. Un policía lo. toma fuertemente por los hombros y otros dos le amarran. Otro más le golpea con una varita en los testículos que han quedado visibles. A este también le amordazan.

 

 El dolor que experimenta el des­graciado debe ser terriblemente espantoso, como que en estos órganos se reconcentra la mayor vitalidad del hombre. La in­flamación producida por los golpes, hace que la bolsa que envuelve los testículos se dilate hasta el extremo que llega a las rodillas. Este suplicio se aplica en las bóvedas del primer Cuartel.

 

Hay otro procedimiento que supera a los suplicios de la antigüedad: a la víctima, además de colgada y vapulearla, se le aplica un brasero a los desnudos pies y, va dejándosele caer lentamente entre el fuego. Este suplido le fué aplicado por primera vez al Coronel Rómulo Barrientos en el año 1934.

 

La tortura de la gota de agua, que parece copiada de los chinos, se aplica en las bóvedas del Cuartel. Existen unas, bartolinas, de media vara de ancho por tres de alto, donde apenas cabe un hombre parado. En la parte alta hay un caño que deja caer constantemente una gota de agua que la víctima recibe en la cabeza o en los hombros.

El sufrimiento que pro­duce es terrible. Si la constancia de una gota de agua horada una peña, con cuanta mayor razón no destruirá los tejidos. La víctima no resiste más allá de quince días.

Respecto a la tortura para mujeres, existen formas dife­rentes: a unas les sujetan las manos a los tobillos y, comple­tamente desnudas, las sumergen en una pila donde previa­mente han echado unas marquetas de hielo. A otras, colga­das de las manos, les quitan el traje y el pezón de los pechos les es quemado con la brasa de un puro. Otras son desnuda­das completamente, vuelven a amarrarles las manos a los tobillos; bajo los pechos les ponen una faja de cuero, esta fa­ja es sujetada por un gancho atado al conocido cable que pasa por la garrucha pendiente del techo y, así, son izadas; después se les deja caer lentamente entre un tonel con agua que hay a los pies de la víctima y por la que pasan alambres eléctricos de alta tensión. La víctima no fallece a consecuen­cia de este suplicio, pero padece lo indecible.

Ante semejan­tes tormentos, la pobre mujer, afligida y llorosa, enloquecida de dolor, concluye por atribuir a su padre, hermano, esposo o hijo, los crímenes que sólo existen en la imaginación de sus verdugos.

 

 Muchas de estas víctimas están vivas, deambulan por las calles de nuestra ciudad y, si tienen la oportunidad de leer estas páginas, tendrán que reconocer la certeza de mi relación, hecha con la mayor sencillez, pero al mismo tiempo con superlativa veracidad.

Yo sé que muchos espíritus se sentirán amargados por la rudeza de este relato; pero a fuer de analista imparcial y de relator veraz, no podía omitir deliberadamente el dolor de la mujer guatemalteca, so pena de cometer una traición con­migo mismo.

 

La mujer guatemalteca ha sido siempre una gran colaboradora del hombre, en las luchas de éste por conquistar la libertad.

 

 Loor a ti, mujer guatemalteca, quienquiera que seas, porque llevas sobre tu frente la aureola que siempre da el martirio.

 

CAPITULO XVII

 

EL RECUERDO

 

TENDIDO sobre mi lecho de dolor, en medio de angus­tias indecibles, iba yo siguiendo con la vista el sinuo­so vuelo de las moscas y recordando los episodios que quedan descritos en los capítulos anteriores y que yo había visto vivir a seres humanos como yo.

 

 La evocación, so­bre todo en las horas nocturnas, de estas dantescas escenas, ahuyentaba de mí el sueño y pasaba largas horas con los ojos abiertos y el oído atento, viendo y escuchando lo que en tor­no mío acontecía.

 

 Así tuve ocasión de presenciar escenas fu­nestas.

 

Una noche, mi vecino de cama, de nombre Florentín, empeoró de su dolencia y atento a sus quejas, le vi volverse hacia el lado de la sombra y morir. Dicen que el hombre, como los demás animales, busca la sombra para expirar. La oscuridad de un rincón, dicen, es el sitio propicio para entregar el alma al Creador. Debe ser cierto. Florentín buscó estar fuera del radio de la luz para morir. Era la media noche.

