Conducir ebrio implica un riesgo muy grave que muchas muchas p ersonas se obstinan en no querer ver
ALCOHOL Y VOLANTE:
MEZCLA MORTALSELECCIONES DEL READER'S DIGEST 4:~ AGOSTO 1999
Un médico describe las terribles consecuencias de un accidente sufrido por dos jóvenes imprudentes.
Por EL DOCTOR RODERICK LO
HABÍA SIDO una noche muy ajetreada, pero por fin iba a terminar mi turno de 12 horas en la sala de urgencias de un hospital del gobierno, en Londres. Fue entonces cuando sonó el temido "teléfono rojo".
Mientras una asistente corría a contestar, sentí que el corazón me daba un vuelco. Ella colgó, se volvió a mirarme y, sin expresar emoción, me dijo:
—Hubo un accidente automovilístico. Viene en camino una ambulancia que trae a dos hombres que viajaban en estado de ebriedad; el que iba conduciendo perdió el control del vehículo. Llegarán en tres minutos. ¿Qué va usted a hacer? ¿Se va o se queda?
Miré el reloj. Como faltaban unos 15 minutos para que acabara mi turno, me quedé a ayudar, deseando que se tratara de un caso sencillo. ¡Cuán equivocado estaba!
Minutos después llegó la ambulancia. Los accidentados despedían un fétido olor a alcohol y carne quemada, pero lo que más me impresionó fue notar entre ellos un extraño parecido. Calculé que ambos tenían unos 25 años. Se habían quedado sin cejas ni pestañas, y sus rostros carecían de expresión. Sus ropas estaban carbonizadas, hechas jirones. Los socorristas nos explicaron que los habían rescatado de un coche que se incendió después de chocar en una autopista. Los accidentados no sentían ningún dolor, pues se les habían destruido las terminales nerviosas de la piel.
Los examiné. Respiran y tienen pulso, me dije mientras aplicaba el tratamiento de emergencia. Con sólo verlos determiné que ambos tenían quemaduras de tercer grado en el 90 por ciento del cuerpo. De inmediato telefoneé a la unidad de quemaduras del hospital.
Le describí el estado de los hombres al responsable de los registros, quien, asombrado, exclamó:
—¡Cómo! ¿Dijo usted quemaduras en el 90 por ciento del cuerpo? —Sí, oyó bien —contesté—. En el 90 por ciento.
Luego de un prolongado silencio, me preguntó:
—¿Y están vivos?
—Sí, todavía.
—Envíelos aquí en seguida. En un minuto estuvieron listas dos ambulancias; en cada una irían un médico, una enfermera y uno de los accidentados. Yo subí a la primera que partió. Aunque el traslado sólo llevó diez minutos, me parecieron una eternidad. Además de cuidar que el hombre respirara sin dificultad, muy poco podía yo hacer por él. Trataba de no aspirar el hedor de su piel quemada y su aliento a licor. Él estaba del todo consciente, pero no podía mover nada, salvo los ojos.
Me quedé mirando largamente esos ojos. No intenté tranquilizar a aquel hombre; tampoco le pregunté si tenía miedo. Era obvio que no: sus ojos mostraban la resignación de quien lo ha perdido todo y no tiene nada más que perder.
Un equipo médico nos estaba esperando. Examinaron a los accidentados con presteza y a conciencia.
No hizo falta anestesiarlos. Al poco rato se determinó que el paciente X, quien resultó tener 35 años, había sufrido quemaduras de tercer grado en el 93 por ciento del cuerpo y las probabilidades de que muriera eran del 100 por ciento. El paciente Y, de 25 años, tenía quemaduras de tercer grado en el 85 por ciento del cuerpo y sus probabilidades de morir eran del 99 por ciento.
Todos se apresuraron a atender al paciente Y, en un esfuerzo desesperado por aumentar esa ínfima probabilidad de sobrevivir. Le colocaron un tubo en la tráquea para que pudiera respirar y le hicieron una canulación venosa a fin de medirle, minuto a minuto, el volumen de líquidos (las víctimas de quemaduras se deshidratan muy rápidamente). También le transfundieron sangre y le administraron suero. Todo se llevó a cabo con absoluta precisión.
En cuanto al paciente X, nada pudieron hacer por él, así que lo trasladaron a un cuarto contiguo. Yo no sabía cuál era mi paciente: ¿el X o el Y? En ese momento no importaba.
Mientras todos se concentraban en el paciente Y, fui a echar un vistazo al otro hombre. El cuarto estaba sumido en el silencio. Una enfermera vigilaba sentada junto al accidentado. Seguía vivo. Lo miré a los ojos;
era la primera vez que veía directamente a los ojos a un ser humano que estaba consciente de que iba a morir en pocas horas.
Salí de la unidad de quemaduras al amanecer. Hasta entonces me di cuenta de que hacía rato que había terminado mi turno. Me fui a acostar sin poder apartar de mi mente la imagen de esos ojos que me miraban sin expresión detrás de aquella máscara carbonizada. Recordar aquel penetrante olor a muerte me hizo sentir peor. Más tarde me enteré de que ambos habían muerto a las dos horas de haber ingresado en el hospital. Nunca supe cómo se llamaban.
Ahora, cuando bebo, procuro asegurarme siempre de que alguien conduzca por mí, y también trato de hacérselo entender a quienes creen que pueden conducir sin problema después de ingerir alcohol.
La lección es que conducir ebrio implica un grave riesgo que muchas personas se obstinan en no querer ver. A mí, un joven médico de urgencias, ese mensaje se me grabó la noche en que atendí a esos otros dos jóvenes cuyo destino quedó marcado desde el momento en que se pusieron, ebrios, al volante.
CONDENSADO DEL SOUTH CHINA MORNING POST (29-VII-1998), DE HONG KONG. C POR RODERICK LO.
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