viernes, 27 de octubre de 2023

SE ROMPIERON LAS CADENAS 11-12

 SE ROMPIERON LAS CADENAS

libro autobiográfico del ex-sacerdote

Herman J. Hegger

Yo también conseguí ayudar a misa. No fue cosa fácil, porque el herrero se hacía rogar. Lo conseguí un día que lo sorprendí en la puerta de la Iglesia; dirigí a él mis ojos con mirada tan suplicante, que por fin cedió.

Ayudar a misa era una tarea que los demás envidiaban. Se aprendía bellas frases latinas; se podía tocar la campanilla casi a voluntad y se podían poner a prueba las fuerzas propias en el traslado del misal. Especialmente los días festivos, esto resultaba un magno acontecimiento. Entonces vestíamos sotanas bellas y fajines de seda roja. Durante la Semana Santa, después del Gloria del jueves, recorríamos las calles con una carraca para anunciar el ángelus, porque a partir de aquel momento las campanas no podían sonar más. Todas ellas, en efecto, se habían ido a Roma, si era verdad lo que se nos decía.

Sufrí mucho en aquella capilla. Tenía un viejo altar de estilo barroco presidido por un cuadro de Cristo crucificado, desnudo hasta la cintura. Yo creía que era una irreverencia contemplar el ombligo del Señor y apartaba avergonzado mis ojos del cuadro. Pero era tan grande y estaba tan céntricamente situado que siempre mis ojos tropezaban con él. Fue un gran combate el que hube de librar. No es que la imagen produjera en mí la menor idea sexual; pero el temor de mirar a Jesús con miradas poco castas me llenaba de espanto y de turbación. Llegué incluso a sentir repugnancia física en la boca y hasta en el estómago. Nunca revelé a nadie esta angustia. Como una muda bestezuela aguanté diariamente estas ansiedades y estos tormentos. ¿Pasaron otros por esta misma experiencia? Lo ignoro.

Yo era de un talante muy religioso. Recuerdo que un día, el más pequeño de mis hermanos se mofó del Nombre de Jesús. Estaba tendido sobre la cama, porque aun no iba a la escuela. Juzgué espantoso su atrevimiento. ¿Cómo osaba hablar así? Le hice vivos reproches pero él continuó la burla, irreverente, sin inquietarse por mis palabras. En otra ocasión en que me hallaba jugando con un mozalbete de mi misma edad, al ver que tenía todas las de perder, lancé defectuosamente la bola. Irritado pronuncié un juramento. Inmediatamente, me encogí aterrado. Mi compañero observó mi abatimiento, y aunque él tenía la costumbre de jurar hasta blasfemar pareció adivinar que una simple palabrota era para mí mucho más terrible que para él una grosera blasfemia. Se me acercó y mirándome me dijo: <¡Tú no puedes jurar!> A pesar de sus frecuentes blasfemias no pude replicarle. Creí que Dios me habló por su boca y comprendí que era grosero, vulgar y feo jurar por una simple jugada desafortunada.

Yo no era mejor ni peor que los demás, pero tenía una conciencia muy sensible al pecado. Desde luego aspiraba sinceramente a la santidad, especialmente después de haber leído varias vidas de santos. Tras la lectura me volvía extremadamente servicial y obediente. Hacía el signo de la cruz con mucho respeto y compostura.. Ayudaba a mi madre en su trabajo y ordenaba el granero. Un día en que me hallaba trabajando en él a la hora del ángelus, sonó la campana de la Iglesia. Antiguamente existía la costumbre de suspender en esos momentos el trabajo para elevar al cielo una plegaria, pero la costumbre había caído en desuso y yo la conocía sólo a través de la lectura de los libros piadosos. No obstante, en aquella ocasión interrumpí mi trabajo,

uní mis manos y, sentado sobre un saco de harina recité una oración. En general esos periodos de extrema piedad no eran muy perdurables. Una mofa por parte de alguno de mis hermanos bastaba para derribar por tierra, como un castillo de naipes, todas mis buenas disposiciones en este sentido.

Fundatión En la Calle Recta (ECR)

Se Rompieron las Cadenas 12 Herman J. Hegger

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