¡SÉ LO QUE ES UNA CÁRCEL JAPONESA!
POR J.B.POWELL
FEBRERO DE 1943
LA CRUELDAD de sus carceleros japoneses de Shangai—digna apenas de los bárbaros e insensibles verdugos de la Edad Media—, le hizo perder a J. B. Powell ambos pies casi por completo. Al ingresar enla cárcel,pesaba 68 kilos;,en tres meses, debido a la comida que allí le daban, quedó pesando sólo 36. En junio del año pasado, volvió a los Estados Unidos, con otros repatriados, a bordo del Gripsholm: Actualmente, se halla convaleciendo en un hospital de Nueva York. .
En Shangai, donde se estableció en 1917, J. B. Powell había llegado a ser uno de los periodistas extranjeros más conocedores de China. La inflexible rectitud de los dos periódicos que dirigía—The China Weekly y The China Press—, bien así como los hechos que sacó a luz en ellos, le valieron el odio de los japoneses. En 1941, escapó por un pelo de morir destrozado por la granada de mano con que trataron de asesinarlo.
FEBRERO DE 1943
LA CRUELDAD de sus carceleros japoneses de Shangai—digna apenas de los bárbaros e insensibles verdugos de la Edad Media—, le hizo perder a J. B. Powell ambos pies casi por completo. Al ingresar enla cárcel,pesaba 68 kilos;,en tres meses, debido a la comida que allí le daban, quedó pesando sólo 36. En junio del año pasado, volvió a los Estados Unidos, con otros repatriados, a bordo del Gripsholm: Actualmente, se halla convaleciendo en un hospital de Nueva York. .
En Shangai, donde se estableció en 1917, J. B. Powell había llegado a ser uno de los periodistas extranjeros más conocedores de China. La inflexible rectitud de los dos periódicos que dirigía—The China Weekly y The China Press—, bien así como los hechos que sacó a luz en ellos, le valieron el odio de los japoneses. En 1941, escapó por un pelo de morir destrozado por la granada de mano con que trataron de asesinarlo.
EN LA MANANA del 20 de diciembre de 1941, se presentaron en mi cuarto del Hotel Metropole de Shangai seis agentes secretos japoneses. Ello no me sorprendió, porque ya las oficinas de The China Weekly Review y de The China Press habían sido clausuradas por los Nipones.,
Después que los gendarmes hubieron practicado un registro en la habitación y abarrotado una maleta con mis papeles, me pidieron que fuese con ellos a la jefatura de policía para someterme a un interrogatorio. Hacía frío, y de haber yo sabido lo que me esperaba, no hubiera salido con unos calcetines tan finos y un abrigo ligero.
Los gendarmes me llevaron a la Bridge House (la Casa del Puente), una gran casa de pisos que los japoneses habían convertido secretamente en cárcel.
Me vi encerrado en la celda de la que no saldría sino dos meses después, y baldado para toda la vida. Había allí como cuarenta personas amontonadas en un espacio de 5.50 por 3.65 metros. Tenían que sentarse en el suelo en apretadas hileras. Eran, en su gran mayoría, chinos. Entre mis compañeros de encierro se hallaba, sin embargo, Rudolph Mayer, hermano del empresario de películas de Hollywood. Mayer pidió a unos chinos que se apretujaran un poca más y así pude sentarme en un rincón, con la espalda contra la pared, lo cual, era mejor que estar sentado en medio del cuarto, hecho punto menos que un ovillo., Mayer me comunicó que el hueco que me cedieron lo ocupaba la víspera un coreano que había fallecido de septicemia.
No tardaron en llevarme a uno de los pisos altos donde un oficial me hizo preguntas y más preguntas acerca de mi vida, especialmente sobre los veinticinco años que había pasado en China. Aquél fué el primero de los muchos interrogatorios que se sucedieron dos o tres veces por semana, a menudo en las altas horas de la noche.