 

No avisé al enfermero de la Sala, porque bien dormía y me había adver­tido que cuando yo presenciara la muerte de algún compa­ñero, que no le avisara, sino hasta las cuatro y media de la ma­ñana, por no interrumpirle su sueño y no molestar a los Jefes con el parte. Respectivo.

 

A las cinco, llegaron con una caja de madera tosca; metieron dentro al muerto, le rociaron cal, cerra­ron la caja y se lo llevaron. Sus cosas personales fueron recogi­das y llevadas, diz que al almacén; pero yo presumo que cuando las pertenencias del muerto tienen algún valor, son repartidas y aprovechadas por los "vivos" que más próximos a él se hallan.

 

Florentín había cumplido el tercer período de la tu­berculosis. No hubo ninguna desinfección; posiblemente el mi­crobio fatal quedó impregnado en trastos y ropas y estos si­guieron sirviendo al próximo enfermo que ocupó el lecho abandonado.

 

Como a las dos de la tarde del día en que se llevaron a Florentín, llegaron muchos presidiarios, cargando un herido recién llegado de la calle.

 

 Era un jovencito como de 17 años, procedente de Palencia. En una riña había recibido un tremen­do machetazo que por poco le cercena una mano. Esta pen­día únicamente de un sencillo ligamento, un tendón quizá. Ante mí lo vendaron y le aplicaron dos inyecciones. Cuando se fueron los conductores, yo me atreví a hablarle.

Duele la mano? —le dije.

—No—me respondió. — Lo que siento es haber perdido mucha sangre‑

-¿Y no temes que te duela próximamente? —inquirí.

—Quizá me duela, pero soy lo bastante "hombre" para so­portar el dolor —me respondió--. Básteme saber que vi volar una mano la cabeza de mi adversario…  

 

La riña había sido en la plaza pública de Palencia.

 

Mi Nuevo compañero de desgracia y su adversario, habían reñido disputándose a una mujer.

 

Ahora, ni uno ni otro volverían a verla, ni menos a gozar de su cariño.

 

 A lo mejor, ella misma ignoraba el drama de sus pretendientes. Y cuando lo supiese, sus sonrisas quizás serían para un tercero.

 

Fué entonces cuando afirmé mi convicción de que en todos los dramas de la vida del hombre, generalmente de manera directa o indirecta, interviene una mujer.

 

No en balde dice la copla castellana:

 

"Lo menos noventa y nueve

de cien que arrastran cadena,

andan sufriendo condena

por culpa de las mujeres:

porque no hay ninguna buena".

 

A eso de las diez de la noche, mi compañero de cama se alborotó dando unos quejidos lastimeros. Sus lamentos fueroncreciendo de tono y llegaron los enfermeros. Habían pasadolos efectos de la morfina. Aplicáronle más y el desgraciadose calmó. A la mañana siguiente se lo llevaron a la sala de operaciones.

Los cirujanos le cosieron la mano. El infeliz, a mí
presencia,
pasó instantes dolorosos. Lo único que le confortaba
era el recuerdo del daño que había inferido a su antagonista:
—De la cárcel se sale, del cementerio ya no, —me decía.

Poco después llegó un nuevo enfermo a quien habían traído del primer Cuartel por haber intentado suicidarse con una pequeña navaja. Tuve oportunidad de verle la herida sobre la tetilla izquierda. Era alto, fornido, hermoso, si cabe el adjetivo. Se llamaba Alberto Cuevas Rogel. Era carpintero naval.

Una mañana llegó a verle personalmente el auditor de Guerra, licenciado Cabrera Martínez. Entonces supe que era preso político.

—Yo creo que no me fusilarán, ¿verdad? --me dijo un día el pobrecillo—. Porque si así fuera no me darían lechita, pan fino, ni me pusieran mis inyecciones.

 

—Es posible que no —le contesté—. ¿Cómo van a matar a un enfermo a quien atienden con tanto esmero?

