! Que cultiven muchos huertos de esperanza para los jovenes de todo el mundo!-Un huehueteco apasionado por la historia-autor del blog
COSECHANDO SUEÑOS
Con poco más que carretillas y trabajo arduo, los jóvenes cultivaron un huerto que produjo un milagro.
POR JIM HUTCHISON
Selecciones del Reader´s Digest Abril de 1998
—ES UN DELEITE estar aquí, en el huerto —señala la maestra de biología Tammy Bird mientras se arrodilla junto a Mark Sarria, uno de sus alumnos.
Es una tarde de sábado y están desbrozando un terreno de 1000 metros cuadrados que se encuentra detrás del aboratorio de ciencias de la Escuela de Enseñanza Media Crenshaw, en la ciudad de Los Ángeles. Además de Mark, una veintena de adolescentes están trabajando en el huerto.
Después de hacer una pausa, Mark mira en torno suyo y dice en un tono de entusiasmo y asombro:
_iNi en nuestros sueños más fantasiosos imaginamos a dónde iba a llevarnos este huerto.
En junio de 1992, Tammy Bird se sintió angustiada por los alumnos de la Escuela Crenshaw. Esta institución, de cuyos 2700 estudiantes sólo la mitad se graduaban, había estado casi en
El centro del peor disturbio racial de la historia estadounidense, la ola de incendios premeditados, asesinatos y saqueos que ocurrió dos meses antesi a raíz del fallo absolutorio que un jurado dictó a favor de cuatro policias blancos que propinaron una golpiza a Rodney King, un ciudadano negro.
Estos chicos tienen muy poco, pensó la maestra, de 30 años, en los días que siguieron a los disturbios. Y ahora tienen aún menos.
Uno de ellos era Iván López, de 15 años, el cual cursaba el cuarto grado y a quien le encantaban los animales. Después de huir de Guatemala con su familia, su padre consiguió un empleo en la Ciudad de Nueva York, donde Iván nació. Ocho años después, la familia se mudó a California y con el tiempo se estableció en Los Ángeles. Iván presenció el incendio intencional de manzanas enteras.
Jaynell Grayson sintió ganas de llorar al ver los saqueos. Es estúpido incendiar el lugar donde uno vive, pensó. Cuando Jaynell tenía ocho años, su madre, que era soltera, fue encarcelada por vender drogas. La chica creció padeciendo grandes penurias y tuvo que aprender a valerse sola. Aun así, se negaba a ser arrastrada al fango. Su mayor temor no era sufrir una muerte violenta, sino que nadie se enorgulleciera de ella.
Otra alumna era Karla Becerra, la cual era tan tímida, que evitaba mirar a los ojos a la gente. Desde muy pequeña había querido ser maestra, pero en su turbulento barrio ese sueño parecía más lejano que nunca.
Desde que empezó a impartir clases, Tammy pensaba que los alumnos aprenden mejor con la práctica, así que un día organizó un "zoológico rodante" para llevar los animales a los chicos de los barrios pobres. Sin embargo, tenía otros proyectos que no había podido materializar por falta de tiempo y dinero. Ahora es el momento, se dijo. Estos muchachos necesitan ver surgir algo de entre las cenizas.
Melinda McMullen, ejecutiva de una prestigiosa agencia de relaciones públicas de Los Angeles, se enteró de lo que Tammy quería hacer y vio la oportunidad de ayudar. Al igual que ésta, los disturbios la habían impulsado a hacer algo. Dos meses después de la ola de violencia, se reunieron detrás del aula de la maestra. A las dos les pareció importante hacer que los alumnos cultivaran un huerto. Tammy creía que esta tarea les infundiría esperanza, y Melinda quería que se sintieran dueños de algo y que surgiera en ellos el espíritu de empresa. "La gente sólo se atreve a destruir su comunidad si no se siente parte de ella", señaló. "Estos chicos necesitan tener algo, aunque sólo sea una parcela".
En septiembre propusieron a los jóvenes cultivar un huerto después de clases, y Tammy ofreció como incentivo dar puntos adicionales a los participantes para mejorar su calificación en ciencias. Muchos de los alumnos se rieron disimuladamente, pero al final más de diez aceptaron participar, entre ellos Iván, Jaynell y Karla.
—Este huerto va a ser suyo —les dijo Tammy en su primera reunión—. ¿Qué esperan obtener de él?
—Queremos aportar algo a la comunidad —respondió uno.
Decidieron llamar "Alimentos del Barrio" a su tarea, cultivar hortalizas, sin usar productos químicos y distribuirlas entre los necesitados.
Punto de encuentro. El 3 de ouctubre, con unas herramientas que Melinda y Tammy compraron, los alumnos empezaron a desbrozar un terreno baldío que había detrás de su aula. Todos los días, después de clases, hendían con palas la tierra seca y agrietada y sacaban la maleza en carretillas. Al cabo de dos semanas sembraron tomates, calabazas, pimientos y diversas hierbas de olor.
