sábado, 26 de junio de 2021

UNA AMIGA INESPERADA

Se suponía que una breve disculpa por escrito bastaría para dar por concluido el encuentro.

UNA AMIGA INESPERADA

Por ALBERT DI BARTOLOMEO

Selecciones del Reader´s Digest  Julio de 1998

             ESA NOCHE de la primavera de 1994 me encontraba en el sótano tallando un joyero de madera de peral y escuchando a Puccini cuando sonó el teléfono.

—Es para ti —me gritó mi esposa.

¿Quién es?

No me gusta que me molesten du­rante los preciosos momentos que dedico a hacer lo que me gusta.

—Una tal sor María Corona.

Me vino a la mente el último ar­tículo que había escrito para el In­quirer de Filadelfia.

¡Diantre!

El ensayo se refería a los castigos corporales que imponían las monjas de la escuela de mi niñez, y en él ha­bía usado el término "seráfico mons­truo de Frankenstein" para describir a una monja del quinto grado a la que los chicos apodábamos bulldog.

—¿Podrías decirle que no estoy? —le pregunté a mi esposa.

—Desde luego que no. Además, ya le dije que sí estabas.

Rechinando los dientes, tomé el te­léfono y dije un "hola" tímido. La hermana se presentó con voz amable y me dijo que me llamaba desde Fila­delfia. Luego fue directo al grano.

—Su artículo está muy bien escrito —dijo—, pero ha sido usted muy du­ro con las monjas. Bastante tenemos ya con los sambenitos que nos cuel­gan, y su artículo no hace más que echar leña al fuego.

Lo ha tomado usted muy a pe­cho —protesté, poniéndome a la de­fensiva—. En su mayor parte, el ensa­yo pretendía ser humorístico.

Y así lo entendí yo. Son los lecto­res los que me preocupan.

Bueno, pues, diríjale una carta al editor —le sugerí.

—Ya lo hice.

—Ah.

Ahora dígame, si no tiene incon­veniente, ¿quién era bulldog?

La pregunta a boca de jarro me re­montó de inmediato hasta la Escuela Primaria San Gabriel, donde, en la imponente presencia de las monjas, la tentación de evadir la verdad se esfumaba.

A regañadientes, revelé la identi­dad de bulldog.

—Yo la conocí —me dijo la religio­sa—. Está enterrada aquí. Era mucho más agradable de lo que usted dice. Estoy segura de que si reflexionara un poco más sobre ello, estaría de acuer­do conmigo.

Sin duda.

Avergonzado e incómodo, lo único que deseaba en ese momento era po­ner fin a la conversación. Le dije a la monja que le agradecía su llamada, pero que tenía que calificar una pila de trabajos escolares.

— ¿Es usted maestro?

Sí.

Le comenté que daba clases de len­gua y literatura inglesas en una uni­versidad cerca de casa.

—Yo también fui maestra de esa materia. Me jubilé hace algún tiem­po. Voy a cumplir 79 años, pero toda­vía doy clases.

¿De veras?

No dije más y colgamos.

El desmoronamiento

 PENSÉ QUE allí acabaría mi rela­ción con sor María Corona. Pero unos días después recibí una carta de ella. Con una letra cur­siva tan menuda que me obligó a leer despacio, me recordaba que las monjas eran mujeres normales quese consagraban a Dios y al prójimo.

De niño, yo había sido testigo de su generosidad. Como sabían que mi fa­milia era pobre, las monjas de la pa­rroquia me llamaban de cuando en cuando al convento después de clases. Yo me quedaba en el vestíbulo, mien­tras una hermana me traía una caja con comida.

Le contesté a sor María con una carta en la que le explicaba los moti­vos que había tenido para escribir el artículo y le ofrecía una disculpa, no muy sentida, por la molestia que le había provocado mi texto. Envié la misiva, seguro de que no volvería a sa­ber nada más de la monja.

Recibí otra carta de ella, pero la de­jé marchitarse en la pila de corres­pondencia por contestar. Además de dar clases, tenía muchas cosas que ha­cer: escribir, leer, hacer reparaciones en mi casa y tallar mis cajas de made­ra durante aquel ojo de la tempestad en las ráfagas violentas de mi vida. Unas semanas después, esas ráfagas dieron paso a un ciclón.

En junio cayó enfermo mi padras­tro, y en los meses que siguieron es­cribí varios artículos sobre su enfer­medad. Cada vez que publicaba un nuevo ensayo, la hermana me escri­bía y me decía que siempre oraba por mi padrastro y por mí.

