domingo, 28 de febrero de 2021

2 ANGELES SALVAN A EISENHOWER

 

COMO ESCAPÓ EISENHOWER DE UN ATENTADO " ¡Siempre ha de estar haciendo buenas obras el general!  "

Un incidente que pudo haber cambiado el curso de la historia
 Por John Carlova Director del «Straits Times» de Singapore; agente de prensa del Alto Mando Aliado en la última guerra

EL AÑO de 1944 se acercaba al final. La guerra se había  paralizado entre las heladas llanuras de Holanda y las colinas de Luxemburgo, cubiertas de nieve. El general Eisenhower, que tenía en Versalles el cuartel general de operaciones, planeaba el golpe final que debía asestarse en el corazón mismo de Alemania.
En vísperas de Navidad, pocos días antes de que los alemanes desencadenaran la contraofensiva del Saliente de las Ardenas, Eisenhower hizo una visita al puesto de mando de Reims, con el propósito de mantener en alto el espíritu de las tropas. Aquel día se reunieron allí representantes de todas las fuerzas aliadas, y todos aparecieron con Eisenhower en un breve noticiario cinematográfico para desear a sus respectivos pueblos una feliz Navidad. Al atardecer volvimos a Versalles. Eisenhower y su chofer iban en un Cadillac verde oliva. Les seguíamos tres de nosotros: Al, operador cinematográfico; Junior, fotógrafo de prensa; y yo, en un pequeño automóvil oficial, que guiaba un soldado apodado El Testarudo.
Comenzó a nevar. El aguanieve se convertía en hielo y el camino se puso muy peligroso. El chofer que guiaba el Cadillac del general maniobraba con gran pericia siguiendo las curvas del camino. El nuestro era menos experto, y en una vuelta fuimos a dar en una cuneta llenade  hielo. Se nos reventó una llanta. Mientras la cambiamos anocheció.
Proseguimos la marcha, y ya Junior y yo íbamos medio dormidos en el asiento de atrás, cuando Al, que iba adelante, exclamó de pronto: « ¿Qué es aquello?»
Nos acercábamos al cruce de dos carreteras, la que lleva directamente a París y la que va por los alrededores de París a Versalles, que queda un poco al sudoeste. Había un numeroso piquete de policía militar. Entre la confusión de las sombras pudimos distinguir un automóvil sedán verde oliva volcado, con toda la parte delantera volada. Junior exclamó:
—    ¡Dios mío, es el automóvil de Eisenhower!
Nos abrimos paso entre la gente. El automóvil bombardeado no era un Cadillac, pero en medio de la oscuridad bien podía confundirse con el del general. Tirados en el suelo yacían dos cadáveres: el uno era de un coronel y el otro de un cabo, ambos estadounidenses. Pregunté al sargento de la policía militar:
—    ¿Qué ha ocurrido?
—    Un par de soldados americanos  que iban en un jeep lo alcanzaron y le tiraron tres granadas.
—    ¿Soldados americanos? -- exclamé incrédulo.
—    Pues yo no sé más — dijo el sargento    . Retírense ustedes de aquí.
Volvimos a nuestro automóvil y continuamos el viaje. No avanzamos mucho. Un camión militar nos cortó el paso, y dos jeeps se colocaron detrás de nuestro coche. Paramos. Un puñado de policías militares, con cascos blancos, nos rodeó. Uno de ellos le metió una automática de 45 en las narices al Testarudo. Otro me bañó el rostro con la luz de una linterna, y dijo con un vozarrón tremendo:
 - Quiénes son ustedes?
Pertenecemos al estado mayor del general Eisenhower — respondí yo.
—    ¿Con que ésas tenemos? ¡-Qué linda historia! ¡Afuera! ¡Afuera todos!
Nos registraron, nos echaron al camión y nos condujeron al puesto de la policía militar. Los soldados exaltados hablaban en voz alta. Después de que dos tenientes nos interrogaron, se nos condujo ante un comandante, a quien el teniente que nos llevaba le dijo:
—    Parece que sus documentos están en orden.
Pero el mayor replicó bruscamente: « ¡Eso no quiere decir nada!» y volviéndose a mí me dirigió unas palabras en alemán. Yo me quedé mirándolo, pero Al, que era capitán y el oficial de más alta graduación entre nosotros, le dijo:
—    Mi comandante: si usted llama al oficial de servicio de la policía militar en Versalles, todo esto puede despejarse en un minuto.
Como respuesta, el comandante le gritó algo en alemán. Al le dijo:
—    ¡Vamos, déjese de eso!
—    ¡Ustedes son alemanes! ¡Todos ustedes!     rugió el comandante —¡Lléveselos, teniente!
