martes, 18 de mayo de 2021

CRIMINOLOGÍA FORENSE- SHERLOCK HOLMES VUELVE A VIVIR

Buen cliente. Leyendo una solicitud para una tarjeta de crédito que había recibido por correo, un hombre se dijo: "A veces pienso que estas tarjetas se las darían hasta a un perro',. Y resolvió\probar su teoría. En el formulario dio coMo nombre de su perro dálmata el de Tareytown Boyd, y como su edad, 2,7 años  y su oficio celador. La tarjeta de crédito no

tardó en llegarle.

El  can a menudo recibe ya circulares en que lo tratan  de "cliente Preferente". -AP Selececciones del Reader,s Digest Mayo 1971

SHERLOCK HOLMES VUELVE A VIVIR

POR JAMES STEWART-GORDON

Selecciones del Reader´s Digest  Mayo 1971

La excepcional reputación del Dr. Keith Simpson, profesor británico, se debe a su legendaria capacidad de observación y deducción.

A SEÑORA Durand-Deacon ya no existe. La hice desaparecer  con ácido", dijo el hombre­cillo, con una risita boba, al inspec­tor detective de Scotland Yard. "Sin el cádaver, ¿cómo van a demostrar que hubo asesinato?"

John Haigh había atraído a la se­ñora Durand-Deacon, viuda y rica, hasta una bodega que había alqui­lado en Crawley (Inglaterra) y, una vez allí, la mató de un tiro en la nuca y le robó cuanto llevaba de va­lor. Después la echó en un tanque de acero lleno de ácido sulfúrico. Una vez disuelto el cadáver, Haigh volcó el depósito en el patio del al macén y se estuvo observando có­mo escurrían por el suelo de grava los restos de la 'Señora Durand -­Deacon.

Pero se equivocaba al creer que la policía necesitaba el cadáver para procesar al sospechoso. Poco des­pués de la declaración de Haigh, el Dr. Keith Simpson, de la Universi­dad de Londres, que ha llegado a ser el médico forense más famoso del mundo, recorría el lugar del crimen escarbando con la punta de su inevitable paraguas. De repente se agachó, cogió dos diminutas pie­drecitas con facetas y las observó con una lupa.

"Cálculos biliares humanos", anunció. "Revisen todo con mucho cuidado".

La policía encontró después tro­zos de una bolsa de mano de plás­tico rojo y de una dentadura postiza de resina acrílica, cosas ambas que se pudieron identificar como perte­necientes a la señora Durand-Dea­con. En la bodega de Haigh la policía encontró una pistola de calibre .38 con la que habían disparado un tiro. Y se localizó a un joyero que había comprado a Haigh parte de las joyas de la mujer, des­pués de su desaparición. Eran prue­bas suficientes. Haigh fue acusado, ju gado, condenado y ahorcado.

Poco después, un funcionario de la Policía que no estaba acostumbra­do, a la forma de trabajar del Dr. Simpson, comentó:

¡qué suerte que encontrara us­ted cálculos biliares! Tal hallazgo decidió el caso.

Elr. Simpson arqueó ligeramente sus sus cejas rubias:

La verdad es que los estaba buscando —confesó—. Es frecuen­te que los tengan las mujeres de la edad de la señora Durand-Deacon que viven tan regaladamente como solía ella hacerlo, y, como están re­cubiertos de una sustancia grasosa, son resistentes al ácido. Si los hay y uno se propone buscarlos, suele encontrarlos.

Observación, análisis, deducción. El profesor Cedric Keith Simpson, patólogo consejero de Scotland yard, autor de siete libros, profesor de medicina forense del Hospital Guy's, de Londres, catedrático de la Universidad de Oxford, es un Sherlock Holmes del siglo XX. No es un detective en el sentido estricto de la palabra, sino un patólogo fo­rense, un doctor en medicina dies­tro en examinar heridas, cadáveres y tejidos, para determinar la cau­sa, la forma y el momento de, una muerte Como en el caso de olmes, el talento de Simpson estriba en una combinación de aguda ob­servación, una amplitud increíble de conocimientos y un poder deduc­tivo que raya en la percepción ex­trasensorial.