Una y otra vez se empeñaron los japoneses en probar que yo estaba complicado en las actividades del servicio secreto militar de los Estados Unidos y del de la Gran Bretaña. Me dijeron que se habían hallado documentos que demostraban que el agregado naval norteamericano me había pagado 85.000 peSos chinos, lo cual era absurdo.
Los oficiales investigadores me trataron a menudo con insultante arrogancia, pero tuve la suerte de que no se me apaleara. En comparación con la monotonía e inmundicia que me aguardaban en la celda, aquellas escaramuzas con los oficiales no dejaban de tener su lado agradable,
Había hacinados, en sólo doce celdas, quinientos hombres y mujeres. En mi celda se veía, a lado y lado, una hilera de gruesos postes de madera, colocados de seis en seis centímetros. Una hilera tenía 17 postes; la otra, 25. ¡Si no los conté mil veces, no los conté ninguna!
Día y noche permanecíamos sentados en el duro entarimado. Sentíamos helársenos los pies, en los que solamente llevábamos los calcetines, pues, siguiendo la costumbre japonesa, habíamos tenido que quitarnos Y entregar los zapatos, que estaban afuera, amontonados en el corredor. Para que cupiesen más presos en cada celda, y también para que los guardas pudieran contarlos con más facilidad, nos habían mandado que nos sentáramos con las piernas encogidas. A veces éramos tantos en la celda, que algunos tenían que quedarse de pie.
Cuando uno violaba el reglamento, se nos castigaba a todos haciéndonos permanecer sentados sobre los pies, con la cabeza agachada. Los japoneses están acostumbrados a sentarse así desde niños, pero para los que no lo están resulta una insufrible tortura. Algunos de los de mi celda, después de pasar unas horas así sentados, se quedaban sin poder andar por varios días. Como teníamos que sentarnos cara a Tokio, le dimos a ese castigo el nombre de «postura de rodillas del Nuevo Orden».
Debíamos guardar completo silencio. Como a los chinos les es imposible estarse callados, era frecuente que los guardas los pillaran hablando. Al que sorprendían así, le arreaban una paliza. Menudeaban éstas de tal modo, que rara era la vez que no hubiese un chino recibiendo la suya. Por la noche oíamos los quejidos que lanzaban en las otras celdas los infelices a quienes les había tocado el turno. A un preso chino que gozaba del régimen de favor que les concedían a los de conducta ejemplar, lo sorprendieron metiendo cigarrillos de contrabando. Tal fué la paliza que llevó, que estuvo una semana sin poder tenerse en pie. A poco le dio el beriberi, y murió en nuestra celda. A otro chino, al cual le habían encontrado encima algún dinero, lo golpearon con un garrote hasta que éste quedó hecho astillas en la mano del guarda, y la cara de la víctima convertida en papilla. Presencié la escena, y conté los garrotazos: fueron ochenta y cinco.
A mí no llegaron a pegarme; pero sí me largaron una vez una bofetada soberana.
Los inviernos en Shangai son fríos, y en aquella cárcel no había calefacción. A eso de las nueve de la noche, los guardas traían unas cuantas mantas que todos se disputaban. Dos, y hasta seis presos, apiñándose de un modo inverosímil, lograban cubrirse con una sola manta. A la mañana siguiente nos las quitaban de nuevo. Algunas noches frías, no nos daban ni siquiera una manta.
El arroz del desayuno era bueno, caliente y bien sazonado, pero el que nos daban al mediodía y por la noche estaba frío y apelmazado. Algunas veces encontrábamos en el arroz uno que otro trocito de arenque, casi siempre una cabeza. Nuestro mayor tormento era la sed. Aunque se nos daba un té infernal todos los días, el agua no la probábamos siquiera.
Mas, lo peor de todo lo que teníamos que soportar era la asquerosa inmundicia en que vivíamos. No podíamos lavarnos, salvo en las raras ocasiones en que nos sacaban de la celda. Las condiciones en que teníamos que satisfacer ciertas necesidades corporales se resisten a toda descripción. Para los veinticinco o cuarenta seres humanos que nos apiñábamos en la celda, no había más que una burda caja en un rincón, a la vista de todo el mundo. El hedor era nauseabundo. Otra cosa había a la que nosotros los «extranjeros» no podíamos acostumbrarnos: la indigna y repelente promiscuidad que nos ponía en el caso de salvar el pudor de las mujeres que con nosotros compartían aquel suplicio, formando en torno de la letrina un cerco con nuestras espaldas vueltas hacia ella.
