domingo, 2 de mayo de 2021

EL CONTRABANDISTA DE DIOS

 EL CONTRABANDISTA DE DIOS 

POR EL HERMANO ANDRÉS -CON JUAN Y ELISABETH SHERRILL

 

Pags 179-190

La última noche que había pasado en Yugoslavia, la noche que había sido la causante de que me manda­ran de vuelta a través de la frontera, había conocido a una persona, cuyo amigo íntimo vivía en Sofía

—Petroff es uno de los santos de la iglesia —me, había dicho.    ¿Irá a verlo?

Por supuesto que asentí complacido. Había aprendido de memoria su dirección para no llevarla escrita en caso de que tuviera problemas con las autoridades. Ahora, sentado en una colina que miraba hacia Sofía, me maravillé de cómo Dios utilizó a la última per­sona con la que hablé en un país, para darme el primer contacto que necesitaba en otro.

Sofía ofrecía una vista maravillosa. Se extendía bajo mis pies, con las montañas elevándose por detrás, las cúpulas redondeadas de sus iglesias ortodoxas, ilu­minadas por los últimos rayos de sol del crepúsculo. ¿Cómo encontraría la calle donde vivía Petroff, en una vasta metrópoli como ésta? Mi amigo yugoslavo me había advertido que sería peligroso para él si un ex­tranjero iba de un lado a otro buscándolo. Por eso, cuando me registré en el hotel, lo primero que hice fue preguntar si tenían un plano de la ciudad.

—Lo lamento, señor, pero no tenemos. En la esquina hay una librería. Allí tal vez tengan.

Pero en la librería tampoco tenían. Regresé al hotel y le pregunté al empleado si estaba seguro de que no tenían uno. Me miró con desconfianza.                 ¿Para qué tiene tanto interés en conseguir un plano? —me pre­guntó. —Los extranjeros no deberían ir deambulando de un lado a otro.

—Oh, para orientarme —le contesté. —No quiero perderme. No hablo búlgaro.

Pareció quedar satisfecho con mi respuesta. —Todo lo que tenemos me explicó, —es éste aquí. Señaló un pequeño plano de calles, hecha a mano, colocado de­bajo del cristal de su escritorio. No me serviría de nada: figuraban solamente los nombres de los boule­vares más importantes. Pero me incliné para mirarlo, para conformarlo, y al hacerlo vi algo excepcional. El cartógrafo había escrito los nombres de las avenidas principales, con una terrible e importantísima ex­cepción. Había una pequeña callecita, sin importancia, justo a unas pocas cuadras del hotel, en la que fi­guraba el nombre. i Y era nada menos que el de la calle que yo buscaba! En todo el mapa, ninguna otra calle de su tamaño tenía nombre. De nuevo tuve el más asombroso sentimiento de que este viaje ya había sido preparado muchísimo antes.

A la mañana siguiente, bien temprano, salí del hotel y me dirigí en seguida a la calle donde vivía Petroff. La encontré sin dificultad, allí donde la indicaba, el mapa. Ahora se trataba solamente de encontrar el número.

Mientras iba por la vereda un hombre caminaba por la calle en dirección opuesta. Llegamos juntos al nú­mero que yo buscaba. Era una gran casa de depar­tamentos duplex dobles. Tomé por el pasillo y el desco­nocido hizo lo mismo.

Al acercarme a la puerta del frente miré por la fracción de un segundo el rostro del hombre que había llegado allí en el mismo momento que yo. Y en ese instante experimenté uno de los frecuentes milagros de la vida cristiana: nuestros espíritus se recono­cieron.

Sin decir palabras caminamos uno al lado del otro. Subimos las escaleras. Otras familias vivían allí : si cometía un error sería embarazoso. El desconocido llegó a su departamento, sacó la llave y abrió la puer­ta. Penetré en su casa sin que me invitara. Rápida­mente cerró la puerta tras sí. Nos quedamos de pie, mirándonos en la penumbra del único cuarto que era su casa.

