Su hijo estaba muerto, y ellos deseaban que también muriera el joven
delincuente que lo había matado.
PERDONARON AL ASESINO DE SU HIJO
POR
PETER MICHELMORE
SELECCIONES DEL READER'S DIGEST Agosto
de 1986
EL TELÉFONO sonó a las 10:40 de la noche
del jueves 23 de diciembre de 1982. Elizabeth Morris, a la sazón de 37 años,
estaba con su esposo, Frank, de 41, en su casa de Pee Dee, Kentucky. Su único hijo, Ted, de 18 años, debía regresar pronto del trabajo en una tienda de
artículos musicales, que desempeñaba durante sus vacaciones luego de terminar
un semestre en la universidad.
"Hablo del Centro Médico Jennie Stuart", le informó una mujer a Elizabeth. "Necesitamos permiso para
atender a su hijo, que ha sufrido un accidente".
Les pareció interminable el recorrido de 25 kilómetros en auto hacia el hospital. Al fin vieron a Ted, que se hallaba en estado de coma profundo. Después de haber hecho todo lo
que podían, los médicos lo enviaron en ambulancia a un hospital de
Nashville, en el vecino estado de Tennessee, donde tal vez los neurocirujanos podrían salvarlo. Pero, a las 2:20 de
la madrugada, la víspera de Navidad, lo declararon muerto.
Más tarde, la policía dijo a los Morris que Ted no había tenido ninguna
oportunidad de evitar el choque. El
auto guiado por Tommy Pigage, de 24
años, había rebasado la línea central
y chocado de frente con el de Ted.
Pigage, que sufrió una cortada en la frente, tenía aliento alcohólico. El análisis de sangre reveló
una concentración de 0.28 de alcohol, casi el triple del nivel establecido para determinar la intoxicación. A
Pigage se le acusó de homicidio simple y quedó en libertad bajo fianza de
10,000 dólares.
Ansiosos por saber lo referente al asesino
de su hijo, los Morris buscaron la
fotografía de Pigage en un anuario de
la escuela. Ted había sido un joven
alto, sano y alegre; el otro, en cambio, les pareció un malhechor
callejero.
En la audiencia del 21 de enero
de 1983,en el tribunal, los Morris se enteraron
de que Pigage se había embriagado hasta el estupor la noche del accidente después de concluir su trabajo de jornalero en un
depósito de tabaco. Del accidente, no
recordaba nada. Cuando supo que había matado a un hombre
hundió la cabeza en el regazo de su madre y sollozó: "¡Dios mío! ¿Por qué
no morí yo?" Sin embargo,
en el tribunal, por instinto quiso quedar absuelto y alegó ser inocente del cargo de homicidio.
Elizabeth se estremeció como si la hubieran abofeteado. ¿Inocente? ¿Está diciendo que deben culpar a Ted? Tommy Pigage debería
ser el que estuviera en la tumba. Él tuvo la culpa. Furiosa, se volvió a Frank y le dijo:
—Si alguna vez veo a Tommy Pigage en
la calle, lo atropellaré con mi auto.
—Eso no resolverá nada —replicó Frank, quien deseaba que
aquel hombre fuera juzgado, declarado
culpable y ejecutado por la ley. La idea de que Pigage pereciera en la silla eléctrica complació a Elizabeth.
—Con gusto bajaría yo misma el
interruptor —comentó solemnemente a su marido.
Despreciado. Al paso de las semanas, el
odio y el pesar se abatieron sobre Elizabeth. Habitualmente vivaz, se volvió retraída. Pasaba horas acostada
en la cama de su hijo, llorando
sobre la almohada.
Tanto ella como Frank, cristianos fundamentalistas, mostraron entereza ante
los demás miembros de la Iglesia de Cristo en Little River, donde Frank era uno de los guías. Hubo quienes alabaron su fortaleza por aceptar la muerte de Ted como la voluntad de Dios.
"¡No
es la voluntad de Dios!", protestó
Frank cuando estaba solo con Elizabeth. "Dios no mata
a jóvenes de 18 años, como Ted. Eso fue obra del diablo".
En lo más
profundo de la depresión, Elizabeth pensó en el suicidio:
"¡Oh, Dios! Sé que es un pecado del que no podré arrepentirme, pero ya no soporto esta vida. Por
favor, Dios mío, si lo hago, permíteme
estar con Ted". Se llevó
a la cabeza una pistola calibre .22; luego la dejó caer y lloró avergonzada.
Los padres de Pigage lo convencieron de
que ingresara en un programa de 30 días para rehabilitación de alcohólicos y, durante las
dos semanas siguientes, el joven se mantuvo sobrio, luchando a brazo partido con el remordimiento. Luego, con la esperanza
de mitigar su pena, tomó una
cerveza, y otra. A poco, se embriagaba
y dormía muy mal por las noches.