Algunos de los hombres de nuestra celda padecían de enfermedades venéreas en sus formas más repulsivas. Los japoneses les hacían las curas sin pizca de recato a la vista de todo el mundo, lo mismo hombres que mujeres.
A menudo sacaban a las mujeres chinas que había en nuestra celda para interrogarlas. A veces volvían magulladas y sangrando, y se echaban en el frío y sucio suelo a sollozar sordamente.
Me sorprendió ver que había muchos presos japoneses entre nosotros. Unos eran soldados que cumplían arresto por embriaguez; otros, antiguos empleados de empresas extranjeras a quienes las autoridades niponas trataban de arrancar ciertos informes. No se les trataba mejor que a los demás. Yo mismo vi a un gendarme darle de palos a un soldado japonés hasta dejarlo sin sentido.
Uno de mis compañeros de celda era un oficial inglés retirado, que estaba horriblemente cubierto de granos. Todavía me parece estar oyéndole repetir toda la noche el padrenuestro.
Había una verdadera epidemia de diviesos. Por lo común, los japoneses no les hacían maldito caso, aunque de vez en cuando se dejaba caer por allí un practicante que, armado de un par de tenacillas, se hartaba de apretar forúnculos. La asistencia facultativa que recibíamos de los japoneses se reducía a la administración de aspirina y a la aplicación externa del mercurocromo. Fuera lo que fuera la enfermedad que nos aquejara... allá iban las tabletas de aspirina. Una enfermera japonesa se ocupaba en embadurnar con mercurocromo las regiones infectadas y las llagas... cuando uno tenía la buena suerte de detenerla al pasar.
Un dedo se me hinchó descomunalmente a causa de un padrastro que se me había enconado. Después de suplicar durante dos semanas que me curaran, me llevaron a la enfermería. Sin aplicarme anestésico alguno, un médico militar japonés recortó con un par de tijeras la parte infectada y la pintó con mercurocromo. Andando el tiempo se cicatrizó la herida.
No teníamos otra cosa que hacer como no fuera estar sentados o arrodillados, de cara a Tokio... y pensar en nuestras penas, o hablar en voz baja cuando estábamos seguros de que el carcelero no podía oírnos. Alguna que otra vez, alguien iniciaba un juego de palabras, que nunca duraba mucho. No se nos permitía leer nada.
De vez en cuando, quizás una docena de veces durante todo el tiempo que estuve preso, si hacía buen tiempo, nos sacaban al patio para que camináramos un poco, o para que hiciéramos ejercicios de calistenia japonesa. En aquel patio estaban las perreras en que los japoneses encerraban a sus sabuesos adiestrados. Solíamos detenernos ante ellas y hacer fiestas a los animales, que nos daban amistosamente la mano. Parecía que nos querían más que a sus amos.
Después que los gendarmes hubieron practicado un registro en la habitación y abarrotado una maleta con mis papeles, me pidieron que fuese con ellos a la jefatura de policía para someterme a un interrogatorio. Hacía frío, y de haber yo sabido lo que me esperaba, no hubiera salido con unos calcetines tan finos y un abrigo ligero.
Los gendarmes me llevaron a la Bridge House (la Casa del Puente), una gran casa de pisos que los japoneses habían convertido secretamente en cárcel.
Me vi encerrado en la celda de la que no saldría sino dos meses después, y baldado para toda la vida. Había allí como cuarenta personas amontonadas en un espacio de 5.50 por 3.65 metros. Tenían que sentarse en el suelo en apretadas hileras. Eran, en su gran mayoría, chinos. Entre mis compañeros de encierro se hallaba, sin embargo, Rudolph Mayer, hermano del empresario de películas de Hollywood. Mayer pidió a unos chinos que se apretujaran un poca más y así pude sentarme en un rincón, con la espalda contra la pared, lo cual, era mejor que estar sentado en medio del cuarto, hecho punto menos que un ovillo., Mayer me comunicó que el hueco que me cedieron lo ocupaba la víspera un coreano que había fallecido de septicemia.
