viernes, 27 de octubre de 2023

EL TESORO DE LOS INCAS 50-52

 EL TESORO DE LOS INCAS

EMILIO SALGARI

ITALIA

50-52

—¿Pero de dónde sale toda esta agua? —preguntó Burthon.

—¿Quién va a saberlo? Probablemente de los grandes depósitos que se esconden bajo la corteza terrestre y que forman las corrientes de los ríos.

—¡Silencio! —exclamó en aquel instante O’Connor—. Se oye un rumor especial.

El ingeniero aplicó el oído, inclinándose sobre la superficie del agua. A lo lejos oíase un sordo fragor producido, al parecer, por caída de aguas.

—¿Habrá aquí una catarata? —Preguntó Burthon.

—No sería imposible —respondió el ingeniero.

—¿Y si no pudiésemos salvarla?

—Si pasaron los incas, pasaremos también nosotros.

La corriente, que poco antes apenas era perceptible, tornábase rapidísima conforme iban avanzando, y el fragor hacíase realmente formidable. Los cuatro exploradores, no sabiendo con certeza la causa de todo ello, sentían cada vez mayor inquietud. Aquel peligro desconocido, quizá insuperable para su barco, tal vez terrible, aterraba al mismo ingeniero.

Pronto aparecieron a diez o doce metros de proa innumerables escollos, espesos, negros, agudos y altísimos. Estaban situados de modo que casi detenían la corriente, la cual se estrellaba contra ellos crujiente y espumosa.

—Despacio, Morgan —dijo el ingeniero—. Si chocamos se hará trizas el Huascar.

El maquinista se apresuró a disminuir la velocidad del vapor, el cual,

guiado por la mano de hierro de O’Connor, avanzó con prudencia buscando un paso. Después de haber recorrido unos doscientos metros ante aquella formidable barrera, detrás de la cual divisábanse otras no menos formidables, el bote penetró en un angosto y tortuoso canal por

donde el agua se precipitaba con furia irresistible. Tres veces rozó el Huascar con metálico estridor aquellos peligrosos escollos, pero al fin pasó sin percance alguno.

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Detrás de aquellas barreras la corriente era rapidísima e irresistible y producía tal fragor que el ingeniero viose obligado a gritar para dar sus órdenes.

—¿Pero dónde estamos? —preguntó O’Connor, que gobernaba con gran trabajo el timón.

—Sin duda cerca de una catarata —respondió el ingeniero, que se hallaba en pie a proa con una palanca en la mano—. ¿No la oyes mugir?

—¿La salvaremos?

—Si es posible, sí. Burthon, prepara una tea de bengala.

El mestizo fijó en medio del barco un asita de hierro, a cuya punta ató fuertemente la tea.

Al poco rato una lluvia sutil cayó sobre el bote; el ingeniero, a la luz de las lámparas, vio a proa una inmensa columna de vapor que parecía salir de un abismo.

—¡La catarata! —gritó—. ¡Dad contra máquina!

Mientras la hélice giraba en sentido inverso, Burthon prendió fuego a la tea de bengala; inmediatamente en los labios de los cuatro hombres vibró un grito a un tiempo de admiración y de terror.

A sólo quince pasos de la proa del bote las aguas del lago, teñidas de rojo por la viva luz de la bengala, se desplomaban por una rápida pendiente con incontrastable ímpetu; empinándose, hirviendo, bramando con intensidad espantosa; del fondo surgía una inmensa nube de vapor, teñida también de rojo, estrellándose contra las rocas y cayendo convertida en menudísima lluvia.

A derecha e izquierda o pendientes de la bóveda veíanse rocas colosales roídas, destrozadas, transparentes como alabastro las unas, negras como el carbón las otras, o relucientes como si estuviesen tachonadas de piedras preciosas o veteadas de oro. Ni el ingeniero ni Burthon, ni O’Connor ni Morgan habían visto jamás un espectáculo como aquél.

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