martes, 22 de junio de 2021

“NUNCA TE RINDAS”- (Filipinas)

 El amor de una madre es capaz de mover montañas

“NUNCA TE RINDAS”

Por JOSEPH REAVES

Selecciones del Reader,s  Digest Julio de 1998

LA Luz de una solitaria lámpara fluorescente parpadeaba en la sala de beneficen­cia del Hospital General de Filipinas, proyectando un té­trico juego de sombras en el rostro de César Mata.

—Mamá, me voy a morir —susurró el niño.

—No, Tetal, te vas a poner bien —repuso su madre, Er­ma, y le acarició la frente.

Ella y su esposo, César, ha­bían gastado todo lo que tenían a fin de conseguir ayu­da médica para su hijo, quien padecía una enfermedad in­curable que estaba acabando con él. César, de casi nueve años, pesaba apenas 13.5 kilos y medía 97 centímetros. Los médicos no le auguraban más que unos cuantos años de vi­da, pero habían aconsejado a sus padres llevarlo a Estados Unidos, donde podrían aten­derlo mejor. El problema era difícil, pues los Mata no dis­ponían de medios para trasla­darlo allí. Así pues, mientras su hijo se que­daba dormido esa calurosa noche de junio de 1983, en Manila, Erma tuvo una idea: le escribiría al presidente Ronald Reagan, de quien le habían dicho que era un hombre bueno. Sin duda él podrá ayudarnos, pensó.

Sólo una profunda desesperación podía llevar a esta madre campesina a pensar en semejante solución, pero Erma no era una mujer que se diera por vencida fácilmente.

Señales de alarma

A diferencia de su hermano ma­yor, Don, el pequeño César siempre había sido bajo de estatura para su edad. Su abultado vientre no guarda­ba proporción con sus delgados bra­zos y piernas, y a veces tenía dificul­tades para orinar. No obstante, jamás se quejaba: al igual que su madre, era sereno y tenaz.

Entonces, poco después de cum­plir cuatro años, en 1978, empezó a mostrar una palidez extrema.

—Tienen que llevarlo de inmedia­to a un hospital de Manila ledijo un médico a la señora Mata.

Esa noche, cuando le dio la noticia a su esposo, Erma se echó a llorar. No tenían más que ocho pesos (menos de un dólar) y vivían unos 340 kilóme­tros al sureste de la capital.

Aunque casi todos sus familiares eran tan pobres como ellos, la abuela de Erma les dio un lechón para que lo vendieran, y una tía los ayudó con unos pesos que había ahorrado. Lue­go un tío llevó a César y a sus padres a Manila en un camión prestado.

Los médicos del Hospital General de Filipinas descubrieron que el niño padecía talasemia, una grave anemia hereditaria debida a un trastorno en la producción de hemoglobina. Er­ma no entendió ninguno de estos tecnicismos, pero sí lo que aquéllos dijeron en seguida: que la enferme­dad era incurable.

—Lo único que podemos hacer por su hijo es transfundirle sangre cada vez que su concentración de he­moglobina disminuya demasiado y su vida peligre —le dijeron.

Le advirtieron además que habría complicaciones. Debido a la frecuen­cia de las transfusiones, el hierro, ele­mento esencial para la formación de hemoglobina, se acumularía en el organismo de César, lo que retardaría su crecimiento y a la larga le dañaría el corazón, el hígado y el sistema en­docrino. En ese tiempo, los enfer­mos de talasemia rara vez vivían más de 20 años.

“Podría ser mi hJjo"

Para Erma, quien provenía de una familia de 12 hermanos, ser pobre no era una excusa para no actuar. De ni­ña fue una buena estudiante, y desde entonces había desarrollado un tesón que la hacía luchar incansablemente por tener una vida mejor.

La enfermedad de César iba a ser su prueba de fuego. Durante varios años, y a intervalos de entre 6 y 12 se­manas, ella y su hijo hicieron el largo viaje de ida y vuelta a Manila para que él recibiera las vitales transfusio­nes. Erma tuvo que tragarse el orgu­llo y pedir que le regalaran boletos de tren y autobús. Con súplicas a un se­cretario del palacio presidencial con­siguió una tarjeta que le permitía solicitar pruebas de la­boratorio gratuitas pa­ra César en los hospi­tales del gobierno.

Erma tocó puertas e hizo antesala muchas veces hasta que un re­dactor del diario The Manila Bulletin, con­movido al enterarse de su historia, escribió en un artículo publicado el 15 de junio de 1979: "César ni siquiera sabe que la muerte acecha cada vez más cerca, y al parecer no por mucho tiempo podrá seguir escapando de ella".

Podría ser mi hijo,, pensó Cheche Lázaro, una celebridad de la televisión, cuando vio la foto del niño en el periódico. A partir de entonces empezó a visitarlo en el hospital. Le llevaba regalos y ayudaba a su madre con los gastos.

El señor Mata, quien no había po­dido hallar un buen trabajo, se enteró de que una empresa de Arabia Saudi­ta estaba contratando mecánicos. Er­ma le suplicó que aceptara el empleo. Al principio él rehusó hacerlo, pero luego de varios días de reñir y de que ella le hizo comprender que sólo así podría ayudar a su familia, accedió y en 1981 salió del país.

