RELATOS QUE NOS UNEN
Selecciones del Reader´s Digest Julio de 1998
Las historias que se cuentan en familia tienen un valor inestimable
Por EILEEN SILVA KINDIG
Es domingo por la noche y mis hijos no se quieren ir del comedor. Reunidos en torno de la mesa, estamos haciendo algo tan formidable que casi me deja sin aliento: estamos contando historias.
—¿Se acuerdan de la vez que fuimos a Florida y papá se asustó en el paseo de Volver al futuro, y yo no?
—¿Se acuerdan de cuando el gato se subió al árbol de Navidad?
—¿Ya les conté de la ocasión en que el abuelo Kindig llevó a los Boy Scouts de campamento en un coche fúnebre?
Nos reímos, aderezamos nuestros relatos favoritos con toda suerte de pormenores y discutimos por los detalles.
Narrar historias es como entonar un cántico de alabanza y de gracias por el amor y la unión de la familia.
Los relatos son el alma de nuestra cultura; nos dan esperanzas y nos ayudan a fijarnos metas.
Tomemos por ejemplo a la niña de quinto grado que me habló con orgullo de su bisabuela de Pittsburgh, una de las primeras bibliotecarias que hubo allí a principios del siglo XIX.
—Ni siquiera había ido a la escuela —me contó—, pero se puso a estudiar como loca y pasó un examen muy difícil. En mi familia, las mujeres somos muy inteligentes. Mi abuela era maestra, y mi mamá también lo es. Yo voy a ser bióloga marina.
Así como los chicos necesitan escuchar relatos, también necesitan contar los suyos. Los niños pequeños suelen pasar de la realidad a la ficción al narrar historias, y los padres quizá las consideren equivocadamente chiquilladas sin importancia, pero para los chicos son rompecabezas que hay que armar con cuidado para dar sentido a los acontecimientos.
Una joven madre me contó que al darle medicina para el resfriado a su hijo de tres años, él la miró y le dijo:
—Cuando tú eras niña, estabas muy enferma, y como yo sabía que ibas a ser mi mamá, bajé del cielo en forma de ángel con un paraguas y te di Dimetapp. Por eso soy un héroe, ¿verdad?
La madre coligió que aquello era una amalgama de una historia que ella le había contado sobre una pulmonía que padeció de chica, un vídeo de Mary Poppins, un relato que acababa de leerle sobre el arcángel san Gabriel y la experiencia del niño con la medicina.
"Me impresionó ver cuántas cosas había asimilado y cómo las había hilvanado", agregó.
Narrar historias también puede provechoso para la gente gente mayor. Cuando permitimos a los miebros mas viejos de la familia expresar' sus sentimientos a través de re irtía, latos, les devolvemos la dignidad que nuestroculto a la juventud les arrebata. Si no les pedimos que nos cuenten cosas de su vida, o no les ponemos atención cuando las cuentan, nos condenamos a vivir para siempre con preguntas sin respuesta.
En cierta ocasión conocí a una enfermera que me contó que un verano estuvo bastante preocupada por su madre, quien se había mudado a un pequeño apartamento a raíz de la muerte de su marido. Aunque lo hizo por propia voluntad, al parecer el cambio la había sumido en una profunda depresión.
"Se pasaba el día diciendo: 'Yo también debería morirme; sólo soy un estorbo para todos—, me contó la enfermera.
Entonces una pareja joven se mudó al apartamento de al lado. La mujer, que era maestra, empezó a visitarla para tomar té helado y conversar. Al poco tiempo, la madre de la enfermera ya compartía con ella sus recetas de cocina, y hasta le enseñó a quitar las manchas de café de los manteles.
"Cuantas más anécdotas contaba y más conocimientos transmitía, más vitalidad cobraba", me dijo la enfermera. "Y pensé: ¿Acaso mi madre, a
quien quiero, pero que a veces me saca de quicio, tiene algo más de lo que se ve a simple vista?"
El tiempo para narrar y escuchar historias dura poco.
"Yo trabajo y tengo que atender marido, tres hijos y casa", dice una atareada mujer. "El tiempo se va volando".
Ése es justamente el problema.
Cuando se haya ido, no volverá nunca más.
Alida Gersie, quien escribe sobre el arte de narrar historias, afirma que cada cual tiene su "bolsa de historias", en la que guarda los recuerdos, las experiencias y las historias de toda su vida. Uno debería darse tiempo para abrirla, esparcir su contenido sobre la cama y ver lo que ha reunido. Encontrará un tesoro: no sólo el de los momentos difíciles o trascendentales, sino el de aquellos en que envolvimos almuerzos en bolsas de papel para nuestros hijos y en que plantamos geranios rojos en el jardín.
Ahora es cuando debemos recuperar nuestra identidad, aclarar nuestros valores y compartir nuestros recuerdos con nuestros hijos. Si cada familia cogiera algunos hilos sueltos, entre todos tejeríamos una tela hermosa y fuerte.
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