 

Yo ignoraba el sistema que se acostumbra en la pri­sión. Me contó su historia. Había estado enrolado en los su­cesos de 1934 y, habiendo logrado escapar a la masacre, de aquel entonces, se hallaba escondido en una casa de la 15 Avenida y callejón Variedades.

 

 Una mujer a quien ahorra veía con indiferencia, fué a delatarlo y la policía lo sacó.

 

Co­mo se hallaba totalmente desamparado, le obsequié el mismo brin que me había obsequiado Vitola y un par de calcetines. Me lo agradeció en forma conmovedora. Poco faltó para que se arrodillase. Dijo que yo era la primera persona generosa que había hallado en su calvario.

 

Que así, poco a poco, iría reuniendo "sus cositas" pára vivir en la prisión.

 

 Me bendijo. Yo me conmoví y desde entonces le 'dispensé mi apoyo moral y mi cariño.

 

Una mañana, después de la visita del médico, le dieron de alta y lo bajaron. Al dia siguiente, era domingo y, desde mi ventana, le ví ir a los inodoros del segundo callejón, estrechamente custodiado, por un sargento y dos cabos.

 

 Me sorprendí. Se lo hice notar a Peque, el enfermero y me respondió que por no asustarme, no me había dicho la verdad, pero que la situación de Cuevas Rogel era grave; que posiblemente al otro día lo fusilarían, en unión de otro que estaba encerrado en las bartolinas del primer ca­llejón.

 

 Efectivamente, al otro día, fuí testigo presencial de la escena que se refiere en el capítulo siguiente.

 

CAPITULO XVIII

 

EL FUSILAMIENTO

A las cinco de la mañana del día lunes, llegó el enfermerode la primera sala, trayéndome un uniforme de pre‑
sidiario. Hizo que me lo pusiese con la mayor rapidez.Me quedaba corto. Despedía penetrante olor a moho.

En la precipitación, eché mano a una cajetilla de cigarrillos que tenía en el alféizar de la ventana, sabedor ya de que el cigarrillo es un gran consuelo las grandes aflicciones y un sedante para las más fuertes emociones.

 

El mestizo, paisanoo, según me había dicho, me habían dicho, me arrebató los cigarrillos y los fósforos, diciéndome que era   prohibido fumar.

 

 Me sacaron precipitadamente. Fuí llevado al primer callejón.       A la descolorida luz del foco eléctrico, pues las sombras de, la noche aun eran       intensas pude             distinguir a los demás compañeros formados en dos filas.  Cada uno de ellos estaba parado en medio de dos cuidadores que llamaban vigilantes, escogidos         los entre los reos más aviesos          y crueles del patio común.
El uniforme del presidio tiene la virtud de hacer ver a todos los hombres iguales. Yo no podía distinguir          quienes, eran mis
compañeros, es decir, presos políticos; y quienes ean los "vigilantes".

 

La agitación, la sorpresa, la hora, el frío de la madrugada, todo me hacía temblar.  En la organización de las
filas, el coronel Hipólito del Cid que me vió entrar, logró
llegarse hasta mí, que quedé casi a la cabeza de la columna y me dijo al oído:

 

 —"Vea, oiga y calle, por favor"—.

 

 Yo, asustado, sin saber todavía lo que iba a pasar, ofrecí cumplir fielmente la indicación del compañero. Se abrió la puerta de goznes, con un chirrido fatídico y otro preso nos dió la voz de man‑
do para salir por el portón. Obedecimos. Al salir al patio general, yendo hacia el Oriente, nos hicieron girar a la derecha y después hacia el Poniente. Hicimos alto y quedamosde, cara al Norte.

 

 Yo fuí uno de los que más próximos quedó
a la pared, cerca de un árbol que llaman "cush" y que, según
leyenda del presidio, florece todo el año aliméntalo con sangre humana.

 

 El presidio estaba formado en cuadro. Empe­zaba a clarear. Se oía, el canto lejano de las gallos saludando al nuevo día. Toques de corneta anunciaban la llegada de tropas del fuerte "San José".

