viernes, 4 de junio de 2021

UNA ROSA BLANCA Por A. J. Cronin

 La verídica historia de un cariño enternecedor

UNA ROSA BLANCA
Por A. J. Cronin
Selecciones del Reader´s Digest
1950

DURANTE el verano pasado estuve. en Irlanda, la verde tierra amada, y una vez más, solici­tado por el afecto y el deber, hice una peregrinación que nunca deja de conmoverme hondamente.

Hace muchos años había ido a Dublín como médico joven a seguir un curso de post-graduado en el Hospital Rotunda. Los casos que se me asignaron se hallaban en uno de los sectores más pobres de la ciudad y fue durante una de mis visitas de rutina a ese lóbrego vecindario cuan­do vi por primera vez a Rosa Done­gan.
Estaba -en la Calle Loughran co­giendo agua de la fuente pública. Tenía en brazos a un niño, una pesa­da criatura como de nueve meses, atada a su endeble cuerpo con un chal andrajoso. Rosa contaría unos 14 años; sus ojos de un azul profundo parecían enormes en su carita seria. Otros tres niños, de entre cinco y nueve años, estaban prendidos a su falda; cierta semejanza de facciones y el ser todos pelirrojos pregonaban que también eran Donegan.
El contraste entre la escualidez del medio en que vivía y la intrépida viveza de su mirada, despertaron mi curiosidad por esa extraña chiquilla. Empecé por darle los buenos días, y poco tiempo después mi saludo dia­rio fue correspondido con una grave y tímida sonrisa. Poco a poco, pues no era su reserva fácil de vencer, fui avanzando en el camino de la amis­tad.
Supe entonces que Rosa, sus tres hermanos menores y el nene, Mi­guel, habían perdido a su madre hacía ocho meses. Vivían con Danny Donegan, su padre, en un sótano de la congestionada Calle Loughran. 39 . Danny, que trabajaba de vez en cuando en los muelles, era un hom­bre débil, apocado y extremadamente bonachón. Lleno de las mejores intenciones, consumía la mayor parte de su tiempo y de su dinero en el vecino bar de Shamrock. Debido a ello recayó sobre Rosa el peso de atender a la familia, conservar los dos cuartos limpios y en orden, ma­nejar a su vagabundo padre, tratar de salvarle, como mejor podía, lo que de sus jornales le quedaba, co­cinar y cuidar de los niños.
Aun cuando en el corazón de Ro­sa había afecto para todos sus her­manos, adoraba a Miguel. Cuando en las tardes soleadas lo llevaba alzado hasta las afueras de Phoenix Park, iba tambaleando bajo aquel peso, pero eso no la acobardaba. Nada ha­bía que pudiera acobardarla. Cuan­do la veía pasar resueltamente por la desapacible calle llena de gente, para hacer algún mandado, regatear con el carnicero una punta de jamón, o convencer al panadero de que le fiara una hogaza más de pan, me dejaba maravillado el tem­ple de ese espíritu. No pasaban in­advertidas a sus ojos las cosas que la rodeaban. Tenía ese conocimiento elemental que posee el niño nacido en los suburbios pobres, una com­prensión absolutamente franca de los misterios de la vida, mezclada con una inocencia llevada a lo su­blime. Sus ojos rasgados, reflexivos, encerrabn la sabiduría de las edades. Pero más que eso, encerraban una insondable fuente de amor.
Lo que al principio no pasó en mí de simple interés fue convirtiéndose gradualmente en honda preocupación por esa niña. Sentía que era de­ber mío hacer algo por ella, y ha­biendo descubierto por casualidad cuál era el día de su cumpleaños, hice que una tienda de la calle O'Connell le enviara un juego de ropa. Me daba gusto pensar lo que gozaría con su abrigado traje de lana de dos colores, sus buenos zapatos y sus medias finas, todo haciendo jue­go.
Por algunos días no me dejé ver de ella, pero sonreía para mis aden­tros imaginando verla entrar a misa el domingo por la mañana, muy or­gullosa con su vestido nuevo y sus zapatos flamantes que chirriarían con toda magnificencia nave arriba.