—Yo soy Andrés, de Holanda --dije en inglés.

 —Yo, —dijo él, —yo soy Petroff.

Petroff y su esposa vivían en ese único cuarto. Los dos habían pasado los sesenta y cinco años y las pen­siones del Estado les alcanzaba para pagar el cuarto, la comida y para comprar alguna ropa de vez en cuan­do. Los tres pasamos los primeros momentos de nues­tro encuentro de rodillas, dándole gracias a Dios por habernos reunido de una manera tan extraordinaria, sin pérdida de tiempo y sin haber corrido el menor riesgo.

Después charlamos. -Me he enterado —dije      de que tanto en Bulgaria como en Rumania necesitan deses­peradamente Biblias. ¿Es cierto?

Por toda respuesta Petroff me llevó hasta su escri­torio. Sobre el escritorio había una vetusta máquina de escribir, que tenía puesta una hoja de papel. A un cos­tado de la máquina descansaba una Biblia con sus páginas abiertas en el Libro de Exodo.

—Hace tres semanas tuve una suerte extraordina­ria —dijo Petroff, —pude conseguir esta Biblia.

Me enseñó un segundo ejemplar, que había sobre una mesita. —La conseguí a un precio muy acomo­dado : nada más que la pensión de un mes. Estaba tan barata porque le faltaban los libros de Génesis, Exodo y Apocalipsis.

¿Por qué? —quise saber.

—Quién sabe. Tal vez los vendieron o a lo mejor los usaron para liar cigarrillos con su papel tan finito. De todos modos —continuó Petroff— tuve mucha suerte de conseguirla y de tener plata para comprar­la. Ahora todo lo que tengo que hacer es copiar de mi propia Biblia las hojas que faltan y así tendré otro libro completo. Posiblemente dentro de otras cuatro semanas lo termine.

¿Y qué hará entonces con esa segunda Biblia?

—Pues, la regalaré.

—A una pequeña iglesia en Plovtiv —señaló su es­posa. —Allí no tienen ninguna Biblia.

No estaba seguro de haber comprendido.

—¿Nin­guna Biblia en toda la iglesia?

—Así es —contestó Petroff. —Y hay muchas igle­sias en esas  condiciones en el país. Verá lo mismo en Rumania y en Rusia. Antiguamente sólo los sacer­dotes tenían Biblias. El común de la gente no sabía leer. Y desde la llegada del comunismo ha sido impo­sible comprarlas. Es muy raro tener tanta suerte como tuve yo.

Mi emoción crecía. Casi ni podía esperar para mostrarle a Petroff el tesoro que le aguardaba en mi coche.

Esa noche fui con el coche hasta su departamento. Primero me cercioré de que no hubiera nadie y des­pués entré la primera de muchas, muchísimas cajas de Biblias, que con el correr de los años le entregaría a este hombre. Petroff y su esposa me observaban con curiosidad mientras ponía la caja sobre su única mesa.

¿ Qué es eso ? —preguntó Petroff.

Abrí la caja y saqué una Biblia. Puse una en sus temblorosas manos y otra en las de su esposa. —¿Y, y en la caja? —quiso saber Petroff.

 Más. Y afuera hay más todavía.

Petroff cerró los ojos. El rictus de su boca me in­dicaba cuánto se esforzaba para contener la emoción que lo embargaba, pero dos lágrimas corrieron len­tamente por sus entornados párpados y cayeron sobre el Libro que sostenía en sus manos.

De inmediato partimos con Petroff en una extensa gira a través de Bulgaria, repartiendo Biblias en las iglesias donde él sabía que la necesidad era más gran­de.

—¿ Sabe qué razón da el gobierno para suprimir las Biblias? —me preguntó Petroff mientras atrave­sábamos velozmente un distrito rural, radiante de rosas para la industria perfumista. Es porque las Biblias están impresas en la ortografía antigua y eso retrasa el progreso, según afirma el Gobierno ; en­cadena a la gente a su antigua manera de escribir y sus usos.