Por mi parte, no me sentía de hu­mor para escribir cartas, sobre todo a una persona que había entrado en mi vida como crítica. Pero, más por cor­tesía que por gusto, empecé a contes­tar las cartas de la religiosa.

Mi padrastro falleció en octubre, y yo escribí una oración fúnebre que se publicó en el periódico. A la vuelta de unos días recibí una tarjeta de la hermana, junto con un folleto titulado Cómo sobreponerse al dolor. No sentí que necesitara leerlo. Al igual que i mi padrastro, me habían enseñado soportar con estoicismo los reveses dela vida, a "portarme como hombre". Pero, al acercarse la Navidad, empe­cé a desmoronarme.

Una amiga compasiva

Yo SABÍA lo que era el senti­miento de desesperanza que dura uno o dos días, pero esta vez la tristeza creció rápidamente y empezó a dominar todas mis horas. Me acompañaba cuando me iba a la cama, y cuando despertaba seguía allí.

Al mismo tiempo, estaba enojado. Al parecer, la enfermedad y la muer­te de mi padrastro habían reabierto la herida que me había causado la muerte prematura de mi padre. Las dos muertes se confundían en una so­la, y mi angustia se duplicaba.

Durante esta dura etapa de mi vida le escribí una larga carta a sor María, en la que, sin saber por qué, le expli­caba cómo me sentía. Le confié más de lo que le había confiado a nadie, con excepción de mis amigos y fami­liares más cercanos.

Al poco tiempo recibí su respuesta:

"Su hermosa, aunque dolorosa carta me conmovió profundamente. Parece que la vida tiene más valles que cimas, pero cada uno encierra su doIor y su promesa. Voy a rezar todos  los días para  que pronto encuentre  usted la paz.

Em cuanto a sus pensamientos sombríos, supongo que sabe que forman parte de la condición humana, y  que todos los tenemos. Siempre m a alegrará recibir noticias suyas, y lo invito a que me visite cuando guste".

No tenía la menor intención de visitarla. Temía que, luego de nuestro fácil y abierto intercambio epistolar una reunión cara a cara resultara embarazosa y tirante. Así que siempre buscaba pretextos para aplazar el encuentro. 

Sin embargo, no podía dejar de reconocerque la religiosa era una mujer capaz de identificarse con los sufri­   mientos de otros. Sor María escribió:

"Yo también he tenido periodos de enorme desasosiego emocional. Quizá por eso entiendo cómo se siente.

"Me gusta su definición de 'amigo': a alguien a quien podemos confiarle a todo, sabiendo que nos escuchará,  tomará lo substancial y desechará el resto. Sería maravilloso que nos conociéramos personalmente y cimentára­mos esta amistad que, a mi modo de ver, fue un regalo de Dios".

Cajas de medianoche

Y0 NO SABÍA NADA de presentes divinos, pero había empezado
 a preocuparme por el bienestar de la hermana, como ella parecía preocuparse por el mío. Algunas ve­ces coincidíamos en nuestros estados de aflicción, aunque en su caso era el cuerpo, no el espíritu, lo que la ator­mentaba. Me escribió varias cartas desde el hospital atendiendo por "otro susto del cora­zón", como ella decía. También me envió el rosario que había estado usando en el hospital. Yo no había rezado el rosario desde el sexto grado de primaria, pero me conmovió que ella se desprendiera del suyo.

Mientras sor María se recuperaba, empecé a padecer insomnio. Las no­ches se me hacían interminables; el reloj parecía detenerse entre las 3 y las 4 de la mañana. Trataba de leer. Veía televisión. Daba vueltas por la casa o me sentaba en el estudio a escuchar cómo crujía el árbol seco del jardín de junto al mecerse con el viento. Hasta tallaba cajitas de madera: lo que fue­ra con tal de cansarme lo suficiente para conciliar el sueño. Todo era en vano.

Después de la tercera o cuarta no­che al hilo sin dormir, saqué el rosa­rio de la mesa de noche y recé. Me lo colgaba del cuello cuando trabajaba en mis cajas de medianoche y me lo metía en el bolsillo al salir de casa.

El rosario me ayudó, pero mis ojos enrojecidos y mis ojeras me hicieron buscar ayuda profesional.

