miércoles, 30 de junio de 2021

SERVICIO AL INSTANTE - SAI

Lo que parecía el reino del desorden resultó un emporio de cortesía y eficiencia.

SERVICIO AL INSTANTE

POR DENNIS MAYES

SELECCIONES DEL READER'S DIGEST Octubre 1983

E L OBSERVADOR despreocupado que pasara de prisa por aquel callejón de mala fama, situa­do en el centro de la ciudad, tanto el hacinamiento y el desorden del esca­parate como el mal estado del anun­cio de gas neón bastaría para calificar al negocio allí establecido de "un verdadero muladar". Comencé a du­dar de la cordura del amigo que me había recomendado "el tallercito de reparación de calzado que está en el callejón".

El marco de la puerta estaba com­bado; al entrar, noté que un pedazo de techo se había caído y vi una ban­ca semisepultada bajo una montaña de revistas. Una de las paredes pare­cía un conjunto de vetustos edificios formados por cajas de zapatos; cada "apartamento" llevaba una etiqueta, con un nombre.

Sonó una campanilla cuando cerré la puerta, y de alguna parte surgió el alegre eco parecido mucho a la voz de un periquito. Casi oculto por una silla que tenía rota una pata y desga­rrado el asiento, por tres cajas de re­frescos enlatados y por un anaquel de vidrio como los de las farma­cias de hace cuarenta años, lleno de frascos de betún, había, efectivamen­te, un periquito. ¿Qué hacía aquel animal en un taller de reparación de calzado? Y, a todo esto, me pregun­té: ¿qué hago yo en este ruinoso museo"?

De pronto, una brisa que venía de la trastienda trajo un rico aro­ma de cuero, pegamento y betún. Parte de un ventilador, atado para que no se desarmara, se veía por una ventanita en un muro que hasta en­tonces parecía no contener sino los restos de un negocio que llevaba cua­renta años en el mismo lugar.

Un hombre alto salió, con lenti­tud, de detrás del mostrador y se limpió las manos en el delantal antes de atusarse el blanco bigote con el índice: "¿En qué puedo servirle?"

Como un autómata, le entregué un par de zapatos.

íAh, tacones nuevos! —mur­muró, y se dirigió a la trastienda con ellos.

—Eh ... ¿no voy a necesitar una nota o algo? —inquirí.

—Sí. Eso ... o tres minutos.

No entiendo.

¿Por qué no se toma los tres minutos? Usted parece tener dema­siada prisa. Me tardaría cinco, pero veo que está ansioso por salir de aquí y ponerse en camino.

No era cierto. Al contrario: ya casi había olvidado lo que es encon­trar a alguien dispuesto a suspender sus quehaceres para atender mis ne­cesidades.

El zapatero remendón y los zapa­tos desaparecieron por la puerta de la trastienda. Luego se volvió hacia su máquina, que empezó a zumbar y rechinar. Después de los tres minutos más rápidos que han tras­currido en mi vida, salió al mos­trador y envolvió en papel de es­traza un par de zapatos que para mí eran nuevos.

Aunque me cobró poco, dijo: "Lo siento; tuvimos que subir el precio en 1978, pero los lustramos gratis".

La registradora tintineó; las teclas saltaban de su arqueado pecho como púas de puercoespín. Silbó el peri­quito, y el remendón agregó: "Siem­pre que se le ofrezca"... Sonó el timbre de la puerta.

De pronto, así como Alicia des­pués de sus encuentros con el Conejo Blanco y el Gato de Cheshire, me vi de nuevo en la "civilización". . . y la sensación fue traumática. Al pasar junto al gran almacén donde había tardado más de media hora en "ca­zar" a un dependiente para que me vendiera aquellos zapatos, me pre­gunté cuánto tiempo sobreviviría el tallercito ... ese nicho de eficiencia, ese emporio de aromas y cortesía.

Ojalá, imploré, que sobreviva tan­to como estos tacones nuevos. A juz­gar por su reluciente aspecto después de la reparación, podrían durar otros

cuarenta años.

C( 1981 POR DENNIS MAYES, CONDENSADO DE,' THE CHRISTIAN SCIENCE MONITOR­(24-VIII-1981). DE BOSTON (MASSACHUSETTS). ILUSTRACIÓN: HUNTLEY BROWN.

 

PERDONARON AL ASESINO DE SU HIJO

Su hijo estaba muerto, y ellos deseaban que también muriera el joven
delincuente que lo había matado.

