Los libros viejos son como los viejos amigos: nos dan recompensas generosas y duraderas
TESOROS INSOSPECHADOS
Selecciones del R.D Agosto de 1986
POR ANN FERNS
SIEMPRE he pensado que soñar despierto era inofensivo. Con las manos metidas hasta las muñecas en el agua de los trastos, me imaginaba estar recibiendo el Premio a la Actriz del Año. Mientras limpiaba una cacerola quemada, componía mi discurso de aceptación. En una de mis ensoñaciones favoritas, que reservaba para mis viajes en tren, me veía sentada en mi terraza en Fiji, libando un coctel de ginebra, mientras escribía a máquina otro gran éxito de librería.
La belleza de mis sueños radicaba en su improbable realización. A prudente distancia de ellos me ponían mi hogar, mi trabajo y mis tres hijos; era sólo una diversión. . . hasta hace poco, cuando recibí inesperadamente una modesta cantidad de dinero.
Mi mente giró entre un alud de consejos sobre inversiones. Cuando trataba de optar por alguno, me refugié en otra de mis ensoñaciones: ser dueña de una librería de viejo.
Y de pronto advertí que podía hacerlo. Mis hijos ya estaban crecidos y yo contaba con el tiempo, la energía y el capital necesarios. ¿Por qué no comprar una librería de viejo... o cuando menos estudiar el asunto?
Los alquileres de locales en el centro comercial más cercano, una moderna y elegante plaza con tíendecítas donde se venden flores disecadas, objetos diversos y baterías de cocina escandinavas a precios exagerados, eran estratosféricos; pero más cerca y a la mano se localizaba una hilera de tiendas modestas, que abastecían a la gente que salía de momento a comprar algo: una tienda de abarrotes, un puesto de periódicos y revistas, otro de productos lácteos. E incrustada entre ellas, una pequeña oficina de bienes raíces.
—Quisiera saber —pregunté— si tienen algún local comercial en alquiler que no sea demasiado grande ni caro.
La respuesta de la mujer que me atendió fue inesperada:
—Puede quedarse con este si le gusta; nos mudaremos la próxima semana.
Aquel local tenía cuando menos 50 años de antigüedad, pero era gracioso y acogedor. Después de un titubeo, lo solicité en arrendamiento... y supe que no iba a poder conciliar el sueño hasta que se firmara el contrato.
Las siguientes semanas fueron todo alboroto y confusión. Por último, sólo tuve que desempacar los libros usados que logré comprar y ordenarlos en los anaqueles. Algunas personas pueden manejar 5000 libros sin hojearlos, pero yo no soy de ellas. Cada caja que vaciaba me ofrecía tesoros inesperados. Durante días, desde las 9 de la mañana hasta la medianoche, me daba un banquete de lectura: Los grandes impresionistas, La cabaña del tío Tom, Ayúdese con la autohipnosis, Obras completas de Oscar Wilde, Las aventuras de Sherlock Holmes.
¿Alguna vez se ha topado el lector, caminando por una calle muy ajetreada, cara a cara con una persona querida a quien no haya visto durante años? Entonces sabe que lo mismo puede ocurrir con los libros. Descubrí ejemplares ya descoloridos, pero intactos; El jardín secreto de Frances Hodgson Burnett, El ganso en la nieve de Paul Gallico y Las zapatillas de ballet de Noel Streatfield, y les di cómodo alojamiento en el estantero de mi sala. ¡A los buenos amigos no se les puede poner ningún precio!
Conforme mi sueño iba haciéndose realidad, empecé a sentirme como mirlo con un polluelo en el nido. Mí pequeño proyecto exigía ávidamente cada vez más dinero. La gran inauguración no lo fue tanto, pero mifamilia y los amigos más cercanos me desearon éxito y prosperidad.
Sigo en espera del éxito. La librería nunca dejó utilidades, y en realidad creo que ni ella misma sabía que era un negocio. Mi contador me tachó de loca; lo mismo mi familia y amigos.
Estuve 12 maravillosos meses viviendo mi sueño antes de que mi contador ganara la partida. ¿Por qué no lo abandoné antes? ¡Porque lo adoraba! Así como cada remisión de libros me reunía con mis viejos amigos, a mis clientes les ocurría exactamente lo, mismo. Un día, dos hermanas de edad avanzada pusieron los ojos en El libro de regalo de la princesa María, hermosa antología de cuentos, versos y artículos, publicada antes de la Primera Guerra Mundial. Cuando eran adolescentes su padre les había regalado un ejemplar. Sentí que era un privilegio compartír el momento en que volvieron a adquirir el libro.
Un escolar de nueve años compró un libro de 50 centavos de la sección de literatura infantil. A los dos días regresó y, mirándome descaradamente a los ojos, solicitó: "Ya leí este; ¿puedo cambiarlo por otro?" Acepté el trato. A las tres veces, nos saltamos los preámbulos y, a partir de entonces, el niño tomaba cada vez un libro prestado, y lo devolvía poco después.
Si no fuera por mi librería, no habría yo conocido en persona a la adorable y despampanante actriz que acudía a comprar guiones de obras teatrales y me obsequiaba con anécdotas de su vida. Hablar con ella era como poseer un billete de teatro gratis. Y también traté a aquel caballero, adicto a la poesía y a la cerveza, que pasaba horas en mi librería recitando poemas de Shelley, Keats y Tennyson con voz engolada y retumbante.
También me agradó la dama que se estuvo hojeando libros una hora y eligió 12.
—Pero, Magde —objetó su amiga ga—, todos esos libros puedes leerlos en la biblioteca.
—Ya lo sé —repuso Magde, en tono alegre—; pero si me gusta mucho un libro, deseo ser su dueña.
Yo bien sé lo que quiso decir. Invertí dinero en un sueño, y no me arrepiento de haberlo hecho. Los libros usados no dejan dinero, pero sí nos dan amigos. ¿Qué otra inversión podría dejar dividendos tan generosos y duraderos?
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