Nos llevaron a los calabozos, donde metían a empellones docenas de soldados que protestaban a voces. Pude observar que en el calabozo vecino se encontraban dos hombretones que llevaban el uniforme de capitanes estadounidenses. Uno tenía en la cara una cicatriz, y sacudiendo los barrotes de la reja gritaba a todo pulmón:
—    ¡Sáquenme de aquí! ¡Alguien ha de pagar por este desafuero!
Poco después nos condujeron de nuevo al despacho del comandante, que todavía parecía muy nervioso. Nos dijo:
—    Ustedes pueden seguir. He llamado a Versalles y les han dado el pase. Siento que les hayan detenido.
—    ¿Qué ha pasado?     le pregunté.
— El diablo anda suelto — me respondió —. Hay un centenar de alemanes metidos en París con uniformes americanos. Hay unos que andan en un automóvil como ése en que ustedes venían. Por esto los hemos detenido.
Miré a Al. Los dos pensábamos lo mismo. Pregunté:
— ¿El general Eisenhower -esta ya en Versales?
No, y esto es lo quc nos preocupa. Hasta el momento no se ha registrado su entrada. Hace una hora quc debería haber llegado.
— Lo sé. Sospechamos quc los alemanes andan a caza suya, y no hemos podido dar con él.
— Atrás vimos un automóvil que acababan de volar. ¿Fueron los alemanes?
     Sí, seguramente lo tomaron por el de Eisenhower. Parecen estar muy bien informados de sus planes de hoy.
— ¿Y quién es ése de la cicatriz en la cara que está en el calabozo? ¿Está en el complot?
— No sabemos. Pero hemos descubierto que un hombre de cicatriz en la cara es el que probablemente encabeza el complot. Por eso estamos deteniendo a cuantos aparecen con uniforme americano y que muestren el menor indicio de ser sospechosos.
(Más tarde supe que realmente se trató entonces de un plan cuidadosamente urdido para secuestrar o asesinar al general Eisenhower. El hombre de la cicatriz, el coronel Orto Skorzeny, jefe de los comandos alemanes, que en forma tan espectacular escamoteó a Mussolini de manos de los aliados, encabezó, según se dijo, un grupo de hombres escogidos para llevar a cabo el fantástico complot que en vísperas de la batalla del Saliente de las Ardenas estaba destinado a producir confusión en el alto mando aliado.)
Reanudando nucstro, viaje hacia Versalles fuimos detenidos cinco veces. Por suerte el comandante nos había provisto de salvoconductos especiales. Cuando llegamos al cuartel general del general Eisenhower, el vasto espacio en torno estaba protegido por cordones de policía militar y tropas.
Aún nada se sabía del general. Los oficiales de la seguridad, aterrados, nos interrogaron sobre el último momento en que lo habíamos visto y luego nos permitieron ir a las oficinas principales. Allí se encontraba reunida la mayor parte del personal, y se podía advertir la tensión general. Una muchacha perteneciente al cuerpo femenino del ejército sollozaba y repetía desconsoladamente: « ¡Lo mataron! ¡Lo mataron!»
En medio de semejante confusión . . . ¿quién se presenta? Nada menos que el general Eisenhower, acompañado de su chofer y rodeado de una docena de miembros de la policía militar. Todos saltamos, gritamos, reímos de alivio al verlo de nuevo con nosotros. Nunca podré olvidar la expresión de asombro que puso él, sin saber de qué se trataba.
Por último, los de la policía militar nos hicieron a un lado y se retiraron con el general. Busqué al chofer, y lo encontré en la cocina engulliendo la comida. Le pregunté:
—    ¿Qué les pasó? ¿Por qué tardaron tanto?
Respondió, atendiendo a su comida y a la conversación al mismo tiempo:
—    A unos 25 kilómetros de París vimos un par de viejos que estaban sentados al borde de la carretera. La mujer lloraba. El general me hizo parar para ver de qué se trataba. Iban a casa de su hija en París. Habían caminado el día entero, bajo el frío y la nieve, desde un lugar distante al norte, y ya la vieja no era capaz de dar un paso adelante.
«Bueno. Usted sabe cómo es el general. Insistió en que teníamos que llevarlos. Lo malo estuvo en que la hija vivía en la otra punta de París, y me vi negro para dar con el sitio.»
Comprendí de repente que aquello debió ser como un acto extraño y maravilloso de la Providencia.
     ¿Vinieron por el cruce de las dos carreteras donde el camino dobla hacia Versalles? — le pregunté.
— No — contestó el chofer —. Tuvimos que desviar mucho antes para poder llevar los viejos a París.
Y poniéndose en pie se encasquetó la gorra y murmuró:
—    ¡Siempre ha de estar haciendo buenas obras el general!   