Cuando le comuniqué mi deci­sión, sor María me escribió:

"Me alegra saber que va a entrar en terapia. No tenga miedo de los medi­camentos. A mí me ayudaron a salvar los escollos. En cada carta que  me es­cribe veo que está usted perdiendo el miedo de abrirse a alguien que, aun siendo una desconocida, piensa mucho en usted y no lo olvida en sus ora­ciones. Ayer me dijeron que quizá necesite una rodilla nueva. ¡Esto de en­vejecer no es para pusilánimes!"

Ella estaba muy lejos de serlo. Me maravillaban el valor y el ánimo con que enfrentaba sus problemas físi­cos. Decía que había ocasiones en que la vida nos golpeaba, pero que a fin de cuentas era buena. Sor María sufría con dignidad, y yo no podía menos de admirarla.

En la primavera, poco después de que empecé a salir de mi depresión, quise conocerla.

"Me ha dado mucho gusto recibir su carta", me contestó. "Espero con ansia nuestro encuentro. La rodilla biónica va bien".

Belleza interior

DESPUÉS DE CARTEARNOS du- rante más de un año, conocí a sor María un martes de me­diados de agosto en Villa María del Mar, Nueva Jersey, residencia de descanso de su orden, las Siervas del Inmaculado Corazón de María.

—Al fin nos conocemos —me dijo sor María Corona, con una amplia sonrisa.

—Así es, hermana —contesté, to­mando su mano extendida.

La religiosa usaba bastón y lentes bifocales. Un mechón de cabello gris acerado asomaba por debajo de su ve­lo. Se veía más joven de lo que me ha­bía imaginado. Sus ojos brillantes revelaban inteligencia, bondad y cor­dialidad, además de sentido del hu­mor. Después de los saludos me pro­puso que camináramos hasta el mar.

Sor María se apoyaba en mi brazo de vez en cuando para equilibrarse y, cuando bajamos el bordillo de la ace­ra, le ofrecí la mano.

Poco después mirábamos a los adoradores del sol y a los niños que jugaban a saltar las olas entre risas y gritos. Sonreí al ver la escena.

—Mire —dijo la monja, señalando lo que ella llamaba el "majestuoso misterio" del mar—. Ahora lo único que vemos es la superficie, pero de­bajo de ella hay profundos abismos y muchos tipos de vida. Así son las personas cuando recién las conocemos. Pero basta que nos sumerjamos un poco bajo la superficie para que des­cubramos sus corazones.

—Como en nuestras cartas —dije.

 —Exacto.

Cuando la monja empezó a escri­birme, debió de haber intuido que yo estaba afligido y perdido en mares por los que sólo fingía saber navegar. Le agradecía tanto que me hubiera arrojado una cuerda con sus cartas.

Cuando regresamos a Villa María y nos sentamos a ver el mar, le di el pe­queño obsequio que le había hecho durante los angustiosos días de mi depresión: una caja de arce jaspeado con tapa de nogal labrada. Dentro ha­bía puesto una amplia dotación de estampillas postales. Quería que mi amiga me siguiera escribiendo. Ne­cesitaba tener noticias suyas.

—Es hermosa —dijo—; un obse­quio bien elegido. Muchas gracias.

Sostuvo la caja en su regazo todo el tiempo que duró nuestra conversa­ción aquella tarde. A medida que pa­saban las horas, llegué a conocerla aún mejor. Compartió conmigo sus recuerdos de un viaje que había he­cho en un barco bananero a Perú, adonde había ido como misionera. Me habló de su trabajo en 13 escuelas a lo largo de su carrera docente.

No tardé en darme cuenta de que ella y las demás mujeres que habían preferido el convento a una vida más convencional eran mucho más com­plicadas de lo que yo creía. Lo que sor María me dio esa tarde fue un mo­mento de introspección, algo mucho más valioso que la caja de madera que yo le había llevado.

Cuando me acompañó a la puerta, pasamos junto a la capilla, que en ese momento estaba casi llena de monjas que se habían reunido para los rezos vespertinos. Nos despedimos con un abrazo.

Fuera aún brillaba el sol. No había dado diez pasos cuando oí los cantos desde la capilla. Me detuve un mo­mento y me dejé envolver por esas vo­ces angelicales.

Aunque sus achaques la obligan a vivir ahora en un asilo, a sus 83 años la hermana María Corona conserva la lucidez. Todavía da clases, escribe y, como el sol y la brisa salada en un día de verano junto al mar, sus palabras siguen alimentando mi alma.

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