Una vez Simpson recibió una llamada para acudir a cierta ciudad costera, donde habían sacado del mar un cadáver atado con cuerdas. "Parece tratarse de un asesinato", le dijo por teléfono el agente de po­licía que lo llamó.

Simpson corrió al lugar, y mien­tras examinaba el cuerpo iba dic­tando a su secretaria: "Hombre de unos 40 años, bien alimentado, nin­guna herida exterior aparente, ta­tuado, probablemente un marino. Ya sabremos más después de la au­topsia. A menos que esté totalmen­te equivocado, no se trata de asesi­nato sino de un suicidio".

—¡Imposible! —exclamó el ins­pector detective encargado del ca­so—. El hombre está tan bien atado como un pollo que van a meter en el horno.

—Si observa usted con cuidado —contestó Simpson—, verá que la cuerda entera se ha pasado alrede­dor del cuerpo y que todos los nu­dos aparecen atados en posición vertical, apretados probablemente con manos y dientes por el mismo muerto.

Simpson iluminó con su lámpara de bolsillo el interior de la boca del difunto.

—Todavía hay una hebra de la cuerda entre los dientes incisivos.

 Investigaciones de la policía demostraron que, efectivamente, se trataba de un caso de suicidio. El marinero, sabiendo que era muy buen nadador, se había atado perfectamente antes de echarse al agua por la borda del barco en que ser­via.

Nunca se ha equivocado. Keith Simpson nació en Sussex en 1907, ingresó en la Escuela de Medicina del Hospital Guy's en 1924, y nun­ca la ha abandonado. Fue un estu­diante de talento que obtuvo mu­chos premios. En 1931 lo incorpo­raron al personal de la institución y pronto empezó a practicar autop­sias para la policía; desde entonces ha dirigido más de 100.000.

Al principio de su carrera tuvo Simpson que enfrentarse a un pe­rito de renombre en "El Caso John Barleycorn".

Habían encontrado asesinada a una tabernera en Portsmouth. Tras­curridas varias semanas, el caso se­guía sin solucionar. Por entonces un delincuente habitual, a quien ha­bían atrapado en un robo común, confesó espontáneamente haber ma­tado a la encargada de la taberna "John Barleycorn" al saquear el es­tablecimiento.

"No pensaba matarla", dijo el detenido, Harold Loughans, "pero ya saben lo que pasa cuando una mujer se pone a gritar".

La policía revisó el informe ori­ginal de Simpson, en el cual se in­dicaba que la. mujer había sido estrangulada por una persona que tenía una mano deformé: La mano derecha de Loughans concordaba perfectamente con las huellas en­contradas en el cuello de la víctia.

Cuando se llevó el caso al trió nal, Loughans alegó que no era culpable, retractándose de su confesión. El argumento decisivo de la defensa fue el testimonio de Sir Bernard Spilsbury, entonces deca­no internacional de la medicinaforense. Sir Bernard había exami­nado la mano de Loughans, estre­chándosela, y había llegado a la conclusión de que era demasiado débil para poder estrangular a na­die. El jurado decidió que Lough­ans no era culpable.

Sin embargo, veinte años des­pués, enfermo de cáncer y protegi­do por la 'ley, según la cual a la persona absuelta una vez de la acu­sación de asesinato no se la puede volver a juzgar por el mismo deli­to, Loughans repitió su confesión: "Quiero aclarar", anunció, "que fui yo quien mató a aquella mujer en la taberna de Portsmouth".

Simpson quedó muy complacido por tal comprobación de su juicio, pues hasta ahora no se ha equivo­cado en ningún caso de asesinato.

El rosa encendido. En la actuali­dad, a sus 63 años, el profesor Simp­son da conferencias, dirige hasta seis autopsias diarias, atestigua en los tribunales y todavía tiene tiem­po para escribir. El catálogo de sus obras abarca un libro de texto de medicina forense, un tratado acer­ca de cómo debe comportarse un médico en los tribunales y relatos de sus propios casos (publicados con seudónimos). Uno de los mas leídos es El caso de las almejas por­tuguesas.