 SELECCIONES DEL READER'S DIGEST-AGOSTO DE 1955

 No se olviden de ser amables con los que lleguen a su casa, pues de esa manera, sin saberlo, algunos hospedaron ángeles. Libro de Hebreos 13.2   Pues a sus ángeles mandará acerca de ti, Que te guarden en todos tus caminos  Salmos 91.11



miércoles, 24 de febrero de 2021

REGALO DE UN VECINO-

 POR CHRISTOPHER DE VINCK
REGALO DE UN VECINO 

 CADA NOVIEMBRE, durante ocho años, preguntaba a mi vecino si podía tomar prestada su escalera extensible, de aluminio, de cinco metros, para limpiar de hojas mis canalones.
Y cada noviembre, Barry se ponía su abrigo, de cuadros y me acompañaba hasta la parte trasera de su casa, donde guardaba la escalera en un espacio angosto.
—¿Pasarás la Navidad con tus padres este año? —preguntaba.
—Igual que el año pasado —le contestaba yo.
Ambos nos agachábamos y nos abríamos paso entre viejas telarañas, cambiábamos de lugar uno o dos triciclos y quitábamos una manguera de en medio.
Barry asía un extremo de la escalera y yo sujetaba el otro. "Déjame ayudarte a llevar esto a tu casa", sugería mi vecino, mientras yo saltaba la cerca de alambre fino que separaba nuestros patios. La escalera no pesaba mucho. Pero los dos disfrutábamos desempeñando nuestros respectivos papeles. —Creo que debería comprarme una de estas.
—¿Por qué te preocupas? —solía comentar él—. Puedes usar la mía siempre que la necesites. Barry y su esposa Patti asistieron a los bautizos de mis hijos, a quienes cedieron los pantalones, camisas y botas que a sus propios chicos ya no les quedaban. Una noche de febrero, mi familia y yo nos refugiamos en su casa durante unas cinco o seis horas, mientras la compañía que nos surtía de petróleo reparaba nuestra caldera averiada.
—El mecanismo de poleas se atora un poco —me advertía respecto a la escalera.
—Te la devolveré dentro de unas horas.
—No hay prisa. Si no estoy en casa, sólo déjala del otro lado de la cerca.
Con un rápido ademán de despedida, Barry volvía entonces a su casa.
Cada noviembre, indefectiblemente, la misma operación.
El invierno pasado, empero, en el césped delantero de Barry apareció un letrero que anunciaba: Se vende. Realmente, era difícil aceptar que la empresa para la que él trabajaba se estuviese mudando a otra ciudad.
Incluso cuando el camión de mudanzas se detuvo frente a la casa de mi vecino, no reaccioné como debería haberlo hecho. Debí abrazar a Barry, pero me limité a estrecharle la mano y decirle adiós. Al verlo alejarse en su auto, debí haber agitado el brazo una y otra vez en señal de despedida; pero tampoco se me ocurrió.
Aquella noche, cuando salí a guardar el triciclo de mi hijo, encontré, reclinada sobre el muro de mi garaje, la escalera extensible.
0 1988 POR CHRISTOPHER DE VINCK. CONDENSADO DE •THE EVANGELIST- (19-XI-1988), DE ALBANY, NUEVA
YORK. SELECCIONES DEL R.D. ABRIL DE 1990