Cuando iba a trabajar, caminando,
mantenía baja la vista, puesno quería ver ni
ser visto, seguro de que todos lo despreciaban tanto como él mismo se despreciaba.
En febrero, un gran jurado redujo la acusación de homicidio
simple a homicidio imprudencial. Después hubo una
serie de retrasos en el juicio.
Cuanto más se alargaba la espera, tanto más atormentaba a Elizabeth el deseo
de que Pigage muriera. Su único
alivio fue la
campaña de cartas que ella y otros
padres preocupados emprendieron contra el indulgente trato que se daba a los conductores ebrios en los tribunales de Kentucky, donde el castigo quedaba sujeto a la discreción de los jueces.
Los Morris se hicieron miembros de una sección —que abarcaba
tres distritos—
de la organización Madres
Contra el Manejo en Estado de Ebriedad (MADD, por sus iniciales en inglés ), que había luchado
por conseguir leves estrictas,
uniformes. Varios decretos nuevos
entraron en vigor un julio de 1984, y uno de
ellos impone la pena de cárcel cuando un conductor ebrio lesiona a cualquier persona.
Palabras sorprendentes. No fue hasta septiembre de 1984, 21
meses después del accidente, cuando el
caso en
contra de Pigage progresó hacia una resolución. La defensa ya aceptaba la
culpabilidad del acusado, lo cual
consoló a Elizabeth, y el fiscal exigió
una sentencia de diez años en prisión. Para la posibilidad de que el reo
quedara en libertad condicional,
la cual debía considerar Edwin Whíte,
el juez de circuito, se estipuló que Pigage
pasaría, cada tercera semana, dos días en la cárcel del condado, durante dos años.
Inmediatamente, los Morris y otros
miembros de MADD se reunieron con el juez para agregar más condiciones a aquella posible libertad. Arguyeron que Pigage debería someterse
a pruebas con el analizador del aliento cada vez que fuera a la
cárcel, y que debería participar en
los programas patrocinados por MADD en las escuelas.
El juez White fijó la sentencia máxima
de diez años, y la suspendió en favor de
todas las recomendaciones de MADD. Dictaminó que cualquier violación a las mismas sería causa del encarcelamiento de Pigage.
Rose Jeffcoat Wyatt, amiga de Elizabeth
y vicepresidenta de la oficina local de MADD
había querido a Ted Morris
como a un hijo y compartía la decepción de Elizabeth porque
no habían enviado a Pigage a la penitenciaría
del estado. No obstante, la señora
Wyatt concibió una manera de
castigarlo: la primera presentación de Pigage en una escuela, programada
para el 5 de diciembre, sería en la antigua escuela de Ted en Cadiz, Kentucky.
Elizabeth asistió, con la esperanza de ver sufrir a Pigage. La foto de Ted,
sonriente, apareció en la pantalla
de proyección cuando la señora Wyatt
relataba los terribles acontecimientos
de aquella noche, casi dos años atrás.
Después, Pigage se puso de pie y habló
a los 1000 estudiantes con voz lenta, vacilante. Sus palabras sorprendieron a Elizabeth. "Yo
maté a Ted Morris", comenzó Pigage. "Esto es algo a lo que no me voy a sobreponer jamás. No recuerdo nada, porque estaba ebrio, e iba conduciendo así un auto. Yo tuve la
culpa. A la mañana siguiente, él estaba muerto. Yo no sabía qué hacer. Él
era hijo único, y murió porque yo me embriagué y conducía un auto".
Elizabeth esperaba excusas, no una
confesión. Después de leer en voz alta las condiciones de su libertad, Pigage prosiguió:
"Esta es una sentencia muy leve.
Debería estar encerrado. Tuve buena
suerte, pero no hay nada que vaya a cambiar jamás mi manera de vivir a partir de ahora".
Cuando terminó de hablar, los
estudiantes
salieron en silencio del gimnasio y Elizabeth se acercó a Pigage, que la reconoció y se
mostró temeroso a las claras.
"No te preocupes, Tommy", dijo ella. "No voy a abofetearte. Realmente
aprecio lo que has dicho. Aceptas la culpa, y eso me
ayuda a mí".
Elizabeth notó que Tommy estaba llorando. Trató de tocarlo y se desconcertó
momentáneamente. Su aliento tenía fuerte olor a licor. Ante la
acusación, Tommy aseguró que había
tomado una medicina, pero Elizabeth llamó a un policía estatal que
se hallaba en el vestíbulo y le
exigió que le hiciera a Tommy la prueba
del analizador de aliento. El policía se negó, alegando que no tenía
ningún motivo para hacer aquella
prueba.
Castigo insuficiente. A la noche siguiente,
Elizabeth se enfrentó a Tommy enfrente del apartamento del joven.