Día con día los muchachos miraban con impaciencia el huerto, deseosos de que las plantas crecieran. Diez días después, Karla entró corriendo y anunció a voz en cuello:
—¡Están brotando!
Todos salieron en tropel a contemplar el primer asomo de verdor.
En el transcurso de las semanas siguientes, las florecidas plantas atrajeron mariposas, pájaros y algo mejor: una sensación de alivio y camaradería. Mientras se afanaban hombro con hombro, los jóvenes, hispanos y negros, se divertían y contribuían a una causa común.
Los padres acudían a ver dónde pasaban tanto tiempo sus hijos. Impresionados, se remangaban y se ponían a ayudar. Pronto los hermanos y hermanas de los alumnos se les unieron también y el lugar se convirtió en un punto de encuentro del barrio.
Otros estudiantes se mofaban de su esfuerzo. "Ese programa es para jornaleros", comentó uno de ellos. Pero al ver florecer sus cultivos, los jóvenes horticultores sentían crecer el compromiso con su tarea. Al poco tiempo ya trabajaban allí 30 muchachos.
Espíritu festivo. El 18 de diciembre de 1992 recogieron la primera cosecha. En la Nochebuena empacaron verduras en docenas de cajas y las enviaron a un centro de acopio de alimentos. Jaynell expresó la alegría que embargaba a todos: "Dar lo que hemos cultivado a quienes sufren hambre me hace sentir por primera vez el espíritu navideño—.
En los meses siguientes Tammy, Melinda y los alumnos afinaron los detalles de la nueva empresa. Los chicos decidieron donar 25 por ciento de las cosechas a los necesitados, y con las ganancias de la venta de lo restante, financiar becas para seguir estudiando. Cuanto más tiempo dedicara un joven al huerto, tendría mayor derecho de recibir una beca.
El primer sábado de abril de 1993, varios de los alumnos se encaminaron al mercado de verduras de Santa Mónica, un suburbio de gente adinerada de Los Ángeles. Montaron un puesto ante las miradas de curiosidad de los demás vendedores; sin embargo, nadie se detenía a comprar.
Los estudiantes al principio se mostraron desidiosos, pero luego uno de ellos, un muchacho alto y con gafas, abordó a un posible cliente.
—Hola —saludó, alargando la mano . Me llamo Ben Osborne. Somos alumnos de la Escuela Crenshaw y estamos aquí para tratar de ganar dinero y costearnos los estudios.
El hielo se rompió y en cuestión de horas sus productos se convirtieron en la novedad del mercado. Al final de la jornada, habían vendido todo y ganado 300 dólares.
Era un buen comienzo, pero las ganancias tendrían que aumentar mucho más. Para junio, el negocio sólo había redituado 600 dólares que debían dividirse entre los jóvenes que iban a graduarse, y esto después de que Tammy y Melinda hubiesen aportado 5000 dólares de su bolsillo. El sueño de los alumnos de reunir dinero para proseguir sus estudios parecía a punto de disiparse.
—Ya han sufrido muchas desilusiones —le comentó Tammy a Melinda más tarde—. No sé cómo conseguiremos el dinero, pero estoy segura de que el huerto es la solución.
Invaluable ayuda. En la junta que celebraban cada jueves por la tarde, Melinda les dijo a los estudiantes:
—Tenemos que encontrar otra manera de ganar dinero.
Entre las muchas ideas que surgieron, alguien propuso elaborar un aderezo para ensaladas.
—Cultivamos verduras para hacer ensaladas —convino Karla—. Así que, ¿por qué no producir algo para darles más sabor?
Melinda sabía que para emprender esa tarea iban a necesitar asesoría profesional, dinero y dedicar más tiempo al negocio.
—Voy a pedir un año sabático en mi trabajo —les anunció a los jóvenes.
Pensaba colaborar con ellos desde su casa y vivir de sus ahorros.
Mientras los alumnos experimentaban con especias, aceite y vinagre en el laboratorio de ciencias, Melinda fue a visitar las oficinas de Reconstruyamos Los Ángeles, una compañía de utilidad pública financiada por particulares. Allí la pusieron en contacto con Sweet Adelaide, una fábrica de aderezos para ensaladas. En cuanto los jóvenes crearon un aderezo italiano de buen sabor, esa fábrica adaptó la receta para producirlo en serie.
Esa Navidad, cuando los chicos se disponían a obsequiar alimentos a los necesitados, se llevaron la sorpresa de su vida: Reconstruyamos Los Angeles les había conseguido un donador que prometió darles 50,000 dólares para que echaran a andar su empresa.
Poco después Melinda recibió una llamada telefónica inesperada.
—Me llamo Norris Bernstein —dijo una voz—. Me gustaría ayudar a los estudiantes a vender su producto.
—¿Bernstein? —preguntó ella con incredulidad—. ¿El de los aderezos para ensaladas?
El fundador de Aderezos para Ensaladas Bernstein, una de las marcas de mayor venta en Estados Unidos, podría prestarles una ayuda invaluable si se convertía en su asesor en distribución y mercadotecnia.