 


 

martes, 23 de febrero de 2021

SENCILLAS PALABRAS DE ALIENTO

 Las palabras apropiadas, en el momento oportuno, obran maravillas. Sencillas
SENCILLAS PALABRAS DE ALIENTO
POR MARK LITTLETON

 TENÍA yo 26 años de edad y era presa de la mala salud y de la depresión. Necesitaba ayuda, y la conseguí en la biblioteca local: por extraño que parezca, en una antología de discursos de Winston Churchill.
"No flaquearemos ni desfalleceremos. Combatiremos en Francia, en los mares y en los océanos; combatiremos con creciente confianza y con creciente fuerza en el aire".
Casi podía imaginarme a mí mismo en Inglaterra, aquel nefasto día de junio de 1940, a raíz de la derrota de Inglaterra en la batalla de Dunquerque, cuando aquella gran voz resonante --contenida, pausada, potente— hablaba ante la Cámara de los Comunes. Estas palabras de Churchill me levantaron el ánimo, como lo habían hecho con millones de sus compatriotas.
"Defenderemos nuestra isla, cueste lo que cueste; combatiremos en las playas; combatiremos en los sitios de desembarque; combatiremos en los campos y en las calles; combatiremos en las colinas". Al leer esto, podía yo ver su enorme cara de bulldog y sus ojos centelleantes. ,,Jamás nos rendiremos!"
Con sólo la expresión de fe de este hombre en el poder del individuo para enfrentarse a un reto y superarlo, yo me sentí fortificado. Churchill sabía que sus compatriotas tenían esa fuerza en su interior. Y yo sabía que el mismo poder alentaba dentro de mí.

