De cómo un sencillo recuerdo colegial cobró un valor incalculable.
EL ANILLO DE SALVACIÓN
Por BARBARA BRESSI-DONOHUE
SELECCIONES DEL READER'S DIGEST AGOSTO 1999
EL DíA en que cumplí 16 años, mi padre me hizo unas confidencias que cambiaron nuestra relación para siempre. Era el verano de 1965, y mamá y él me habían festejado por mi cumpleaños con una tranquila cena en familia. Después papá se levantó de la mesa y me llamó a su estudio.
—Siéntate, hija. Ya tienes edad para conducir... y para saber un par de cosas sobre tu padre —dijo y, entregándome unos papeles escritos de su puño y letra, agregó—: Quiero que leas esto para que conozcas tus raíces. No todo se hereda por la sangre.
Se quedó sentado frente a mí, esperando a que leyera.
En seguida noté que era un relato de siete páginas que había escrito al volver de la Segunda Guerra Mundial. En el transcurso de los años yo me había enterado de algunas de sus experiencias en el frente, pero él no hablaba mucho al respecto, en particular conmigo. Yo sólo sabía que mi padre —Arthur Anthony Bressi— se había alistado en el ejército en 1940, y que en 1942 los japoneses lo habían capturado en la isla de Corregidor, en Filipinas. Durante los 40 meses que estuvo prisionero en campos de concentración japoneses, sufrió lo indecible, y las enfermedades que allí contrajo seguían agobiándolo. Aún tenía pesadillas, pero ya estaba en paz con el mundo y consigo mismo, y había llegado a ser un destacado defensor de los derechos de los veteranos de guerra.
Era mi héroe. Sin embargo, nada de lo que me había contado (y menos lo que yo había vivido en mi niñez) me habría hecho suponer lo que encerraba aquella narración.
Skinner era un cadáver", empezaba. 'A través de la alambrada del campo de concentración de Luzón vi acercarse tambaleante a mi amigo de la infancia, cubierto de inmundicia y abatido por el peso de múltiples enfermedades. Estaba muerto, sólo que su espíritu indomable se negaba a salir de su cuerpo. Quise mirar hacia otro lado, pero no pude: sus apagados ojos azules se habían clavado en mí".
Papá y el tío Skinner —Howard William Ayres— eran amigos de toda la vida. De niños habían ido a la misma escuela, en Mount Carmel, Pensilvania, y todo lo hacían juntos: faltar a clases para irse a jugar, escalar los montes de las cercanías y salir con chicas. Cuando se graduaron, los dos se enrolaron en el ejército y partieron en el mismo barco a Filipinas. Skinner estaba en Bataán cuando, en abril de 1942, la región cayó en manos de los japoneses. A papá lo capturaron un mes después.
El tesoro más preciado
POR LOS RUMORES que corrían entre sus compañeros de prisión, papá estaba enterado del pésimo trato que se daba a los cautivos de Bataán (en un campo morían hasta 400 hombres al día), y abandonó la esperanza de volver a ver a su amigo, pero más adelante supo que aún vivía: estaba en un campo próximo, en la sección de enfermos.
Pedir permiso para visitar otro campo le habría valido un bayonetazo en el vientre, así que se ofreció para hacer trabajo voluntario con la esperanza de que algún día enviaran a su cuadrilla al campo donde estaba Skinner. Tuvo la suerte de que así fuera.
Una vez en el campo pidió a los guardias japoneses que le permitieran visitar la sección de enfermos. Ellos accedieron y le dieron una bandera blanca con asta de bambú y un pase.
—Vaya despacio —le advirtieron—, y lleve la bandera y el pase en alto para que no le disparen ni lo golpeen.
La sección de enfermos estaba dividida en dos partes: una para los que tenían posibilidad de curación, y el Pabellón Cero, para los desahuciados. Allí estaba Skinner.
Mi padre llamó a su amigo desde la alambrada que cercaba las barracas. Los prisioneros fueron pasando el nombre de boca en boca y, al poco rato, de una barraca salió, andando con dificultad, un despojo humano. Al principio papá no lo reconoció.
