LA PALOMA Y EL NIDO -
"ÁTALA"
DE CHATEAUBRIAND
EN LA VERSIÓN CASTELLANA DE SIMÓN RODRÍGUEZ, PUBLICADA EN PARÍS, 1801.
"No satisfecha mi curiosidad con haber recorrido las riberas del Meschacebe, que formaban al mediodía los magníficos confines de la Nueva-Francia, quise aun ver al norte la otra maravilla de aquel imperio, esto es, la catarata del Niágara. Habiendo efectivamente llegado cerca de aquella cascada en el antiguo país de los
Angonnoncioni (1), una mañana, atravesando un llano, divisé una mujer sentada bajo un árbol con un niño muerto en su regazo.
Enternecido de tal espectáculo me acerqué paso a paso a la joven madre, y escuché que decía:
"Si te hubieras quedado entre nosotros, hijo mío, ¡ con qué gracia no habrían templado el arco estas manos! Tu brazo nervioso habría avasallado el oso en su furia, y habrías desafiado sobre la cumbre del monte a la danta más veloz en carrera. ¡Blanco armiño de la roca! ¡Tan joven, y haber pasado ya al país de las almas! ¿Cómo harás para vivir allí, donde no está tu padre para alimentarte con su caza? Tendrás frío, y ningún Espíritu te dará pieles para cubrirte.
¡Oh! es menester que yo me apresure a seguirte, para cantarte canciones y presentarte mis pechos".
(1)—Los Iroqueses.
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Y la joven madre, después de esta oración fúnebre al estilo de los desiertos, cantaba con una voz trémula, mecía al infante en sus rodillas, le humedecía los labios con su leche maternal, y prodigaba a la muerte todos los cuidados que se dan a la vida. Ella quería poner a secar el cuerpo de su hijo en las ramas de un árbol, según la costumbre de los Indios, para trasladarlo después a los sepulcros de sus padres. En efecto, dio principio a la tierna y religiosa ceremonia desnudando a su hijo, y respirando por un breve rato sobre su boca, dijo: "¡Alma de mi hijo! ¡alma encantadora! Tu padre te crió hace tiempo en mis labios con un ósculo . . . ¡Y que tantos ósculos míos no puedan darte hoy una nueva existencia!". Luego descubrió su propio seno, y se estrechó por la última vez con el cadáver yerto, que habría revivido con el fuego del corazón maternal, si Dios no se hubiese reservado el soplo que da la vida.
Se levantó, y miró si había en el desierto hermoseado con la aurora, algún árbol sobre cuyas ramas pudiese exponer a su hijo; y escogió un ácer de flores encarnadas, adornado de festones de apios silvestres a manera de guirnaldas, y que exhalaba los más suaves perfumes. Asiendo uno de los ramos inferiores por sus vastagos, lo doblegó con una mano, y con la otra colocó encima el cuerpo de su infante: soltó luego el brazo del árbol, y este volviendo a su posición natural, se llevó escondidos entre su odorífero follaje los despojos de la inocencia.
¡Oh, que impresión tan tierna causa esta costumbre indiana! Penetrados de la substancia etérea aquellos cuerpos en sus aéreos sepulcros, cubiertos de copas de verdura y de flores, refrescados por el rocío, embalsamados y mecidos por las brisas, sobre la misma rama en que el ruiseñor ha hecho su nido, y desde donde repite su lastimera melodía; aquellos cuerpos así expuestos han perdido toda la fealdad de la tumba. Si son las reliquias de una joven que la mano de un amante ha suspendido al árbol de la muerte: si son las de un niño que una madre ha colocado en la morada de los pajarillos, las gracias se redoblan aún. ¡Árbol americano, que cargando entre tus ramas los cuerpos de los hombres, los alejas de su mansión para acercarlos a la de Dios, yo me he detenido arrobado bajo tu sombra!
Tú me mostrabas en tu sublime alegoría el árbol de la virtud: sus raíces que crecen en el polvo de este mundo: su cima que se pierde entre las estrellas del firmamento ; y sus ramos que son los solos escalones por donde el hombre, viajero sobre este globo, puede subir de la tierra al cielo.
Después que la madre hubo puesto a su hijo en el árbol, se arrancó una guedeja de sus cabellos y la enlazó entre las hojas,
OBRAS COMPLETAS - TOMO II 495
mientras que el soplo de la aurora mecía en su último sueño al que una mano maternal había tantas veces dormido a la misma hora en una cuna de musgo.
En aquel acto me fui directamente hacia la mujer, y le impuse las dos manos sobre la cabeza, dando los tres gritos de dolor. Luego sin hablarnos palabra tomamos cada uno un ramo y nos pusimos a espantar los insectos que zumbaban alrededor del cuerpo del infante.
Pero tuvimos cuidado de no ahuyentar una paloma cuyo nido estaba vecino, y que de cuando en cuando venía a quitar un cabello al niño para hacer un lecho más blando a sus chicuelos.
La India mirándola le decía:
"Paloma, si tú no eres el alma de mi hijo que ha levantado el vuelo, eres sin duda una madre que busca algo de que hacer una cuna. Toma de esos cabellos que yo no podré lavar ya en el agua de china: tómalos para acostar tus chiquillos: ¡ quiera el Gran-Espíritu conservártelos!".
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