viernes, 22 de enero de 2016

A ORILLAS DEL RIO KWAI- UNA MUJER EN SHANGRI-LA

A ORILLAS DEL RIO KWAI-
 Ernest GORDON

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LA IGLESIA SIN PAREDES
No sabría decir cuándo se construyó la iglesia de Chungkai. Quizá "construir" no sea la palabra adecuada, porque no se trataba más que de un claro en la selva. Tenía por techo la gran bóveda del firmamento, y por paredes el bosque de bambú. No había puertas. Uno podía entrar por cualquier parte. Todo era puerta.
No era fácil distinguir cuándo estaba uno en la iglesia y cuando no. Recuerdo haber observado a' dos prisioneros de guerra que llevaban una carga de bambú a través del vecindario. Mientras iban andando, uno de ellos le dijo al otro: "Quítate el sombrero, Joe, que estás en la casa de Dios."
La iglesia era una fraternidad de los que venían, en libertad y en amor, a reconocer su debilidad, a buscar la presencia de Dios, y a orar por sus hermanos. El único requisito de membresía era confesar a Jesucristo como Señor. La iglesia incluía a metodistas, bautistas, episcopales, presbiterianos, congregacionalistas y ex agnósticos.
Entre los bautizados, había dos chinos. Las tropas británicas los habían encontrado, todavía vivos, en una playa donde los japoneses habían realizado una masacre. Los soldados los trajeron a Changi, los vistieron con uniformes británicos y los equiparon con documentación falsa. Quedaron incorporados a la vida del campamento y continuaron con nosotros a Chungkai. Aquí quedaron tan impresionados por lo que habían visto y oído de los ejemplos de sus compañeros cristianos quo pidieron ser admitidos en la iglesia.
Al menos según podíamos ver la mayoría de nosotros, podían darse tres definiciones de "iglesia". Estaba por un lado la iglesia compuesta por leyes, prácticas, libros, bancos, púlpitos, paredes y campanarios; la iglesia adornada con todas las galas del estado. Estaba también la iglesia compuesta de credos, catecismos, profesores de teología, una iglesia caracterizada por un gran volumen de palabras.
Finalmente, estaba la iglesia del espíritu, llamada a salir del mundo para vivir en él en razón de su gozosa respuesta a la iniciativa del amor de Dios. Esa iglesia no tenía el ambiente de tribunal ni de aula magistral sino de una divina humanidad. Existía dondequiera que estuviera el amor de Cristo. El templo físico y el conocimiento doctrinal son necesarios, pero ambos son materia muerta sin la iglesia que es comunión, la fraternidad del pueblo de Dios.
La nuestra era una iglesia del espíritu. Era el corazón palpitante que le daba vida al campamento y en gran medida había transformado una masa de individuos atemorizados en una verdadera comunidad. De ella recibíamos la inspiración que hacía posible la vida. Esa inspiración no era meramente una agradable sensación de optimismo y fervor sino literalmente el Espíritu Santo inspirando a los hombres y capacitándoles a vivir vidas más nobles, a ser vecinos bondadosos, a crear el mejoramiento para el bien de los demás, incluyendo aspectos tan terrenales como aprender a cocinar mejor el arroz. Los frutos del Espíritu Santo eran claramente visibles, "amor, gozo, paciencia, benignidad, paz, bondad, y fe".
En uno de los extremos del claro, manos piadosas habían tallado una mesa de comunión hecha con bambú, sobre la cual había una cruz y una lámpara. La cruz era un pedazo de madera tallada; la lámpara era un envase de lata con un cordón de zapato como mecha. Unas palmeras protegían este sector de las inclemencias del tiempo.
Estos símbolos eran muy significativos para nosotros. La mesa de comunión nos recordaba la sagrada fraternidad a la que pertenecíamos, una comunidad que existía por el sacrificio de quien es Señor de la Iglesia y de los que le habían seguido como apóstoles y discípulos. Nos congregábamos en torno a la mesa con la visible evidencia de su presencia entre nosotros para sanar, restaurar y salvar. La cruz nos señalaba al Padre celestial y a la vez abría su brazos para abarcarnos a todos como expresión de ese amor del cual nada nos puede arrebatar.
Cuando la luz de la lámpara titilaba en la oscuridad tropical, brindándonos la única claridad de que disponíamos para nuestro culto, nos recordaba la vida de quien es la luz de los hombres, "aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre% la luz que no se apaga.
No tomé conciencia de la existencia de esta iglesia hasta que el reverendo Alfredo Webb llegó con un contingente de prisioneros de otro campamento. Inició un eficiente ministerio y rápidamente se ubicó como pastor sabio y afectuoso de una congregación en permanente crecimiento. Se enteró de mis charlas y actividades de grupo y me invitó amablemente a colaborar con él.
 
