«Los lejanos castillos suelen ser espejismos"
LA OPORTUNIDAD ESTA EN CASA
Por Arthur Gordon Condensado de «The Rotarian »Octubre de 1952
CUANDO Yo era
mozo y me entró la ventolera de ver mundos, no vacilé: me fui. Abandoné el pueblo donde vi la luz y donde la vieron
tantas generaciones de mis antecesores. Me marché a la ciudad
más grande que pude encontrar.
Pensaba, alegremente que cuanto más grande la ciudad, tanto mayores las
oportunidades. Mi pueblo estaba en decadencia,
decrépito, medio paralizado por la pobreza. Yo era emprendedor, enérgico
... y probablemente insufrible. Me sentía capaz de enroscarme un par de
rascacielos en el dedo meñique. De suerte que me marché.
Hoy día, trascurridos muchos años, me asalta la sensación inquietante de que
quizá cometí un error gigantesco.
Lo sospeché por primera vez cuando regresé a mi lugar hace como un año. Yo
había vuelto antes de visita en diversas ocasiones; pero esta vez realmente
abrí los ojos, y lo que vi me llenó de asombro. La
inercia y la apatía habían desaparecido. Poblaciones
que habían sido Pozos estancados de desempleo eran ahora activos centros industriales; nuevos tractores peinaban la tierra
rojiza, la actividad mercantil mantenía a todo el mundo ocupado.
Era claro que mientras yo anduve a caza de
espejismos por otras regiones la prosperidad había llegado a la que yo tan
inconscientemente abandone, y tuve entonces la sensación, bien significativa por cierto, de haberme perdido de algo
espiritualmente importante.
Mis coterráneos tenían algo de que yo carecía:
se les veía en la cara. Comparándolos con los que, como yo, se
habían desarraigado para marcharse por toda la rosa de los vientos adondequiera
que la oportunidad pareciera guiñarlesel ojo, comprobé
que casi no había un solo individuo que fuera
basicamente más feliz o estuviera mejor adaptado por haberse ido del pueblo.
Este descubrimiento me turbó; y tanto, que empecé a comentarlo con los vecinos.
De estas conversaciones saqué en limpio que por
regla general el hombre es más feliz y alcanza mayor éxito cuando echa raíces
en el propio solar de sus mayores y allí.
realiza la obra entera de su vida. Las mejores oportunidades las
ofrece el pueblo natal. No necesariamente
para ganar dinero sino para
hacer nuestro aporte a la vida misma.
Y esta es una distinción que me temo no haber comprendido en absoluto en la
época en que terminé mi llamada educación. Para mí
entonces el triunfo era el dinero, el prestigio de un oficio, hasta la fama
quizá. Todavía sigo creyendo que todos estos son bienes deseables, pero las satisfacciones perdurables parece que proceden
de otras fuentes.
Tomemos un ejemplo sencillo. Conozco a un caballero neoyorquino que cada año
gira un cheque de 2000 dólares a favor de una gran institución de
caridad,y también conozco a un médico de un pueblecillo que regaló tres
hectáreas de terreno para hacer un parque para los niños. La generosidad del
primero le proporcionará sin duda un momento de satisfacción. Pero el médico,
cuya donación tiene muchísimo menos valor monetario, cosechará de ella dividendos espirituales durante toda su vida. Porque la puede
ver. Está allí.
Es esta la clase de satisfacción que pude
observar—y envidiar—en la vida de mis contemporáneos que tuvieron el buen sentido, o la buena suerte, de quedarse en casa.
En términos generales, las personas felices son
aquellas que se han adaptado al medio ambiente. Por el contrario, las
que no se sienten seguras no disponen de tiempo ni energías suficientes para ponerse a ayudar a los demás; están demasiado ocupadas tratando de encontrar quién les ayude a
ellas mismas. Y nada contribuye tanto al
sentimiento de inseguridad como
sentirse uno forastero.
—Me alejé de mi pueblo—cuenta una muchacha
que trabaja en un banco metropolitano—porque estaba
convencida de que allí no existían verdaderas oportunidades. ¡Yo no iba a ser de las que se quedan enterradas!
¿Pero qué he ganado? La discutible satisfacción de llegar a ser una rana casi invisible en medio de una inmensa laguna. ¿Y
qué perdí? Un montón de cosas intangibles que son
mucho más importantes de lo que yo creía. En
mi pueblo la gente realmente se interesaba en lo que yo hiciera o en lo
que a mí me sucediera. Aquí, digámoslo con franqueza, a nadie se le da un pito.
Tengo mi independencia, claro está. Pero a veces la «independencia» no es más
que un apodo de la soledad.
Un individuo que se había alejado durante un tiempo con su familia, regresó al
cabo: «Nos trataron muy bien—dice—, muy amistosamente. Pero siempre nos sentimos forasteros. Y es que lo éramos, de modo que constantemente estábamos esforzándonos por demostrar que
éramos personas aceptables.
«Aquí en el pueblo (y movió los brazos en
semicírculo en ademán de afecto) no
tenemos que probarle nada a nadie. Los amigos son amigos de
verdad porque ... en fin, la amistad es en gran parte experiencia compartida
¿no es verdad? Hemos estado compartiendo la experiencia con estas gentes desde
que andábamos en pañales.