No tardaron en llevarme a uno de los pisos altos donde un oficial me hizo preguntas y más preguntas acerca de mi vida, especialmente sobre los veinticinco años que había pasado en China. Aquél fué el primero de los muchos interrogatorios que se sucedieron dos o tres veces por semana, a menudo en las altas horas de la noche.
Una y otra vez se empeñaron los japoneses en probar que yo estaba complicado en las actividades del servicio secreto militar de los Estados Unidos y del de la Gran Bretaña. Me dijeron que se habían hallado documentos que demostraban que el agregado naval norteamericano me había pagado 85.000 peSos chinos, lo cual era absurdo.
Los oficiales investigadores me trataron a menudo con insultante arrogancia, pero tuve la suerte de que no se me apaleara. En comparación con la monotonía e inmundicia que me aguardaban en la celda, aquellas escaramuzas con los oficiales no dejaban de tener su lado agradable,
Había hacinados, en sólo doce celdas, quinientos hombres y mujeres. En mi celda se veía, a lado y lado, una hilera de gruesos postes de madera, colocados de seis en seis centímetros. Una hilera tenía 17 postes; la otra, 25. ¡Si no los conté mil veces, no los conté ninguna!
Día y noche permanecíamos sentados en el duro entarimado. Sentíamos helársenos los pies, en los que solamente llevábamos los calcetines, pues, siguiendo la costumbre japonesa, habíamos tenido que quitarnos Y entregar los zapatos, que estaban afuera, amontonados en el corredor. Para que cupiesen más presos en cada celda, y también para que los guardas pudieran contarlos con más facilidad, nos habían mandado que nos sentáramos con las piernas encogidas. A veces éramos tantos en la celda, que algunos tenían que quedarse de pie.
Cuando uno violaba el reglamento, se nos castigaba a todos haciéndonos permanecer sentados sobre los pies, con la cabeza agachada. Los japoneses están acostumbrados a sentarse así desde niños, pero para los que no lo están resulta una insufrible tortura. Algunos de los de mi celda, después de pasar unas horas así sentados, se quedaban sin poder andar por varios días. Como teníamos que sentarnos cara a Tokio, le dimos a ese castigo el nombre de «postura de rodillas del Nuevo Orden».
Debíamos guardar completo silencio. Como a los chinos les es imposible estarse callados, era frecuente que los guardas los pillaran hablando. Al que sorprendían así, le arreaban una paliza. Menudeaban éstas de tal modo, que rara era la vez que no hubiese un chino recibiendo la suya. Por la noche oíamos los quejidos que lanzaban en las otras celdas los infelices a quienes les había tocado el turno. A un preso chino que gozaba del régimen de favor que les concedían a los de conducta ejemplar, lo sorprendieron metiendo cigarrillos de contrabando. Tal fué la paliza que llevó, que estuvo una semana sin poder tenerse en pie. A poco le dio el beriberi, y murió en nuestra celda. A otro chino, al cual le habían encontrado encima algún dinero, lo golpearon con un garrote hasta que éste quedó hecho astillas en la mano del guarda, y la cara de la víctima convertida en papilla. Presencié la escena, y conté los garrotazos: fueron ochenta y cinco.
A mí no llegaron a pegarme; pero sí me largaron una vez una bofetada soberana.
Los inviernos en Shangai son fríos, y en aquella cárcel no había calefacción. A eso de las nueve de la noche, los guardas traían unas cuantas mantas que todos se disputaban. Dos, y hasta seis presos, apiñándose de un modo inverosímil, lograban cubrirse con una sola manta. A la mañana siguiente nos las quitaban de nuevo. Algunas noches frías, no nos daban ni siquiera una manta.