PERDONARON AL ASESINO DE SU HIJO

POR PETER MICHELMORE

SELECCIONES DEL READER'S DIGEST         Agosto de 1986

EL TELÉFONO sonó a las 10:40 de la noche del jueves 23 de diciembre de 1982. Elizabeth Morris, a la sazón de 37 años, estaba con su esposo, Frank, de 41, en su casa de Pee Dee, Kentucky. Su úni­co hijo, Ted, de 18 años, debía regresar pronto del trabajo en una tienda de artículos musicales, que desempeñaba durante sus vacaciones luego de terminar un semestre en la universidad.

"Hablo del Centro Médico Jen­nie Stuart", le informó una mujer a Elizabeth. "Necesitamos permiso para atender a su hijo, que ha sufri­do un accidente".

Les pareció interminable el reco­rrido de 25 kilómetros en auto hacia el hospital. Al fin vieron a Ted, que se hallaba en estado de coma pro­fundo. Después de haber hecho todo lo que podían, los médicos lo envia­ron en ambulancia a un hospital de Nashville, en el vecino estado de Te­nnessee, donde tal vez los neurocirujanos podrían salvarlo. Pero, a las 2:20 de la madrugada, la víspera de Navidad, lo declararon muerto.

Más tarde, la policía dijo a los Morris que Ted no había tenido nin­guna oportunidad de evitar el cho­que. El auto guiado por Tommy Pi­gage, de 24 años, había rebasado la línea central y chocado de frente con el de Ted. Pigage, que sufrió una cortada en la frente, tenía aliento alcohólico. El análisis de sangre re­veló una concentración de 0.28 de alcohol, casi el triple del nivel esta­blecido para determinar la intoxica­ción. A Pigage se le acusó de homici­dio simple y quedó en libertad bajo fianza de 10,000 dólares.

Ansiosos por saber lo referente al asesino de su hijo, los Morris busca­ron la fotografía de Pigage en un anuario de la escuela. Ted había sido un joven alto, sano y alegre; el otro, en cambio, les pareció un malhechor callejero.

En la audiencia del 21 de enero de 1983,en el tribunal, los Morris se en­teraron de que Pi­gage se había embria­gado hasta el estupor la noche del accidente después de concluir su trabajo de jornalero en un depósito de tabaco. Del accidente, no recordaba nada. Cuan­do supo que había matado a un hom­bre hundió la cabeza en el regazo de su madre y sollozó: "¡Dios mío! ¿Por qué no morí yo?" Sin embar­go, en el tribunal, por instinto quiso quedar absuelto y alegó ser inocente del cargo de homicidio.

Elizabeth se estremeció como si la hubieran abofeteado. ¿Inocente? ¿Está diciendo que deben culpar a Ted? Tommy Pigage debería ser el que estuviera en la tumba. Él tuvo la culpa. Furiosa, se volvió a Frank y le dijo:

—Si alguna vez veo a Tommy Pigage en la calle, lo atropellaré con mi auto.

—Eso no resolverá nada —repli­có Frank, quien deseaba que aquel hombre fuera juzgado, declarado cul­pable y ejecutado por la ley. La idea de que Pigage pereciera en la silla eléctrica complació a Elizabeth.

—Con gusto bajaría yo misma el interruptor —comentó solemne­mente  a su marido.

Despreciado. Al paso de las sema­nas, el odio y el pesar se abatieron sobre Elizabeth. Habitualmente vi­vaz, se volvió retraída. Pasaba horas acostada en la cama de su hijo, llo­rando sobre la almohada.

Tanto ella como Frank, cristianos fundamentalistas, mostraron entere­za ante los demás miembros de la Iglesia de Cristo en Little River, donde Frank era uno de los guías. Hubo quienes alabaron su fortaleza por aceptar la muerte de Ted como la voluntad de Dios.

"¡No es la voluntad de Dios!", protestó Frank cuando estaba solo con Elizabeth. "Dios no mata a jó­venes de 18 años, como Ted. Eso fue obra del diablo".

En lo más profundo de la depre­sión, Elizabeth pensó en el suicidio: "¡Oh, Dios! Sé que es un pecado del que no podré arrepentirme, pero ya no soporto esta vida. Por favor, Dios mío, si lo hago, permíteme estar con Ted". Se llevó a la cabeza una pistola calibre .22; luego la dejó caer y lloró avergonzada.

Los padres de Pigage lo conven­cieron de que ingresara en un pro­grama de 30 días para rehabilitación de alcohólicos y, durante las dos se­manas siguientes, el joven se mantu­vo sobrio, luchando a brazo partido con el remordimiento. Luego, con la esperanza de mitigar su pena, tomó una cerveza, y otra. A poco, se em­briagaba y dormía muy mal por las noches. Cuando iba a trabajar, cami­nando, mantenía baja la vista, puesno quería ver ni ser visto, seguro de que todos lo despreciaban tanto como él mismo se despreciaba.

