Lo que parecía el reino del desorden resultó un emporio de cortesía y eficiencia.
SERVICIO AL INSTANTE
POR DENNIS MAYES
SELECCIONES DEL READER'S DIGEST Octubre 1983
E L OBSERVADOR despreocupado que pasara de prisa por aquel callejón de mala fama, situado en el centro de la ciudad, tanto el hacinamiento y el desorden del escaparate como el mal estado del anuncio de gas neón bastaría para calificar al negocio allí establecido de "un verdadero muladar". Comencé a dudar de la cordura del amigo que me había recomendado "el tallercito de reparación de calzado que está en el callejón".
El marco de la puerta estaba combado; al entrar, noté que un pedazo de techo se había caído y vi una banca semisepultada bajo una montaña de revistas. Una de las paredes parecía un conjunto de vetustos edificios formados por cajas de zapatos; cada "apartamento" llevaba una etiqueta, con un nombre.
Sonó una campanilla cuando cerré la puerta, y de alguna parte surgió el alegre eco parecido mucho a la voz de un periquito. Casi oculto por una silla que tenía rota una pata y desgarrado el asiento, por tres cajas de refrescos enlatados y por un anaquel de vidrio como los de las farmacias de hace cuarenta años, lleno de frascos de betún, había, efectivamente, un periquito. ¿Qué hacía aquel animal en un taller de reparación de calzado? Y, a todo esto, me pregunté: ¿qué hago yo en este ruinoso museo"?
De pronto, una brisa que venía de la trastienda trajo un rico aroma de cuero, pegamento y betún. Parte de un ventilador, atado para que no se desarmara, se veía por una ventanita en un muro que hasta entonces parecía no contener sino los restos de un negocio que llevaba cuarenta años en el mismo lugar.
Un hombre alto salió, con lentitud, de detrás del mostrador y se limpió las manos en el delantal antes de atusarse el blanco bigote con el índice: "¿En qué puedo servirle?"
Como un autómata, le entregué un par de zapatos.
—íAh, tacones nuevos! —murmuró, y se dirigió a la trastienda con ellos.
—Eh ... ¿no voy a necesitar una nota o algo? —inquirí.
—Sí. Eso ... o tres minutos.
—No entiendo.
—¿Por qué no se toma los tres minutos? Usted parece tener demasiada prisa. Me tardaría cinco, pero veo que está ansioso por salir de aquí y ponerse en camino.
No era cierto. Al contrario: ya casi había olvidado lo que es encontrar a alguien dispuesto a suspender sus quehaceres para atender mis necesidades.
El zapatero remendón y los zapatos desaparecieron por la puerta de la trastienda. Luego se volvió hacia su máquina, que empezó a zumbar y rechinar. Después de los tres minutos más rápidos que han trascurrido en mi vida, salió al mostrador y envolvió en papel de estraza un par de zapatos que para mí eran nuevos.
Aunque me cobró poco, dijo: "Lo siento; tuvimos que subir el precio en 1978, pero los lustramos gratis".
La registradora tintineó; las teclas saltaban de su arqueado pecho como púas de puercoespín. Silbó el periquito, y el remendón agregó: "Siempre que se le ofrezca"... Sonó el timbre de la puerta.
De pronto, así como Alicia después de sus encuentros con el Conejo Blanco y el Gato de Cheshire, me vi de nuevo en la "civilización". . . y la sensación fue traumática. Al pasar junto al gran almacén donde había tardado más de media hora en "cazar" a un dependiente para que me vendiera aquellos zapatos, me pregunté cuánto tiempo sobreviviría el tallercito ... ese nicho de eficiencia, ese emporio de aromas y cortesía.
Ojalá, imploré, que sobreviva tanto como estos tacones nuevos. A juzgar por su reluciente aspecto después de la reparación, podrían durar otros
cuarenta años.
C( 1981 POR DENNIS MAYES, CONDENSADO DE,' THE CHRISTIAN SCIENCE MONITOR(24-VIII-1981). DE BOSTON (MASSACHUSETTS). ILUSTRACIÓN: HUNTLEY BROWN.
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