lunes, 14 de junio de 2021

DESOLACIÓN EN LA TIERRA DORADA

  Hasta que Aung San Suu Kyi ganó el Premio Nobel de la, Paz en octubre de 1991, pocos conocían los sufrimientos del oprimido pueblo de Birmania. Apenas ¡in puñado de líderes mundiales hablaba en su favor. Los periodistas, a quienes por lo regular se negaba el ingreso al país, muy pocas veces prestaban atención a su destino. Pero durante años, miles de valientes hombres y mujeres han luchado por la libertad contra la dictadura mili­tar que gobierna a Birmania (hoy ¡la­nzada Myaninar). En 1991, Fergus Bordewich, colaborador de planta de Reader's Digest, viajó en secreto a Birmania para escribir este reportaje exclusivo:

DESOLACIÓN EN LA TIERRA DORADA

POR FERGUS BORDEWICH

SELECCIONES DEL READER'S DIGEST,             Febrero 1992

EN EL CUARTEL GENERAL de los insurgentes birmanos, en la apartada aldea de Manerplaw, hay un arco de madera que da a un campo de desfile. En él están inscri­tas las famosas palabras de Patrick Henry, héroe de la Guerra de Inde­pendencia de Estados Unidos: "Dadme libertad o dadme la muerte". Y en la tumba, de un soldado están toscamente grabadas las últimas pa­labras de otro patriota estaduni­dense, Nathan Hale: "Sólo lamento no tener más que una vida que ofren­dar a mi país".

Los frentes de la batalla por la libertad cambian de manera cons­tante en esta guerra. En el límite de la aldea de Kawmoora, veintenas de combatientes —los hijos y los nie­tos de los recios nativos que ayu­daron a los aliados a vencer a Japón durante la Segunda Guerra Mun­dial— se agazapan en las trincheras, o detrás de troncos de teca y cilin­dros de petróleo llenos de tierra. Están armados con viejos rifles M-1 estadunidenses y con lanzacohetes sujetos con cordeles de plástico.

Más allá de sus trincheras se ex­tiende una jungla densa y palúdica, donde cuatro batallones del gobier­no, provistos de cañones y morteros de largo alcance, esperan el momen­to de atacar. Por cada insurgente hay cuatro de estos hombres.

Durante un ataque sorpre­sivo en 1990, las tropas bir­manas llega­ron por olea­das a través de la selva. Cuan­do se disipó el humo, pudie­ron verse cien­tos de cadáve­res, y las aguas  del cercano río Moei corrían tintas en sangre, pero la aldea de Kaw­moora siguió en pie, desafiando al régimen represivo.

El mayor Daw Lha, comandante de Kawmoora, es un cristiano que acaudilla a una mayoría de rebeldes budistas. Tiene una Biblia frente a él; muchas citas bíblicas, escritas en tiras de papel, cuelgan de las vigas en su cuartel general. Una de ellas, escrita en inglés, dice: "En todos tus caminos piensa en Él, y Él allanará tus senderos".

—¿A qué clase de Birmania aspi­ran con esta lucha? —le pregunto.

—Deseamos un país en el que todos tengan el derecho de decir y escribir lo que les plazca —respon­de con la áspera franqueza de un soldado              . No nos interesa una democracia "popular" ni "social". Sólo queremos democracia.

Antes, a Birmania se le conocía como la Tierra Dorada. Sus comer­ciantes exportaban arroz, aceite, madera y gemas, y sus tierras de labor eran abundantes y estaban bien regadas. Rangún, la capital, era fa­mosa por sus ornamentados edificios y sus deslumbrantes pagodas.

Los socialistas que tomaron el poder en 1962 nacionalizaron la ban­ca y las industrias, clausuraron o se apropiaron de los 30 periódicos del país y proscribieron los partidos po­líticos. Durante los 29 años que siguieron, encarcelaron o asesinaron a miles de birmanos. En 1990, el ingreso per cápita era de sólo 318 dólares por año, uno de los más ba­jos os del orbe.

El arquitecto de la destrucción de Birmania es Ne Win, extravagante hombre de 81 años que encabezó el golpe de Estado de 1962. Recluido tras una muralla de 2000 efectivos militares y artillería, Ne Win pre­side su desdichada nación basándose en la asesoría de los astrólogos y los numerólogos.

Una de sus muchas y extrañas supersticiones y obsesiones se rela­ciona con el número nueve. De un día para otro, hizo retirar de la cir­culación la mayor parte del papel moneda del país, y emitió billetes nuevos en denominaciones de 45 y 90 kyats, ambos números divisibles entre nueve. Como no se autorizó el cambio de los billetes viejos por los nuevos, incontables birmanos se quedaron de pronto en la pobreza. Se cree que Ne Win guarda una fortuna en piedras preciosas en ban­cos suizos.