—La Iglesia visible en Bulgaria —prosiguió —ha sido purgada de todos los elementos contrarios al nue­vo Régimen. La Iglesia Ortodoxa Búlgara, la iglesia del Estado, es ahora tan sólo poco más que un brazo del Gobierno. El actual patriarca alaba al Régimen en todas sus declaraciones públicas y sus discursos tienen tanto que hacer con las glorias de Narodna Re­publika Bulgariya como con las del reino de Dios.

—En realidad, ahora tenemos dos iglesias aquícontinuó Petroff. —Una es la iglesia títere que se hace eco de la voz del Estado y la otra es la subte­rránea. Esta noche visitaremos una de esas iglesias subterráneas.

Era mi primer culto de adoración en Bulgaria. Esa noche doce de nosotros tardamos más de una hora para congregarnos para la reunión, llegando a inter­valos de modo que en ningún momento pudiera pa­recer que se estaba reuniendo un grupo.

A las siete y media de la noche, llegó nuestro turno. Pasamos frente a una casa de departamentos y dio la casualidad que entramos juntos y también que fuimos al tercer piso, al fondo, echamos un furtivo vistazo y entramos al departamento sin llamar. No pude evitar recordar los domingos en Witte cuando toda la villa se encaminaba a la iglesia.

Cuando llegamos nosotros ocho personas, hombres y mujeres, ya estaban allí. Dos más vinieron a las ocho menos cuarto v otros a las ocho menos cinco. El cuarto estaba muy oscuro. Un solo bombillo colgaba del cielorraso y sobre las ventanas habían colgado mantas para evitar las miradas curiosas.

Pensaba si serían tan pobres que no podían comprar postigos. Nadie hablaba. Cada uno que llegaba ocu­paba su lugar alrededor de la mesa central, inclinaba su rostro y oraba en silencio pidiendo la protección divina sobre la reunión que se realizaría. Precisa­mente a las ocho en punto Petroff se puso de pie y habló en voz baja, traduciéndose a sí mismo para mí a medida que hablaba.

—Esta noche tenemos la bendición de tener de vi­sita con nosotros a un hermano de Holanda —susurró Petroff. —Le voy a pedir que comparta con todos us­tedes un mensaje del Señor.

Petroff se sentó y yo esperé a que cantaran un himno, pero me di cuenta que en esta iglesia sub­terránea no era posible cantar. Hablé, tal vez por es­pacio de veinte minutos, luego hice una señal a Pe­troff. Pegó un salto y con un gesto de suma satisfac­ción desenvolvió el paquete que había traído y levantó en alto . . . ¡una Biblia!

De inmediato brotaron exclamaciones que amenaza­ban ser demasiado ruidosas, antes de que se dieran cuenta y se cubrieran la boca con las manos. Los hom­bres me abrazaban con fuerza y las mujeres, con sus frentes rozaban mis hombros antes de pasar el Libro de mano en mano, reverentemente, abriéndolo y volviéndola a cerrar.

Uno de los hombres que estaba allí esa noche me llamó especialmente la atención. Después que pasa­mos juntos tanto tiempo como nos atrevimos, nos se­paramos tal como habíamos ido, en tandas de uno y de dos y a intervalos, tardando más de una hora para disolvernos. El último que se levantó de sobre sus ro­dillas era un hombre gigantesco, con el aspecto de un oso gris. Tenía una barba patriarcal, rostro cuadrado, curtido por el sol y ojos azules, los más tiernos y puros que jamás había visto. Este, según me explicó Petroff, era Abraham.

Durante la reunión Abraham casi ni había abierto la boca, pero ese anciano irradiaba una pureza y can­dor de niño, que no necesitaban expresarse con pala­bras. Al igual que Petroff, también había pasado ya la edad máxima permitida para trabajar. Y así, por muchos años los dos habían pasado el tiempo tratando de localizar iglesias que tuvieran dos Biblias para pedirles o comprarles una para alguna iglesia que no tenía ninguna.