El arroz del desayuno era bueno, caliente y bien sazonado, pero el que nos daban al mediodía y por la noche estaba frío y apelmazado. Algunas veces encontrábamos en el arroz uno que otro trocito de arenque, casi siempre una cabeza. Nuestro mayor tormento era la sed. Aunque se nos daba un té infernal todos los días, el agua no la probábamos siquiera.
Mas, lo peor de todo lo que teníamos que soportar era la asquerosa inmundicia en que vivíamos. No podíamos lavarnos, salvo en las raras ocasiones en que nos sacaban de la celda. Las condiciones en que teníamos que satisfacer ciertas necesidades corporales se resisten a toda descripción. Para los veinticinco o cuarenta seres humanos que nos apiñábamos en la celda, no había más que una burda caja en un rincón, a la vista de todo el mundo. El hedor era nauseabundo. Otra cosa había a la que nosotros los «extranjeros» no podíamos acostumbrarnos: la indigna y repelente promiscuidad que nos ponía en el caso de salvar el pudor de las mujeres que con nosotros compartían aquel suplicio, formando en torno de la letrina un cerco con nuestras espaldas vueltas hacia ella.
Algunos de los hombres de nuestra celda padecían de enfermedades venéreas en sus formas más repulsivas. Los japoneses les hacían las curas sin pizca de recato a la vista de todo el mundo, lo mismo hombres que mujeres.
A menudo sacaban a las mujeres chinas que había en nuestra celda para interrogarlas. A veces volvían magulladas y sangrando, y se echaban en el frío y sucio suelo a sollozar sordamente.
Me sorprendió ver que había muchos presos japoneses entre nosotros. Unos eran soldados que cumplían arresto por embriaguez; otros, antiguos empleados de empresas extranjeras a quienes las autoridades niponas trataban de arrancar ciertos informes. No se les trataba mejor que a los demás. Yo mismo vi a un gendarme darle de palos a un soldado japonés hasta dejarlo sin sentido.
Uno de mis compañeros de celda era un oficial inglés retirado, que estaba horriblemente cubierto de granos. Todavía me parece estar oyéndole repetir toda la noche el padrenuestro.
Había una verdadera epidemia de diviesos. Por lo común, los japoneses no les hacían maldito caso, aunque de vez en cuando se dejaba caer por allí un practicante que, armado de un par de tenacillas, se hartaba de apretar forúnculos. La asistencia facultativa que recibíamos de los japoneses se reducía a la administración de aspirina y a la aplicación externa del mercurocromo. Fuera lo que fuera la enfermedad que nos aquejara... allá iban las tabletas de aspirina. Una enfermera japonesa se ocupaba en embadurnar con mercurocromo las regiones infectadas y las llagas... cuando uno tenía la buena suerte de detenerla al pasar.
Un dedo se me hinchó descomunalmente a causa de un padrastro que se me había enconado. Después de suplicar durante dos semanas que me curaran, me llevaron a la enfermería. Sin aplicarme anestésico alguno, un médico militar japonés recortó con un par de tijeras la parte infectada y la pintó con mercurocromo. Andando el tiempo se cicatrizó la herida.
No teníamos otra cosa que hacer como no fuera estar sentados o arrodillados, de cara a Tokio... y pensar en nuestras penas, o hablar en voz baja cuando estábamos seguros de que el carcelero no podía oírnos. Alguna que otra vez, alguien iniciaba un juego de palabras, que nunca duraba mucho. No se nos permitía leer nada.
De vez en cuando, quizás una docena de veces durante todo el tiempo que estuve preso, si hacía buen tiempo, nos sacaban al patio para que camináramos un poco, o para que hiciéramos ejercicios de calistenia japonesa. En aquel patio estaban las perreras en que los japoneses encerraban a sus sabuesos adiestrados. Solíamos detenernos ante ellas y hacer fiestas a los animales, que nos daban amistosamente la mano. Parecía que nos querían más que a sus amos.