Carta a Reagan

Dos años después, el mal de César se agravó. Debido a una hiperfunción, su bazo estaba eliminando más glóbulos rojos de lo normal. Los médi­cos del Hospital Ge­neral consideraron la posibilidad de ex­tirpárselo, pero de­sistieron porque el niño estaba dema­siado débil.

Fue en ese instan­te cuando Erma, al ver a su hijo postra­do en cama, decidió enviar una carta a la Casa Blanca a fin de que allí conocieran el triste pasado de su hijo, su incierto fu­turo y la desespera­ción de la familia. "Por favor, ayuden a mi hijo a vivir más tiempo", escribió. Además de dirigir saludos al presidente, adjuntó una fo­to de César y su expediente médico, y remitió la carta a Nancy Reagan. El sistema de seguimiento de corres­pondencia de la Casa Blanca mandó la carta a los Institutos Nacionales de Salud (INS) con la petición de que dieran una "respuesta directa".

Seis semanas después, Erma reci­bió una alentadora carta del doctor Claude Lenfant, director del Institu­to Nacional de Cardiología, Neumo­logía y Hematología, de los INS, en la cual la enteró de que sus colegas estaban realizando investigaciones sobre la talasemia. Aunque el tratamiento con un fármaco llamado Desferal no curaba el trastorno ni eliminaba la ne­cesidad de las transfusiones, podía reducir la concentración de hierro en la sangre y prevenir así el consecuen­te daño a órganos vitales, lo que por lo general causa­ba la muerte del enfermo.

Sin embargo, el doctor Lenfant también la puso al tanto de la cru­da realidad: el tratamiento cos­taba unos 4000 dólares al año y los pacientes te­nían que acudir una vez al año a los INS, en Mary­land, para que les practicaran aná­lisis de sangre y biopsias.

La señora Ma­ta se propuso encontrar la manera de llevar a su hijo a Estados Unidos.

Palabras de aliento

A fines de 1993, diez años después de haberle escrito a Reagan, Erma recibió una carta del doctor Arthur Nienhuis, uno de los más eminentes expertos en talasemia del mundo, el cual, cuando trabajaba en los INS, le había escrito a menudo para mantenerla al tanto de los estudios más re­cientes. Lo habian nombrado direc­tor del Hospital de Investigaciones Pediátricas Saint Jude en Memphis, Tennessee, el cual podría atender gratuitamente al muchacho y proporcionarle alojamiento en la ciudad,  así como trans­portación aérea dentro del país. Erma sólo tenía que llevar a su hi­jo a cualquier ciu­dad de Estados Unidos y el hos­pital se encarga­ría del resto.

La señora Mata recurrió con re­novadas esperan­zas a Cheche Lá­zaro, el cual le consiguió boletos de avión gratui­tos. En el verano de 1994, madre e hijo por fin lle­garon a Estados Unidos.

César, que entonces tenía casi 20 años y medía po­co más de 1.20 metros, no cabía en sí de gusto cuando entró en el hospital acompañado de su madre.

Después de someterse a una serie de pruebas, se trasladó de nuevo a Los Ángeles a comenzar el tratamiento. Los médicos le extirparon el bazo y la vesícula biliar a fin de disminuirle la pérdida de glóbulos rojos y hacerle transfusiones con menos frecuencia. El doctor Robinson Baron, presiden­te de la Sociedad Médica Filipina del Sur de California, realizó la opera­ción sin cobrar honorarios.

Unos residentes filipinos, impre­sionados por el valor del muchacho y el amor de su madre, les ofrecieron ayuda y mantuvieron informados de la recuperación de César a los asisten­tes de los Reagan.

Cierto día Erma recibió notifica­ción por teléfono de que el ex presi­dente y su esposa querían reunirse con ella, su hijo y el doctor Baron.

—¡Vamos a conocer al presidente Reagan! —exclamó con alborozo—.i No puedo creerlo!

El encuentro se realizó en la ofici­na de Reagan en California, quien les dio la bienvenida en la puerta. Em­bargada de emoción, Erma recordó aquella noche, hacía ya tantos años, en que pensó en pedirle ayuda a ese influyente hombre.

Poco después César fue trasladado nuevamente al Hospital Saint Jude, donde lo sometieron a una rigurosa terapia para eliminar de su organis­mo el peligroso hierro sobrante que había acumulado tras muchos años de transfusiones. Un equipo de en­docrinólogos le prescribió una dieta especial para aliviarlo de los trastor­nos hormonales que padecía.

En la actualidad César mide 1.55 metros de estatura, 30 centímetros más que cuando empezó el trata­miento. Él mismo se administra casi todos sus medicamentos en casa, en Filipinas, y no ha necesitado ninguna transfusión desde que le extirparon el bazo, en 1994.

Asiste a una universidad en Legaz­pi, capital provincial situada a pocos kilómetros de donde vive. "Me gusta­ría estudiar el mal que padezco", di­ce César, quien quiere ser investiga­dor médico. "Así podría retribuir a todos los que me han ayudado".

La primera vez que él y su madre fueron al Hospital Saint Jude, las en­fermeras les regalaron unas sudade­ras que tenían impreso su lema ofi­cial: "Nunca te rindas". Y éstas son justamente las palabras que han im­pulsado a Erma Mata toda su vida.

Foto- Ayuda vital– El ex presidente Ronald Reagan con Erma, César y el doctor Robinson Baron.


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