Me contó Petroff que Abraham vivía en una carpa, en las montañas Rhodope. Recibía una pensión estatal de cinco dólares por semana y con eso él y su esposa vivían. En una ocasión había sido dueño de tierras, pero las había perdido debido a sus actividades "sub­versivas".

—Algún día tiene que ir a visitarlo            me pidió Petroff. —Si lo hace tendrá ocasión de ver lo que un hombre llegará a sacrificar en nombre de su Dios. La mayor parte del año —me explicó— Abraham y su esposa viven de moras silvestres, fruta y un poco de pan.

Al anciano Abraham, Petroff lo llamaba el Mata Gigantes, porque siempre salía en busca de su "Goliat", que era algún oficial de alto rango dentro del Par­tido o un militar, al que pudiera darle su testimonio. Abraham siempre está buscando un nuevo Goliat —se­ñaló Petroff.       A veces lo encuentra y hay una pequeña escaramuza, sólo que el vencedor es Goliat y Abraham termina en la cárcel. Sin embargo, en muchas ocasiones es Abraham el que gana y otra alma es aña­dida a la Iglesia de Cristo.

Antes de que se despidieran fui hasta el auto y le traje a Abraham el Mata Gigantes el resto de las Bi­blias búlgaras que había llevado conmigo. El sabría qué hacer.

Abraham sostuvo las Biblias con la misma ternura con que podría haber cargado a un bebé. No me dio las gracias, pero hasta hoy no he podido olvidar sus palabras. Sus azules ojos se clavaron en los míos mien­tras que Petroff me traducía.

1—La línea del frente, hermano, es larga. Aquí de­bemos retroceder un poco, allá podemos hacer un avan­ce. Este día, Andrés, de Holanda, hemos realizado un avance.

El tiempo restante de ese primer viaje a Bulgaria lo empleé visitando las pequeñas iglesias subterráneas clandestinas. "Afirma las otras cosas que están para morir", se convirtió para mí en un mandato que me perseguía hasta en mis sueños.

¡ Qué valiente era este remanente de la Iglesia, qué despreocupados de sí, qué solos estaban! De manera especial, en mis recuerdos de esas semanas, sobresalen tres ministros : Constantine, Arminn y Basil.

Constantine había estado un año y medio en la cár­cel por haber bautizado convertidos menores de vein­tiún años. Recién había salido en libertad. Me contó que la noche siguiente de haber sido dejado en libertad había llevado a un grupo de veintisiete jovencitos a un río, en las afueras de la ciudad, y los había bau­tizado.

Arminn tenía conocimiento que en su congregación había espías en la Navidad aquella, así que se había cuidado para no transgredir de ninguna manera la ley que impedía la evangelización de los niños. Había que hablar solamente a los adultos; y mantenerse fuera de la política. Sin embargo, en un momento de descuido había mirado a los niños que se habían sentado debajo del árbol de Navidad allí en la iglesia y había pre­guntado : "¿ Saben por qué nos intercambiamos re­galos en esta época del año? Para simbolizar el re­galo más grande de todos". Por aquellas dos frases lo sometieron a juicio y lo retiraron del púlpito.

Basil era conocido por trabajar carne y uña con la policía secreta. Petroff me había llevado a su iglesia un domingo para que pudiera ver cómo funcionaba una iglesia títere. La congregación allí había menguado rápidamente desde la guerra. Basil se quejaba de esto antes de empezar el culto. De pronto, sin inmutarse me dijo:

—¿Le gustaría tener una reunión aquí esta tarde ?

Me pareció que no había oído bien. Basil sabía tanto o más que yo que no le estaba permitido predicar a las personas no autorizadas. ¿Qué le pasaría a este hombre?

—Tendré que orar —le contesté.

Y oré y lo hice con todas mis fuerzas durante la reunión. ¿Sería una trampa? ¿Y si me hubiera tendido una celada en connivencia con la policía para expul­sarme del país? Sin embargo, la repuesta que parecía recibir tan claramente era "predica".

