"ÁTALA"
DE CHATEAUBRIAND
EN LA VERSIÓN CASTELLANA DE SIMÓN RODRÍGUEZ, PUBLICADA EN PARÍS, 1801.
A estas palabras, mi sangre detenida volvió a tomar su curso en mi corazón, y con la ligereza característica del salvaje, pasé repentinamente de un exceso de desesperación a un exceso de confianza. Pero Átala no me la dejó gozar por largo tiempo. Balanceando tristemente
la cabeza nos pidió por señas que nos acercásemos a su lecho.
"Padre mío, dijo dirigiéndose al religioso con una voz extenuada : yo toco a mi última hora! Oh Chactas! modera tu desesperación, y escucha el funesto secreto que te he querido ocultar, por no reducirte a una suerte demasiado lamentable, y por obedecer a mi madre.
Procura no interrumpirme con muestras de dolor, que no harían sino apresurar los pocos instantes de vida que me restan. Mucho tengo que contar; y no obstante, los cansados latidos de este corazón que ya desmaya.
. . No sé qué peso helado que mi pecho apenas puede sustentar,me instan que no pierda tiempo..."
Átala se queda por algunos instantes en silencio, y después prosigue
así:
"Mi triste destino se anunció casi antes que yo hubiese visto la luz. Mi madre me concibió en desgracia: yo fatigaba su seno: ella me echó al mundo con crueles dolores de sus entrañas: todos desesperaron de mi vida. Mi madre por salvármela hizo un voto: ella prometió a la Reina de los ángeles que yo le consagraría mi virginidad, si escapaba de la muerte... ¡Voto fatal, que me precipita al sepulcro! Apenas había cumplido quince años cuando perdí mi madre. Pocas horas antes de morir me llamó junto a su cama. Hija mía, me dijo, en presencia del
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misionero que la consolaba en sus últimos instantes, hija mía, ya sabes el voto que he hecho por ti: dime ¿querrías tú desmentir a tu madre?
¡Oh mi Átala! Yo te dejo en un mundo que no merece poseer una cristiana: entre idólatras que persiguen el Dios de tu padre y el mío; el Dios que, después de haberte dado la vida, te ha conservado para un segundo milagro. ¡Ea, querida hija mía! Aceptando el velo de las vírgenes, no haces más que renunciar los cuidados de la cabaña, y las funestas pasiones que han llenado de amargura el seno de tu madre.
Ven, pues, mi amada: ven, jura ante esta imagen de la Madre del Salvador, en las manos de este sacerdote, y en las de tu madre agonizante que no harás traición a los ojos del cielo. Advierte que, por salvarte la vida, me he constituido responsable a nombre tuyo, y que si no guardas mi promesa, la pena recaerá menos sobre ti que sobre tu madre, cuya alma sepultarás en eternos tormentos".
"¡Oh madre mía! ¿por qué hablaste así? ¡Oh religión que ha causado a la vez mis males y mi felicidad! ¡ que me pierde y que me consuela!
¡Y tú, caro y triste objeto de una pasión que me consume hasta en los brazos de la muerte! ¡Ya ves, oh Chactas, lo que ha hecho el rigor de nuestro destino. .. ! Bañada en lágrima, precipitándome sobre el seno materno, yo prometí todo cuanto se quiso hacerme prometer.
El misionero pronunció sobre mí las tremendas palabras, y me echó el escapulario, signo de un vínculo eterno. Mi madre me amenazó con su maldición en todo tiempo si quebrantaba mi voto; y después de haberme recomendado un secreto inviolable para con los paganos perseguidores de mi religión, expiró abrazada conmigo".
"Yo no advertí luego lo peligroso de mi juramento.
Verdadera cristiana, y llena de ardor, orgullosa con la sangre española que corría en mi corazón, no vi alrededor de mí sino hombres indignos de mi mano: me aplaudí el no tener otro esposo que el Dios de mi madre.
. . Yo te vi, joven y bello prisionero: tu suerte me enterneció: yo no me atrevía a hablarte junto a la hoguera de la selva... entonces sentí todo el peso de mi voto".
"No bien hubo acabado Átala estas palabras, cuando yo, cerrando los puños, y mirando al misionero con un ceño de amenaza: "Ve ahí —le dije—, la religión que tanto me has ponderado! ¡Perezca el juramento que me arrebata a mi Átala! ¡Perezca el Dios que se opone a la naturaleza! ¡ Hombre! ¡ sacerdote! dime, ¿ qué has venido a hacer a estas selvas?
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