«Mi esposa y yo estamos dispuestos a trabajar
de veras por este pueblo, como lo
hicieron nuestros padres, porque
es nuestro. Para los niños también es mejor. Tienen a la vista
normas de conducta moral a que ajustarse ... ¿me explico?»
¡Claro que sí! Se refería a las raíces,
a la tradición. El sentimiento del deber que proviene de las tradiciones
familiares de virtud cívica y servicio a la comunidad es algo que vale la pena conservar y trasmitir.
«Tuvimos suerte—agregó pensativo—. Regresamos a tiempo. Si uno se demora mucho,
pasa del punto en que no sé puede volver. Ese es el punto en que uno se convierte en un extraño en su propia tierra.»
Encontré algunas personas que habían
triunfado a pesar de haberse ido. Una de éstas era un industrial solidamente establecido en un
gran centro fabril. «Estamos bien—me dijo—. Por lo menos, estamos bien ahora.
Pero fue preciso que pasaran varios años para que
llegáramos a sentirnos miembros de la comunidad. Es cierto que he ganado
dinero, aunque a veces creo que lo mismo
habría ganado si me hubiera quedado en mi pueblo.
«El quid está en que cuando uno emigra a otro lugar, invariablemente lo hace
con el propósito de ver qué provecho puede sacar de
él. Jamás piensa en lo que uno puede dar de
sí, como contribución a esa comunidad . . . No, no lo piensa
hasta que ha vivido allí mucho, muchísimo tiempo. Hay personas que jamás llegan a ver las cosas de este
modo; y sin embargo (agregó mirando pensativamente por la ventana) ahí está el secreto del éxito personal, dondequiera que
se viva.»
Otros de mis coterráneos habían echado nuevas raíces con menos esfuerzo
consciente. En algunos casos, las carreras especializadas que buscaban
sencillamente no existían en nuestra villa, mientras que en otros casos
dificultades de orden familiar o problemas emocionales justificaban su
alejamiento. Pero por lo que hace a los que se
quedaron en el pueblo, no encontré uno solo que se arrepintiera.
«Yo le diré qué es lo que nosotros tenemos y que a usted le hace falta —me dijo uno de ellos—: tenemos orgullo regional.»
Recordé una conversación con otro de los que se quedaron en el lugar, hoy vice
presidente de una fábrica de energía eléctrica. Hablábamos
de las sorprendentes mejoras que
yo había hallado en toda la región, y él comentó:
«Verá usted: teníamos qué hacer algo,
porque todos los jóvenes se nos estaban marchando, como
se marchó usted. Entonces resolvimos
higienizar y hacer atractivas nuestras poblaciones, convencer a las industrias de que vinieran a instalarse
aquí y de paso, que consumieran nuestra energía eléctrica!
«Para lograrlo, le recordamos a nuestra gente que, para ella al menos, su pueblo es el lugar más importante de la tierra.
Trabajamos corno demonios y le aseguro que nos divertimos. Todo salió a pedir
de boca. Ya no son muchos los jóvenes que se van. En
realidad, los listos están regresando.»
Los listos están regresando.
Estos son sin duda los que han aprendido la dura
experiencia que los lejanos castillos suelen ser espejismos y que las
brillantes perspectivas económicas, si es que existen, no
compensan la tensión emocional, la dislocación social y la merma
de oportunidades de servir al prójimo
que generalmente tiene que sufrir el que va a
establecerse en otras tierras.
Pero ¿ qué decir de los jóvenes (y estoy seguro que hay
muchos todavía) que se sienten encerrados en su pueblo,
que anhelan más amplios horizontes para su actividad ? Para ellos mi única respuesta, un poco amarga quizá, es que a
mí también me llegó el día en que tuve que tomar una decisión, y ahora estoy bastante seguro de que me equivoqué. En mi caso, las
verdaderas oportunidades eran entonces justamente la pobreza, la desidia y el desperdicio de energías humanas,
de todo lo cual yo quería huir. Mi deber para conmigo mismo
habría sido quedarme y ayudar a remendar lo
que necesitara remiendo. Esto no lo comprendía yo a los 19 años,
pero lo comprendo muy bien ahora, a los 39, y lo digo por si a alguien le pudiera aprovechar.
Piénselo bien, joven. Si está usted resuelto
a ser un gran conductor de orquesta o a descubrir la cura del cáncer, claro
está que tendrá que ir adonde existan las oportunidades para ello. Pero si usted aspira sencillamente a ser un buen
médico, o abogado, o comerciante, o jefe de bomberos, lo más probable es que tenga más éxito en el campo que mejor conoce,
donde conoce y quiere a la gente, y donde la gente lo conoce a usted y lo
quiere.
En resolución, quédese donde tiene raíces.
Porque a través de esas raíces recibirá la
fortaleza que necesita para desempeñar airosamente su papel en el ambiente que es para usted el mejor de los
ambientes posibles: su propio
pueblo.SELECCIONES DEL READER'S DIGEST Octubre de 1952
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