martes, 28 de diciembre de 2021

DIOS SÍ NOS OYE...Una viuda joven y solitaria

 Díos sí nos oye
Una viuda joven y solitaria 



descubre cómo Dios ayuda a  sobrevivir y a rehacerse 
 a  los desventurados que han perdido toda esperanza
Por Pamela Hennell


A MENUDO oímos decir a personas afligidas y desilusionadas: "Oré, pero mis ruegos nunca fueron atendidos". Yo también me expresé así cuándo una profunda pena trastornó mi vida, y me alejé de Dios. Sin embargo, largos meses después mi desilusión terminó de una manera extraña y maravillosa.
En los días felices y activos de mi matrimonio, pocas veces pensé en rezar. Durante los diez años que pasamos juntos, mi esposo y yo vivimos absorbidos por un amor despreocupado y alegre; nuestra única pena era no tener hijos. De pronto mi marido enfermó de cáncer del pulmón. En mi desesperación me dediqué a orar, esforzándome por recuperar lo perdido, pero la oración, por tanto tiempo relegada al olvido, me parecía vacía. Después de varios meses, largos y angustiosos, Godofredo murió. Entonces mi plegaria constante fue: "¡Ayúdame, Dios mío, a soportar esta soledad y desesperación!"
De nuevo me pareció que sólo el eco devvolvia mis oraciones y, sin atender el bondadoso consejo de nuestro párroco, en mi amargura y desolación traté de marchar sola, pero a cada paso me hundía más profundamente en el egoísmo del dolor reprimido.
A lo largo de mi senda solitaria me encontré con otras personas que también padecían. Aquéllos cuya fe era fuerte recobraron el valor y la esperanza. Pero otros, como yo, seguíamos extraviados, vacilantes. Conocí a un hombre que había perdido su único hijo, a una viuda mucho mayor que yo, a una jovencita cuyos padres perecieron en un incendio. Todos comentábamos que.habíamos pedido ayuda a Dios paró Soportar la separación, sin que nada ocurriera. "¿Por qué escucha Él otras oraciones, pero nunca las nuestras?" nos preguntábamos.
No me di cuenta de cuán grande era mi error hasta una noche helada de diciembre, 16 meses después de la muerte de mi marido. Me encontraba entonces en Londres, adonde había ido a buscar trabajo para escapar de obsesionantes recuerdos. En un principio, la busca de un empleo me tuvo tan ocupada que no me quedó mucho tiempo para pensar en el pasado; pero, dos semanas después de mi llegada, el hecho de haberme encontrado por casualidad con una persona que había mantenido relaciones comerciales con Godofredo renovó todo el antiguo dolor por la pérdida sufrida. Incapaz de soportar la soledad de mi aposento, vagué durante horas por las calles. Comenzaba a anochecer, y con la oscuridad llegó la niebla. Un reloj distante daba las ocho cuando salí de Old Brompton Road y me dirigí hacia Queensgate. Allí, casi oculta por la bruma, descubrí una iglesia cuyas puertas estaban abiertas. La antigua plegaria me volvió a los labios: "¡Ayúdame, Dios mío, ayúdame!" Entré en el templo, sin esperanzas.
La iglesia era pequeña, fria y húmeda, y estaba iluminada tan sólo por tres velas vacilantes. En la penumbra se vislumbraban las filas de bancos. Mientras yo permanecía de pie, indecisa, súbitos  sollozos rompieron el silencio, los sollozos bruscos y atormentados de un hombre.
Mi primera reacción fue de miedo, y me volví para huir. Pero esos sollozos ahogados, tan llenos de dolor, me detuvieron en la puerta. A pesar mío avancé casi a tientas por la oscura nave lateral hacia el sitio de donde provenían, hasta que vi una persona acurrucada en un banco. Poniéndole tímidamente la mano en el hombro, murmuré:
—¿Puedo ayudarle en algo?
El desconocido levantó la cabeza. Era joven; tenía el rostro anguloso y el cabello rubio.
—Ha muerto —dijo con voz dura—. ¡Mi esposa ha muerto! 