Los chicos llamaron a su producto "Aderezo italiano cremoso, del huerto a su mesa". Bromar, mayorista de comestibles, se ofreció a distribuirlo. Más tarde, cuando los estudiantes quisieron promocionarse en supermercados y tiendas, Melinda consiguió que Aleyne Larner, gerente de ventas de una estación televisiva, les impartiera un curso rápido sobre comunicación profesional.
—Sólo disponen de unos segundos para influir en la gente les advirtió Aleyne—. En vez de pedir que les compren su aderezo porque quieren ir a la universidad, deben decir a los consumidores que están ofreciendo un buen producto.
Visitante distinguido. Jaynell estaba nerviosa cuando presentó el aderezo y el plan de ventas de los estudiantes ante un grupo de hombres elegantemente vestidos. Harold Rudnick, vicepresidente de Vons, una de las cadenas de tiendas de abarrotes más grandes del sur de California, quedó tan impresionado con la presentación de la chica, que decidió expender su producto. Otras cadenas también se ofrecieron a venderlo.
El 28 de abril de 1994, el aderezo apareció en el mercado y empezó a competir con las marcas ya conocidas. La buena aceptación por parte del público pronto se reflejó en las ventas.
En septiembre, en una junta con los alumnos, Melinda mencionó que Carlos, príncipe de Gales, visitaría Los Ángeles. Como éste tenía fama de interesarse en proyectos como el de los estudiantes de la Escuela Crenshaw, Carlos López, quien a los 14 años se unió a su hermano mayor, Iván, para trabajar en el huerto, propuso que lo invitaran.
El chico dejó una carta de invitación en el despacho del cónsul general británico, pensando que el príncipe no aceptaría, pero al cabo de 15 días recibieron notificación de que a Carlos lo complacería visitarlos.
Tres semanas antes de la visita del príncipe, empero, los alumnos abrieron su oficina y la encontraron hecha ruinas. Las ventanas estaban rotas y los cables arrancados de las paredes. Unos ladrones se habían llevado aparatos de fax, computadoras, impresoras y demás objetos de valor.
Los muchachos recorrieron el aula aturdidos o llorando, convencidos de que era el fin de su sueño. En eso, Ben Osborne rompió el silencio.
—Lo que no te mata, te hace fuerte —dijo—. Reconstruiremos esto y lo haremos marchar aún mejor.
La comunidad se puso furiosa por el robo. Varias empresas donaron dinero para ayudar a reemplazar el equipo, y muchas personas acudieron a arrimar el hombro. Para la noche del día siguiente, la oficina de los alumnos estaba de nuevo en pie.
Al mediodía del 1 de noviembre, Carlos López saludó de mano al príncipe de Gales y lo acompañó a recorrer el aula que hacía las veces de oficina. Los jóvenes habían elegido a Karla Becerra, a quien se le había quitado lo tímida, para que le mostrara el huerto. Mientras la chica le explicaba lo que cultivaban, se vieron cercados por una turba de reporteros. El invitado los apartó con un ademán y en seguida se volvió a decirle a Karla:
—¡Están pisoteando la lechuga!
Durante el animado almuerzo con que lo agasajaron en el huerto, el príncipe comió de la ensalada y el aderezo preparado por los estudiantes... y dejó limpio el plato.
—Me encanta su huerto —les dijo a los jóvenes.
El cónsul general británico les envió de regalo una camioneta.
Gran logro. En junio de 1996, Mercedes López, madre de Carlos, abrazó a la maestra Tammy Bird cuando su hijo recibió su diploma.
—Gracias por inspirar a mis hijos. —le dijo llorando—. Usted les demostró que si trabajan con tesón, pueden hacer realidad sus sueños.
Somos los empresarios de moda —comentó Carlos muy sonriente.
Hoy, gracias a la beca que recibió por participar en Alimentos del Barrio, cursa el segundo grado de la carrera de periodismo.
Los nuevos participantes esperan que el huerto también les permita a ellos realizar su sueño de ir a la universidad. Y su confianza es justificada: en 1997, 39 alumnos vendieron 10,000 cajas de aderezo para ensaladas. Dependiendo de los años que lleve trabajando en el huerto, cada uno de los 25 jóvenes que en la actualidad colaboran allí obtendrá una beca de entre 3000 y 12,000 dólares.
Ni uno solo de los horticultores ha abandonado los estudios, lo cual es una marca asombrosa para una escuela pobre como la suya. Entre los que han salido adelante figuran Iván Lopez, quien espera terminar la carrera de zoología, y Karla Becerra, que planea trabajar como maestra de primaria al concluir la universidad. Jaynell Grayson, quien colaboró un tiempo en la división de noticias de la cadena CBS, es ahora motivo de orgullo para mucha gente.
Los muchachos sembraron semillas de esperanza —expresa la maestra Tammy . Y lo que cosecharon fue valor y determinación. ¿Quién habría de imaginar que saldrían tantas cosas buenas de un huerto?
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