 

 Momentos después entraban las autori­dades: el director de Policía, el comandante de Armas, el au­ditor de Guerra y muchos Jefes, oficiales y civiles. Avanzó la bandera por el centro.Se detuvo como a. 3o metros del paredón y fueron traídos los sentenciados. Se les leyó, como es de rigor, los principales pasajes de su proceso y, como 24 horas antes les había sido notificada la denegatoria del recurso de gracia, interpuesto por el defensor de oficio, era la hora señalada para el cumplimiento de la sentencia fatal. Fueron conducidos por un oficial al fatídico paredón. No quisieron sentarse, ni que les vendaran los ojos.

 

 Yo ví a Cuevas Rogel pararse con serenidad y lo compadecí, porque le había tratado en el hospital. Siem­pre es triste ver morir a una persona con quien se ha tenido cierto trato. Son inolvidables para mí, a pesar del tiempo transcurrido, todos los que fueron compañeros míos y perdieron la vida en diversas circunstancias. Algunos de ellos pasarán por es­tas páginas, como pasaron por la vida, fugazmente, envuel­tos entre las brumas de mis recuerdos, que hoy quieren ser, como serán, una plegaria.

Rápidamente la pequeña escolta ejecutora se formó. Inte­grada, por artilleros hábiles y acostumbrados a ejecutar actos semejantes, que los reclusos denominan los carniceros, obedecían  los órdenes que un teniente les daba con voz dulce y me­lodiosa. Contraste formaba Ia voz dulce y acariciadora del teniente con el crujir de muelles peculiar de las armas preparadas para el disparo.

 

Eran dos los ejecutados: Cuevas Rogerl y otro cuyo nombre he olvidado. Están parados frente al paredón que constituye ]a parte posterior de las bartolinas de la izquierda del primer callejón. Frente a ellos, con las ar­mas tendidas, apuntándoles, la escolta compuesta por diez soldados, cinco de pie y cinco con la rodilla en tierra. El teniente de la voz de seda, levanta la espada y al dejarla caer, acompañada de la  orden: ¡fuego!, pronunciada con argentina voz, suena la descarga y los reos se desploman. Cuevas Rogel cae de bruces, su compañero, se dobla sobre las rodillas y cae encogido. Su sombrero hecho de palma, vuela en pedazos. Inmediatamente se aproxima a los ajusticiados el teniente de la meliflua voz y va dando a cada uno el tiro de gracia consabido. La escena ha terminado. Era la mañana del8 de Enero de 1936-

 

El desfile de regreso se organiza. Vamos pasando en fila india frente a los cadáveres ensangrentados, Tiene por objeto Infundirnos horror como medida ejemplarizante, según afirman las autoridades.

 

Un compañero, llevado por un sentimiento de piedad y de respeto, se quita el birrete, lo que le vale un casti­go, parándolo toda una mañana al borde de la pila, castigo co­nocido en el penal con el nombre de la basa.

 

Como las autorida­des que asistiesen a la ejecución, entre las que pude distin­guir al sub-director de Policía, Cirinel Oscar H, Peralta, vie­sen que entre los presos políticos del primer callejón había uno con el pelo y la barba demasiado crecidos, ordenaron que, sin contemplación ni distingos, todos los presos fuesen rapa­dos y rasurados a navaja. Yo, tan pronto como llegué al callejón y un compañero se dispusiese a un ciga­rrillo, mientras fué a buscarlo, fuí extraído del recinto y a em­pellones se me hizo subir las gradas del hospital, en donde se me despojó del sucio, uniforme.

 

Dióseme  el pan y el brevaje acostumbrado en el hospital. Un pan duro y un cocimiento frío que denominan "atole". Papas y huisquil cocido, sin sal, constituyen el almuerzo y la comida. Yo estaba "a dieta", co­mo si mi enfermedad proviniese del aparato digestivo y no de los golpes oficiales.