Dije que no teníamos nada que hacer, pero ello no es rigurosamente
cierto, ya que todos nos pasábamos muchas horas del día en la amena
ocupación de dar caza a los piojos que pululaban en nuestra ropa. A
menudo hacíamos apuestas a ver quién atrapaba más. Rudolph Mayer solía
ganarlas, con una anotación de 600 a 100. Como nosotros, los extranjeros, no podíamos comer el arroz frío y apelmazado del mediodía,
lo que hacíamos era cambiarlo con los chinos—que son espulgadores
diestros—a razón de una taza de arroz por cada camiseta limpia de
piojos. Todavía no puedo explicarme cómo no se propagó el tifus en esa
cárcel, como el fuego en un pajar.
A poco de estar en la prisión, los pies empezaron a dolerme, sobre todo
en los talones. El dolor se volvió tan agudo, que se me hizo imposible
ponerme los zapatos cuando nos sacaban a hacer ejercicio, o cuando me
llevaban arriba a ser interrogado. Como no había indicio ni síntoma
visible alguno, el médico japonés se limitó a reírse de mí cuando me
examinó.
El 26 de febrero fuí trasladado junto con otros siete extranjeros, a la
nueva cárcel de Kian Guan. Nos cortaron el pelo y nos afeitaron... por
vez primera en dos meses.
La prisión de Kian Guan se componía de celdas individuales. La mía era
de un metro y medio por tres. No tenía cama, y como no había caiefacción
en el edificio, y el cemento fresco estaba aún húmedo, sufría yo lo
indecible en el fríjido suelo. En lo alto de una pared había un pequeño
tragaluz con barrotes, pero me era imposible llegar a él con los ojos ni
saltar lo bastante alto para asomarme.
Como es de suponer, mi celda tenía unun rincón la consabida caja
maloliente. A la semana de llegado a Kian Guan se me agravó de tal modo
el estado de los pies, que sólo a rastras podía acercarme a la letrina.
Al cabo de unas tres semanas, vinieron a examinarme dos médicos
militares japoneses, y me pusieron una inyección hipodérmica. Los pies
se me habían vuelto amoratados.
A fines de marzo me trasladaron en camilla al Hospital General de Shangai. Se me habían podrido los pies, en el sentido literal de la palabra. La amputación resultó fácil porque ya la enfermedad se había adelantado a la cuchilla del cirujano, desarticulándome una falange por aquí, comiéndome un dedo por allá.
Los japoneses no hacían más que fotografiarme, y, al efecto, me obligaban a cubrirme las manos para que no se viera que eran sólo huesos y pellejo. Yo les pedía que me fotografiasen los pies, amputados casi hasta el talón, pero se negaron a hacerlo.
En junio, gracias a los buenos oficios de amigos y periodistas en los Estados Unidos, se me permitió repatriarme, junto con otros norteamericanos canjeados por japoneses detenidos en los Estados Unidos.
Según mi médico, con diez días más que hubiera pasado en cárceles niponas, no estaría yo aquí para hacer esta crónica de la inmundicia, estupidez e inhumanidad con que los japoneses martirizan a los desgraciados que caen en sus garra
A fines de marzo me trasladaron en camilla al Hospital General de Shangai. Se me habían podrido los pies, en el sentido literal de la palabra. La amputación resultó fácil porque ya la enfermedad se había adelantado a la cuchilla del cirujano, desarticulándome una falange por aquí, comiéndome un dedo por allá.
Los japoneses no hacían más que fotografiarme, y, al efecto, me obligaban a cubrirme las manos para que no se viera que eran sólo huesos y pellejo. Yo les pedía que me fotografiasen los pies, amputados casi hasta el talón, pero se negaron a hacerlo.
En junio, gracias a los buenos oficios de amigos y periodistas en los Estados Unidos, se me permitió repatriarme, junto con otros norteamericanos canjeados por japoneses detenidos en los Estados Unidos.
Según mi médico, con diez días más que hubiera pasado en cárceles niponas, no estaría yo aquí para hacer esta crónica de la inmundicia, estupidez e inhumanidad con que los japoneses martirizan a los desgraciados que caen en sus garra
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