En 1959 un cirujano dentista y su familia salieron de Inglaterra, de vacaciones. Poco después de haber llegado a un hotel cercano a Lisboa, comieron almejas y ternera. A la mañana siguiente el dentista y su esposa habían muerto, y sus dos hi­jos pequeños lloraban en otra habi­tación. Se hallaron rastros de vó­mito, y las autoridades portuguesas dieron por hecho que las víctimas habían fallecido por comer almejas en mal estado.

Como el dentista había adquiri­do una póliza especial de seguro contra accidentes por valor de 10.000 libras (que no incluía enfer­medades tales como la intoxicación por alimentos), al Dr. Simpson le interesó el caso. Pero las autorida­des portuguesas negaron la solici­tud que hizo Scotland Yard para que se le permitiera examinar los cadáveres. Tres semanas después se cerró el caso y los cadáveres (sin los órganos vitales, que se les habían sacado con objeto de examinarlos) se enviaron por avión a Inglaterra para darles sepultura.

Al percibir un color extraño en las dos víctimas, Simpson tomó una muestra pequeña de líquido muscular de una pierna de cada víctima. Como lo sospechaba, des­cubrió la presencia de monóxido de carbono.

—¿No había un calentador de agua en el cuarto de baño de la ha­bitación ocupada por las víctimas en  el hotel? —preguntó a un investigador que había ido a Portugal extraoficialmente.

El investigador contestó afirma­tivamente.

Simpson reconstruyó el caso. El dentista y su esposa se habían esta­do preparando para dormir. La se­ñora decidió bañarse y puso el ca­lentador de agua. La ventilación era insuficiente, y se acumuló en la habitación una cantidad mortal de monóxido de carbono. Los esposos, que se hallaban cerca de la fuente del gas, se asfixiaron. Los niños, que estaban en otra habitación, se salvaron.

Después de revelar esto en la in­vestigación, la compañía de segu­ros accedió pagar. ¿Cómo pudo el Dr. Simpson, estando tan lejos del suceso, sentirse tan seguro de que no se había tratado de intoxi­cación por alimentos?

"Por el rosa encendido", explicó Simpson. "Los cuerpos tenían el co­lor rosa encendido característico de las personas muertas por intoxica­ción causada por emanaciones de gas. Téngase en cuenta que el vó­mito es indicio de intoxicación, tanto por gas como por alimentos. Además, ninguna otra persona de las que comieron almejas enfermó. Y, de cualquier manera, el plancton que descompone las almejas y las hace venenosas no se encuentra en esa estación del año".

Ha desaparecido una mujer. Una de las tareas más difíciles que há de desempeñar el forense es la reconstrucción de un cadáver con los fragmentos del mismo, para poder identificar a la víctima. Una mañana de julio de 1942, cuando todavía Londres hacía es­fuerzos para resurgir de los escom­bros dejados por los bombardeos, entregaron al Dr. Simpson un pa­quete que contenía huesos huma­nos chamuscados y restos de carne marchita. Unos y otros los habían encontrado debajo de una losa de piedra en. el sótano de una iglesia bautista de la zona sur de la capi­tal inglesa.

—Quizá provengan del viejo ce­menterio cercano al templo —le di­jo el detective de Scotland Yard— o tal vez se trate de una víctima de los bombardeos. Pero écheles usted una ojeada.

El Dr. Simpson miró brevemen­te los restos.

Son de una mujer —explicó al ver el útero. En seguida hizo un examen más detenido, y agregó, con una naciente sospecha—: Lleva muerta de 12 a 18 meses. Será conveniente que lleve usted esto a mi laboratorio.

En el Hospital Guy's, el médico forense limpió los huesos cuidado­samente para poder estudiarlos.

—No se trata de una víctima de bombardeo aéreo —comentó—. De un tajo alguien le ha separado la cabeza del tronco. Y deliberada­mente le arrancó los

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