Me senté a su lado. Evidentemente no esperaba contestación alguna, pero comenzó a hablarme en un murmullo entrecortado, como si yo fuera una amiga. Unos pocos años antes, había venido de Australia con su esposa. Si bien su salario de empleado era mezquino, y su departamento resultaba demasiado pequeño desde la llegada de un hijo, su vida había estado llena de amor y felicidad hasta que su mujer murió dos meses atrás. Me habló de los interminables días y de las noches de insomnio que había pasado desde entonces.
—No sé cómo seguir viviendo sin ella —repetía angustiado—. Oro para tener valor, mas las cosas empeoran cada día. La gente ha sido amable, pero . .* .
Se interrumpió repentinamente. Mientras yb trataba de extraer del vacío de mi propio corazón algunas frases de aliento, ébló de nuevo, y sus palabras constituyeron una revelación súbita para mí.
—¡Todos han sido tan bondadosos conmigo! El matrimonio que se hizo cargo del bebé, los vecinos a quienes antes no conocía y que insisten en que coma con ellos todas las noches, los compañeros de la oficina Dios ha contestado mi ruego a través de toda esa gente. Pero yo no escuchaba.
Pero yo no escuchaba. Fue como si esas palabras abrieran una puerta en mi espíritu. Yo también había pedido ayuda, mas esperaba alguna solución dramática que borrara milagrosamente el dolor de la pérdida sufrida. Cuando eso no ocurrió (¿ y cómo podría haber ocurrido?) me alejé de Dios, diciéndome que Él no había escuchado mis oraciones. Sin embargo, y no obstante haberle vuelto la espalda, Él había contestado mi súplica, y yo lo habría comprendido así si hubiera sabido escuchar.
Sentada junto a ese desconocido, recorrí con el pensamiento los largos meses anteriores. Mi médico me había enviado a pasar las primeras semanas a la playa para que pudiera descansar. No bien los otros huéspedes del pequeño hotel descubrieron que yo acababa de enviudar, me rodearon como un pequeño ejército de amigos, decididos a no dejarme sola. Me obligaron a nadar, a bucear, a compartir sus paseos en bicicleta. Ni una sola vez se me ocurrió que su cálida amistad podía ser una respuesta a la plegaria que yo elevaba a Dios: "¡Ayúdame a soportar esta soledad y desesperación!"
Durante mi vida de casada nunca desempeñé un empleo, y se me dijo que debido a mi falta de experiencia me sería difícil conseguir uno. Sin embargo, y justamente cuando más lo necesitaba, me encontré con una señora que casual-mente mencionó una vacante que existía en la redacción de una revista. Me presenté y fui aceptada, cosa que yo califiqué de feliz coincidencia.
La primera Navidad sin Godofredo, tres matrimonios que yo apenas conocía me invitaron a pasar ese día con ellos. Mis vecinos observaban con atención mi estado de ánimo, y si advertían signos de que mi depresión aumentaba, me obligaban a compartir sus vidas. La secretaria del editor para el que trabajaba, dedicó parte de su tiempo libre a ponerme al corriente de mis obligaciones, y llegó hasta corregir mi mala ortografía. ¡He hallado tanta gente buena!
Y esa noche el destino había reunido a dos extraños en una pequeña iglesia vacía de Londres, para que ambos descubrieran juntos cuál es en realidad la forma  en que  Dios contesta las oraciones. No se trata de un don milagroso de valor y esperanza, ni de una panacea sobrenatural que cure los males del espíritu. Ese apoyo se advierte en .las pequeñas cosas: en el calor de la amistad que reconforta el ánimo desfalleciente, en el alivio del corazón adolorido al compartir la alegría ajena, en la bondad de un extraño que ilumina un día. Ésta es, pues, la manera como Dios nos ayuda a soportar las desgracias y a rehacernos.

 

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