Los magníficos edificios de Ran­gún se desmoronan a causa del des­cuido, mientras que antiguos auto­móviles traquetean por calles llenas de baches, frente a apartamentos que alguna vez fueron elegantes y hoy despiden un olor a aguas de albañal estancadas. Pero en el cam­po, el pueblo resiste.

La médica

EN LA POBLACIÓN tailandesa de Mae Sot, en la frontera con Birma­nia, una cerca de hierro corrugado protege a una clínica médica de las inquisitivas miradas de los espías del gobierno birmano. En su interior, algunos jóvenes,,muchos recién sa­lidos de la adolescencia, yacen sobre limpias esteras. Otros se someten a terapias improvisadas. Un mucha­cho que fue herido de bala en las piernas pedalea afanosamente una vieja bicicleta atada a una estructura de madera. Otro levanta una tosca barra de madera con pesas para rehabilitar su destrozado brazo .

La mayoría son combatien­tes de las fuer­zas democráti­cas de Birma­nia. Algunos hantambaleándose hasta la clínica des­de frentes de batalla ubicados a cien­tos de kilómetros de allí. Como casi no hay médicos ni clínicas en las zonas de Birmania ocupadas por los rebeldes, la lucha por llegar al esta­blecimiento de Cynthia Maung sig­nifica a menudo la vida o la muerte.

A la doctora Cynthia, como se le conoce, las circunstancias la empu­jaron a ser revolucionaria. Durante años prestó escasa atención a la polí­tica. Pero mientras hacía su interna­do en un hospital de Rangún, co­menzó a observar a los huérfanos, muchos de ellos desnutridos y al­gunos demasiado débiles para son­reír o jugar.

Afuera del hospital, la médica veía que a los agricultores se les obligaba a proveer de arroz al ejér­cito, para tener luego que pagar en el mercado negro precios exorbitantes por el grano que necesitaban para comer. Observaba al ejército llevarse a hombres demasiado po­bres para ofrecer un soborno, y cuan­do regresaban —si regresaban— los veía tambaleantes a causa del palu­dismo, la desnutrición y las heridas sin tratar. Y cuando cientos de miles de birmanos furiosos se lanzaron a las calles para exigir democracia, la doctora Cynthia pensó: No puedo li­mitarme a cumplir con ini trabajo en silencio. Debo denunciar estos hechos.

También ella comenzó a exigir democracia, hasta que se difundie­ron las nuevas sobre las atrocidades cometidas por las tropas del gobier­no contra manifestantes desarma­dos. La doctora Cynthia atravesó entonces la jungla, llevada de aldea en aldea por nativos que simpatiza­ban con sus ideas, hacia Tailandia. En todas partes vio que el paludismo epidémico y la desnutrición iban de la mano con una férrea voluntad de resistir al ejército birmano. Re­solvió ayudar a su pueblo de la única manera que estaba a su alcance.

Mientras recorremos su clínica, la médica de 31 años se detiene ante un niño que yace encogido y temblo­roso sobre una estera. "Tiene hepati­is amibiana", explica con voz suave. Creo que podemos salvarlo". Cerca de allí, una joven que hace unas cuantas semanas peleaba en las guerrillas espera a dar a luz. "Hacemos cuanto podemos, pero muchos bebés

mueren".

La escasez de provisiones es des­esperante. No hay anestesia, ni plasma. instrumental tiene que esterilizarse en una olla de latón para cocer arroz. Durante la temporada de los monzones, la lluvia se cuela por los agujeros del techo. Pero na­die se queja.

"Creo que he venido aquí por la voluntad de Dios, para hacer su tra­bajo", dice la doctora Cynthia con voz suave.

El estudiante

EN 1988, el descontento del pue­blo con el represivo gobierno militar llegó a su punto de ebullición. Las manifestaciones estudiantiles pací­ficas se trasformaron rápidamente en gigantescas protestas que dieron rienda suelta a decenios de rabia y desesperación contenidas. Comer­ciantes, obreros, amas de casa y niños se unieron a los estudiantes para pedir democracia.

Pero las consignas de los mani­festantes se trasformaron en gritos cuando los soldados abrieron fuego. Las enfermeras del atestadísimo Hos­pital General de Rangún salieron portando una manta con un letrero pintado en que pedían a los soldados que se detuvieran. El ejército dispa­ró también contra ellas.

Win Htun, de 24 años, estudian­te de ingeniería de minas en la Universidad de Rangún, fue uno de los muchos a quienes se arrestó. ¡Ustedes no son nada para mí!", le gritó al grupo el comandante de la prisión. "He matado a decenas de personas con mi sola firma".

Esa noche, llamaron a los estu­diantes uno por uno para someter­los a un interrogatorio. Mientras un guardia lo conducía por un sucio corredor, Win oyó los alaridos de los jóvenes a quienes estaban torturan­do. Rogó al cielo salir con vida para ver el día siguiente.

—¡Acuclíllate con las manos so­bre la cabeza!—, le ordenó un guar­dia cuando Win entró en la Sala Número 3.