Al finalizar el culto Basil anunció al grupito de gente que el hermano de Holanda iba a celebrar una reunión especial esa tarde. Invitó a todos a asistir y a traer a algún amigo.

Esa tarde todos nos sorprendimos al ver a unas doscientas personas presentes. Fue una reunión maravillosa. Al finalizar, cuando hice un llamado al altar, docenas pasaron al frente.

Basil volvió a sorprenderme sugiriendo que tuvié­ramos otra reunión esa noche. Yo estaba más que dis­puesto, lo mismo Petroff. Sin embargo no podíamos comprender qué pasaba con este hombre que tenía la reputación de una marioneta.

Esa tarde la iglesia estaba repleta. Todos sentimos la presencia del Espíritu Santo. Por la noche grandes cantidades expresaron su deseo de seguir a Cristo sin tener en cuenta el costo. Y una vez más Basil invitó a todos a que volvieran a la noche siguiente.

El lunes por la noche la iglesia estaba totalmente colmada. La gente estaba de pie en las naves laterales y muchos se sentaron en la nave central. Para entonces Basil había ubicado a media docena de sus amigos de la policía secreta entre los presentes. Seguimos ade­lante con la reunión pero omitimos el llamado al altar. Ni siquiera nos atrevimos a pedir que levantaran sus manos, por miedo de que anotaran sus nombres.

Al terminar la reunión Petroff, Basil y yo estuvi­mos conversando en la oficina, preguntándonos qué debíamos hacer. Era obvio que no podíamos celebrar más reuniones. ¿Qué pasaría con Basil? ¿ Tendría problemas ? Para mí era evidente que actuaba de un modo que ni él mismo acertaba a comprender. ¿Qué pasaría? ¿Qué haría la policía?

Pero a medida que pasaban los días se nos hizo claro por qué Cristo había escogido a Basil y no a algún otro pastor, para tocarlo con su Espíritu. Porque la policía no hizo nada en absoluto. Ni a mí, ni a Petroff ni a Basil. El era uno de sus colaboradores más eficaces, pensaban ellos. Seguramente que lo que hacía tendría algún motivo ortodoxo. Estaba muy en­cumbrado en la nueva perspectiva de la iglesia como para merecer sospechas. Mejor, deben haber concluido ellos, sería dejar que la llama se extinguiera con la partida del evangelista holandés.

Pero con mi partida la llama no se extinguió. Esa pequeña iglesia con unas cincuenta personas que asis­tían en forma esporádica, se transformó en una con­gregación de casi cuatrocientas almas plenas de vida. Con el tiempo el Gobierno trató de apagar el fuego. Ese otoño Basil fue a Suiza para someterse a una in­tervención quirúrgica aplazada por mucho tiempo. Cuando trató de volver al país, le negaron la entrada en la misma frontera. Un pastor nuevo, "seguro" ocu­paba ahora su lugar y al cabo de tres años, con todo éxito había logrado apagar las llamas en aquella con­gregación. Otra vez la asistencia había bajado a sus primitivos cincuenta. Pero los trescientos nuevos con­vertidos dejaron Stara Zagora, desplegándose como un abanico a través de la península balcánica, esparcién­dose como la Iglesia de Jerusalén, para encender fue­gos dondequiera que llegaran. En aquel entonces, em­pero, no pudimos proveer ninguna de esas cosas. Pe­troff y yo, sin embargo, justo al principio habíamos aprendido algo : no era conveniente llamar "títere" a una iglesia no obstante cuán muerta, subordinada y dispuesta a contemporizar, pudiera parecer superficialmente.

Es llamada por el nombre de Dios. Los ojos divinos están sobre ella y en cualquier momento él puede limpiar la superficie con el viento purificador de su Espíritu.