—¡Artie! —exclamó Skinner, agarrándose a la alambrada para no caer.
De 97 kilos que pesaba la última vez que se habían visto, estaba convertido en un espectro de 36. Padecía paludismo, amibiasis, pelagra, escorbuto y beriberi. Sus carceleros le habían dado arroz quemado y carbón durante algún tiempo con la vana esperanza de remediar la disentería, pero la boca y la garganta le dolían hasta el grado de que ya no podía comer ni beber. Tampoco tenía fuerzas para bañarse, y ningún guardia quería ayudarlo; tenía el cuerpo cubierto de costras.
Era la media tarde de un día soleado y caluroso. A mi padre sólo le habían permitido permanecer allí cinco minutos, y el tiempo se estaba acabando. Papá tocó el nudo del pañuelo que llevaba al cuello. En él había escondido su tesoro más preciado: un humilde anillo de graduación de segunda enseñanza. Cuando estaba en el último grado, había trabajado durante meses para ahorrar los 8.75 dólares que costaba, y el día de la graduación fue corriendo al lado de Skinner a enseñárselo. Tan orgulloso estaba del anillo, que juró nunca separarse de él. Cuando lo capturaron, se lo escondió en el pañuelo a riesgo de recibir un severo castigo. Era su lazo con tiempos mejores, con un mundo mejor, y lo ayudaba a conservar el deseo de vivir.
El corazón empezó a latirle con fuerza mientras miraba a su alrededor. No había guardias a la vista. Rápidamente deshizo el nudo y entregó el anillo a su amigo a través de la alambrada.
—Ten —le dijo—es tuyo. Tal vez puedas cambiarlo por algo útil.
—Pero, Artie —repuso Skinner intentando devolvérselo—. Debes quedarte con él. Algún día puedes necesitarlo.
Meses de dolor
"MI PADRE No aceptó que su amigo le devolviera el anillo. A esas alturas él también padecía disentería, paludismo y beriberi, había perdido unos nueve kilos y no sabía lo grave que se iba a poner. Seis meses más tarde, agobiado por el duro trabajo que hacía en una pista aérea cerca de Manila, se desmoronó físicamente y fue enviado a la sección de enfermos, de la cual ya no salió hasta que terminó la guerra.
En todos esos meses no dejó de pensar en su amigo ni de preguntarse si habría alguna esperanza, por ínfima que fuese, de que siguiera con vida. Creía más bien que no.
CON TODO, Skinner resistió. Después de la visita de mi padre, volvió al dormitorio y escondió el anillo bajo las tablas del piso para que la brigada de inspección no lo encontrara.
Semanas antes, uno de los guardias del Pabellón Cero se había compadecido de él.
—Dame [muy mal] —dijo al ver el estado en que se encontraba, y luego dejó caer medio cigarrillo y un fósforo junto a la cerca.
De un amigo
AL DÍA SIGUIENTE de la Visita de mi padre, Skinner decidió correr el riesgo de confiar en el guardia. Le hizo una seña y le pasó el anillo a través de la alambrada.
—Ichi ban? [¿es bueno?] —preguntó éste.
—Muy valioso —respondió Skinner, y agregó que estaba dispuesto a dárselo a cambio de cualquier cosa que lo ayudara a seguir con vida.
El guardia, hombre de mediana edad que enseñaba un diente de oro en las raras ocasiones en que sonreía, se quedó junto a él.
¿Cómo lo obtuvo? —preguntó.
—Tomodachi [de un amigo! respondió Skinner encogiéndose de hombros.
El guardia se metió rápidairiente el anillo en el bolsillo y se fue.
A los pocos días dejó caer algo junto a la cerca y siguió patrullando. Skinner recogió el paquete; eran pastillas de sulfanilamida. El guardia siguió pasando por allí a menudo, y cada vez le dejaba algo al prisionero: una cestita de limas para el escorbuto, un pantalón y una chaqueta, plátanos, rábanos encurtidos, carne enlatada...
Luego le llevó un pantalón corto, una camisa, zapatos, un pañuelo y lo que al cautivo le pare‑
ció "el sombrero más raro del mundo". En una ocasión dejó caer
20 cajetillas de cigarrillos, que Skinner trocó
con sus compañeros por arroz.