Pero cuando la vi el lunes siguien­te aún tenía los andrajos de siempre y aún llevaba atado a su cuerpo el de su hermanito con el chal viejo.
¿Dónde está tu ropa nueva?—le pregunté sin preámbulos.
Se ruborizó hasta la raíz del pelo, y dijo:
— ¡Ah... fue usted!
Después de una larga pausa y sin volverse a mirarme, agregó sencilla­mente:
Todo está empeñado. No tenía­mos nada en casa. Había que darle su leche a Miguel.
Me quedé mirándola en silencio, convencido de que siempre se sacri­ficaría por su adorado hermanito y daría por él cuanto tuviera. Tan frá­gil la vi que una nueva onda de piedad me invadió. Al siguiente día fui a ver al padre Walsh, encargado de la parroquia de Loughran.
Le brilló el rostro al sacerdote cuando le hablé de Rosa, y después de considerar por unos pocos mo­mentos mi proyecto, dio su asenti­miento moviendo lentamente la ca­beza.
—Pero le va a costar trabajo per­suadirla—dijo sonriendo mientras me acompañaba hasta la puerta—Es la perfecta madrecita. En eso está la fuerza que llena toda su vida.
Pasada una semana, después de un cambio de cartas, decidí ir directa­mente a la Calle Loughran. Los ni­ños estaban sentados alrededor de la mesa en tanto que Rosa, con ceño de preocupación, rebanaba el último pedazo de una hogaza de pan.
—Rosa—le dije—Vas a marcharte de aquí.
Volvió a mirarme sin comprender lo que le decía y echó hacia atrás un mechón de cabellos que le caía sobre la fruncida frente.
—Vas a ir a casa de unos amigos míos, en Galway—continué dicién­dole—Estarás allá un mes. Es una granja donde no harás otra cosa que darle de comer a las gallinas, correr libre por los campos y tomar toda la leche que te quepa.
Momentáneamente el brillo de una bella esperanza iluminó su ros­tro. Pero luego, desvanecido ese re­lámpago, movió negativamente la cabeza.
—No. Tengo que ver por los ni­ños... y por papá.. No puedo.
—Todo está arreglado. No té pre­ocupes. Las Hermanas de la Caridad se van a encargar de ellos. Tú tienes que irte, Rosa, porque ya no puedes resistir más.
—No, no. Yo no puedo dejar al niño.
— Entonces, sea como quieras. Puedes llevarlo contigo.
Los ojos de la niña brillaron con una luz maravillosa. Aún brillaban .más al día siguiente cuando empaca­mos sus cosas y la pusimos a ella con su niño en el tren. A medida que la máquina iba saliendo de la estación, mecía al chiquillo en sus huesosas rodillas y le susurraba al oído:
—Vacas, Miguel...
Con cuánto gusto recibí las prime­ras noticias que me enviaron mis amigos, los Carrolls. Rosa ganaba peso todos los días y ayudaba en los trabajos de la granja. Sus mismas tarjetas postales llenas de graciosos errores ortográficos, respiraban una felicidad que nunca antes había sabo­reado, y terminaban siempre con el entusiasta comentario de cuán bien le aprovechaba el campo a Miguel.'
El mes de la temporada pasó rápi­damente. Ya estaba para terminarse cuando cayó la bomba. Los Carrolls deseaban adoptar a Miguel. Eran ellos una pareja de edad madura y sin hijos, que disfrutaban de holgura económica. Habían llegado a querer mucho al niño y le brindaban ventajas que su hogar estaba muy lejos de poder ofrecerle jamás
  Danny naturalmente, halló «es­tupenda » la oportunidad. Pero era
el parecer de Rosa lo que debía to­marse en cuenta, y se le dejó a ella la decisión.
Ninguno de nosotros sabía cuál iba a ser, ni cuánto le costaría a Rosa tomarla, hasta que regresó a casa... sola.