Alguien me dijo en cierta ocasión: "Sé bondadoso. Todo individuo que conocemos está librando una enconada batalla". Por doquier hay personas que necesitan amables palabras de aliento; un cumplido estimulante para reanimar sus sueños y esperanzas.
Permítaseme presentar cuatro maneras de expresar verdaderas palabras de aliento:
Sea sincero y sencillo. Mark Twain aseveró una vez que él podía vivir dos meses con un buen cumplido. ¡Y cuán cierto es esto! ¿Acaso no hemos repetido muchas veces en nuestro interior las palabras de encomio que nos ha dirigido alguien, sin que mengüe su calidad estimulante?
Un cumplido de aprobación, sin embargo, no significa adular. Los halagos insinceros endulzan el habla, pero arnargan el estómago, y la frase muy adornada resulta, a menudo, superflua. La expresión de aprecio más sencilla puede ser la más profunda.
Trabajo en una empresa donde mi jefe es parco en su expresión sobre la calidad de nuestro trabajo. Pero todavía conservo un memorando que escribí referente a ideas para crear mejores relaciones con los clientes. ¿Por qué se me grabó ese memorando, entre cientos de otros que he redactado? Por estas dos pequeñas palabras que él garabateó arriba: "¡Buena idea!"
Sea sensible al tiempo y al lugar del elogio. Reza el proverbio bíblico de Salomón: "Manzanas de oro sobre fuente de plata, tal es la palabra dicha a su tiempo".
Durante una de las últimas grandes ofensivas de la Segundá Guerra Mundial, el general Dwight Eisenhower caminaba cerca del Rin, y se topó con un soldado que parecía deprimido.
—¿Cómo te sientes, hijo? —le preguntó.
—General, estoy muy nervioso.
—Bueno —prosiguió Eisenhower—, tú y yo formamos entonces un buen par, porque yo también estoy nervioso. Tal vez si caminamos juntos nos podremos ayudar mutuamente.
Nótese que no hubo sermón, ni consejo alguno. ¡Pero qué buenas palabras de estímulo!
Recuerde ejemplos de personas que luchan. Es propio de la naturaleza humana creer que las personas que han triunfado en la vida jamás cometieron errores. Pero esto dista mucho de la verdad. Quien arrostre dificultades necesita que se le recuerden los retos y fracasos a los que todos estamos expuestos.
Decidí asistir a cierto seminario, porque enseñaba allí el maestro Howard Hendricks. Su personalidad, sencillez, inteligencia y seguridad en sí mismo brillaban en cuanto decía. Resultó ser el mejor maestro que haya yo tenido.
Después de algún tiempo, sin embargo, me desanimé al ver que yo nunca podría igualar lo que él había logrado.
Un día Hendricks detectó este sentimiento mío, y tal vez este mismo estado mental en todo el grupo de alumnos. Suspendió su exposición a la mitad, y comenzó a hablarnos de corazón a corazón. Se refirió con calma a sus fracasos y a las varias ocasiones en que había estado a punto de renunciar al magisterio. Por un momento nos hizo reír, y en seguida nos inspiró tristeza y compasión. Comprendí que era un ser humano imperfecto, como todos los demás. "La vida no es una carrera de 100 metros", nos dijo. "Es un maratón, y quienes lo ganan son a menudo individuos comunes, tenaces, trabajadores, como somos ustedes y yo".
Tómese el tiempo necesario. No dan buen resultado los elogios estereotipados. Los cumplidos más triviales y gastados, como "Tiene usted buen aspecto", o "me gusta su estilo", carecen de poder motivante, aunque sean sinceros. La verdadera expresión alentadora es como una carta bien redactada; por cierto, hasta podría ser una carta.
Walt Whitman luchó durante años para lograr que a alguien le interesara su poesía. Estaba desanimado, cuando recibió esta nota: "Estimado señor: No soy insensible a la valía del maravilloso don poético que creó Briznas de hierba. Considero este poema la obra más extraordinaria de ingenio y sabiduría que Norteamérica haya dado al mundo hasta hoy. Lo saludo en el comienzo de una gran carrera literaria". La firmaba Ralph Waldo Emerson.
Aquellas palabras no eran improvisadas. Emerson las pulió hasta dar con la expresión apropiada. No sólo era su intención estimular a Whitman; deseaba hacerlo en forma inolvidable.
EL ARTE de alentar es sencillo. Bastan unas cuantas palabras, una anécdota, un cumplido, una breve plática animadora, o una visita. Mire a su alrededor. Elija a alguien para darle lo mejor que hay en usted. No lo deje para después: ¡hágalo ahora mismo! SELECCIONES DEL READER'S DIGEST    Abril de 1990

 


- PARA TRATAR CON GENTE DIFÍCIL

PARA TRATAR CON GENTE DIFÍCIL

Conocemos bien a esas personas: discuten y se quejan por todo, exigen lo imposible...

