EL TESORO DE LOS INCAS
EMILIO SALGARI
ITALIA
119—Encendamos las lámparas —dijo el ingeniero.Encendiéronse las lámparas de seguridad, y los cuatro hombres salieron de la galería, que empezaba a ser invadida por el humo causado por la explosión.
El barreno había desgarrado el suelo, y la hendidura se prolongaba hasta el carbón incendiado. Alrededor de ella había masas de carbón, unas ardiendo, pero otras no, y éstas en tal cantidad, que bastaban a cargar un barco tres veces más grande que el Huascar.
Morgan cogió uno de aquellos trozos y lo examinó atentamente.
—Es carbón superior —dijo luego.
—Ahora, amigos, ¡a trabajar! —ordenó el ingeniero.
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Capítulo XVII. Las aguas hirvientes
A la mañana del 15 de diciembre, esto es, dos días después del descubrimiento de la mina, los intrépidos exploradores dieron el último adiós a la luz del día que empezaba a descender del cráter, y dejaron para siempre el apagado volcán, dirigiéndose hacia el Sur.
El bote, cargado con más de 1600 kilos de carbón y lanzando alegremente nubes de humo, atravesó en pocos minutos el negro lago, y penetró bajo La galería meridional, lanzando agudos silbidos.
El nuevo canal tenía diez o doce metros de ancho, y las orillas en extremo quebradas; y su corriente era tan rápida que el ingeniero, no queriendo gastar inútilmente carbón, ordenó al punto Morgan que apagase la máquina, y a O’Connor que se pusiese a proa con una lámpara, a fin de evitar un choque imprevisto.
El subterráneo era altísimo y en su interior no se veía una nube de humo, señal evidente de haberse consumido el petróleo mezclado con las aguas.
Sin embargo, las rocas conservaban todavía un calor no despreciable, y a veces salían por los tenebrosos antros laterales bocanadas de aire tan caliente que hacían muy dificultosa la respiración.
—¡Cuerpo de cañón! —exclamó Burthon, enjugándose el sudor que corría abundante por su rostro—. Paréceme estar en algún horno preparado a recibir el pan.
—Pues esto no es nada —respondió el ingeniero—. Cuanto más avancemos, más calor hará.
—¿Por qué?
—Por dos razones: La primera, las rocas, por hacer menos tiempo que sufrieron las llamas, despedirán más calor; y la segunda, porque bajamos con tal rapidez, que me da que pensar.
—¿Y qué importa que bajemos?
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—Cuanto más nos alejemos de la superficie de la tierra, más calor habremos de sentir. A causa de la extraordinaria pendiente del canal, hemos bajado en sólo veinte minutos más de quince pies.
—Y decís que si seguimos bajando…
—Nos asaremos, amigo Burthon.
—¿Pero a qué profundidad estamos?
—A dos mil quinientos pies. Poco más o menos lo mismo que tiene la mina de Rosebridge.
—¿En qué proporción aumenta el calor?
—Cada setenta pies, aumenta un grado.
—Entonces, estamos ahora a una temperatura de treinta grados.
—Cerca le andas, Burthon.
—Esperemos que el río acabará de seguir bajando —dijo Morgan—, y que…
La frase fue interrumpida de pronto por un sordo trueno que se oyó sobre la orilla derecha, seguido inmediatamente por la caída de algunos goterones.
Burthon, que recibió una de aquellas gotas, lanzó un grito de dolor. Aquel agua, que caía espesa, y no se sabía de dónde, escaldaba como si estuviese hirviendo.
—¡A los remos! ¡A los remos! —gritó el ingeniero.
Los cuatro se precipitaron sobre los remos; pero no los habían metido aún en el agua, cuando cesó de improviso la extraña lluvia.
—¡Hola! —exclamó Burthon—. ¿Ha pasado ya la nube?
—No era una nube la que nos ha enviado ese agua hirviente —dijo el
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ingeniero—, sino un geisser, o surtidor de aguas termales.
—Pero si ya no llueve, Sir John —dijo Morgan.
—Porque la corriente nos ha alejado de donde antes. ¿No oyes al agua crepitar sobre el río?
—¿Y qué significa aquel sordo trueno?
—No lo sé. Atraquemos, y vayamos a verlo.
O’Connor y Burthon pusiéronse a remar vigorosamente, y después de viva lucha contra la corriente que descendía con extraordinaria fuerza, dirigieron el bote a la orilla derecha, y lo ataron sólidamente a un gran peñasco. Provistos de lámparas, saltaron los exploradores a tierra, y se encaramaron sobre la empinada orilla.
El sordo trueno, oído unos minutos antes, había cesado, lo mismo que la lluvia. Bajo la oscura bóveda del subterráneo, sólo se oían los mugidos de la corriente, que embestía furiosa las orillas, saltando sobre las rocas.
El ingeniero, puesto a la cabeza del grupo, examinó el terreno.
—Granito y toba silícea —dijo—. No veo ninguna señal de lavas.
Caminando con prudencia, adelantaron unos trescientos pasos; después se detuvieron de común acuerdo. A la luz de la lámpara veíase una espesa nube de vapores blanquecinos que salían de una especie de hoyo.
—¿Será otra mina ardiendo? —preguntó Burthon.
—Mejor; un manantial de agua caliente —dijo el ingeniero.
—¡Bueno! —murmuró O’Connor—. Coceremos un trozo de carne sin encender fuego. Será un caldo excelente.
—Vamos a ver —dijo Sir John.
Cuidando siempre de ver dónde ponían los pies, avanzaron hacia aquellos vapores, y llegaron en breve ante una gran hoya natural, llena hasta el borde de un agua limpísima, pero en extremo caliente.
En el centro de aquel estanque descubrió el ingeniero una abertura de dos metros, por lo
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menos, de ancha, de la cual salían espesas nubes de vapor.
—Es un geisser —dijo Sir John.
—Es decir, un manantial de agua caliente —añadió Morgan.
—Ni más ni menos, maquinista; y se parece mucho al Gran geisser de
Islandia.
—¿Y creéis, señor, que este señor geisser es el que nos ha rociado de agua caliente? —preguntó Burthon.
—Sí, amigo.
—Pero si esta agua está tranquila.
—¿Ves ese agujero que se abre en medio del fondo?
—Sí, le veo.
—Pues ése es el canal de erupción. Si esperamos, veremos salir por ahí un gran surtidor, y lanzarse a considerable altura.
—¿Estáis seguro de que sobrevendrá la erupción?
—Segurísimo. Pero podría tardar dos, cuatro y hasta quizá veinticuatro horas.
—¡Qué lástima!
—Sin embargo, podríamos provocarla. En Islandia, además del Gran geisser, hay otro llamado Strokkur, el cual, si se le irrita, arrojándole piedras, gruta.
—Será sin duda un geisser delicado. Aunque el pobre tiene razón: la verdad es que las piedras no son manjares apetitosos.
—Irritemos a este geisser, señor —dijo Morgan.
—Probémoslo, al menos, maquinista. Traed peñascos.
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