Se mostró complacida por ver de nuevo a los otros niños y a su padre, pero en todo el camino desde la estación hasta su casa permaneció sentada en silencio, apartada de to­dos y como envuelta en un trágico sueño. Una vez en la Calle Loughran se rehizo y gradualmente fue reasu­miendo su antigua posición. Indu­dablemente era ahora más escrupulo­sa que antes. Bajo sus repetidas insi­nuaciones Danny se decidió a poner de su parte cuanto le fuera posible, y llegó el día memorable en que firmó el compromiso de dejar la bebida. Nada garantizaba la perma­nencia de tal regeneración; pero mientras él se mantuvo sobrio y constante en el trabajo Rosa pudo sacar todas las cosas de la casa que estaban empeñadas y de nuevo los dos cuartos del sótano recobraron el ambiente hogareño. Y aun ciertos sábados se daba ella trazas de echar algunas monedas en un bote de té vacío que tenía sobre la chimenea.
Sin embargo, una tarde en que al pasar por su casa me detuve para felicitarla la encontré llorando con la cabeza reclinada sobre la mesa de la cocina. No necesité preguntarle cual era la  causa de su aflicción. En silencio le tomé una mano v se  la retuve en la mía por un buen rato,
—Bien sé que es por su bien—suspiro. Y enjugándose resueltamen­te las lágrimas agregó—No me inter­pondré en su camino.
De vez en cuando llegaban noti­cias de los progresos que iba hacien­do el niño. Sus padres adoptivos no ahorraban esfuerzo por hacerlo feliz; ya hablaban de él como si fuera su verdadero hijo.
Una mañana se recibió una carta terrible: Miguel estaba con neumo­nía.
Pálidas las mejillas y apretados los labios, Rosa estuvo sentada por un rato mirando fijamente la carta. Luego se encaminó directamente a la chimenea, tomó el bote, lo vació y contó lo necesario para su pasaje de ferrocarril.
—Me voy a verlo.
Fieramente rechazó toda oposición. ¿No sabían que ella podía ha­cer cualquier cosa con él, conven­cerlo de tomar su alimento cuando estuviera con fiebre, y los remedios cuando se mostrara reacio ? Vamos, con sólo acariciarle la frente podía ella hacerlo dormir. Rápidamente alistó todo para el viaje, arregló con una vecina el cuidado de los niños y tomó el tranvía camino de la esta­ción.
Aquella misma noche en la granja de los Carrolls se instalaba Rosa, sin aceptar objeción alguna, como enfer­mera de Miguel.
Era un serio ataque de neumonía. Frecuentemente, viendo al enfermito respirar trabajosamente, en el rostro de Rosa se reflejaba una angustia insufrible. La tos era lo peor. Con uno de sus brazos alrededor del cuello del niño, indiferente al peligro para ella, sostenía el cuerpo del enfermo hasta que pasaba el espasmo. Así trascurrie­ron los días y las noches.
Al fin pasó el período agudo. Se le dijo a Rosa que Miguel estaba fuera de peligro. Se levantó medio des­vanecida de la orilla del lecho del enfermo, oprimiéndose la frente con las manos.
—Ahora ya puedo descansar—diio sonriendo débilmente—Tengo un dolor de cabeza terrible...
El germen de la enfermedad de Miguel la había atacado. Pero no hizo blanco en los pulmones. Lo que pasó fue peor. Se le desarrolló una meningitis neumocócica, y Rosa no recobró nunca el conocimiento. Creo haberles dicho a ustedes que ella entonces catorce. años.

EL VERANO pasado fui al soli­tario cementerio cubierto de brezos que se extiende a espaldas de la iglesia. Una suave brisa del oeste soplaba de la Bahía de Galway lle­vando de las cercanas casuchas en­caladas el humo de la turba cuyo olor es como el aliento, como el alma misma de Irlanda. No había coronas que adornaran el angosto túmulo de verdura bajo el cual dormía Rosa el sueno eterno. Pero medio oculto entre la yerba vi un diminuto rosal silvestre que ostentaba en su tallo una sencilla rosa blanca. Y de re­pente, surgiendo de detrás de las nubes grises, el sol alumbró con toda su brillantez la humilde flor y la pe­queña lápida blanca donde estaba grabado su nombre.

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