UNA MUJER de negocios subió a un taxi en el centro de una gran urbe. Como era la hora de mayor afluencia de tráfico y le urgía tomar un tren, sugirió al chofer una ruta corta.
¡He sido taxista durante 15 años! —gritó el taxista—. ¿Cree usted que no conozco el mejor camino para ir a la estación?
La mujer intentó explicar que no había tenido la intención de ofenderlo, pero el chofer siguió gritando. Al cabo, ella se dio cuenta de que estaba demasiado alterado para entrar en razón. Así pues, la mujer tomó una actitud inesperada. Le dijo:
—¿Sabe una cosa? ¡Tiene usted razón! Debo de haberle parecido tonta al suponer que usted no conocía la mejor ruta para atravesar la ciudad.
Sorprendido y desconcertado, el chofer dirigió a la pasajera una mirada contrita por el espejo retrovisor, enfiló por la calle que ella había indicado y la dejó en la estación a tiempo de tomar el tren. "En todo el trayecto, no pronunció ni una palabra", relató la mujer, "hasta que me apeé y le pagué. Entonces, me dio las gracias".
Cuando nos topamos con gente como ese taxista, gritona y malencarada, sentimos el irresistible impulso de aferrarnos a nuestro criterio. Esto puede suscitar prolongadas discusiones, enfriamiento de amistades, oportunidades perdidas en nuestra carrera profesional y fracasos matrimoniales. Como psiquiatra clínico, he descubierto un principio muy sencillo, pero insólito, que puede evitar que casi cualquier conflicto o situación difícil se convierta en un desastre.
La clave es ponerse en el lugar de la otra persona y buscar la verdad en lo que nos dice. Hay que buscar la conciliación de opiniones. El resultado puede ser sorprendente.
Los enfurruñados. Adán, el hijo de 14 años de Esteban, se había mostrado irritable hacía varios días. Cuando Esteban le preguntó el motivo, Adán tronó:
No me pasa nada! ¡Déjame en paz ! —; y se retiró, airado, a su cuarto.
Todos conocemos a gente que actúa así. Cuando surge un problema, se enfurruña o se comporta con desplantes de enojo y se niega a hablar de lo que le molesta.
¿Y cuál es la solución? Primero, Esteban debe preguntarse por qué Adán se encierra en sí mismo. Tal vez el muchacho esté preocupado por algún contratiempo que tuvo en la escuela. O quizá esté enojado con su padre, pero teme exteriorizar el agravio porque Esteban siempre se pone a la defensiva cuando lo critican. Esteban puede explorar estas posibilidades la siguiente vez que hablen, diciendo: "He notado que estás molesto, y creo que sería conveniente ventilar el problema. Tal vez sea dificil, porque no siempre te he escuchado. Si es así, me sentiría mal, porque te quiero mucho y me dolería fallarte".
Si Adán se empecina en su enconchamiento, Esteban puede recurrir a otra táctica: "Me preocupa lo que te ocurre, pero podemos discutirlo cuando te sientas más tranquilo".
Esta estrategia hará que ambos ganen: Esteban no tiene que transigir por el principio de que es necesario ventilar y resolver definitivamente el problema, y Adán no se sentirá humillado, al permitírsele que se retire por un tiempo.
Críticos dominantes. Hace poco, asesoraba yo a un hombre de negocios, llamado Frank, que tendía a mostrarse prepotente cuando se enojaba. Frank me dijo que estaba yo demasiado preocupado por el dinero, y que no aceptaría pagarme en cada una de las sesiones. Quería que le enviara la cuenta cada mes.
Me sentí molesto, porque me pareció que Frank siempre quería salirse con la suya. Le expliqué que ya había intentado enviar cuentas mensuales y que no había funcionado, porque algunos pacientes no me pagaban. Frank replicó que su crédito era impecable, y que él sabía mucho más que yo acerca del crédito y de manejar cuentas.
De pronto, comprendí que estaba pasando por alto el punto de vista de mi paciente.
"Tiene usted razón—, concedí. "Estoy actuando a la defensiva; debemos concentrarnos en los problemas de su vida, y no preocuparnos tanto por el dinero".
Al momento, Frank se ablandó y empezó a hablar de lo que realmente le preocupaba: de sus problemas personales. La siguiente vez que acudió a la consulta, ¡me entregó un cheque con el cual me pagaba 20 sesiones por anticipado!
Desde luego, hay ocasiones en que la gente es abusiva fuera de toda razón y quizá convenga rehuir un enojoso enfrentamiento; pero, si se desea resolver un problema, es importante permitir que los demás dejen a salvo su autoestima. Casi siempre existe una pizca de verdad en el punto de vista de la otra persona. Si usted lo reconoce así, es probable que esa gente se defienda menos y esté dispuesta a escuchar .