Para entonces ya podía comer y retener el alimento. Las limas, al tercer día de chuparlas, le habían curado las llagas de la boca y ya podía masticar. Al poco tiempo recobró las fuerzas para bañarse.
El guardia, altanero delante de sus superiores, era amigable cuando no lo miraban. Le contó a Skinner que no le gustaba la guerra, hablaba con él sobre Estados Unidos, y le mostró fotos de su mujer y su hija.
Se arriesgaba a una ejecución sumaria si se descubrían sus actos de caridad. Aun así, ni mi padre ni el tío Skinner supieron jamás lo que fue de aquel valiente.
Tres semanas después de que mi padre le dio el anillo, Skinner estaba otra vez en pie. A los tres meses lo enviaron a la sección de prisioneros sanos, donde le daban raciones más abundantes. Cuando alcanzó los 57 kilos de peso, pidió trabajo.
Se cierra el ciclo
NO FUE hasta que los Aliados tomaron las Filipinas cuando papá supo que el tío Skinner había sobrevivido a la guerra. Ambos volvieron juntos a casa, a Mount Carmel.
Un día, poco después del regreso, Skinner fue a verlo.
—Art, hasta donde yo sé, soy el único estadounidense que ha salido vivo del Pabellón Cero —le dijo, reprimiendo las lágrimas—. ¿Te acuerdas del día que nos despedimos en la alambrada? Nadie me había mirado jamás así, y espero en Dios que nadie vuelva a hacerlo. Tus ojos me decían: "No volveré a verte vivo".
Se hurgó entonces en el bolsillo y sacó un estuche pequeño. A papá se le aceleró el pulso, pues sabía lo que había dentro: una réplica exacta de su anillo de graduación.
Skinner fue hasta la ventana, el semblante transfigurado por los recuerdos, y dijo:
—Ese anillo, Artie... me salvó la vida. Me prometí reponértelo y aquí lo tienes. —Luego volvió a ser él mismo y, echándose a reír, añadió—: ¡Más vale que no lo pierdas, amigo, porque me costó 17.50 dólares!
CUANDO TERMINÉ DE LEER el relato de mi padre, fui a sentarme a su regazo, lo abracé y, derramando algunas lágrimas, le dije lo mucho que lo quería y lo orgullosa que estaba de él. Al poco rato fue a su escritorio y sacó un estuchito gris. Allí, entre pliegues de terciopelo blanco, estaba el anillo. Lo cogí y lo examiné con embeleso. Tenía inscritas por dentro las iniciales A.A.B., una piedra roja rodeada de la leyenda "Mount Carmel High School" y el año: 1938.
Ésta es tu herencia —dijo, con la voz empañada por la emoción—No soy un héroe. Hice lo que cualquier otro hombre habría hecho.
Mi padre me dio el anillo cuando, al año siguiente, me gradué. Lo llevé puesto al casarme, así como unos años después, al dar a luz a mi hija. Fue prematura y durante sus primeros días, mientras se debatía entre la vida y la muerte, el anillo me ayudó a ser fuerte ante la incertidumbre. Muchos años después me dio valor para pronunciar unas palabras en el funeral de mi querido padre.
PAPÁ MURIó EN 1989, el 11 de noviembre, casualmente el Día del Ex Combatiente. Desde entonces mi familia recuerda esta fecha con un rito especial. Cuando llega el día, saco el anillo, ya deslustrado, de mi alhajero y me lo pongo en el dedo cordial de la mano derecha. Entre mi esposo, Bob, que es veterano de la Guerra de Vietnam, y yo sacamos luego una bandera que guardamos en el armario y vamos afuera. Él coloca una escalera contra la pared, sube en ella y cuelga la bandera de unos ganchos que hay bajo el alero del tejado, de manera que queda desplegada sobre la fachada.
Al final del día devuelvo el anillo a su estuche, donde seguiré atesorándolo hasta que mi hija, Kim, herede este recordatorio de su abuelo y del valor y la compasión que todos llevamos dentro.
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