—¿Por qué me mentiste? —preguntó a Tommy.
—Porque no quería ir a prisión.
Aunque el muchacho tenía el aliento impregnado
otra vez de licor, Elizabeth sintió el impulso de permanecer allí y hablar. Tras un amable interrogatorio, Tommy se desahogó:
había sido adicto al alcohol desde que tenía 16 años, y la pena que
había causado a sus familiares
y amigos lo había hecho tomar más que nunca. Sobrio, no era capaz de
soportar el sentimiento de culpa y
la vergüenza.
Conforme hablaba, Tommy se animó. Le
intereso de verdad, pensó. De
buena gana, prometió telefonear a Rose Wyatt para pedirle disculpas por haber tomado unas
copas antes de asistir al programa en la escuela secundaria. También
accedió a colaborar con Frank en cursos bíblicos.
Dos días después, Tommy se presentó en la cárcel para pasar allí el fin de
semana y sopló en la bolsa del analizador de aliento. La lectura de concentración de alcohol fue de .12, al
borde de la intoxicación. El juez White ordenó que mantuvieran preso a Tommy hasta que se concertara una audiencia.
El lunes siguiente, el agente Steve Tribble, encargado de los reos sujetos a
libertad condicional, telefoneó a
los Morris.
—El muchacho considera que no se
le había castigado lo suficiente —especuló—.
Quería que lo atrapáramos. Vamos a hacer que le revoquen la libertad condicional.
—¿Ha estado encerrado desde el sábado?
—preguntó Elizabeth ¿Quién ha ido a verlo?
—Nadie.
Abandonado de esa manera, pensó Elizabeth, Tommy seguiría embriagándose...
y tal vez volvería a matar; así, la muerte de Ted sería en vano. Tommy necesitaba ayuda desesperadamente; tanto como ella necesitaba a alguien a quien
proteger maternalmente. Ahora, por fin, lo comprendía.
—Quiero
visitar a Tommy en la cárcel —le
dijo a Tribble.
Para ella, fue espantoso entrar en la cárcel.
Pero vio que también Tommy estaba asustado, y eso estableció cierta empatía.
—Tommy —comenzó, titubeante—, tú sabes
que cuando alguien pide perdón es preciso dárselo.
—¿Me perdonará usted?
—Sí, pero debes perdonarte tú mismo y debes perdonar
también el odio que tuve en el
corazón.
—Lo perdono.
Después, Elizabeth le relató el encuentro
a Frank, con
la esperanza de que también él
ofreciera el perdón. Frank se negó; no se lo permitía la ira acumulada en su interior.
Un mes después, los Morris llevaban a Tommy en el auto, de regreso a la cárcel, tras haber cumplido con uno de sus compromisos como orador de MADD.
El joven les habló de los fragmentos de la Biblia que había estudiado y de
que se sentía muy fortalecido por ellos. Aseguró que ya estaba comprometido a vivir para Dios.
—¿Estás bautizado? —le preguntó Frank.
—No, pero me gustaría que me bautizaran.
El
bautismo de manos de los miembros legos de la
congregación era costumbre en la
iglesia de los Morris, por lo que, cuando
pasaron frente a la Iglesia de Cristo
en Little River, Frank detuvo el auto.
—Te
bautizaremos ahora mismo —dijo.
Después de ponerse ropa blanca, Tommy
entró en las frías aguas del batitisterio.
Frank
lo sumergió por completo. Al salir del agua, Tommy abrazó.
a Frank
y le suplicó que lo perdonara.
—Sí —declaró Frank, con los ojos llenos
de lágrimas—, te perdono, Tommy.
En paz. Luego de pasar tres meses en
prisión, Tommy volvió a gozar de libertad condicional. Actualmente, su vida, antes disoluta,
está dedicada
a sus deberes con MADD, a las clases de estudios
bíblicos y a los servicios religiosos con los Morris. En el depósito de tabaco, lo
están capacitando para que sea capataz:
Todos los días telefonea a Elizabeth y la visita con frecuencia.
"Estoy satisfecho de mí mismo, porque realizo la obra del Señor", afirma.
La dura
prueba no ha concluido para Frank Morris, y jamás concluirá. "Perdonamos a quien mató a nuestro
hijo porque eso era lo correcto, pero no hemos olvidado", explica. "Todavía consideramos
que, cuanto más severos sean los castigos, menor será el número de conductores ebrios que haya en las calles".
Elizabeth recuerda el talento que Ted tenía
de dar consejo a los amigos que lo necesitaban. En la sima del odio, oyó la voz de su hijo, que le indicaba: "Tienes que perdonarlo, mamá".
Cuando
lo perdonó al fin, Elizabeth quedó en
paz consigo misma... y con su hijo.