Los quejumbrosos. Bruno es quiropráctico de 32 años, que recientemente me describió su frustración al tratar a un paciente: "Le pregunto al señor Barragán: ¿Cómo le va?. .., y me despepita toda la tragedia de su vida: sus problemas familiares y financieros. Le doy consejos, pero él pasa por alto cuanto le digo—.
Bruno necesita reconocer que los quejumbrosos habituales no quieren consejos; sólo desean que alguien los escuche y los comprenda. En este caso, Bruno puede comentar: "Parece que ha tenido usted una semana difícil. No es agradable tener cuentas pendientes, enfrentarse a gente fastidiosa y, para colmo, a este dolor". Las más de las veces, al quejumbroso se le agota la energía y deja de quejarse. El secreto consiste en no aconsejarlo. Con sólo asentir y validar el punto de vista de una persona, lograremos que se sienta mejor.
Amigos muy exigentes. La gente dificil no es siempre aquella que está enojada, o quejándose. A veces, la calificamos de difícil por las exigencias que nos impone. Supongamos que un amigo lo mete en aprietos al pedirle a usted que le haga un servicio mientras él se ausenta de la ciudad. Si la agenda de usted ya está sobrecargada, quizá acepte, pero terminará disgustado y resentido. Por otra parte, si se niega usted a complacerlo en forma tajante, su amigo se sentirá agraviado. El problema radica en que, al abordarlo desprevenido, no sabe usted manejar la situación de modo que no surjan resentimientos. Un método que me ha resultado útil consiste en decirle a la persona exigente que necesito reflexionar en lo que ella me pide, y que después le comunicaré si puedo o no complacerla. Supongamos que un colega me telefonea y me presiona para que dicte una conferencia en su universidad. He aprendido a contestar: "Me siento halagado de que hayas pensado en mí. Permíteme revisar mi agenda, y te llamaré después".
Esto me da tiempo para aminorar mis sentimientos de culpa, si es preciso rechazarla invitación. Y supongamos que conviene declinar ese honor: dar largas al asunto me permitirá planear lo que diré al telefonear a mi colega. Le diré, por ejemplo: "Te agradezco que me invitaras, pero en estos momentos tengo demasiados compromisos. No obstante, espero que, para otra ocasión, pienses en mí".
RESPONDER con paciencia y empatía a la gente dificil puede ser arduo, sobre todo cuando se está alterado; pero, en cuanto se renuncia a la necesidad de llevar la voz cantante o de imponer el propio criterio, la otra persona empezará a calmarse y a escuchar. El filósofo griego Epicteto lo entendió perfectamete, al recomendar, hace ya cerca de 2000 años: "Si alguien te censura, asiente en seguida. Agrega que, si te conociera mejor, ¡tendría más motivos para censurarte!
La verdadera comunicación deriva del respeto a sí mismo y a los demás. Los beneficios de esta actitud pueden ser asombrosos.

CONDENSADO DE —THE FEELING GOOD HANDBOOK", © 1989 POR EL DOCTOR DAVID D. BURLAS.
PUBLICADO POR WILLIAM MORROW AND CO., INC., DE NUEVA YORK, NUEVA YORK.SELECCIONES DEL READER'S DIGEST


ENTRADA DESTACADA

LOS AMOTINADOS DEL BOUNTY; *1-9- *1855*

  ALECK,   Y LOS AMOTINADOS DEL BOUNTY ; O, INCIDENTES EMOCIONANTES DE LA VIDA EN EL OCÉANO.   SIENDO LA HISTORIA DE LA ISLA ...