 

Después de tomar este repugnante ali­mento, quise leer una revista vieja que tenía escondida entre mi cama y que otro enfermo me había proporcionado. Impo­sible. Por primera vez en la vida no podía concentrar mi aten­ción sobre lo que estaba leyendo. El horrible espectáculo de a mañana me hahía impresionado Escondí de nuevo la revista, me tendí en el lecho y me puse a, meditar sobre lo que había presenciado. Al día siguiente, me bajaron del hospital.

 

Habían ya transcurrido treintitrés días. Se cerra­ba un capítulo de mi vida y se abría otro no menos doloroso.

 

Aquel "peludo" que motivó la orden de "rape general", era yo, que durante más de cuarenta días no se me había permitido afeitarme.

 

Algunos compañeros, cuidadosos de melena y de su bigote, pretendieron atribuirme culpabilidad. Mas ¿quién, era el verdadero culpable? ¿Yo, o los que me en­carcelaron?

 

Se me concedió indulgencia por parte de los compañeros, pero ello no impidió que su inquina de los primeros instantes fuese la primera demostración de odio que se me confiriese en el penal, el primer peldaño de una larga escala de odios, es­cala única por la que sólo suben los hombres superiores.

 

CAPITULO XLIX

 

EL ENCIERRO

 

APOYADO en el hombro del generoso enfermero Peque, bajé las gradas del hospital. Un "pasador", venía detrás trayendo mi colchón. Abriose la puerta del departamento celular y fuí entregado al Encargado, quien me precedía, haciendo sonar el haz de llaves. Recorrí más de la mitad del callejón. Miraba a todos lados.

 

 En las puertas de las bartolinas, los que serían después mis compañeros de infortunio, asomaban sus cabezas curiosas. Algunos ya me eran conocidos. Nadie se atrevía a hablarme. El Encargado se detuvo frente a la bartolina No. 10, de dos metros de largo por uno de ancho. A ella se introdujo mi colchón y yo después. Cerrose tras de mí. Quedé sumido en la más completa obscu­ridad.

 

 Cuando mis ojos se fueron habituando a ella, pude descubrir que no tenía espacio ni para dar dos pasos. Palpé la puerta y, ¡oh, alegría!, descubrí que en vez, de cerrojo, te­nía un fuerte candado que permitía se abriera como seis cen­tímetros. Por esa milagrosa abertura se filtraba la luz. Por ella, acercando un ojo, podía yo ver a los compañeros que se paseaban.

 

A las once se me llevó el rancho: un plato de frijol, dos tortillas y un vaso de café. El Encargado me advirtió que si yo no tenía trastos o procuraba adquirirlos, ya no tendrían en qué servirme los alimentos al día siguiente.

 

 ¿Dónde iba yo a adquirirlos? ¿Cómo? ¿Con qué?

 

Comprendí que mi calvario empezaba. Desde por la mañana carecía de un cigarrillo. Mi desesperación se acentuaba. Mas como en el momento de mi ingreso se me había entregado un paquete que alguien me había re­mitido de la calle desde hacía algunos días y pude descubrirlo en un rincón, me dispuse a abrirlo y enterarme de su contenido.

 

Era una estera de pita, envolviendo seis cajas de cigarrillos y bastantes fósforos. Y yo padeciendo lo indecible sin un cigarrillo! Fumé el primero y, desde entonces, empecé a notar que Ia Divina Providencia, jamás me abandonó, aun en los trances más difíciles y angustiosos de mi prisión.

 

Por la tarde y, sin duda, con el pretexto de tomar el sol, vino a sen­tarse encuclillado, frente a mi bartolina, el honrado obrero Max Aldana González, de quien me ocuparé en capítulo es­pecial.

 

 A él debo el primer pañuelo que llegó a mis manos en mucho tiempo. Cuánto se lo agradecí.

 

 En un descuido de los vigilantes, me introdujo por la abertura un paquetillo de caramelos, los primeros que endulzaron mis amarguras, la de la boca y la del alma. Mas, sin duda, a consecuencia de nuestra conversación con Aldana, al día      se me trasladó a la bartolina No. o; a la No. 9 y por último se me encerró en la. No. 6, en donde permanecí completamen­te incomunicado los meses de febrero y marzo de 1936,

 

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