"ÁTALA"
DE CHATEAUBRIAND
EN LA VERSIÓN CASTELLANA DE SIMÓN RODRÍGUEZ, PUBLICADA EN PARÍS, 1801.
Mi hermana se vio precisada a volverse a su cama donde se quedó como dormida. ¡Ah de mí! yo no vi en la debilidad de Átala sino muestras pasajeras de cansancio".
"Al otro día desperté con los cantos de los cardenales y arrendajos anidados en las acacias y laureles que rodeaban la gruta: Fui a coger una rosa de magnolia, y la puse, todavía mojada con las lágrimas de la mañana, sobre la cabeza de Átala que aún dormía; esperando, según la religión de mi país, que el alma de algún infante muerto a los pechos de su madre, descendería sobre aquella flor en una gota de rocío, y que algún sueño feliz la llevaría al seno de mi
amante. Luego busqué a mi huésped, y lo encontré con el ruedo del hábito prendido a las faltriqueras y su rosario en la mano, esperándome sentado sobre un tronco de pino caido de vejez. Me propuso fuese con él a la misión mientras que Átala reposaba: acepté su oferta, y al instante nos pusimos en camino".
"Bajando la montaña vi unas encinas en las cuales parecía que los Genios habían tirado rasgos misteriosos. El ermitaño mismo había trazado aquellas líneas, y eran versos de un antiguo poeta llamado Homero, y algunas sentencias de otro poeta mucho más antiguo aún nombrado Salomón. Yo no sé qué antigua y misteriosa armonía se hallaba entre aquella sabiduría de los tiempos pasados, aquellos versos roídos del musco, aquel anacoreta que los había grabado, y aquellas viejas encinas que en el fondo de un desierto le servían de libros".
"Su nombre, su edad, la data de su misión estaban también grabados en una caña de sabana al pie de aquéllos árboles. La fragilidad
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de este último monumento me admiró: "El durará todavía más que yo, me respondió el Padre, y tendrá siempre más valor que el poco bien que yo he hecho".
"De allí arribamos a la garganta de un valle donde vi una obra maravillosa; un puente natural como el de la Virginia, de que tú habrás oído hablar quizá. Los hombres, hijo mío, especialmente los de tu país, imitan de ordinario la naturaleza; pero sus copias son siempre mezquinas: no son así las de la naturaleza, cuando le place el imitar las obras de los hombres. Entonces es cuando ella echa puentes de la cima de una montaña a la cumbre de otra, suspende caminos por las nubes, esparce ríos en lugar de canales, talla montes por columnas, y por estanques ahonda mares".
"Pasamos bajo el único ojo de este puente, y nos encontramos en medio de otra maravilla: porque caminábamos de hechizo en hechizo, y era el cementerio de los Indios de la misión, o los Boscajes de la muerte. El ermitaño les había permitido sepultar sus difuntos a su manera, y sólo había santificado aquel lugar con una cruz (1). Estaba dividido, como él campo común de las mieses, en tantas porciones como familias, y cada una hacía su bosquecito variado según elgusto y afecto de los que lo habían plantado. En medio de estas arboledas culebreaba sin ruido un arroyuelo, que se denominaba el arroyuelo de la paz. Este risueño asilo de las almas se cerraba al oriente por el puente sobre que habíamos pasado: dos columnas lo limitaban al septentrión y al mediodía; y sólo se abría al occidente, donde se elevaba un gran bosque de abetos. Los troncos de estos árboles encarnados, jaspeados de verde, y elevados como altas columnas, formaban un magnífico peristilo a aquel hermoso templo de la muerte.
Reinaba en el bosque un ruido solemne, semejante al sordo retumbo del órgano bajo las bóvedas de una Iglesia cristiana; mas penetrando al centro del santuario sólo se oían los himnos de las aves, que celebraban a la memoria de los muertos una fiesta eterna".
"Saliendo de este bosque, descubrimos al pueblo de la misión, situado en la ribera de un lago, en medio de una sabana sembrada de flores, al cual se llegaba por una calle de magnolias y carrascas, que bordeaban una de estas antiguas rutas que se hallan en la soledad.
Luego que los Indios divisaron a su anciano pastor en la llanura aban-
(1) Según parece, el padre Aubry había hecho como los Jesuítas en la China, que permitían a los chinos enterrar a sus parientes en sus jardines
conforme a su antigua costumbre.
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donando sus trabajos corrieron a recibirle; y los unos le besaban respetuosamente los hábitos, otros ayudaban sus pasos trémulos, y las madres levantaban sus niños en los brazos para hacerles ver al hombre de Jesucristo, que vertía lágrimas paternales. Ibase informando mientras andaba de lo que sucedía en el pueblo: ya daba un consejo i éste, ya reprendía dulcemente a aquél: hablábales de cosechar las mieses, de instruir los niños, de consolar las penas, mezclando a Dios en todos sus discursos".
"Escoltados así llegamos a la peana de una gran cruz que se hallaba sobre el camino, y donde el siervo de Dios acostumbraba celebrar los misterios de su religión. "Mis queridos neófitos, dijo, volviéndose «, la multitud, os ha venido un hermano y una hermana, y por aumento de felicidad, ves que la divina providencia perdonó ayer estas sementeras ; ved aquí dos grandes motivos para darle gracias. Ofrezcámosle, pues, el divino sacrificio, y que cada uno traiga un recogimiento profundo, una fe viva, un reconocimiento infinito, y un corazón humillado".
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