Antes de mi partida de Bulgaria, Petroff y yo fui­mos hasta las montañas Rhodope esperando encontrar a Abraham. No sabíamos cómo localizar su tienda. Conocíamos tan sólo el nombre de la aldea próxima. Daba lo mismo porque en la aldea, el camino que por espacio de varios kilómetros había amenazado con de­saparecer, de pronto se esfumó. Nos bajamos del auto y nos detuvimos indecisos junto al pozo artesiano del pueblo. Por encima de nosotros el bosque se extendía tan lejos como llegaban nuestros ojos. ¿Dónde en toda esa vasta soledad se encontraría el hombre que bus­cábamos ?

Los que estaban en la fila, junto al pozo, nos mi­raban con curiosidad, mientras esperaban para llenar sus cántaros. Y entonces el primero de los que esta­ban en la fila terminó de beber, se enderezó y se dio vuelta. ¡Era el mismísimo Abraham!

Al vernos sus ojos azules se iluminaron como el cielo al mediodía. En seguida me encontré ahogándome casi, en un mojado y gigantesco abrazo; el agua he­lada que chorreaba por su luenga barba, me caló hasta los huesos.

Abraham estaba más asombrado que nosotros frente a esta impensada reunión porque nos había dicho que iba a la aldea cada cuatro días y se detenía allí el tiempo suficiente como para comprar pan. Tomó media docena de panes redondos y chatos de la pared de piedra junto al pozo y empezó a ascender la montaña.

Una y otra vez Petroff y yo tuvimos que rogarle a este anciano de setenta y cinco años que se parara: nos faltaba el aliento. Nos dijo que había vuelto la semana anterior de entregar la última de las Biblias que, había llevado al país. Con lujo de detalles describió cómo las habían recibido y Petroff, jadeante, me pro­metió que me repetiría todo tan pronto como pudié­ramos sentarnos.

Pasaron dos horas, incluso con los momentos en que nos paramos a descansar, antes de que diéramos vuel­ta junto al borde de un arrecife rocoso, detrás de una cerca de pinos doblados por el viento, y estuviéramos de pie frente a la carpa de cueros de cabras, donde vivía Abraham. Al darme la bienvenida a su casa, se parecía más que nunca al patriarca bíblico. En un momento su esposa salió de la carpa tan compuesta como si todos los días recibiera gente allá en su es­condrijo en las montañas. Ella era tan menuda como corpulenta su esposo. Una mujercita delgada, frágil, erguida, con un rostro apergaminado. Solamente sus ojos eran iguales. Azules, infantiles, confiados. Miré a esta mujer que una vez, posiblemente tuvo una casa alfombrada, armarios, ropa blanca y sirvientes, porque habían tenido un buen pasar, y pensé que nunca había visto un rostro más satisfecho con lo que la vida le había deparado.

Nos ofreció una fruta que se parecía a las moras azules, y miel silvestre. Comimos poco porque no sa­bíamos cuánto más tenían y nos quedamos un rato porque no queríamos hacer el viaje cuesta abajo por la montaña después del oscurecer. La visita más corta. Nada más que una rápida mirada y sin embargo en esos breves instantes se fraguó una amistad que cons­tituye uno de los bastiones de mi vida.

Esta visita a Bulgaria dio como resultado aliento y profundo amor. Y al mismo tiempo concluyó con una nota de derrota. Justo cuando estaba próximo a partir para Rumania un grupo de personas que habían con­currido a las reuniones en la iglesia de Basil vino a pedirme que realizara una campaña similar en su pueblo.

Hemos aguardado estos mensajes por años —di­jeron implorando. —No nos interesan las consecuen­cias. Tan solamente nos interesa la voluntad de Dios.

Miré esos rostros amados y amorosos, y tuve que decirles que no. Era una sola persona. No podía ir con ellos y al mismo tiempo seguir a donde yo sentía que el Espíritu de Dios también me llamaba.

—Ojalá que fuera diez personas —les dije. —Ojalá que pudiera partirme en diez y aceptar cada invita­ción. Algún día voy a encontrar la manera de hacerlo.

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