 

miércoles, 15 de marzo de 2017

LA IGLESIA EN LA JUNGLA- 2 GUERRA MUNDIAL

A ORILLAS DEL RIO KWAI
LA IGLESIA SIN PAREDES 
ERNEST GORDON

Recuerdo a un compañero de prisión en mi barraca que se estaba muriendo de malaria cerebral. Mientras se daba vueltas y se retorcía en el jergón, mantenía una conversación con alguien ausente. Aparentemente, se le había dado la orden de matar a un malayo, acusado de espía, por razones de seguridad.
Su conversación era algo así: "Por supuesto que tenía que matarlo. No había otra cosa que hacer. Pero antes que le disparara a la cabeza, me miró, y sus ojos suplicaban misericordia. No tuve compasión de él cuando me la pedía. El no puede perdonarme; su esposa no puede perdonarme; nadie puede perdonarme?'
Seguía así durante horas, reflexionando en este tenor. A medida que se aproximó a las profundidades más oscuras del valle se acalló y de pronto exclamó: "Pero sí estoy perdonado. Tú me has dado la paz."
Estaba en paz, y en paz murió.
Para darnos tranquilidad, ante experiencias como esta, nos reuníamos en torno a la oración de clausura en nuestro culto vespertino:
"Oh, Señor, susténtanos durante todo el tiempo de esta vida de molestias, hasta que las sombras se alarguen y llegue la noche y se aquiete el mundo bullicioso y la fiebre de la vida se calme, y nuestra obra esté cumplida. Luego, Señor, en tu misericordia, bríndanos refugio seguro, un santo reposo y paz; por Jesucristo nuestro Señor."
Cuando pronunciábamos el Padre Nuestro, tropezábamos con la frase: "Y perdona nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores." [En inglés se usan los términos "ofensas" y "ofensores" en lugar de "deudas" y "deudores".] No sólo porque algunos de nosotros éramos de procedencia escocesa y acostumbrábamos a decir "deudas" y "deudores". Era también porque significaba que debíamos perdonar a los japoneses.
Habíamos aprendido en nuestra lectura de la Biblia que Jesús también tenía sus enemigos del mismo modo que nosotros teníamos los nuestros. Pero había una diferencia: El amaba a sus enemigos.
El oraba por ellos. Aun mientras traspasaban sus manos y sus pies con clavos, exclamó: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen."
Nosotros odiábamos a nuestros enemigos. Habíamos pasado mucho tiempo maquinando una interesante variedad de castigos que nos satisfacían. Podíamos maravillarnos ante la manera en que Jesús perdonaba. Pero hacerlo nosotros mismos estaba más allá de nuestro alcance.
La primera vez que participé de la comunión fue inolvidable. Con el corazón expectante, los hombres habían venido para recibir la fortaleza que sólo Dios puede dar. Los símbolos eran nuestro sustento diario: arroz horneado como un pan y agua de arroz fermentado. Se dijeron las solemnes palabras:
Que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó pan; y habiendo dado gracias, lo partió, y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo que por vosotros es partido; haced esto en memoria de mí.
Partíamos el pan- a medida que lo íbamosrecibiendo, pasándolo luego a nuestro compañero.
Los símbolos fueron colocados nuevamente enla mesa, se dijo una oración de acción de gracias,
se cantó un himno y se dio la bendición. Nos deslizamos quedamente hacia el silencio melodioso de la noche, atesorando, mientras nos íbamos, nuestra experiencia de comunión con los santos. El Espíritu Santo nos había hecho uno con nuestro prójimo, con nuestras familias, con los creyentes de todas las naciones y de todas las épocas, uno con los discípulos.
Mientras tanto, nuestro futuro era imprevisible. No sabíamos qué podían estar reservándonos los japoneses. No teníamos ninguna seguridad de que volveríamos a nuestros hogares y a ver a quienes amábamos.
Pero sucediera lo que sucediese, sabíamos que nuestro líder Jesús no nos fallaría nunca. Tal como había sido fiel a sus discípulos en el primer siglo, nos sería fiel a nosotros en el siglo veinte

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