—¿Quién los dirige? —le pre­guntó un segundo guardia. Como Win no contes­tó, le propinó una patada en las costillas¿Quién quitó el cuadro de Ne Win?

—Sólo soy un estudiante co­mún y cornien­te—, protestó el joven—. No sé nada.

La tortura se prolongó horas. Dos días después, Win fue arrojado a la calle frente a la prisión..

"Antes creía que se podría instau­rar la democracia en Birmania por medio de manifestaciones pacíficas—, comenta el estudiante. "Pero mien­tras me golpeaban, me di cuenta de que tendría que pelear". Hoy Win lleva un rifle al hombro, al igual que miles de ex estudiantes ocultos en la Jungla, cerca de Manerplaw.

La activista política

AUNG SAN SUU KYI es hija del general Aung San, líder del movi­miento independentista de Birma­nia en la década de 1940. Su padre fue asesinado en 1947, cuando ella tenía dos años de edad. A los 15, Aung San Suu Kyi se trasladó a la India y después a Inglaterra, donde se graduó en lade Oxford. Pero jamás perdió su profundo cariño por Birmania.

Cuando se iniciaron las manifes­taciones por toda la nación, se unió de inmediato a la campaña por la democracia, y su personalidad intré­pida y fogosa cautivó al público. "Como hija de mi padre, no podía permanecer indiferente", declaró ante una muchedumbre de 500,000 per­sonas en Rangún. "Esta es nuestra segunda guerra de independencia".

Una sensación de victoria flotaba en el aire. Pero cuando, semanas después, miles de marchistas se acer­caron al centro de la capital, sus aclamaciones fueron acalladas por el ruido de ametralladoras montadas sobre los tejados adyacentes. Camio­nes cargados de soldados se lanza­ron por las calles llenas de baches. Muchos manifestantes fueron aba­tidos por las balas que los soldados disparaban en todas direcciones. Otros quedaron aplastados bajo las ruedas de los camiones. "Fue una masacre", afirma el periodista bir­mano U Win Khet. "Vi a niños que yacían muertos. Una niñita con uni­forme escolar, tirada en un charco de sangre, todavía tenía entre las manos una bandera".

El ejército asesinó, en total, en­tre 1000 y 3000 birmanos desar­mados. Los soldados apilaban cadá­veres frente al crematorio público. Algunas personas aún estaban vivas cuando las arrojaron a los hornos junto con los muertos.

Las fuerzas democráticas queda­ron paralizadas, pero Aung San Suu Kyi no se doblegó. Cuando el régi­men militar, muy seguro de sí mis­mo, prometió elecciones libres para mayo de 1990, ella trasformó rápi­damente las heterogéneas agrupa­ciones de políticos, estudiantes, in­telectuales y monjes budistas en una fuerza poderosa. Las autoridades la arrestaron por "poner en peligro al Estado".

Al ver que la popularidad de la mujer no disminuía, el régimen in­tentó desacreditarla, afirmando que debía lealtad a una potencia extran­jera por su matrimonio con un in­glés. A medida que se acercaban las elecciones, el gobierno hostigó y amenazó a los líderes de la oposición durante sus campañas. Pese a ello, la Liga Nacional para la Democra­cia, de Aung San Suu Kyi, ganó más del 80 por ciento de las curules de una asamblea constitucional.

El ejército hizo caso omiso de los resultados. Fue como si jamás se hubieran celebrado elecciones.

En octubre pasado se le otorgó a Aung San Suu Kyi el Premio Nobel de la Paz. Pero mientras el resto del mundo le rendía homenaje, el régi­men de Birmania la mantuvo bajo arresto domiciliario en Rangún, con guardias armados frente a la puerta de su casa. No se le permite recibir ni enviar cartas, usar el, teléfono ni tener visitas. Las autoridades le han dicho que podrá salir en libertad si acepta el exilio permanente en el extranjero. Aung San Suu Kyi ha declinado la oferta.

BIRMANIA sigue siendo una tie­rra de terror mudo. Día con día se secuestra a personas inocentes de lugares públicos y se les obliga a trabajar para el ejército. Los que denuncian estos hechos desapare­cen. Se tortura a los prisioneros sin importar su edad.

Para la mayoría de los países, Bir­mania tal vez no sea muy importan­te. Sin embargo, al pasar por alto la matanza que se está llevando a cabo allí, el mundo se convierte en un cómplice silencioso.

Mientras tanto, la doctora Cyn­thia trabaja en su destartalada clí­nica. En lo profundo de la espesa selva, jóvenes como Win Htun sue­ñan con la libertad y la democra­cia... y mueren por su causa. En una ruinosa vivienda de Rangún, Aung San Suu Kyi espera en impotente silencio su liberación y la de su país. y a todo lo largo y lo ancho de esta atormentada nación, incontables birmanos oran por que llegue el día en que el mundo advierta por fin su sufrimiento, y acuda al rescate de su Tierra Dorada


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