En febrero, un gran jurado redujo la acusación de homicidio simple a homicidio  imprudencial. Después hubo una serie de retrasos en el juicio.

Cuanto más se alargaba la espera, tanto más atormentaba a Elizabeth el deseo de que Pigage muriera. Su único alivio fue la campaña de cartas que ella y otros padres preocupados emprendieron contra el indulgente trato que se daba a los conductores ebrios en los tribunales de Kentucky, donde el castigo quedaba sujeto a la discreción de los jueces.

Los Morris se hicieron miembros de una sección —que abarcaba tres distritos— de la organización Ma­dres Contra el Manejo en Estado de Ebriedad (MADD, por sus iniciales en inglés ), que había luchado por conseguir leves estrictas, uniformes. Varios decretos nuevos entraron en vigor un julio de 1984, y uno de ellos impone la pena de cárcel cuan­do un conductor ebrio lesiona a cual­quier persona.

Palabras sorprendentes. No fue hasta septiembre de 1984, 21 meses después del accidente, cuando el caso en contra de Pigage progresó hacia una resolución. La defensa ya acep­taba la culpabilidad del acusado, lo cual consoló a Elizabeth, y el fiscal exigió una sentencia de diez años en prisión. Para la posibilidad de que el reo quedara en libertad condicio­nal, la cual debía considerar Edwin Whíte, el juez de circuito, se estipuló que Pigage pasaría, cada tercera semana, dos días en la cárcel del condado, durante dos años.

Inmediatamente, los Morris y otros miembros de MADD se reunie­ron con el juez para agregar más condiciones a aquella posible liber­tad. Arguyeron que Pigage debería someterse a pruebas con el analiza­dor del aliento cada vez que fuera a la cárcel, y que debería participar en los programas patrocinados por MADD en las escuelas.

El juez White fijó la sentencia má­xima de diez años, y la suspendió en favor de todas las recomendaciones de MADD. Dictaminó que cualquier violación a las mismas sería causa del encarcelamiento de Pigage.

Rose Jeffcoat Wyatt, amiga de Elizabeth y vicepresidenta de la ofi­cina local de MADD había querido a Ted Morris como a un hijo y com­partía la decepción de Elizabeth por­que no habían enviado a Pigage a la penitenciaría del estado. No obstan­te, la señora Wyatt concibió una manera de castigarlo: la primera presentación de Pigage en una escuela, programada para el 5 de diciembre, sería en la antigua escuela de Ted en Cadiz, Kentucky.

Elizabeth asistió, con la esperanza de ver sufrir a Pigage. La foto de Ted, sonriente, apareció en la pan­talla de proyección cuando la señora Wyatt relataba los terribles aconte­cimientos de aquella noche, casi dos años atrás. Después, Pigage se puso de pie y habló a los 1000 estudian­tes con voz lenta, vacilante. Sus pa­labras sorprendieron a Elizabeth. "Yo maté a Ted Morris", comen­zó Pigage. "Esto es algo a lo que no me voy a sobreponer jamás. No re­cuerdo nada, porque estaba ebrio, e iba conduciendo así un auto. Yo tuve la culpa. A la mañana siguiente, él estaba muerto. Yo no sabía qué hacer. Él era hijo único, y murió porque yo me embriagué y condu­cía un auto".

Elizabeth esperaba excusas, no una confesión. Después de leer en voz alta las condiciones de su liber­tad, Pigage prosiguió:

"Esta es una sentencia muy leve. Debería estar encerrado. Tuve bue­na suerte, pero no hay nada que vaya a cambiar jamás mi manera de vivir a partir de ahora".

Cuando terminó de hablar, los es­tudiantes salieron en silencio del gimnasio y Elizabeth se acercó a Pi­gage, que la reconoció y se mostró temeroso a las claras.

"No te preocupes, Tommy", dijo ella. "No voy a abofetearte. Real­mente aprecio lo que has dicho. Aceptas la culpa, y eso me ayuda a mí".

Elizabeth notó que Tommy estaba llorando. Trató de tocarlo y se desconcertó momentáneamente. Su aliento tenía fuerte olor a licor. Ante la acusación, Tommy aseguró que había tomado una medicina, pero Elizabeth llamó a un policía esta­tal que se hallaba en el vestíbulo y le exigió que le hiciera a Tommy la prueba del analizador de aliento. El policía se negó, alegando que no te­nía ningún motivo para hacer aque­lla prueba.

Castigo insuficiente. A la noche siguiente, Elizabeth se enfrentó a Tommy enfrente del apartamento del joven.

—¿Por qué me mentiste? —pre­guntó a Tommy.

—Porque no quería ir a prisión.

Aunque el muchacho tenía el aliento impregnado otra vez de li­cor, Elizabeth sintió el impulso de permanecer allí y hablar. Tras un amable interrogatorio, Tommy se desahogó: había sido adicto al alco­hol desde que tenía 16 años, y la pena que había causado a sus fami­liares y amigos lo había hecho tomar más que nunca. Sobrio, no era capaz de soportar el sentimiento de culpa y la vergüenza.

Conforme hablaba, Tommy se animó. Le intereso de verdad, pen­só. De buena gana, prometió telefo­near a Rose Wyatt para pedirle dis­culpas por haber tomado unas copas antes de asistir al programa en la escuela secundaria. También accedió a colaborar con Frank en cursos bíblicos.

Dos días después, Tommy se pre­sentó en la cárcel para pasar allí el fin de semana y sopló en la bolsa del analizador de aliento. La lectura de concentración de alcohol fue de .12, al borde de la intoxicación. El juez White ordenó que mantuvieran preso a Tommy hasta que se concer­tara una audiencia.

El lunes siguiente, el agente Steve Tribble, encargado de los reos suje­tos a libertad condicional, telefoneó a los Morris.

—El muchacho considera que no se le había castigado lo suficiente —especuló—. Quería que lo atrapá­ramos. Vamos a hacer que le revo­quen la libertad condicional.

—¿Ha estado encerrado desde el sábado? —preguntó Elizabeth ­¿Quién ha ido a verlo?

—Nadie.

Abandonado de esa manera, pen­só Elizabeth, Tommy seguiría em­briagándose... y tal vez volvería a matar; así, la muerte de Ted sería en vano. Tommy necesitaba ayuda desesperadamente; tanto como ella necesitaba a alguien a quien prote­ger maternalmente. Ahora, por fin, lo comprendía.

—Quiero visitar a Tommy en la cárcel —le dijo a Tribble.

Para ella, fue espantoso entrar en la cárcel. Pero vio que también To­mmy estaba asustado, y eso estable­ció cierta empatía.

—Tommy —comenzó, titubean­te—, tú sabes que cuando alguien pide perdón es preciso dárselo.

—¿Me perdonará usted?

Sí, pero debes perdonarte tú mismo y debes perdonar también el odio que tuve en el corazón.

—Lo perdono.

Después, Elizabeth le relató el en­cuentro a Frank, con la esperanza de que también él ofreciera el perdón. Frank se negó; no se lo permitía la ira acumulada en su interior.

Un mes después, los Morris lleva­ban a Tommy en el auto, de regreso a la cárcel, tras haber cumplido con uno de sus compromisos como ora­dor de MADD. El joven les habló de los fragmentos de la Biblia que había estudiado y de que se sentía muy fortalecido por ellos. Aseguró que ya estaba comprometido a vivir para Dios.

—¿Estás bautizado? —le pregun­tó Frank.

No, pero me gustaría que me bautizaran.

El bautismo de manos de los miembros legos de la congregación era costumbre en la iglesia de los Morris, por lo que, cuando pasaron frente a la Iglesia de Cristo en Little River, Frank detuvo el auto.

Te bautizaremos ahora mismo —dijo.

Después de ponerse ropa blanca, Tommy entró en las frías aguas del batitisterio. Frank lo sumergió por completo. Al salir del agua, Tommy abrazó. a Frank y le suplicó que lo perdonara.

Sí —declaró Frank, con los ojos llenos de lágrimas—, te per­dono, Tommy.

En paz. Luego de pasar tres me­ses en prisión, Tommy volvió a go­zar de libertad condicional. Actualmente, su vida, antes disoluta, está dedicada a sus deberes con MADD, a las clases de estudios bíblicos y a los servicios religiosos con los Morris. En el depósito de tabaco, lo están capacitando para que sea capataz: Todos los días telefonea a Elizabeth y la visita con frecuencia. "Estoy sa­tisfecho de mí mismo, porque reali­zo la obra del Señor", afirma.

La dura prueba no ha concluido para Frank Morris, y jamás con­cluirá. "Perdonamos a quien mató a nuestro hijo porque eso era lo correcto, pero no hemos olvida­do", explica. "Todavía consideramos que, cuanto más severos sean los castigos, menor será el número de conductores ebrios que haya en las calles".

Elizabeth recuerda el talento que Ted tenía de dar consejo a los ami­gos que lo necesitaban. En la sima del odio, oyó la voz de su hijo, que le indicaba: "Tienes que perdonarlo, mamá".

Cuando lo perdonó al fin, Elizabeth quedó en paz consigo mis­ma... y con su hijo.

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